Cuando Kamal atravesó la puerta de la casa, la noche avanzaba con pasos decididos envolviendo las calles, los callejones, los alminares y las cúpulas. Quizá su alegría por esta salida fugaz que tan raramente se le presentaba a una hora tan tardía sólo podía compararse con su vanidad por el recado oral que Fahmi le había encargado, pues no se le ocultaba que se lo había confiado a él solo y a nadie más; en tal ambiente de secreto y misterio, que confería al recado, y a él en consecuencia, una importancia especial que su corazoncito percibía y por la que bailaba conmovido y orgulloso. Se preguntaba sorprendido qué habría sacudido a Fahmi, hasta el punto de haberse apoderado de él tal estado de ansiedad y tristeza que le hacía parecer, con sus sombríos ropajes, un extraño personaje como nunca lo viera u oyera anteriormente. Él era un modelo único. Su padre se agitaba como un volcán por la causa más trivial. Yasín, a pesar de lo dulce de su conversación, estaba siempre predispuesto a la cólera, y aun Jadiga y Aisha no carecían de momentos de diablura. Fahmi era el modelo único, su risa era sonrisa, su cólera un fruncimiento de cejas, su calma profunda, sin menoscabo de la rectitud de sus sentimientos y de la firmeza de su entusiasmo. No recordaba haberlo visto nunca en el estado en el que se hallaba aquel día. No olvidaría cómo se había quedado a solas con él en el cuarto de estudio, con la mirada errante, el alma agitada y la voz trémula, ni cómo le había hablado por primera vez en su vida con un tono de súplica tan ardiente que le causó la más profunda sorpresa, hasta el punto de considerar necesario aprenderse de memoria el recado que le había dado, repitiéndolo una y otra vez. Comprendió por el sentido de la propia misiva que el asunto tenía una relación estrecha con el extraño suceso que había escuchado furtivamente desde detrás de la puerta, y que había contado a sus dos hermanas, lo cual ocasionó discusiones y disputas entre ambas. Supo, en definitiva, que guardaba relación con Maryam, aquella muchacha con la que jugaba a menudo, y cuya compañía unas veces le gustaba y otras le aburría, sin saber que ella tenía esta importancia que amenazaba la calma y el bienestar de su hermano. ¿Maryam? ¿Por qué había sido capaz, sin ayuda de nadie, de hacerle todo esto a su querido y maravilloso hermano? Encontró en el ambiente una incertidumbre como la que rodea la vida de los espíritus y de los fantasmas y que a veces excitaba su curiosidad y su temor. Su corazón saltaba curioso y perplejo con el deseo de penetrar tan oculto secreto, pero esa perplejidad suya no le impedía recitar interiormente la misiva tal como se la había oído a su hermano anteriormente, para tener la garantía de no omitir una sola letra de su contenido.
Pasó bajo la casa de la familia Redwán, repitiendo el mensaje; luego torció por el primer callejón, al que daba la puerta principal. La casa no le era extraña, pues a menudo se escabullía hacia su patinillo, en uno de cuyos ángulos se arrinconaba una carreta de ruedas herrumbrosas a la que se subía ayudado por su fantasía para enderezarlas y moverla a su antojo. A veces circulaba por sus habitaciones sin permiso, pues era acogido con la bienvenida y la campechanía de la señora de la casa y de su hija, a las cuales consideraba «a pesar de su tierna edad» como dos viejas amigas. Estaba tan acostumbrado a esta casa, con sus tres habitaciones que daban a un saloncito en el que se había colocado una máquina de coser detrás de la ventana que caía directamente sobre el Baño del Sultán, como lo estaba a la suya propia, con sus amplias habitaciones y su gran sala donde se desarrollaba la reunión del café una tarde tras otra. Además, algunas de las características que guardaban relación con una larga época de su infancia habían dejado huella en su alma, como el nido de una paloma en lo alto de la celosía contigua a la habitación de Maryam, cuyo borde aparecía por encima del ángulo de aquella, pegado a los muros como un trozo de esfera en torno a la cual se enredaban las pajas y las plumas; de vez en cuando asomaba la cola de la paloma madre o su pico, según como fuera su postura. Él lo contemplaba debatiéndose entre dos deseos: el uno, que procedía de sí mismo, lo impulsaba a jugar con el nido y a llevarse las crías; el otro, adquirido de su madre, era limitarse a contemplarlo, sentir simpatía y participar con la imaginación en la vida de la paloma y de su prole. También recordaba un cuadro de la embajadora Aziza, de colores brillantes, mirada reluciente y hermosas facciones, colgado en la habitación de Maryam, que aventajaba en belleza a la hermosa mujer cuya imagen lo contemplaba cada tarde en la tienda de Matusián, y se quedaba mirándola y preguntándose por «su historia». Maryam le había contado con tal elocuencia lo que sabía y lo que no sabía, que le había fascinado y él quedó cautivado. Así pues, la casa no le era extraña y siguió su camino hacia la sala sin que nadie lo oyera. Echó una rápida ojeada a la primera de las habitaciones y vio al señor Muhammad Redwán acostado en su cama, como solía verlo desde hacía años. Sabía que el anciano estaba enfermo; había oído muchas veces decir de él que estaba tullido, y hasta le había preguntado a su madre en una ocasión lo que significaba esa palabra. Ella se inquietó y empezó a pedir la protección de Dios por el horrible nombre que había pronunciado y él mismo se encogió en un movimiento de retroceso. Desde aquel día el señor Redwán provocaba su lástima y su curiosidad, mezcladas con el miedo.
Luego pasó a la siguiente habitación y vio a la madre de Maryam de pie ante el espejo; en su mano tenía una especie de masa que extendía por las mejillas y el cuello y retiraba con rápidos y repetidos tirones. Luego palpaba con la yema de los dedos ese lugar del rostro para percibir su tacto y asegurarse de su suavidad. A pesar de que sobrepasaba los cuarenta años, era de una belleza tan notable como la de su hija; la enloquecía reír y bromear. Apenas oía a Kamal, lo recibía alegremente y lo besaba; a continuación le preguntaba, aparentando paciencia: «¿Cuándo serás mayor para que me case contigo?». Entonces a Kamal se le subía el pavo y se turbaba, aunque le encantaban las bromas de la señora y hubiera deseado más. ¡Cómo despertaba su curiosidad esta operación a la que ella se entregaba de vez en cuando delante del espejo! Una vez le preguntó por ello a su madre y esta le regañó, pues era la regañina el tipo de castigo más extremo que ella practicaba, reprochándole que preguntara lo que no le concernía. Pero la madre de Maryam, más indulgente y amable, cuando lo vio en una ocasión mirándola atónito, lo subió a una silla delante de ella y le untó los dedos con aquello que él pensaba al principio que era masa, le presentó un lado de su rostro y le dijo riéndose: «A trabajar, muéstrame tu habilidad». Él se puso a imitar sus movimientos hasta que le demostró dicha habilidad con tal soltura que a ella le dio envidia. Pero él no se contentó con la delicia del experimento y le preguntó: «¿Por qué haces esto?». Ella soltó una carcajada y dijo: «¿No esperarás otros diez años para saberlo por ti mismo? Pero no hay razón para esperar… ¿no es la piel suave más hermosa que la áspera? ¿Es así…?».
Pasó por delante de su puerta sigilosamente para que ella no le oyera, porque su misiva era lo suficientemente importante como para no permitirle encontrarse con alguien que no fuera Maryam. Encontró a esta en la última habitación, acurrucada en su cama y comiendo pipas con el platillo de una taza delante, que ya estaba lleno de cáscaras. Cuando lo vio dijo con sorpresa:
—¡Kamal! —Iba a preguntarle qué le traía a aquella hora, pero renunció pensando que lo asustaría o lo avergonzaría—. Honras a esta casa. Ven a sentarte a mi lado.
Extendió la mano hacia ella a modo de saludo, desató luego su calzado de caña alta, se lo quitó, y saltó a la cama con la galabiyya rayada y la táqiya azul de listas rojas. Maryam se rio suavemente, y puso en su mano unas pocas pipas mientras decía:
—Come, pajarito, y mueve tus nacarados dientes. ¿Te acuerdas de un día que me diste un mordisco en la muñeca cuando te hacía cosquillas? ¡Así!
Alargó la mano hacia sus axilas, pero él, con un movimiento reflejo, cruzó los brazos sobre el pecho para resguardarlas mientras que se le escapaba una risa nerviosa como si los dedos de ella le hubieran hecho cosquillas de verdad. Luego le gritó:
—¡Por favor, hermanita Maryam!
Ella lo dejó, asombrada por su temor, y dijo:
—¿Por qué se estremece tu cuerpo con las cosquillas? ¡Mira como yo no me preocupo de ellas!
Y se puso a hacerse cosquillas con indiferencia, mientras le lanzaba una mirada despectiva.
Él no pudo menos que decir desafiante:
—¡Déjame que te haga yo cosquillas y verás!
Lo único que ella hizo fue levantar los brazos por encima de su cabeza y el chiquillo puso sus dedos en las axilas de ella y comenzó a hacerle cosquillas con toda la agilidad y rapidez de que era capaz, fijando sus ojos en los negros y bonitos ojos de ella para captar el primer síntoma de debilidad por su parte, hasta que retiró las manos suspirando con desesperación y bochorno. Ella le envió una suave y socarrona risa y dijo:
—¿Has visto, hombrecito don nadie? No pretendas ser un hombre a partir de hoy. —Después dijo con el tono de quien recuerda de pronto un asunto importante—: ¡Picarillo! ¡Te has olvidado de darme un beso! ¿No te he advertido repetidamente que el saludo al encontrarnos es un beso?
Acercó su cara y él alargó sus labios y la besó en la cara. Luego vio un trocito de pipa que se le había escapado por la comisura de la boca y se le había pegado en la mejilla, y se lo quitó con los dedos tímidamente. Maryam por su parte le cogió la barbilla con la mano derecha y lo besó en los labios una y otra vez. Luego le preguntó con un tanto de sorpresa:
—¿Cómo has podido escaparte de sus manos a estas horas? ¡Posiblemente la tía te busca ahora por todas las habitaciones de la casa!
¡Ay! Dedicado a hablar y a jugar casi se olvidó del recado por el que había ido, pero la pregunta de la muchacha le recordó su misión y la miró con otros ojos, aquellos que deseaban buscar en el interior de su persona el secreto que sacudía a su serio y buen hermano, sólo que su deseo se vino abajo al darse cuenta de que era portador de unas noticias nada alegres. Así pues, dijo taciturno:
—Es Fahmi quién me envía.
En los ojos de Maryam se dibujó una mirada nueva, rebosante de seriedad, mientras escudriñaba con interés el rostro de Kamal para ver lo que había detrás de todo aquello. Él sintió que el clima había cambiado, como si hubiese pasado de una estación a otra. Luego la oyó preguntar con voz apagada:
—¿Por qué?
Él le contestó con una franqueza que indicaba que no había valorado la importancia de las noticias que llevaba, a pesar de haberla intuido.
—Me dijo: salúdala de mi parte y dile «Él ha solicitado permiso a su padre para pedirla en matrimonio, pero su padre no considera oportuno aprobarlo mientras esté estudiando, y le ha pedido que espere hasta que termine».
Ella lo miraba a la cara fijamente con intenso interés, y cuando Kamal terminó de hablar, bajó los ojos sin decir una palabra. El lugar se cubrió de un triste silencio que atenazó el corazoncito del niño, y este quiso disiparlo a cualquier precio.
—Él te asegura —dijo— que la negativa va contra su voluntad, y que los años pasarán rápidamente para que se haga realidad lo que desea.
Como sus palabras no la sacaron del velo del silencio, ansió más que nunca devolverle la alegría y el buen humor de antes y dijo con viveza:
—¿Te cuento la conversación que ha habido sobre ti entre mamá y Fahmi?
—¿Qué dijo él, qué dijo ella? —le preguntó Maryam con un tono entre preocupado e indiferente.
El pecho de Kamal se dilató con este éxito parcial y le contó de cabo a rabo la conversación que le había llegado a través de la puerta, y le pareció que ella suspiraba.
—Tu padre es un hombre severo y terrible —dijo luego con fastidio—. Todos saben que… es así.
—Sí —repuso él sin darse cuenta—. Mi padre es así.
Levantó la cabeza hacia ella con temor y recelo, pero la encontró como ausente, y le preguntó, al recordar lo que le había encargado su hermano:
—¿Qué le digo?
Ella se rio de forma socarrona, alzó los hombros y se dispuso a hablar, pero se contuvo largo rato pensativa. Luego dijo, a la vez que le brillaba en los ojos una mirada burlona:
—Dile que ella no sabrá qué hacer si se le presenta un pretendiente durante este largo período de espera.
Kamal se preocupó más de aprenderse el nuevo recado que de comprenderlo, y rápidamente se dio cuenta de que su cometido había terminado. Así pues, metió el resto de las pipas en el bolsillo de su galabiyya, le alargó la mano saludándola, luego se deslizó hacia el suelo de la habitación y se fue.