18

Cuando llegaba a la calle de el-Gamaliyya, se le fue encogiendo el pecho hasta sentir ahogo. Había estado ausente once años. Once años pasados sin haber echado de menos la calle ni una sola vez, ni haber sentido revolotear sobre sí ni uno solo de sus recuerdos, salvo en un nimbo oscuro y oprimente, tejido en el color propio de las pesadillas. En verdad no la había abandonado pero cuando tuvo una oportunidad huyó de ella velozmente. Después le había dado la espalda, furioso y desesperado. La había evitado con todas sus fuerzas sin considerarla como meta en sí ni como paso obligado para ir hacia cualquier barrio.

Sin embargo, ese era el barrio que había conocido en su infancia y en su juventud. Nada había cambiado. La calle era todavía tan estrecha que una carretilla de mano podía obstruirla si se atravesaba en la calzada. Las celosías de las casas de ambos lados casi se tocaban, y sus tiendecillas, contiguas, con su multitud y el zumbido que salía de ellas, eran como panales de una colmena. Su suelo polvoriento con las hendiduras llenas de barro; sus niños, que cubrían las aceras e imprimían en la tierra la huella de sus pies descalzos; los peatones, cuya corriente no cesaba; el puesto de pipas de Amm Hasan, el restaurante de Amm Sulaymán. Todo estaba como antes. Casi afloró a sus labios una sonrisa de nostalgia con la que hubiese querido distender la mueca de su infancia, de no ser por la amargura del pasado y el mal del presente.

Apareció ante sus ojos el callejón de Qasr el-Shawq. Su corazón se puso a latir con tanta fuerza que sus oídos casi ensordecieron. Luego, en el comienzo de la curva, a la derecha, aparecieron las cestas de naranjas y manzanas dispuestas sobre la acera, delante de la frutería. Se mordió los labios y agachó la cabeza avergonzado. El pasado, se decía Yasín, está manchado de indecencia. La cabeza hundida por la vergüenza en el barro; el eterno gemido de la vergüenza y del dolor. Todo él en un platillo de la balanza, y esa tienda, toda ella, en el otro. Pero ella era más pesada, por ser un símbolo vivo y permanente en el tiempo. La tienda reunía, con su propietario, sus cestas, sus frutas, su emplazamiento y sus recuerdos, la vergüenza jactanciosa y el dolor que anunciaba la derrota a gritos. Si el pasado estaba compuesto de hechos y recuerdos, expuestos por su naturaleza a la fragmentación y al olvido, esta tienda se alzaba ahí como un testigo de carne y hueso que ponía de manifiesto esa fragmentación y reavivaba el olvido. A cada paso que daba desde la curva, retrocedía varios del presente y viajaba rápidamente en el tiempo pese a su voluntad. Era como si viese en la tienda a un niño que levantaba la cabeza hacia el tendero y le decía: «Mi mamá te pide que vayas esta noche», y lo viera volver con una cesta de frutas y la cara sonriente; o a ese niño haciendo desviar en el camino la mirada de su madre hacia el hombre mientras que ella le tiraba del brazo, para evitar que las miradas de la gente se volviesen hacia ambos. O sofocado en llanto ante el espectáculo del salvaje devorador que recreaba de nuevo —siempre que acudía a su mente— a la luz de su joven experiencia, transformándolo en la repugnancia misma. Estas imágenes ardientes lograron atraparlo mientras trataba de huir de ellas, pues cuando escapaba del poder de una, caía en el de otra. Una caza cruel y salvaje, que mostraba en sus profundidades la existencia de un volcán de rabia y odio. Continuó andando hasta el final en el peor de los estados. «¿Cómo me deslizo en el callejón, con esa tienda justo en la entrada? Y ese hombre…, ¿estará fijo en su puesto de siempre? No lo voy a mirar, pero ¿qué fuerza engañosa me obliga a mirar? ¿Me reconocerá si se cruzan nuestras miradas? Si muestra reconocerme, lo mato. Pero ¿cómo me va a reconocer? Ni él ni nadie del barrio. Once años. ¡Lo abandoné siendo un niño, y vuelvo siendo un toro! ¡Un toro con dos cuernos! Y además, ¿es que no vamos a tener la fuerza de destruir a estos insectos venenosos, que no dejan de picarnos?».

Se desvió hacia el callejón apresurándose un poco, mientras imaginaba que la gente lo observaba con miradas inquisitivas y todos se preguntaban: «¿Dónde y cuándo hemos visto esta cara?». Ascendió por la empinada e irregular cuesta, empeñado en sacudir el polvo asfixiante de su cara y su cabeza, aunque fuese momentáneamente. Para animarse a sí mismo, se evadió con el pensamiento y se puso a considerar cuanto lo rodeaba, diciéndose: «No te enfades por causa de este trecho penoso, ¡cuántas veces te alegraste, de pequeño, cuando te deslizabas por la cuesta encima de una plancha de madera!». Pero volvió a decirse al ver los muros de la casa: «¿Y adónde voy yo? A ver a mi madre. ¡Qué extraño, no me lo creo! ¿Cómo la voy a encontrar y cómo me va a encontrar ella? Quisiera que…». Torció a la derecha, hacia un callejón sin salida, y se dirigió a la primera puerta de la izquierda. La misma vieja casa, sin duda alguna. Se acercó a ella como lo hacía cuando era chico, sin vacilación ni preguntas; como si la hubiese abandonado la víspera. Sin embargo, irrumpió por la puerta, esta vez con un desasosiego desacostumbrado y subió la escalera con paso lento y pesado. A pesar de su angustia se vio a sí mismo examinándola atentamente, comparando lo que veía con las imágenes archivadas en su imaginación. La encontró un poco más estrecha que en su recuerdo; algunos laterales comidos, rotos algunos trocitos en los bordes de los escalones que daban al hueco. Rápidamente, los recuerdos taparon todo el presente. En este estado pasó por los dos pisos alquilados, hasta alcanzar el último. Se detuvo unos instantes atento, jadeando; luego se encogió de hombros con negligencia y dio unos golpes en la puerta. Pasado un minuto más o menos, la puerta se abrió y dejó ver el rostro de una criada de mediana edad que, al ver allí a un hombre desconocido, se refugió detrás del batiente, a la vez que le preguntaba con toda corrección qué quería. De repente se puso nervioso sin motivo comprensible, por el hecho de que la criada ignorase quién era, y entró con paso firme, dirigiéndose hacia el salón y diciendo con tono autoritario:

—Di a tu señora que Yasín está aquí.

«¿Qué pensará la criada de mí?». Se volvió y la vio precipitarse hacia el interior de la casa, bien porque su tono autoritario la había dominado, bien… Se mordió los labios y pasó al interior de la habitación. Era la sala de las visitas, según supuso inconscientemente en su estado de excitación y arrebato. Su memoria reconocía, no obstante, los rincones de la casa sin necesidad de guía, y si se hubiese encontrado en otra circunstancia, la habría recorrido repasando sus recuerdos: desde el baño al que lo llevaban cuando lloraba, hasta la celosía, detrás de la cual miraba los cortejos nupciales, una tarde tras otra. ¿Es que los muebles de esta habitación eran los mismos que los de antaño?

No recordaba, de aquellos viejos muebles sino un espejo largo, encastrado en un bastidor dorado, del que brotaban por los orificios de su parte superior rosas artificiales de varios colores. En los ángulos de uno y otro lado, había fijados unos candelabros de cuyos brazos colgaban medias lunas de cristal. Durante mucho tiempo su pasión había sido juguetear con ellas, y contemplar el lugar a través de ellas, pues cambiaba con brillos extraños cuya fascinación recordaba incluso cuando dejaba de contemplarlos. ¡Pero ya estaba bien de preguntas! Los muebles de hoy no eran los muebles de ayer, no sólo porque hubiesen sido sustituidos, sino porque el salón de una mujer que se casa sucesivamente debe ser cambiado o renovado; igual que ella sustituyó a su padre, luego al carbonero y después al brigada. Se apoderaron de él la tensión y el enojo al darse cuenta de que no solamente había llamado a la puerta de la vieja casa, sino arrancado la costra de una herida tumefacta en cuyo pus se bañaba. No se hizo larga la espera. Quizá fue más corta de lo que imaginaba, pues llegó a sus oídos el ruido de unos pasos apresurados y una voz que dialogaba consigo misma en alto, sin que se distinguiesen las palabras. Luego la sintió, mientras continuaba dando la espalda a la puerta, a través del crujido del batiente cerrado bajo el empuje de su hombro, y la oyó gritar ofuscada:

—¡Yasín! ¡Hijo mío! ¡Cómo dar crédito a mis ojos! ¡Dios mío! ¡Estás hecho un hombre!

Se le subió la sangre a su rostro compacto y se volvió, nervioso, hacia ella, sin saber cómo ni de qué modo iba a ser el encuentro. Pero la mujer lo dispensó de toda preparación corriendo temblorosa hacia él, rodeándolo con sus brazos, apretándolo con toda la fuerza de sus nervios, y se puso a besarle el pecho —todo lo que sus labios alcanzaban a besar en este cuerpo tan erguido—. Después se le hizo un nudo en la garganta, se le inundaron los ojos y sepultó su cara en el pecho del joven durante un largo rato hasta recobrar el ánimo. Él no hizo ni un solo movimiento hasta ese instante, ni dijo palabra alguna, y aunque sentía profunda y dolorosamente que su rigidez era insoportable, no hizo nada que transparentase vida. Ningún tipo de vida. Mantuvo su inmovilidad y su silencio, aunque estaba muy impresionado, y si bien al principio no podía explicar el género de impresión que sentía hacia una situación que lo tranquilizaba, no encontró, a pesar de la cálida acogida de su madre, el deseo de echarse en su regazo o de besarla. Posiblemente no lograba alejar los tristes recuerdos anclados en sí mismo, como una enfermedad crónica que lo acompañaba desde la infancia. Aunque utilizase su voluntad, con decisión y empeño, para liberar la escena del presente de todo pasado, a fin de controlar su pensamiento y su juicio, el pasado que rechazaba reflejó sobre la superficie de su corazón una sombra oscura, como una mosca ahuyentada de la boca luego de haber depositado un germen virulento. Se dio cuenta en ese terrible momento —con más profundidad que en todo su pasado— de la triste verdad que tantas veces le ensangrentó el corazón: que su esperanza le había sido arrancada del pecho. La madre levantó la cabeza como pidiéndole que acercase su cara. No pudo negarse y acercó su cara; ella lo besó en las mejillas y en la frente. Durante el abrazo sus miradas se cruzaron y él la besó en la frente llevado por su confusión y su vergüenza; no por otro sentir. Luego la oyó decir titubeante:

—La criada me ha dicho «Yasín está aquí». Me dije «¿Yasín?, ¿quién es ese? Pero ¿quién puede ser sino él? Yo sólo tengo un Yasín. El que se apartó de mi casa y de mí». ¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha sido contestado mi ruego en el último momento? Vine corriendo como una loca sin dar crédito a mis oídos, y aquí estabas tú, nadie más que tú, gracias a Dios. Me abandonó un niño y vuelve un hombre. ¡Cómo me ha ido matando la desesperación por verte, y tú no dabas ni señales de vida!

Lo tomó del brazo para llevarlo al sofá, y él la siguió mientras se preguntaba cuándo se iba a sosegar esta exuberante oleada de cálida acogida, para hallar un camino hacia su propósito. Se puso a mirarla furtivamente, con una curiosidad mezcla de asombro y angustia. No había cambiado, excepto que estaba un poco más rellena, aunque sin perder la belleza de sus contornos. Su rostro trigueño, redondeado, y sus ojos negros pintados de kohl habían conservado casi totalmente su espléndida belleza de otros tiempos. No le gustó a Yasín ver su cara y su cuello cubiertos de afeites; como si hubiese dado por supuesto que los años transcurridos habrían modificado en su madre el viejo hábito de cuidarse y su pasión por embellecerse con o sin razón, aunque estuviese sola. Madre e hijo se sentaron el uno junto al otro. Ella lo miraba fijamente a la cara con ternura y, alternativamente, medía su estatura y corpulencia con ojos maravillados. Luego balbuceó con voz temblorosa:

—¡Dios mío! ¡Apenas doy crédito a mis ojos! ¡Estoy soñando! ¡Este es Yasín! ¡Cuánto tiempo perdido llamándote, esperándote! Te mandé un emisario tras otro, pero ¿qué digo? Déjame preguntarte cómo tu corazón ha podido ser tan cruel conmigo. Cómo renunciaste a mis llamadas ardientes, cómo hiciste oídos sordos al grito de mi corazón abrumado. Cómo… Cómo… ¿Cómo pudiste olvidar que tenías una madre solitaria, aquí?

A Yasín le llamó la atención la última frase y la encontró extraña, susceptible a la vez de burla y de lamento, como si se le hubiese escapado a ella en medio de la emoción. Por supuesto que había algo, varias cosas, que le podían recordar mañana y tarde que tenía una madre, pero ¿qué era ese algo? Levantó hacia ella sus ojos, confuso, sin hablar, y sus miradas se cruzaron durante un instante. Ella se adelantó diciendo con impaciencia:

—¿Por qué no hablas?

Yasín salió de su confusión con un sonoro suspiro y dijo, como si no pudiese decir otra cosa:

—Te he recordado muchas veces, pero mis dolores eran peores de lo que yo podía soportar.

Antes de que hubiese terminado sus palabras, la luz que brillaba en los ojos de la mujer se apagó, y sus pupilas se cubrieron con una nube de desilusión y de abatimiento llevada por vendavales que soplaban desde las profundidades de un melancólico pasado. No pudo sostener la mirada por más tiempo y bajó los párpados diciendo con pena:

—Te creía libre de las miserias del pasado. Dios sabe que no valen ni una pizca de la cólera que te obligó a abandonarme durante once años.

Yasín reaccionó ante estos reproches con furia y sorpresa, y los rechazó de tal modo que fue como añadir pimienta a su cólera contenida. Su excitación llegó a tal extremo que, de no ser por el propósito que lo había llevado allí, habría estallado como un volcán. ¿De verdad quería decir lo que estaba diciendo? ¿Tan poca importancia tenía para ella lo que había hecho? ¿O lo juzgaba ignorante de lo que había pasado? Pero dominó sus nervios, con la decisión de no dar su propósito al olvido.

—¿Me dices que ellas no justifican mi cólera? —dijo—. Yo pienso que la justifican incluso más.

La mujer se dejó caer de espaldas en el respaldo del sofá como un objeto roto, y le lanzó una mirada mezcla de reproche y de ruego:

—¿Qué hay de malo en que una mujer se case después de su divorcio?

Yasín sintió las llamas de la cólera arder en sus venas, aunque no se viese rastro de ellas sino en el gesto de sus labios apretados. Ella continuaba hablando con simplicidad, como si estuviese firmemente convencida de su inocencia. Y se preguntaba qué había de malo en que una mujer se casase después de su divorcio. Bien. No había nada de malo en que «una mujer» se casase después del divorcio. Pero que esa mujer fuese su madre, eso era otra cosa, otra cosa muy distinta. ¿Y de qué casamiento estaba hablando? Casamiento, divorcio, casamiento, divorcio, y más casamiento y divorcio. Además, había algo peor y más amargo, ¡aquel «frutero»…! ¿Se lo tendría que recordar? ¿Le tendría que explicar que él no lo ignoraba, como ella creía? La dureza de los recuerdos lo obligó a salirse de su equilibrio, esta vez, y a decir fuertemente alterado:

—Matrimonio y divorcio, matrimonio y divorcio, esos son unos procederes escandalosos indignos de ti. Con qué fuerza han destrozado sin piedad mi corazón.

La madre cruzó los brazos sobre el pecho con el abandono de la desesperación, y dijo con triste compasión:

—Es la mala suerte y nada más. Yo tengo mala suerte, eso es todo.

Yasín la interrumpió con las facciones crispadas, la garganta hinchada, pronunciando las palabras con una maldad de la que se avergonzaba:

—¡No intentes librarte de culpa, no conseguirías sino añadir dolor a mi dolor. Sería mejor que corriéramos un velo que disimulase nuestros dolores, ya que no podemos borrarlos de nuestra existencia!

Ella se encerró en el silencio sin desearlo, con un fuerte temor a que se desencadenaran recuerdos contrarios a la dulzura del encuentro y a las esperanzas que había suscitado en ella. Se puso a observarlo angustiada, como si tratara de saber lo que ocultaba su pecho. Y cuando su silencio se le hizo pesado, dijo quejumbrosa:

—No te obstines en atormentarme, tú eres mi único hijo.

Estas palabras produjeron a Yasín una extraña impresión, como si las descubriese por primera vez; pero encontró en ellas un nuevo motivo de irritación y de tensión. Él era su hijo, es verdad, y ella su única madre. ¡Pero cuántos hombres…! Apartó su rostro para disimular los signos de disgusto y de cólera que se dibujaban en él. Después cerró sus ojos para huir de los recuerdos de unas escenas repugnantes. Entonces la oyó decir de modo suplicante y tierno:

—Déjame creer que mi felicidad de hoy es cierta y no es ilusión, una realidad y no una ilusión; y que tú has venido a verme para lavar de tu corazón las penas del pasado para siempre.

Él la miró con una mirada larga, intensa, que traicionaba la gravedad de su pensamiento. No había en ese instante nada que pudiese desviarle de su propósito, ni de retrasarlo siquiera por un momento. Dijo, con una voz en la que se notaba que sus palabras sugerían más de lo que decían:

—Eso depende de ti. Si quieres, todo marchará de acuerdo con tus deseos.

En los ojos de la mujer se transparentó la angustia, muestra de su miedo.

—Yo quiero tu amor con todo mi corazón. Lo he esperado tantas veces. Lo he buscado mientras tú me has rechazado sin piedad.

Pero Yasín estaba inmerso en su propia turbación y no atendía a las ardientes palabras de ella. Dijo:

—En tus manos está lo que esperas. Sólo en tus manos si haces de la prudencia tu consejera.

—¿Qué quieres decir? —preguntó la mujer con disgusto.

A él le enfureció verla hacerse la ignorante, y dijo amenazador:

—El sentido de mis palabras está claro. Significan que renuncies a lo que, si es cierto lo que me han dicho, sería para mí un golpe definitivo.

Ella abrió mucho los ojos y se endurecieron sus rasgos, con patente desesperación. Tartamudeó sin comprender:

—¿Qué quieres decir?

Pero él creyó verla fingir ignorancia una vez más, y dijo furioso:

—¡Quiero decir que abandones ese nuevo proyecto de matrimonio, que no te permitas a ti misma volver a pensar en cosas de ese género! ¡No soy un niño y mi paciencia no puede aguantar otro golpe!

La mujer bajó la cabeza con enorme tristeza y permaneció así, como si dormitara. Luego la levantó con lentitud, surcada la cara por una pena que no podía ser más profunda, y dijo con voz débil, como si hablase consigo misma:

—¡Entonces es por eso por lo que has venido!

—¡Sí…! —contestó él sin pensar lo que decía.

Su respuesta fue como un disparo. Todo en torno a él cambió y se transformó rápidamente. La atmósfera se ensombreció. Cuando más tarde, ya a solas consigo mismo, repasara la conversación entre él y su madre en aquel encuentro, se reafirmaría en todas sus palabras hasta llegar a esta última respuesta, que no sabía cómo juzgarla, si como error o como acierto. Y durante mucho tiempo lo dudaría. En cuanto a la mujer, dijo confusamente, mirando al frente:

—Cómo quisiera que me mintieran mis oídos.

Yasín se dio cuenta de que se había precipitado y se enfureció contra sí mismo. Luego descargó su cólera en lo que lo rodeaba e inconscientemente, ocultando su error bajo otro peor, añadió:

—Tú haces lo que se te antoja sin medir las consecuencias. Yo siempre he sido la víctima, quien ha soportado las afrentas sin tener la culpa. ¡Pensaba que la edad te devolvería algo de juicio y cuál no sería mi sorpresa al oír decir que proyectas casarte otra vez! ¡Qué escándalo! ¡Cada pocos años vuelves a empezar como si no tuviese fin!

Desesperada, se puso a escucharlo con una especie de indiferencia. Después dijo dolida:

—¡Tú eres víctima, yo soy víctima, los dos somos víctimas de lo que te murmuran tu padre y esa mujer a cuya sombra vives!

Yasín se asombró de este cambio en el curso de la conversación, pues le pareció ridículo. Pero no se rio, sino que se enfadó aún más y dijo:

—¡A qué viene mi padre y su esposa en este asunto! No busques pretextos a tus actos lanzando acusaciones a la cara de los inocentes.

Ella exclamó gimiendo:

—¡Nunca he visto a un hijo más cruel! ¿Eso es todo lo que tienes que decirme después de una separación de once años?

Él hizo un gesto con su mano en señal de protesta furiosa y replicó con dureza e indignación:

—Una madre pecadora engendra un hijo cruel.

—¡Yo no soy pecadora…! ¡No soy pecadora…! ¡Tú eres cruel y tienes el corazón tan duro como tu padre!

El joven suspiró cansado y dijo:

—Y dale con mi padre… Vamos a lo que estamos. Teme a Dios y abstente de un nuevo escándalo. Quiero impedirlo a toda costa.

—¿Y a ti qué te importa?

—¿Cómo no va a importarme un escándalo de mi madre? —gritó estupefacto. Ella le contestó con una tristeza teñida por la poca ironía que le quedaba:

—Pero si tú realmente no me consideras como una madre para ti.

—¿Qué dices?

—Puesto que me has arrancado de tu corazón, sería mejor que me dejases tranquila —murmuró desesperada, fingiendo ignorar su pregunta.

—¡Ya tengo bastante con lo que pasó! —gritó furioso—. ¡No te permitiré que ensucies de nuevo mi honra!

La mujer dijo, tragando su amarga saliva:

—No hay nada en eso que pueda ensuciar una honra, Dios es testigo.

Él le preguntó con desaprobación:

—¿Insistes en ese matrimonio?

La mujer quedó en silencio un rato, con la cabeza baja, sumida tristemente en su desesperación. Luego dio un hondo suspiro y dijo con voz apenas audible:

—La suerte está echada y el contrato está firmado. No puedo hacer nada para impedirlo.

Yasín se incorporó de golpe con el cuerpo macizo rígido, la cara amarillenta. Clavó su mirada en la cabeza agachada de su madre, hirviendo de furia, y gritó con voz rugiente:

—¡Qué clase de mujer eres… criminal!

Ella murmuró con voz ahogada, con una entrega total:

—Que Dios te perdone.

En ese momento él pensó soltarle en la cara todo lo que sabía de su conducta pasada, todo aquello de lo que ella lo creía ignorante, contándole el episodio del «frutero» negro; sería como una bomba que le caería sobre la cabeza, destrozándola, con lo que obtendría la peor de las venganzas. Un relámpago aterrador le brilló en los ojos, surgiendo bajo su frente nublada y ceñuda cuyos surcos anunciaban la amenaza y el mal. Abrió la boca dispuesto a descargar la bomba, pero su lengua no se movió; estaba pegada al paladar como si la hubiese atraído hacia sí el cerebro; un cerebro que había permanecido lúcido ante las penas, ante toda esta desgracia. El momento terrible transcurrió con la velocidad de un destructor movimiento sísmico; ese en el que el ser humano siente por instantes pasar sobre su cara los soplos de la muerte, y luego todo vuelve a su quietud. Suspiró rabiosamente y renunció a su propósito sin lamentarlo, con la frente inundada de un sudor frío. Cuando, más tarde, recordase esta actitud —su actitud durante esa extraña entrevista—, experimentaría el alivio de no haberlo hecho unido al asombro. ¡Y su mayor asombro fue sentir que había renunciado por piedad hacia sí mismo, y no hacia su madre; como si hubiera querido salvar su propia honra y no la de ella, aunque nada ignorase del asunto!

Dio rienda suelta a su cólera golpeando las palmas de las manos una contra otra y diciendo:

—Criminal… ¡Eres el escándalo en persona! ¡Cómo me voy a reír de lo tonto que he sido siempre que recuerde lo que yo esperaba de esta visita! —Luego prosiguió en tono sarcástico—: ¡Me sorprende pensar cómo podrías desear mi amor después de todo esto!

Le llegó, rota y cansada, la voz de su madre:

—Yo tenía la esperanza de que podríamos vivir con amor, pese a todo. Tu inesperada visita había creado en mi corazón una cálida esperanza: la de poder entregarte el cariño más elevado que guardo en mí…, el más puro.

Yasín se alejó de ella de un salto, como si huyese de la blandura de sus palabras, aptas como ninguna para inflamarlo de cólera. Sentía, furioso y desesperado, que era inútil continuar más tiempo en ese odioso ambiente, y dijo, mientras se volvía para tomar el camino de salida:

—Quisiera poder matarte.

La madre bajó la vista. Llena de tristeza, replicó:

—Si me quitases la vida, sería un alivio.

Estaba tan agotado que le lanzó una última mirada repleta de odio, y abandonó el lugar haciendo temblar el suelo de la habitación con sus pasos. Cuando salió a la calle y empezó a recuperarse, pensó por primera vez que había olvidado hablar de los bienes y el dinero. No había dicho ni palabra de eso. ¡Había olvidado hablarlo, como si no constituyese el motivo principal de su visita!