El señor Ahmad estaba sentado ante su escritorio en la tienda cuando entró Yasín de improviso. No era solamente una visita imprevista, sino ante todo una visita inhabitual, ya que no era natural que el joven visitase a su padre en la tienda, tanto más cuanto que se apartaba de él siempre que podía en la casa. Además, parecía como si estuviese ausente, con la mirada sombría. Se dirigió hacia su padre y se contentó con llevar la mano a la cabeza, en forma mecánica, sin observar el protocolo exagerado y sumiso de educación al que se obligaba habitualmente, como si lo hubiese olvidado. Después, dijo con un acento en el que se veía la intensidad de su emoción:
—Que la paz sea sobre ti, padre. He venido a hablarte de un asunto importante.
El señor levantó hacia él una mirada interrogante, presa de una turbación que se vio obligado a ocultar con un esfuerzo de voluntad. Luego dijo tranquilamente:
—¡Que sea para bien, si Dios quiere!
Gamil el-Hamzawi trajo una silla y le dio la bienvenida al acercársela. El padre le ordenó que se sentara. El joven aproximó la silla donde él estaba y se sentó; durante unos momentos pareció vacilar, luego suspiró luchando contra su vacilación, y dijo con voz trémula y con una concisión patética:
—¡El problema es que mi madre está dispuesta a casarse!
Y aunque el señor esperaba una mala noticia, su imaginación no había alcanzado, en sus rodeos pesimistas, esa región que permanecía en un rincón de su pasado. Por eso la sorpresa lo halló como si fuese una presa desprevenida. Frunció el ceño, como siempre que se le presentaba bruscamente un recuerdo de su primera esposa. Se apoderó de él el fastidio y luego la inquietud por lo que afectaba de pleno al honor de su hijo. Y, al igual que hacen los que plantean preguntas sin pretender saber nada nuevo, sino tratando de encontrar una salida a la realidad que los descorazona, o concertando consigo mismo un aplazamiento para poder reflexionar y dominar los nervios, preguntó:
—¿Quién te ha dicho eso?
—Su pariente, el sheyj Hamdi. Me visitó hoy en la escuela de el-Nahhasín y me transmitió la noticia; me aseguró que será dentro de un mes…
La noticia era cierta, no había nada sospechoso en ella, y no era la primera de su género en la vida de esa mujer, ni sería la última, si es que se puede tomar el pasado como medida para el porvenir. Pero ¿qué culpa había podido cometer este muchacho para merecer este duro castigo cuyo sufrimiento no terminaba nunca? El hombre sintió compasión y ternura por su hijo, y a él, a quien la gente se dirigía en la desgracia, le resultó penoso verlo reaccionar frente a sus dolores con debilidad. Se preguntó a sí mismo cuál sería su propio estado si se viese afligido con una madre así. Sintió que se le oprimía el pecho y que se acrecentaban su compasión y cariño por su hijo, luego un deseo que lo empujaba a preguntar sobre el esperado marido. Pero no se permitió hacerlo, bien porque temiese aumentar en profundidad y anchura la herida de su hijo, bien para negarse a sí mismo solazarse en la curiosidad —poco conveniente en la actual tragedia— sobre la mujer que había sido su esposa. Mientras tanto, Yasín decía excitado frente al hilo de su pensamiento:
—¡Y con quién se casa! ¡Un tipo de treinta años, Yaqub Zinham, dueño de una panadería en el-Dirasa! ¡Un tipo de treinta años!
Aumentó su excitación y le tembló la voz al pronunciar la última frase; como si estuviese expulsando una esquirla de hueso. Su sentimiento de repugnancia y de asco se transmitió a su padre, que se puso a repetir para sí mismo en secreto: «Treinta años. ¡Qué asco! Es la fornicación vestida de matrimonio». El hombre se indignó por la irritación de su hijo, y no menos por cuenta propia, como tenía por costumbre siempre que le llegaban noticias de la vida sin recato de aquella mujer, como si renovase su disgusto al considerar a la que un día había sido su esposa, como si le doliera pensar que ella fuera rebelde a su disciplina y a la docilidad debida, aun después de tantos años.
Recordaba los días de su convivencia con ella, a pesar de su brevedad, igual que recuerda la gente unas calenturas. Quizás exageraba, pero un hombre de su engreimiento no podía dejar de ver, en la desobediencia de ella, un crimen imperdonable y una derrota mortal. Ella era —y seguro que lo seguía siendo— bella, plena de feminidad y seductora. Él había disfrutado con su convivencia varios meses, hasta que esta manifestó cierta resistencia contra esa voluntad que él imponía como ley a sus allegados. Ella no había visto ningún mal en intentar gozar de libertad, aunque sólo fuese en la medida en que se le permitiese visitar a su propio padre de cuando en cuando. El señor se enfureció e intentó prohibírselo, primero con una regañina, luego con una paliza atroz. Y lo que hizo esa mujer mimada fue escaparse a casa de su padre. La cólera cegó al hombre engreído, y pensó que el mejor camino para corregirla y volverla a su sentido común era repudiarla por un tiempo —sólo por un tiempo, puesto que estaba loco por ella—, y así lo hizo. Fingió despreocuparse de ella durante unos días, unas semanas, mientras aguardaba esperanzado a que fuese a verlo un mediador de la familia de esta. Cuando nadie fue a llamar a su puerta humilló su arrogancia y envió él mismo a alguien a que tantease un posible arreglo. El enviado regresó diciendo que ellos lo acogerían con gusto, a condición de que no la encerrase ni la golpease más. Pero él había esperado un acuerdo sin restricción ni condiciones, y su furia se desató violentamente; entonces se juró a sí mismo que ningún lazo los uniría nunca más. Así cada uno de ellos fue por su lado, y así fue decretado por el destino que Yasín naciese lejos de su padre y que encontrase en casa de su madre tanta humillación y dolor.
Aunque la mujer se había casado más de una vez, y aunque los casamientos fuesen a ojos de su hijo la más noble de sus faltas, este nuevo y subsiguiente matrimonio le parecía más horrible y doloroso que los anteriores. De un lado, porque ella había llegado a la cuarentena, de otro porque Yasín era ahora un joven maduro, capaz, si quería, de defender su honor de la ofensa y la vergüenza. Había cambiado su comportamiento anterior, sujeto a su tierna edad, cuando recibía las perturbadoras noticias de su madre con estupefacción, trastorno y llanto, para pasar a una nueva actitud en la que se sentía hombre responsable, que no podía permitirse recibir las ofensas con los brazos cruzados.
Estos pensamientos daban vueltas por la mente del señor. Sopesó su gravedad con inquietud. Pero se propuso dar a la cosa poca importancia, tanto más cuanto que tenía suficiente fuerza de carácter para hacerlo, a fin de alejar a su hijo mayor de estas preocupaciones. Así, encogió sus poderosos hombros, fingiendo despreocupación y diciendo:
—¿No nos habíamos propuesto considerarla como algo inexistente? Yasín contestó, triste y abatido:
—¡Pero, padre, es que existe! Y aunque nos lo hayamos propuesto, no dejará de ser mi madre mientras que Dios quiera, tanto a mis ojos como a los de todo el mundo. No hay remedio ni salvación.
El joven suspiró profundamente y miró con ternura a su padre, con sus bellos ojos negros, heredados de la madre, como pidiendo socorro a gritos: «Tú que eres mi padre, fuerte y poderoso, ¡tiéndeme la mano!». La emoción del señor llegó a su colmo, pero siguió fingiendo tranquilidad e indiferencia a la vez.
—No te reprocho tu dolor —dijo—, pero sí que lo lleves a ese extremo. Por lo mismo me parece bien disculpar tu cólera, pero un poco de razón bastaría para aliviarte. Pregúntate a ti mismo con tranquilidad, ¿qué te importa su matrimonio? Es una mujer que se casa, como se casan las mujeres todos los días y a todas horas. Ella no es una mujer a la que puedas pedir explicaciones por un matrimonio semejante, teniendo en cuenta su conducta pasada. Agradécele, más bien, que lo haga así. Como te he dicho muchas veces, no te quedarás tranquilo hasta que dejes de tenerla en cuenta, como si no existiese. Encomiéndate a Dios y cálmate. Levanta el ánimo, a pesar de lo que digan, pensando que el matrimonio es una unión legítima…, respetable.
Esto lo dijo el señor sólo de boca para afuera, tan en contradicción estaba con su naturaleza puntillosa en lo tocante a las buenas maneras estrictas de su familia; pero sus palabras sonaron sinceras gracias a su experiencia en la diplomacia, que lo había transformado en buen intermediario y juez docto, a quien no costaba trabajo dirimir un conflicto entre la gente. Aunque sus palabras no se las pudiese llevar el viento —cosa imposible, que sus palabras se las llevase el viento en presencia de uno de sus hijos—, el enfado del joven era tan profundo que no podía evaporarse de golpe y tuvieron tanto efecto en él como un vaso de agua fría en un jarro de agua hirviendo. No tardó en dirigirse a su padre diciendo:
—Es verdad, padre, que es una unión legítima, pero a veces parece estar muy alejada de la ley. Yo me pregunto qué empuja a ese nombre a casarse con ella.
Pese a la gravedad del asunto, el señor se dijo a sí mismo con algo de ironía: «Lo primero que debes preguntarte es qué la empuja a ella». Antes de que le hubiera respondido, Yasín continuó:
—¡Es la lujuria, y nada más que eso!
—Puede tener el deseo sincero de casarse con ella.
Pero el joven estalló, gritando con rencor y dolor a la vez.
—¡Es sólo lujuria!
Pese a la gravedad de la situación, no se le ocultó al señor la dureza en la forma de hablar de su hijo, y no dejó de sentirse molesto por tener que repetir sus palabras anteriores, a la vista de su estado y su tristeza. Como Yasín no hacía ademán de continuar, dijo con relativa calma:
—Lo que empuja a ese hombre a casarse con una mujer diez años mayor que él es la codicia por sus riquezas y sus bienes.
El señor encontró en el cambio de conversación una utilidad que no escapaba a su perspicacia. De este modo sacaba al joven de su concentración en los puntos más sensibles y dolorosos, y lo llevaba a considerar no lo que empujaba a su madre al casamiento, sino lo que empujaba al hombre. Por otra parte, se daba cuenta del punto de vista de su hijo respecto al marido. Rápidamente estuvo de acuerdo con él y compartió sus temores. Cierto que Haniyya —la madre de Yasín— era suficientemente rica, y que había preservado hasta entonces su patrimonio a pesar de sus sucesivas experiencias matrimoniales y pasionales. Pero, si en el pasado ella había sido una joven hermosa, llena de encanto y de poderío, a la que se temía y no por quien se temía, ahora era poco probable que pudiese ser dueña de sí misma como antes, y mucho menos dominar a los demás. Era previsible que sus bienes se disipasen en la batalla del amor, en la que ella ya no era la lanza; ¡y qué falta tan grave sería si Yasín saliera del infierno de esta tragedia lesionado en su honor y con las manos vacías! El señor dijo entonces a su hijo, como si estuviese dialogando consigo mismo y buscando inspiración:
—Veo que tienes razón, hijo mío, en lo que dices. Una mujer de su edad es una presa fácil que suscita el apetito de los depredadores, pero ¿qué podemos hacer? ¿Es que vamos a buscar un camino hacia ese hombre para hacerlo renunciar a sus aventuras? Obligarlo con amenazas e intimidaciones es una conducta que no satisface a nuestras buenas costumbres, y por la que no somos conocidos entre las gentes. Por lo mismo, tratar de ganárnoslo con ruegos y persuasión es una vileza que nuestra honra no soportaría. ¡No nos queda otra alternativa sino la mujer misma! No ignoro la brecha que has abierto entre tú y ella, de la que ha sido, y es, merecedora. La verdad es que no me satisface que restablezcas lo que se ha roto entre tú y ella, si no es por las nuevas necesidades imperantes. La necesidad manda. Y por mucho que te pese el retorno, es al fin y al cabo un retorno hacia tu madre. ¡Quién sabe si tu aparición súbita en su horizonte no le hará recobrar algo de juicio!
Yasín estaba ante su padre como el médium ante el hipnotizador en los momentos que preceden a la sugestión. Pasmado, mudo. Su estado explicaba la influencia del señor sobre su ánimo, o mostraba, quizás, que la propuesta no le había sorprendido, ya que formaba parte de lo que pensaba antes de ir a verlo. Pero balbució:
—¿No hay un mejor arreglo?
—Yo lo veo como el mejor de los arreglos —le contestó su padre firme y claramente.
Yasín dijo como si dialogase consigo mismo:
—¿Y cómo vuelvo a ella? ¿Cómo me arrojo a un pasado del que he huido, que quiero amputar de mi vida para siempre? Yo ya no tengo madre. No tengo madre.
Sin embargo, a pesar de lo que aparentaba decir, el señor advirtió que había logrado atraerle a su punto de vista, y dijo con tacto:
—Es verdad, y sin embargo no creo que tu aparición repentina, tras esa prolongada ausencia, vaya a dejar de tener consecuencias. Puede ser que al verte ante ella como un joven maduro, sus sentimientos maternales se conmuevan y se aparte de lo que pueda perjudicar tu honor, y rectifique su conducta. ¿Quién sabe?
Yasín se relajó y se sumió en sus pensamientos, sin dar importancia a la imagen que daba de malestar y de desesperación. Temblaba de miedo ante el escándalo. Esto era posiblemente lo que más lo abrumaba, aunque su temor a perder la fortuna que esperaba heredar un día no fuese menor. ¿Qué podía hacer? Por más vueltas que le diera no encontraría una solución mejor de la que proponía su padre. A pesar de su desasosiego, el hecho de que su padre se la presentase le confería validez, y lo aliviaba de muchas preocupaciones. Sea, se dijo a sí mismo. Luego se dirigió a su padre:
—Como te parezca, padre.