En casa de Zubayda, la cantora, había una sala denominada sala de fiestas, una habitación que ocupaba el centro de la vivienda como si fuese el salón; o era como si al salón se le hubiese encontrado de hecho utilidad para otros efectos, quizás el más importante el de servir a Zubayda y a su grupo artístico para los ensayos musicales y el repaso de las nuevas canciones. Ella la había elegido por su alejamiento de la calle principal, de la que la separaban los dormitorios y el recibidor. Además, la amplitud de la habitación la hacía apropiada para la animación de las fiestas particulares, que de ordinario iban desde los bailes de exorcismo al canto, pasando por las especiales, consagradas a sus amigos y al conocimiento íntimo de todos ellos.
El motivo de estas fiestas no era solamente una noble generosidad —puesto que si generosidad había, corría normalmente a cargo de los mismos amigos—, sino otro propósito: aumentar el número de amigos importantes, dispuestos a llamar a la cantora para animar sus fiestas, o para hacerle una útil publicidad en los medios en los que ellos eran bien recibidos. Y, sobre todo, el de elegir entre ellos a un amante tras otro. Le llegó el turno de honrar el alegre salón al señor Ahmad Abd el-Gawwad, rodeado de la flor y nata de sus conocidos. La verdad es que había empezado a dar muestras de una actividad exuberante al término del atrevido encuentro que habían tenido Zubayda y él en su casa; bien pronto sus emisarios llevaron generosos regalos compuestos de aperitivos, dulces y otros obsequios; incluso una estufa que él había mandado hacer, labrar y platear, para que todo ello fuese prenda de su futura amistad. En contrapartida, la sultana lo invitó a una fiesta de mutuo conocimiento consagrada al nuevo amor, y le dejó la elección de invitar a su vez a sus amigos personales. El salón estaba adornado de forma típica y atrayente; con sus divanes dispuestos unos junto a otros, tapizados de brocado, confortables, que sugerían la libre acción y la licencia y alineados a ambos lados, hasta llegar al fondo, en donde aparecía el sofá de la señora, rodeado de cojines y almohadones para la orquesta. En cuanto al suelo, rectangular, estaba cubierto con una alfombra de colores y dibujos variados; sobre una consola, centrada en el muro de la derecha y convertida en foco de belleza y claridad, ardían las velas embutidas en candelabros. Además, había una lámpara imponente colgando del centro de una linterna, en medio del techo de la habitación, provista de ventanas que daban a la azotea de la casa, abiertas en las noches calurosas y cerradas mediante unos bastidores acristalados en las noches frías.
Zubayda se sentó con las piernas cruzadas sobre el diván, y se colocaron a su derecha su hija adoptiva Zannuba, la tañedora de laúd, y a su izquierda Abdu, el citarista ciego; las mujeres de la orquesta se repartieron por igual los asientos, a derecha e izquierda; una sostenía el adufe, otra rozaba la darabukka con la mano, una tercera jugueteaba con los címbalos. La sultana honró al señor Ahmad haciéndole sentar en el primer puesto de la derecha, en tanto que el resto de sus amigos se sentaba sin ceremonia como si fuesen de la casa; lo cual no era de extrañar, pues el ambiente no les era nuevo y a la sultana no la veían por primera vez. El señor Ahmad presentó sus amigos a la cantora empezando por el señor Ali, vendedor de harina, por lo cual Zubayda se rio y dijo:
—El señor Ali no es un extraño, pues animé la boda de su hija mayor el año pasado.
Luego continuó por el comerciante de objetos de cobre y, cuando uno de los invitados lo acusó de ser un admirador de la cantante Bomba, el hombre se apresuró a sonreír diciendo:
—Aquí he venido como un arrepentido, señora mía.
Prosiguieron las presentaciones hasta terminar, y después apareció la criada Gulgul, cargada con las bebidas, y atendió a todos los invitados. Los ánimos se dejaban ganar progresivamente por una vitalidad saturada de efusión y de alegría. El señor Ahmad empezó a ser el novio de la fiesta, sin lugar a dudas; tal título le dieron sus amigos y así se sintió él para sus adentros. Era una situación en la que experimentaba al principio cierto apuro que raramente había sentido antes; y lo soslayó, entre risas y alegría, hasta que se puso a beber y lo apartó sin dificultad. Recuperó entonces su sosiego y se fundió en la música de todo corazón. Conforme aumentaba en él el deseo, porque los deseos se soliviantan en las moradas de la música, se puso a tender su mirada hacia la sultana de la reunión con voracidad, paseando su vista por los pliegues macizos de aquel cuerpo. Se sintió a gusto por el bienestar que la suerte le había deparado, y se felicitó a sí mismo por todas las delicias que le aguardaban esa noche y las noches siguientes. «En la prueba el hombre se luce o fracasa. ¡Esta declaración, con la que la desafié, tengo que sostenerla con hechos que estén a la altura de mis palabras! ¿Qué clase de mujer es esta? ¿Hasta dónde puede llegar? Sabré la verdad en el momento adecuado. De todas formas, voy a seguirle la corriente; para asegurarme la victoria sobre mi rival amorosa, debo suponerle un máximo de inmunidad y de coraje. No me apartaré de mi antiguo principio: hacer de mi placer una cuestión secundaria, y del suyo mi objetivo y meta. De esta manera, mi placer alcanzará su plenitud».
Pese a que el señor Ahmad no conociera de las varias suertes del amor, en sus innumerables aventuras, sino la del amor físico excitado por la carne y la sangre, había ascendido a la más delicada y más pura forma del abrazo. Él no era un puro animal, porque a su animalidad le habían sido otorgadas una agudeza de percepción, una conciencia sutil y una penetrante pasión por el canto y la música. Se había elevado, dentro del deseo, al plano más alto al que se puede ascender en la cuestión carnal. Era por estas motivaciones carnales, sólo por ellas, por lo que se había casado una primera vez y luego una segunda. Cierto es que sus sentimientos conyugales habían quedado marcados, con el transcurso del tiempo, por motivaciones nuevas y más tranquilas, tales como el afecto y la amistad, pero continuaban siendo en esencia físicos y carnales. Siendo como era una sensibilidad de este tipo, sobre todo dotada de una fuerza siempre nueva y de una vitalidad desbordante, no podía adormecerse en un solo tipo de amor, y se había lanzado a todas las especies de amor y de pasión, como un toro en celo, respondiendo siempre al instinto con embriaguez y ardor. Él no veía en cualquier mujer sino un cuerpo, pero no entregaba su pasión a ese cuerpo hasta no haberlo encontrado verdaderamente digno de ser mirado, palpado, olido, degustado y escuchado. Un apetito, ciertamente, pero ni salvaje ni ciego, sino educado con esmero, guiado por el arte y tomado como atmósfera y marco de la música, el chiste y el regocijo. Nada se parecía más a su apetito que su cuerpo; ambos eran semejantes en el volumen y la fuerza, e inspiraban rudeza y ferocidad; pero también ambos abrigaban en su interior gentileza, finura y amor, a pesar de la rigidez y de la firmeza con que se revestía a veces intencionadamente. Por eso la activa imaginación del señor no se centró solamente en el deseo erótico, al devorar a la sultana con los ojos, sino que se dispersó por los múltiples senderos de los sueños de diversión, juego, canto y tertulia. Zubayda sintió el ardor de su mirada y le habló, mientras observaba con orgullo y coquetería las caras de los invitados.
—¡Ya basta, novio!, ¿no te da vergüenza delante de tus compañeros? A lo que el señor contestó asombrado:
—¿Y de qué me sirve la vergüenza delante de varios quintales de carne y de grasa?
La cantora soltó una vibrante carcajada y preguntó en el colmo de la satisfacción:
—¿Qué os parece lo que dice vuestro amigo? A lo que dijeron todos al unísono:
—¡Bueno, tiene disculpa…!
Y aquí intervino el citarista ciego, moviendo la cabeza de derecha a izquierda mientras tartajeaba, con el labio inferior colgando:
—El que avisa no es traidor.
Aunque su máxima fue muy bien recibida, la señora se volvió hacia él como si estuviese enfadada y le pegó un puñetazo en el pecho exclamando:
—¡Cállate, bocazas!
El ciego recibió el golpe riéndose; luego abrió la boca como si fuese a hablar, pero la cerró de nuevo porque prefirió no exponerse. La mujer, entonces, volvió su cabeza hacia el señor, y exclamó con un deje que parecía amenazador:
—Así premio yo a los que se pasan.
A lo que el señor contestó fingiendo turbación:
—Pero si yo he venido aquí para aprender malos modales. Zubayda se golpeó el pecho con la mano y gritó:
—¡Pero bueno!, ¿habéis oído lo que dice?
A lo que varios de los invitados respondieron al mismo tiempo:
—Es lo mejor que hemos oído hasta ahora. Uno de ellos añadió:
—Es más, no dudes en atizarlo si no se propasa.
Y otro confirmó:
—Síguele la corriente en lo de los malos modales.
La mujer preguntó, levantando las cejas para fingir una estupefacción que su cara no mostraba:
—¿Hasta ese punto os gustan los malos modales? El señor suspiró y dijo:
—Que Dios nos los conserve.
A la cantora no le quedó otro recurso sino coger el adufe diciendo:
—Os voy a hacer escuchar algo mejor que todo esto.
Y se puso a tocar el adufe como si estuviese jugando, pero el sonido se elevó entre el tumulto del ambiente como un aviso para hacerlos callar; acarició amorosamente los oídos de todos y logró que el público transformase su actitud poco a poco, mientras que los componentes de la orquesta se aprestaban a tocar. Los señores vaciaron los vasos y miraron hacia la sultana; entonces se apoderó del lugar un silencio bien elocuente por la intensa disposición de todos hacia el deleite. La cantora hizo señas a la orquesta, que comenzó a tocar el bashraf de Uzmán Bey. Oscilaron las cabezas al ritmo de la música, y el señor se entregó a las resonancias de la cítara que inflamaban su corazón, mientras ardían en él los ecos de las canciones diversas, de los largos ratos festivos de sus noches musicales, como si fuesen gotas de petróleo que cayeran sobre una brasa encubierta. Ciertamente, la cítara era su instrumento preferido, no sólo por la habilidad de el-Aqqad, sino por el misterio inspirado a través de sus cuerdas. Y aun sabiendo que no iba a escuchar a el-Aqqad o a Si Abdu, su corazón enamorado pasó por alto a causa de la pasión las deficiencias del arte. En cuanto la orquesta hubo terminado de tocar el bashraf, la cantora se arrancó con «Tú, que embriagas con la dulzura de tus labios», y la orquesta la siguió con entusiasmo. Lo más bello del canto eran las dos voces que se respondían; una muy bronca, del músico ciego, y la otra delicada, humedecida por el rocío de la juventud, de Zannuba, la tañedora de laúd. Al señor se le henchió el pecho de emoción y, tras lanzarse sobre el vaso que tenía delante, bebió su contenido de un trago y se metió de lleno en la interpretación de la moaxaja. Pero lo traicionaron los tonos de la voz con un enronquecimiento en su garganta, al comenzar la canción, por haberse puesto a cantar antes de haber terminado de tragar la saliva. El resto de los invitados no tardó en animarse y en emularlo, y el salón se convirtió rápidamente en un conjunto que cantaba al unísono. Cuando concluyó la moaxaja, el señor se dispuso a escuchar, por la fuerza de la costumbre, la interpretación de los solos y de los layali, pero la cantora remató la canción con una de sus sonoras carcajadas, destinada a mostrar su contento y su voz. Después felicitó a los improvisados miembros del conjunto en tono festivo, y les preguntó qué «modo» de canción querían escuchar. El señor se turbó, y experimentó un momento de fastidio en el que su amor por el canto sufrió una dura prueba que pasó desapercibida a la mayor parte de quienes lo rodeaban, cuando él había captado al vuelo que Zubayda no era capaz de hacer un solo de layali, como pasaba con todas las cantoras, incluida la propia Bomba Kashshar. Confió en que la mujer eligiese una cancioncilla ligera, como las que cantaba a las señoras en las bodas, lo que era preferible a que intentase cantar un «modo» de maestro, cuyo gorjeo final sería fatalmente incapaz de interpretar como se debía. Se propuso ahorrar molestias a su oído proponiendo una canción ligera, apropiada a la laringe de la señora, y dijo:
—¿Qué os parece «Mi pajarillo, madre?».
Y le clavó una mirada cargada de significado, como si quisiese grabar en su espíritu la inspiración de esa cancioncilla con la que ella había coronado su mutuo conocimiento en la sala de recibir hacía pocos días. Pero del fondo del salón llegó una voz que gritaba burlona:
—¡Primero, pídesela a tu madre!
En un instante se esfumó la propuesta en una explosión de carcajadas, que desbarató el plan del señor. Antes de que pudiese repetir el intento, alguien pidió «Oh, musulmanes, oh, pueblo de Dios», y otros pidieron «Ten cuidado de ti mismo, corazón mío»; pero Zubayda, que quería guardarse de dar satisfacción a un grupo a costa de otro, anunció que les cantaría «Soy el asesino de mi alma», lo cual fue acogido calurosamente. Así, el señor no encontró otro remedio para contentarse que confortarse con la bebida y con los sueños de esta noche prometedora. Brilló en su boca una sonrisa resplandeciente, y logró sin esfuerzo unirse mediante ella al grupo de ebrios. Sintió incluso simpatía por el deseo de la mujer de emular a los maestros para complacer a unos oyentes expertos en el canto, aunque su actitud no dejaba de tener la vanidad propia de las hermosas. Cuando la orquesta empezaba la canción, uno de los amigos del señor se levantó y gritó con entusiasmo:
—¡Dad el adufe al señor Ahmad, que es un experto! Zubayda movió la cabeza con asombro y preguntó:
—¿Es verdad?
El señor movió los dedos con rapidez y elegancia, como si quisiese mostrar un ejemplo de su buen hacer. Zubayda dijo sonriente:
—¡Nada asombroso, siendo tú un alumno de Galila!
Los señores rieron a carcajadas y la risa continuó hasta que se elevó la voz del señor Alfar, que preguntaba a la sultana:
—¿Y tú qué te propones enseñarle? Ella contestó en forma intencionada:
—Le enseñaré a tocar la cítara, ¿no te parece? El señor dijo con gesto tierno:
—Enséñame la danza del vientre, si te parece.
Instaron mucho al señor a que se incorporase al estrado. Tomó el adufe, y ya no tuvo sino que incorporarse y despojarse de la yubba. Se mostró, entonces, en toda su estatura y corpulencia, dentro de un caftán de color comino, como si fuese un corcel levantado sobre las patas traseras, presto a la cabriola. Después se arremangó los antebrazos y fue hacia el diván para tomar asiento al lado de la señora. Ella, con el fin de hacerle sitio, se incorporó a medias apartándose hacia la derecha y, al hacerlo, se le entreabrió el vestido rojo sobre una pierna carnosa y sólida, blanca, arrebolada de color rosado por causa del afeite y de la depilación; el tobillo estaba adornado con una ajorca de oro que apenas podía contenerlo. Uno de los asistentes vio este espectáculo y gritó con voz de trueno:
—¡Viva el califato!
El señor, que había estado palpando con la mirada los senos de la mujer, exclamó a continuación:
—Di mejor; vivan estos pechos excelsos… La cantora levantó la voz advirtiendo:
—Bajad la voz o los ingleses nos harán pasar la noche en la cárcel. El señor, en el que el vino hacía ya sus efectos, dijo a gritos:
—Yo me voy contigo a trabajos forzados de por vida. Varios gritaron:
—¡Mueran los que os dejen ir solos!
Quiso la mujer cortar el jaleo que se había producido por la visión de su pierna y tendió el adufe al señor diciéndole:
—Muéstrame tus habilidades.
El señor tomó el adufe y lo acarició con la palma de la mano mientras sonreía, y sus dedos comenzaron a repiquetear en él con habilidad, en tanto que los instrumentos de la orquesta empezaban a sonar. Luego Zubayda cantó mirando fijamente a los ojos que estaban clavados en ella: «Yo soy el asesino de mi alma, abandonada a la pasión que me domina».
El señor se encontró en una posición asombrosa; le llegaba al vuelo la respiración de la sultana, entre cadencia y cadencia, y ella recibía los efluvios del vino que salían de la nariz del hombre entre trago y trago. No tardaron en disiparse de la conciencia del señor los ecos de el-Hammuli, de Uzmán y de el-Manialawi, y vivió su presente satisfactorio y feliz. Las inflexiones que le llegaban de la voz de la mujer conmovieron las cuerdas de su corazón y se inflamó su celo; eso lo llevó a tocar el adufe de una manera que no podrían igualar los profesionales. En cuanto la mujer llegó, en la canción, al verso que dice «viajero, que marchas hacia el amado, séme leal y bésalo de mi parte en la boca», alcanzó un grado de embriaguez violenta, inspirada, cosquilleante y ardiente. Lo siguieron los amigos o le precedieron, una vez que el vino hubo culminado su obra y se difundieron los deseos, que los dejaron como ramas bailando en el torbellino de una tempestad tumultuosa.
Poco a poco el canto llegó al final, y Zubayda lo cerró con el mismo arranque con que lo había comenzado, o sea, «yo soy el asesino de mi alma»; pero con un aire que llamaba a la calma, al recuerdo, a la despedida y a la terminación. Desaparecieron los cantos como un avión con el amado detrás del horizonte. Y aunque el final fue recibido con una tempestad de júbilo y aplausos, no tardó en señorear el salón un silencio que mostraba el apaciguamiento de los espíritus agotados por el esfuerzo y la excitación; durante un rato no se oyó sino una tos o un carraspeo, el rascar de una cerilla, o una palabra indigna de mención. El lenguaje del momento parecía decir a los invitados: Id en paz; y algunos de ellos comenzaron a mirar las prendas de ropa de las que se habían aligerado en el furor de la música, y que habían colocado detrás, sobre los cojines. Pero los otros, los que tenían suspendido el ánimo en la dulzura de la velada, se negaron a abandonarla hasta no haber apurado los posos del vino, y alguno de ellos gritó:
—No saldremos hasta no haber llevado a la sultana a los brazos del señor Ahmad. La propuesta tuvo buena acogida y buen apoyo, mientras el señor y la cantora reían desaforadamente sin creérselo. Casi sin darse cuenta, un grupo de amigos los rodeó y los levantó de su asiento; luego hicieron señas a la orquesta para que se pusiese a tocar el himno de bodas.
Se pusieron de pie el uno junto al otro, ella como si fuese el palanquín, y él el camello: dos gigantes suavizados por la belleza. Luego, coquetamente, ella pasó su brazo bajo el de él e hizo señas a los que los rodeaban para que abrieran el camino. Repiqueteó la tañedora en el adufe, y la orquesta comenzó a tocar; muchos de los invitados repitieron el himno de boda «Contempla con tus ojos, oh, belleza», mientras los novios avanzaban a paso lento, contoneándose en el vapor de la música y de la borrachera. Zannuba no pudo contenerse de tocar el laúd ante este espectáculo, mientras lanzaba una albórbola estridente, larga, que, si hubiese tomado cuerpo, se habría constituido en un par de lenguas zigzagueantes de fuego cortando el espacio como un meteorito. Los amigos se adelantaron uno tras otro para presentarles sus felicitaciones:
—Que tengáis concordia y prole.
—Y que esta sea una hermosa prole de bailarinas y cantoras. Uno de los amigos gritó advirtiendo:
—No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.
La orquesta no dejó de tocar el himno, mientras los amigos movían las manos en señal de despedida, hasta que el señor y la mujer desaparecieron tras la puerta que llevaba al interior de la casa.