Cuando el señor cerró la tienda al atardecer y la dejó, tenía un aspecto muy respetable y despedía un grato olor a perfume. Luego tomó la dirección de el-Saga y de allí se encaminó hacia el-Guriyya, al café de Si Ali. Al pasar, observó la casa de la cantora y sus alrededores. Al ver las tiendas alineadas a sus lados aún abiertas y la gran afluencia de peatones, continuó la marcha hacia la casa de uno de sus amigos, donde pasó una hora. Después, tras excusarse, volvió hacia el-Guriyya, ya envuelta en las sombras y casi desierta, y se dispuso a acercarse a la casa, tranquilo y confiado. Llamó a la puerta y esperó mirando atentamente a su alrededor. No había más luz que la que salía del tragaluz del café de Si Ali y de una lámpara de gas que había sobre un carrillo de mano en la revuelta del callejón nuevo. La puerta se abrió, y apareció la silueta de una criadita, a la que preguntó con voz fuerte y decidida para inspirar la franqueza y la confianza que deseaba:
—¿Está la señora Zubayda?
La criada levantó la cabeza y le preguntó con la discreción que cabía esperar de las condiciones inherentes a su puesto:
—¿Quién eres tú, señor?
—Una persona que desea llegar a un acuerdo con ella para amenizar una velada —dijo con su fuerte voz.
La criada desapareció por espacio de unos minutos, luego volvió diciendo: «Adelante, por favor». Se hizo a un lado y él entró. El señor subió tras ella por una escalera de estrechos peldaños que acababa en un corredor, y cuando le abrió la puerta que tenía delante, accedió a una habitación oscura, en la que permaneció de pie cerca de la entrada, mientras oía los pasos de la criada que corría y luego volvía con una lámpara. La siguió con la mirada mientras esta la colocaba sobre una mesita, y luego se ponía de pie sobre una silla en el centro de la habitación para encender la lámpara grande que colgaba del techo; después, tras devolver la silla a su lugar, cogió la lámpara pequeña y abandonó la sala diciendo con cortesía: «Haz el favor de tomar asiento, señor». El señor se dirigió al sofá del fondo de la habitación, y tomó asiento con una confianza y tranquilidad que denotaban su familiaridad con esta situación y otras similares, y su seguridad de salir de ella totalmente satisfecho: se quitó el tarbúsh y lo dejó sobre el cojín que había en el centro del sofá; luego estiró las piernas a sus anchas. Mientras se entretenía mirando una mariposa que revoloteaba nerviosa sobre la lámpara, vio una habitación de tamaño mediano, con sofás y sillones a los lados y el suelo cubierto por una alfombra persa; ante cada uno de los tres grandes sofás había una mesita baja con incrustaciones de nácar; la puerta y las dos ventanas estaban cubiertas por cortinas, y se percibía un aroma ele incienso en el ambiente que le gustó. Pasó un rato de espera, durante el cual la criada le sirvió el café, antes de que llegara a sus oídos el melódico sonido de unas chinelas de excitante repiqueteo. Con los nervios en estado de alerta, clavó la vista en la puerta, cuyo hueco se llenó en seguida con el cuerpo bien definido e imponente de la sultana, sensualmente envuelto en un vestido azul. Apenas los ojos de la mujer cayeron sobre él, se detuvo asombrada y exclamó:
—¡En nombre de Dios, clemente y misericordioso! ¡Tú!
El señor deslizó sobre su cuerpo una mirada ávida y apresurada, como el ratón que corre sobre un saco de arroz buscando un boquete, y exclamó asombrado:
—¡Válgame Dios, qué maravilla!
Ella continuó avanzando, tras aquella breve parada, mientras decía con un miedo fingido:
—¡Aparta tus ojos! ¡Dios me asista!
El señor se levantó para tomar la mano que ella le tendía en señal de bienvenida y, aspirando el aroma del incienso con su majestuosa nariz, dijo:
—¿Teniendo este incienso temes el mal de ojo?
Ella liberó su mano de la de él y retrocedió hacia un sofá lateral.
—Mi incienso es un bien, una bendición —dijo sentándose—, se trata de una mezcla de distintas variedades, unas árabes y otras indias, que yo misma combino y que es capaz de echar del cuerpo mil y un ifrits…
El señor volvió a sentarse y, mientras extendía las manos con un gesto de desesperación, dijo:
—¡Menos del mío! En él hay unos ifrits de otro tipo con los que no sirve el incienso. El asunto es más grave y preocupante.
La mujer se golpeó el pecho, erguido como un odre, y exclamó:
—¡Pero yo amenizo fiestas de boda, no de exorcismo!
—¡Veremos si encuentro aquí mi remedio! —dijo el señor con esperanza. Reinó un breve silencio, mientras la sultana lo observaba con aire pensativo, como si quisiera averiguar el secreto de su presencia. ¿Había venido realmente para concertar la animación de una velada, como había dicho a la criada? Dominada por la curiosidad, le preguntó:
—¿Se trata de una boda o de una circuncisión?
—Será lo que tú quieras —dijo el señor sonriendo.
—¿Tienes un circunciso o un novio?
—Yo tengo de todo.
Le lanzó una mirada de advertencia como queriendo decirle: «¡Qué latoso eres!», luego murmuró con sorna:
—En cualquier caso, estamos a tu servicio.
El señor alzó sus manos a lo alto de la cabeza, en señal de agradecimiento, mientras decía con una dignidad que no cuadraba con sus intenciones:
—Que Dios te lo tenga en cuenta; sin embargo, yo sigo empeñado en dejarte a ti la elección.
—Prefiero las bodas, naturalmente —dijo ella con un suspiro de irritación casi jocoso.
—Pero yo soy un hombre casado y no tengo necesidad de un nuevo cortejo nupcial.
—¡Qué hombre tan disparatado! Entonces, que sea una circuncisión.
—Sea…
—¿La de tu hijo? —preguntó desconfiada.
—La mía —dijo con toda sencillez, retorciendo su bigote.
La sultana soltó una risa vaga, y decidió renunciar a la idea de amenizar una velada que había estado acariciando para sus adentros.
—¡Serás golfo! Si mis manos pudieran alcanzarte, te deslomaría…
El señor se levantó y, aproximándose a ella, dijo:
—No seré yo, ni mucho menos, quien te impida realizar tu deseo.
Se sentó a su lado y ella intentó golpearle, pero vaciló, luego se contuvo y él le preguntó fastidiado:
—¿Por qué no me honras con tus golpes?
—Temo invalidar mis abluciones —dijo irónica, agitando la cabeza.
—¿Puedo aspirar a que recemos juntos?
Nada más decir su broma, pidió perdón a Dios en su fuero interno por su dislate, porque, aunque en la embriaguez del libertinaje no se paraba en barras, su corazón no se tranquilizaba ni podía continuar disfrutando hasta que pedía perdón interiormente de forma sincera por lo que su lengua había dicho a la ligera, bromeando. Pero la mujer le preguntó con coquetería burlona:
—¿Te refieres, oh, virtuoso señor, a esa oración que es mejor que la cama?
—Todavía más, a la oración que va junto con la cama…
—¡Qué hombre tan digno y piadoso por fuera y tan vicioso e inmoral por dentro! —contestó ella sin poder contenerse—; estoy empezando a creer que era cierto lo que me dijeron de ti.
—¿Y qué te dijeron? —preguntó el señor preocupado, enderezándose—. ¡Líbrenos Dios de las malas lenguas!
—Me dijeron que eras un faldero y un esclavo de la bebida.
—Me esperaba alguna crítica —dijo dando un sonoro suspiro que revelaba alivio—. ¡Válgame Dios!
—¿No te había dicho que eres un golfo vicioso?
—Esa es la prueba para mí de que he conseguido aceptación. ¡Dios quiera que sea verdad!
La mujer levantó la cabeza con altanería diciendo:
—Que te lo has creído. No soy como las mujeres que tú conoces. Zubayda es conocida, y no es jactancia, por su amor propio y su meticulosidad al elegir.
El señor se colocó las palmas de las manos sobre el pecho y, mientras la miraba entre desafiante y gentil, dijo con calma:
—En la prueba, el hombre se luce o fracasa.
—¿De dónde sacas esa confianza, si aún no estás circuncidado, según tu propio testimonio?
El señor dijo tras una larga carcajada:
—No lo creas, soy circunciso, aunque lo haya puesto en duda…
Ella le dio un puñetazo en el hombro, antes de que él completara la frase, y él se contuvo. Luego los dos se echaron a reír al unísono. Le alegró ver que ella compartía su risa pues, tras aquello y tras sus mutuas alusiones y manifestaciones, adivinaba una especie de declaración de consentimiento, confirmada, según él, por una coqueta sonrisa que emanaba de sus ojos pintados con kohl. Entonces se dispuso a dar la bienvenida apropiada a aquel escarceo, pero ella le dijo en tono de advertencia:
—No me empujes a acrecentar mi mala opinión de ti.
Sus palabras le recordaron las habladurías que ella le había repetido y le preguntó preocupado:
—¿Quién te habló de mí?
—¡Galila! —dijo con rotundidad, mientras le echaba una mirada acusadora.
El nombre le sorprendió, como si se tratara de un moralista que irrumpiese en su velada íntima, y sonrió con embarazo. Galila…, aquella famosa cantora que él amó apasionadamente en una época, hasta que la saturación los separó, aunque mantuvieron después a distancia una amistad recíproca que aún duraba. Sin embargo, como era experto en mujeres, no tuvo más remedio que decir con tono sincero:
—¡Que Dios maldiga su rostro y su voz al mismo tiempo! —luego se evadió—: pero, dejemos eso y hablemos en serio.
—¿Es que Galila no merece unas palabras más delicadas y gentiles? —preguntó ella con ironía—. ¿O ese es tu modo de recordar a las mujeres con quienes has roto?
El señor sintió cierto embarazo, que pronto se disolvió en la oleada de orgullo producida por el hecho de que una nueva amante hablara de otra anterior, y estuvo largo rato sumido en el dulce éxtasis del triunfo, para acabar diciendo con su habitual cortesía:
—Ante tanta hermosura, no puedo pensar en recuerdos ya cerrados y olvidados.
A pesar de que la sultana conservaba su mirada irónica, pareció responder al elogio levantando las cejas y disimulando una ligera sonrisa que se había posado en sus labios. Sin embargo, le dijo con despecho:
—La lengua de un comerciante destila dulzura hasta que consigue su objetivo.
—Los comerciantes tenemos ganado el paraíso con las críticas de la gente.
Ella agitó sus hombros, desdeñosa; luego preguntó con interés no disimulado:
—¿Cuándo la frecuentaste?
El señor extendió los brazos como queriendo decir: «¡Qué tiempos tan lejanos!»; luego murmuró:
—Hace siglos…
Ella se rio con sorna, y dijo en tono vengativo:
—¡En los días de una juventud que ya pasó…!
—Mi deseo es libar de tu boca el dolor —dijo el señor mirándola quejumbroso. Pero ella continuó hablando en el mismo tono:
—Yo te he recibido entrado en carnes, y te voy a dejar en los huesos. El señor le apuntó con el dedo en señal de advertencia:
—Soy de acero —dijo—, de esos que se casan a los sesenta años.
—¿Por amor o por chochez?
—Mi buena señora, ten piedad, por el amor de Dios, y hablemos de cosas serias —dijo el señor con una carcajada.
—¿De cosas serias? ¿Acaso te refieres al acuerdo para amenizar la velada, que es a lo que viniste?
—¡Me refiero a amenizar toda la vida!
—¿Toda ella o sólo su mitad?
—¡Que el Señor nos depare el mejor destino!
—¡Que el Señor nos depare uno bueno!
Y tras pedir perdón a Dios en su interior por adelantado, preguntó:
—¿Recitamos la fátiha?
Pero ella se levantó bruscamente, fingiendo ignorar su pregunta, y exclamó con simulada inquietud:
—¡Dios mío!, se me ha pasado el tiempo volando, y esta noche tengo un trabajo importante.
El señor se levantó a su vez y, tendiendo la mano, tomó la de ella. Entonces la cantora abrió la palma teñida de alheña, que él miró con deseo y embeleso, decidido a retenerla, a pesar de que ella hizo más de un intento por retirarla, hasta el punto de morderle el dedo y levantar la otra mano hasta su bigote, gritándole amenazadora:
—Suéltame o saldrás de mi casa con una sola parte del bigote.
Cuando el señor vio el antebrazo de ella cerca de su boca, renunció a discutir y acercó sus labios lentamente hasta hundirlos en su blanda carne, mientras aspiraba un perfume de clavel de agradable aroma, y murmuró suspirando:
—¿Hasta mañana?
Esta vez ella se libró de su mano sin que él se resistiese, le lanzó una prolongada mirada y canturreó sonriendo: «Mi pajarillo, ¡ay, madre!, mi pajarillo, para jugar con él y contarle mis secretos».
Y siguió repitiendo: «Mi pajarillo, ¡ay, madre!», varias veces mientras se despedía de él. El señor abandonó la habitación repitiendo también el comienzo de la canción en voz baja, una voz llena de dignidad y resonancia, como si interrogara a las palabras por el significado que entrañaban.