14

El señor Ahmad Abd el-Gawwad se sentó tras su escritorio en la tienda y miró al vacío con un semblante que revelaba bienestar y satisfacción, mientras los dedos de su mano derecha jugueteaban con su elegante bigote, como solía hacer cuando lo arrastraba la corriente de sus pensamientos. No cabía la menor duda de que le complacía sentir el amor y la amistad que la gente le profesaba y, si cada día hubiera recibido una prueba de ello, cada día habría sentido la misma alegría radiante, no empañada por la repetición. Aquel día acababa de recibir una nueva prueba, tras haberse visto obligado a faltar la noche anterior a una fiesta íntima a la que uno de sus amigos lo había invitado. Apenas instalarse en la tienda aquella mañana, habían venido a verlo el anfitrión y algunos de los compadres de la fiesta, lo habían llenado de reproches por su ausencia y lo habían hecho responsable por la alegría y el gozo que les había echado a perder. Luego dijeron, entre otras cosas, que no se habían reído con toda su alma como solían hacerlo con él, que no encontraron en la bebida el mismo placer que hallaban en su compañía, y que la reunión había carecido, según sus propias palabras, de su «espíritu». Y ahí estaba él recordando sus palabras con un regocijo y un orgullo que suavizaban en gran medida la severidad que había sentido en sus reproches y el calor que él había puesto en excusarse, pero no se podía librar de la censura de una rígida conciencia, ávida por naturaleza de complacer a los amigos y pronta a beber en las fuentes de la amistad y el amor con sinceridad y altruismo. Su dicha casi se habría enturbiado de no haber sido por el derroche de satisfacción y orgullo que las protestas de los amigos habían difundido en su alma, al poner de relieve su amor. Sí, cuántas veces el amor, que lo arrastraba hacia la gente y arrastraba a la gente hacia él, había sido una fuente donde su corazón se saciaba a voluntad de alegría jubilosa y sano orgullo, como si ante todo, él hubiera sido creado para la amistad.

Otro indicio de este amor, un amor a decir verdad de otra clase, se le reveló la mañana de aquel mismo día, cuando Umm Ali, la casamentera, lo visitó y, tras un rato de charla en la que dio los rodeos que quiso en torno a su objetivo, le dijo: «¿No sabes que Sitt Nafusa, la viuda del hagg Ali el-Dasuqi, tiene siete tiendas en el-Mugarbalin?». El señor sonrió al darse cuenta instintivamente de lo que la mujer pretendía, pues tuvo la corazonada de que no era sólo una casamentera, sino alguien enviado con el encargo de ser discreto. ¿No se había imaginado ya en más de una ocasión que Sitt Na fusa, en sus repetidas visitas a la tienda para comprar lo que necesitaba, estaba a punto de declararle su amor? Pero quiso llevar a la mujer a su terreno poco a poco, aunque sólo fuera por divertirse, y con aparente interés le dijo: «Tienes que elegirle un buen marido, y ¡qué difícil es encontrar a la persona adecuada!». Umm Ali creyó que había llegado a la meta y dijo: «Entre todos los hombres ella te ha elegido a ti, ¿qué dices?». El señor se rio estrepitosamente, traicionando su contento y su confianza en sí mismo, pero contestó en tono cortante: «Ya me he casado dos veces. En la primera fracasé, pero Dios me dio el éxito en la segunda, y no voy a despreciar el favor divino». Lo cierto es que había tenido que superar muchas veces las tentaciones de casarse con una fuerza de voluntad inquebrantable, a pesar de las numerosas ocasiones favorables que se le habían presentado. Era como si no hubiese olvidado el ejemplo de su padre, que se había deslizado, de forma inconsciente, por la pendiente de sucesivos matrimonios. Estos habían acabado con su fortuna y le habían ocasionado multitud de complicaciones, sin dejarle a él, su único descendiente, más que una ridícula suma de dinero. Luego fue él quien lo ganó y logró un desahogo económico que garantizaba la holgura y el bienestar de su familia y le permitía gastar lo que quisiera en sus placeres y diversiones. ¿Cómo arriesgarse a arruinar esa magnífica y armoniosa situación que le proporcionaba tal dignidad y libertad? Claro está que el señor no había amasado una gran fortuna, no por falta de medios, sino por su natural generosidad. Gastarla y gozar de sus frutos eran el único sentido que le veía a su dinero y en el que creía, lo cual, añadido a una profunda fe en Dios y en sus méritos, llenaba su alma de paz y confianza y lo ponía al abrigo del miedo por la subsistencia y el futuro que a tantos atenazaba. Sin embargo, su resistencia a las tentaciones de casarse no lo privaba de la alegría y el orgullo que sentía cada vez que se le presentaba una buena oportunidad y, por tanto, no podía ignorar que una hermosa señora, como Sitt Na fusa, lo quisiera como marido. Este recuerdo se adueñó de sus pensamientos y se quedó contemplando a su encargado y a los clientes con los ojos ausentes y el semblante risueño y soñador. También recordó sonriendo lo que le había dicho en broma, esa misma mañana, uno de sus amigos, en alusión a su elegancia y a su perfume: «Cuídate, cuídate, viejo».

¿Viejo? Tenía cuarenta y cinco años, es cierto, pero ¿qué se le podía criticar a aquella fuerza poderosa, a aquella salud rebosante, a aquel cabello liso, negro y brillante? Su sensación de juventud no había menguado ni un ápice, como si su hombría no hubiera hecho más que ganar en fuerza con los días. Además, seguía siendo consciente de sus cualidades, más aún, a pesar de su modestia y generosidad, las vivía intensamente y abrigaba en su fuero interno sentimientos de orgullo y arrogancia. También sentía un inmenso amor por los elogios; era como si con su modestia y gentileza buscara multiplicarlos e incitara a los amigos, con gran habilidad, a que se los hicieran. A pesar de que su confianza en sí mismo lo había llevado hasta el límite de creerse el hombre más fuerte, hermoso, simpático y sagaz de todos, nunca resultaba cargante para nadie, porque su modestia era también natural y espontánea, y surgía de una tendencia innata que destilaba alegría, sinceridad y amor. Lo cierto es que tendía por naturaleza a amar como amaba, sin reprimir su deseo de buscar aún más amor. Por inspiración de su impulso natural, sediento de amor, su carácter se orientaba a la sinceridad, la lealtad, la transparencia y la modestia, virtudes que atraen el amor y la aprobación como las flores a las mariposas. De ahí que pudiera decirse que su modestia se debía a la cortesía o a una disposición natural, aunque era más apropiado afirmar que se debía a una disposición natural en la que la cortesía era instintiva, no voluntaria, y que se ponía de manifiesto en un carácter sencillo, desprovisto de hipocresía y afectación. Por eso, silenciar sus virtudes y enmascarar sus méritos, e incluso bromear sobre sus propios defectos para atraer el afecto y el amor, le gustaba más que divulgarlos y presumir de ellos, actitudes que suelen provocar irritación y envidia. Se trataba de una habilidad acertada que empujaba a quienes lo amaban a alabar lo que él ocultaba por sabiduría y pudor, lo cual daba a sus cualidades una resonancia que no habría logrado por sí mismo sin sacrificar las facetas más hermosas de su personalidad, el atractivo y el amor sin tacha con que había sido agraciado.

Se dejaba guiar por ese mismo instinto incluso en los aspectos licenciosos de su vida, en sus reuniones íntimas y musicales, en las que, aunque la bebida pareciera dominarlo, no abandonaba ni su elegancia ni su cortesía. Si quisiera, podría arrollar sin dificultad a los contertulios con su simpatía y su ingenio, con la gracia de su humor y su fina ironía. Pero manejaba sus reuniones íntimas con habilidad y largueza, permitía lucirse a cada invitado, y estimulaba con sus risotadas a los que hacían bromas, aunque fueran malas. Además, ponía buen empeño en no herir a nadie con sus chanzas, y si la situación lo forzaba a meterse con uno de ellos, paliaba los efectos de sus pullas animándolo y dándole pruebas de afecto, e incluso mofándose de sí mismo. La reunión no se disolvía sin que cada contertulio hubiera disfrutado de esos maravillosos recuerdos que alegran el alma y cautivan los corazones. Pero los buenos efectos de su cortesía natural o su naturaleza cortés no se limitaban sólo a su vida alegre, sino que se extendían a otros aspectos importantes de su vida social, y se ponían de relieve de forma admirable en su proverbial generosidad, que se manifestaba tanto en los banquetes que celebraba de vez en cuando en su caserón, como en los regalos que hacía a los necesitados que tuvieran alguna relación con su trabajo o con su persona. También se evidenciaba todo ello en su sagacidad, su hombría y su coraje, que lo convertían en una especie de protector —siempre impregnado de amor y lealtad— de sus amigos y conocidos, los cuales se dirigían a él si necesitaban un consejo, una intercesión o un servicio; cuando se les presentaban problemas de trabajo o dinero, o cuestiones personales y familiares, como el noviazgo, el matrimonio y el divorcio. Sí, le satisfacía cumplir esas funciones, que realizaba gratuitamente, sin más contrapartida que el amor, como intermediario, casamentero oficial o arbitro, y sentía siempre, a pesar de los esfuerzos que requerían, una vida llena de alegría y dicha.

Un hombre como este, adornado de tantas virtudes sociales que disimulaba como si divulgarlas fuera una ofensa —y qué ofensa— un hombre así era natural que, cuando se quedara a solas con sus pensamientos y se despojara del pudor que lo dominaba ante la gente, se recreara en sus cualidades y se dejara llevar por el orgullo y la arrogancia. Por eso se puso a recordar los reproches de sus fervorosos amigos y la petición de Umm Ali, la casamentera, con un placer, una alegría y un regocijo que se fundieron en su corazón en un éxtasis puro, hasta que su soledad se turbó por el aguijón de la tristeza y empezó a hablar consigo mismo: «Na fusa hánem es una señora llena de cualidades no desdeñables, muchos la desean, pero ella me quiere a mí. Sin embargo, como no me voy a casar con ella, el asunto se ha acabado. Ella no es mujer que acepte frecuentar a un hombre sin casarse. Así soy yo y así es ella. ¿Cómo vamos a poder encontrarnos? Si se hubiera topado conmigo en otros tiempos, en lugar de ahora que los australianos nos ponen las cosas tan difíciles, habría sido fácil renunciar a ella, ¡pero, qué lastima, se ha presentado cuando más falta me hacía!».

Cortó sus pensamientos la parada de una calesa ante la entrada de la tienda. Miró hacia fuera y vio que el vehículo se inclinaba del lado de la tienda bajo la presión de una imponente mujer que empezaba a bajar con lentitud, en la medida que se lo permitían los pliegues de su carne y de su grasa. Una sirvienta negra, que había bajado antes que ella, le tendía la mano para que se apoyara, mientras la señora se detenía, un rato, como el Mahmal, suspirando como si descansara de la fatiga del descenso, y, también como el Mahmal, se inclinó y bamboleó hacia el lado de la tienda, mientras la voz de la criada se elevaba en un tono casi declamatorio para anunciar a su señora:

—Tú, chaval, y el otro, haced sitio a la señora Zubayda, la reina de las cantoras.

La señora Zubayda dejó escapar una especie de risita arrulladora y se dirigió a la criada con un falso acento de reproche:

—¡Que Dios te perdone, Gulgul, nada menos que la reina de las cantoras! ¿Es que no conoces la virtud de la modestia?

Gamil el-Hamzawi corrió hacia ella y, con una amplia sonrisa, dijo:

—¡Bienvenida!, tendríamos que haber alfombrado el suelo con arena.

El señor se puso en pie, observándola con una mirada que revelaba sorpresa y reflexión, y dijo, para completar el saludo de su encargado:

—Más aún, con alheña y rosas, pero ¿qué podemos hacer cuando la fortuna se presenta sin anunciarse?

Cuando el señor advirtió que el encargado se dirigía a traer una silla, se le adelantó de una zancada, casi de un salto, y el otro se apartó disimulando una sonrisita. El propio señor le ofreció la silla por sí mismo, mientras le daba la bienvenida con un gesto de la mano, como si dijera: «Siéntate, por favor», pero extendió la mano del todo, quizás sin darse cuenta, abriendo los dedos hasta convertirla en una especie de abanico. Al hacerlo, quizás influyó en su imaginación el espectáculo de las enormes nalgas que iban a llenar el asiento y a desparramarse inexorablemente por los bordes. La mujer le dio las gracias con una sonrisa en su rostro resplandeciente de belleza y tomó asiento, mientras sus afeites y sus joyas despedían destellos luminosos. Luego miró a su criada y, con la intención de dirigirse a otra persona, le dijo:

—¿No te he dicho, Gulgul, que no tenemos ningún motivo para ir de un sitio a otro para hacer nuestras compras, cuando tenemos esta magnífica tienda?

La criada asintió a las palabras de su señora:

—Tienes razón, como de costumbre, sultana, ¿por qué tendríamos que ir lejos si tenemos al generoso señor Ahmad Abd el-Gawwad?

La señora echó atrás la cabeza, como horrorizada por lo que Gulgul había declarado, y le lanzó una mirada de desaprobación; luego, dejó vagar sus ojos varias veces entre el señor y la criada para poner a este por testigo de dicha desaprobación:

—¡Qué bochorno! —dijo disimulando una sonrisa—. ¡Te estaba hablando de la tienda, Gulgul, no del señor Ahmad!

El sagaz corazón del señor captó de inmediato el tono cariñoso que se desprendía de las palabras de la mujer y, entrando en el juego con su penetrante instinto, murmuró sonriente:

—La tienda y el señor Ahmad son una misma cosa, sultana.

Ella alzó las cejas con coquetería y dijo con una gentil obstinación:

—Pero nosotras buscamos la tienda, no al señor Ahmad.

Al parecer, el señor Ahmad no fue la única persona en captar el grato ambiente que creaba la sultana. Por un lado, Gamil el-Hamzawi alternaba el regateo con los clientes y las miradas furtivas a las partes del cuerpo de la cantora que podía ver con facilidad. Por otro lado, los clientes daban vueltas por la tienda mirando las mercancías, para pasar junto a la señora en su ir y venir. Más aún, parecía que la bendita visita había atraído las miradas de algunos que pasaban por la calle, por lo que el señor decidió ponerse junto a la sultana, de espaldas a la puerta y a la gente, para librarla de las miradas de los intrusos. Pero todo aquello no le hizo olvidar el punto de la conversación en el que estaban y, tras retomarlo donde se había interrumpido, dijo:

—Dios ha decretado, alabada sea su sabiduría, que las cosas inertes sean a veces más afortunadas que las personas.

—Creo que exageras —dijo ella con un acento cargado de intención—; las cosas no son más afortunadas que las personas, pero a menudo son mucho más útiles.

El señor la taladró con sus ojos azules y, fingiendo sorpresa, soltó:

—¡Mucho más útiles! —Luego, señalando al suelo—: ¡Esta tienda!

Ella le obsequió con una dulce y breve risa, pero dijo con un tono no exento de premeditada aspereza:

—Quiero azúcar, café y arroz, y para estas cosas, ¿puede ser más útil la persona que la tienda? —Y añadió, con una mezcla de indiferencia y coquetería—: Además, hay más hombres de los que me interesan.

Al señor se le acababan de abrir las puertas del deseo, al sentir que se estaba aproximando a algo más importante que la compra y la venta, por lo que objetó:

—No todos los hombres son iguales, sultana. ¿Quién te ha dicho que la persona no puede ser más útil que el arroz, el azúcar o el café? Es en la persona en quien realmente encontrarás el alimento, la dulzura y el placer.

—¿Es eso un hombre o una cocina? —le preguntó riendo.

—Si lo miras de cerca —dijo el señor en tono de victoria—, hallarás una asombrosa semejanza entre el hombre y la cocina. ¡Ambos animan el vientre!

La mujer bajó la mirada un buen rato. El señor esperaba que volviera a elevarla hacia él bañada en su deslumbrante sonrisa, pero ella lo miró seria. Al punto sintió que la mujer acababa de cambiar de «política» o que quizá no estaba totalmente satisfecha de su patinazo. Ella rectificó, mientras él la escuchaba decir con calma:

—¡Que Dios te colme! Bástenos hoy con el arroz, el café y el azúcar.

El señor se alejó de ella aparentando seriedad y llamó a su empleado, a quien encargó en voz alta el pedido de la señora. Su aspecto externo sugería que también él había dejado de cortejarla y había vuelto al «trabajo», pero no era sino una maniobra, tras la que recobró su agresiva sonrisa. Susurró a la sultana:

—¡La tienda y su dueño están a tus órdenes!

La maniobra dio resultado, ya que la mujer le dijo en broma:

—¡Yo busco la tienda y tú te empeñas en ofrecerte a ti mismo!

—Sin duda soy mejor que mi tienda o que lo que hay en mi tienda.

El rostro de la cantora se iluminó con una sonrisa maliciosa mientras decía:

—¡Eso contradice lo que habíamos oído sobre la excelencia de tus mercancías!

—¿Qué necesidad tienes de azúcar si en tu lengua está toda la dulzura del mundo? —dijo el señor soltando una carcajada.

A esta batalla verbal siguió un momento de silencio en el que ambos parecían satisfechos de sí mismos. Luego la cantora abrió el bolso y después de sacar un espejito con el mango de plata, se contempló en él. El señor se dirigió al escritorio y se quedó de pie, apoyado en el borde, escudriñando su rostro con interés. La verdad es que ya el corazón le había anunciado, en el momento en que sus ojos se habían posado en la mujer, que el honor de su visita no tenía nada que ver con comprar o vender. Después, su conversación, con sus cálidas interpelaciones, había venido a confirmar su suposición. Ahora sólo le quedaba decidir si la enlazaba a su vida o le decía adiós para siempre. No era la primera vez que la veía, pues ya se la había encontrado en las fiestas de algunos amigos. También había oído contar que el señor Jalil, el cafetero, la había tomado como amante durante un tiempo y que hacía poco que se habían separado. ¡Quizás esta era la razón de que hubiera ido a comprar a una nueva tienda! Su belleza era desbordante, aunque como cantora no pasaba de ser de segunda categoría. Pero la mujer le interesaba más que la cantora, pues era deseable y encantadora, y tenía unas carnes rollizas en las que poder calentarse durante el intenso frío del invierno que estaba a las puertas. El-Hamzawi llegó cargado con tres paquetes, e interrumpió así el hilo de sus pensamientos.

La criada los cogió, mientras la señora hacía ademán de sacar el dinero del bolso, pero el señor la detuvo con un gesto:

—¡Qué ofensa!

—¿Ofensa, señor mío? No hay nada ofensivo en hacer lo que es justo —dijo la mujer aparentando sorpresa.

—Esta es una afortunada visita que debemos acoger con el honor que se merece, aunque sabemos que es imposible hacerte justicia.

Mientras él hablaba, ella se había levantado sin ofrecer una seria resistencia a su generosidad, aunque dijo:

—Pero esta generosidad tuya me obligará a pensármelo dos veces antes de volver a tu tienda.

—¡No temas —dijo el señor soltando una carcajada—, soy generoso con el cliente en la primera visita, pero luego me resarzo en las siguientes, incluso le robo! ¡Este es nuestro lema, el de los comerciantes!

—Un hombre generoso como tú no roba; más bien se dejaría robar. ¡Gracias, señor Ahmad! —dijo la señora sonriente, mientras le tendía la mano.

—De nada, sultana —añadió él de todo corazón.

Se quedó de pie mirándola, mientras ella se contoneaba camino de la puerta, hasta que subió al coche y se sentó. Gulgul lo hizo en un pequeño asiento frente a ella, y el coche se puso en marcha con su precioso cargamento hasta que desapareció de su vista. Entonces dijo el-Hamzawi, pasando una hoja del cuaderno de cuentas:

—¿Cómo puede saldarse esta cuenta?

El señor lanzó una mirada risueña sobre su encargado mientras decía:

—Escribe en el lugar de los números: «¡Mercancías deterioradas por la pasión!». Al volver a su escritorio murmuró: «Dios es hermoso y ama la hermosura».