Abatido y taciturno, se arrojó sobre el primer asiento que encontró cerca de la puerta, luego llamó al camarero y le pidió una botella de coñac con tono impaciente. La taberna era una especie de habitación, con una gran lámpara colgada del techo, mesas de madera y sillas de bambú alineadas a lo largo de las paredes, en las que estaban sentados grupos de parroquianos, obreros y efendis, y, justo bajo la lámpara, en el centro del local, unas cuantas macetas de claveles. Era extraordinario que no hubiese olvidado a aquel hombre, que lo hubiese reconocido al primer golpe de vista. ¿Cuándo lo había visto por última vez? No podía recordarlo con exactitud, pero lo cierto era que en doce años no se había topado con él más que dos veces, y una de ellas era la que acababa de estremecerlo. Durante ese tiempo, el hombre había cambiado, sin duda, y se había convertido en un anciano tranquilo y respetable. ¡Maldiga Dios el ciego azar que lo había interpuesto en su camino! Sus labios se contrajeron de asco e irritación, y sintió correr la amargura de la vergüenza por su saliva. ¡Qué bochorno tan humillante! Apenas había salido de su antiguo torbellino a base de esfuerzo y terquedad, lo hundía de nuevo en él uno de aquellos recuerdos confusos o una maldita casualidad, como la que se acababa de producir, para convertirlo en un ser despreciable, roto, perdido. Muy a su pesar, sus ojos se fijaron en aquel odioso pasado, con la fuerza de la furia desencadenada en su cabeza y su corazón. Las tinieblas se rasgaron dejando ver unos fantasmas deformes que a menudo le asaltaban como símbolos de tortura y repulsión. Entre ellos distinguió una frutería que se alzaba a la entrada del callejón de Qasr el-Shawq, donde se le apareció una imagen confusa, su propia imagen de niño. Vio a ese niño corriendo, con sus pasos menudos, hacia aquella tienda, donde lo recibió aquel hombre, y luego le dio una cesta llena de naranjas y manzanas; él la cogió contento y se la llevó a la mujer que lo había enviado y lo esperaba. Aquella mujer era su propia madre, ¡qué dolor! El recuerdo se reflejó sobre su ceño fruncido por el rencor y la angustia. Luego, su imaginación le devolvió la estampa de aquel hombre y se preguntó ansioso: ¿Me reconocería si me viera? ¿Reconocería en mí al niño que en aquel entonces había conocido como hijo de aquella mujer? Se estremeció de horror y sintió que su enorme corpachón se achicaba y se encogía hasta convertirse en nada. En ese momento le trajeron la bebida que había pedido; se sirvió un vaso y se lo bebió de un trago, con avidez y nerviosismo, para lograr pronto la suerte de los bebedores: la reanimación y el olvido. Pero de repente surgió de las simas del pasado el rostro de su madre y no pudo evitar escupir. ¿Cuál de las dos cosas maldecía: la suerte que se la había dado como madre o la belleza de esta, que había abrasado a muchos en la pasión y a él lo había rodeado de calamidades? Lo cierto es que no podía cambiar nada de lo que le estaba destinado, ni hacer otra cosa que someterse al decreto divino que hacía trizas su amor propio. ¿No era injusto que tuviera que expiar después de todo la voluntad de aquel decreto divino, como si él fuera el criminal…? Jamás supo por qué había merecido aquella maldición. No eran pocos los niños que, como él, habían venido al mundo en el regazo de madres repudiadas, pero, al contrario que la mayoría de ellos, había recibido de su madre un cariño puro, un amor ilimitado, unos mimos abundantes no recortados por la censura de un padre. Había disfrutado de una infancia feliz, basada en el amor, la dulzura y la suavidad. Su memoria aún conservaba muchos de los recuerdos de la antigua casa de Qasr el-Shawq, como la azotea, que dominaba sobre un número infinito de azoteas, desde cuyos cuatro costados veía los alminares y las cúpulas; y su celosía, que daba a el-Gamaliyya, por donde pasaban noche tras noche los cortejos de las bodas, iluminados con antorchas, rodeados de jóvenes calaveras, en los que eran frecuentes las peleas, en las cuales se entrechocaban los bastones y corría la sangre. En aquella casa había amado a su madre en un grado insuperable; en ella se había difundido en su corazón la sombra de una oscura sospecha, y en ella había caído sobre su pecho la primera semilla de un extraño rechazo, el rechazo de un hijo hacia su madre, una semilla que estaba destinada a crecer y desarrollarse, para convertirse con el paso del tiempo en aborrecimiento, en una especie de enfermedad incurable.
Muchas veces se había dicho a sí mismo: una voluntad fuerte quizá pueda brindarnos algo más que un futuro único, pero que, por mucha voluntad que tengamos, sólo tendremos un pasado, del que nadie puede huir ni escapar. ¡Y ahora se preguntaba, como tantas veces lo había hecho antes, cuándo se había dado cuenta de que su madre no era la única persona en su vida! Hacía mucho que estaba seguro de aquello, pero sólo recordaba que fue en algún momento de su infancia cuando sus sentidos rechazaron a una persona que de vez en cuando se presentaba por la casa sin avisar; que quizá él, Yasín, la contemplaba con extrañeza y algo de temor, y que quizá el otro se esforzaba lo que podía por agradarle y contentarle. Miraba hacia su pasado con enorme asco y aversión, pero sintió que era inútil resistirse, como si aquel pasado fuera un furúnculo que deseara ignorar a pesar de que su mano no podía evitar tocarlo de vez en cuando. Además, había cosas que no podía olvidar… En algún lugar, en algún momento, entre la luz y la oscuridad, y al pie de una ventana elevada, o junto a una puerta taraceada con triángulos de cristal azul y rojo, en aquel lugar y en unas circunstancias difuminadas por el olvido, recordaba haber visto de repente a esa persona, venida de improviso, que parecía estar devorando a su madre, y recordaba que, sin poder contenerse, él dio un grito que le salió desde los más profundo de su corazón, y aulló, llorando, hasta el punto de que la mujer se le acercó muy nerviosa y empezó a calmarlo y a apaciguar su cólera.
En aquel momento, la fuerza de su irritación cortó la cadena de sus pensamientos; miró taciturno a su alrededor, luego se sirvió de la botella y bebió. Al devolver el vaso a su lugar, observó una mancha de líquido en el borde de su chaqueta y, al creer que era de vino, sacó el pañuelo y se puso a frotarla. Luego lo pensó mejor y examinó el exterior del vaso, en el que vio unas gotas de agua suspendidas en su parte inferior; entonces le pareció más probable que lo que había caído sobre su chaqueta fuera agua, no vino, y recobró la calma. Pero ¡qué calma tan engañosa! Sus ojos se habían vuelto hacia el espejo del odioso pasado. No recordaba cuándo había sucedido aquel incidente ni qué edad tenía entonces, pero recordaba sin ninguna duda que la persona devoradora no había desaparecido de la antigua casa, y que a menudo trataba de ganarse su amistad con todo tipo de frutas deliciosas. Además, tras aquello, lo veía en la frutería de la entrada del callejón, cuando su madre lo llevaba consigo a hacer recados. El niño, con su ingenuidad infantil, lo incitaba a mirar al hombre, pero ella tiraba de él con violencia y le prohibía hacerle señas, hasta que él aprendió a ignorarlo cuando iba en su compañía por la calle. La imagen de esa persona se tornó cada vez más imprecisa y ambigua para él. Además, ella le advirtió que no lo mencionase ante un viejo tío materno, que por aquel entonces aún vivía y los visitaba de vez en cuando, y él siguió la advertencia de su madre, de forma que aumentó así su confusión. Pero su suerte no paraba aquí, porque, cuando el hombre dejaba de ir a la casa unos días, su madre lo enviaba a verlo para invitarlo a que fuera «esa noche». El hombre lo recibía con cariño y afecto y, tras darle un cesto con manzanas y plátanos, le encargaba que transmitiera a su madre su acuerdo o sus excusas, según el caso. La situación llegó a tal extremo que, cuando deseaba darse el gusto de comer fruta, pedía permiso a su madre para ir a ver al hombre e invitarlo a venir «esa noche».
Al recordar aquello, abochornado, su frente se cubrió de sudor, luego resopló con violencia, se sirvió un vaso y lo bebió de un trago. Lentamente el alcohol fluyó por su sangre y empezó a jugar su mágico papel: el de ayudarle a soportar sus penas. «He dicho mil veces que tengo que dejar el pasado enterrado en su tumba. Es inútil. No tengo madre, me basta con la buena y delicada mujer de mi padre. Todo está bien, salvo un viejo recuerdo que tengo que matar. ¡Me pregunto por qué cedo a su insistencia y lo resucito de su tumba una y otra vez!, ¿por qué? Es sólo la mala suerte la que hoy ha puesto a ese hombre en mi camino, pero su sino es que muera algún día. Mi deseo es que mueran muchos…, ¡él no ha sido el único hombre!». A pesar de su resistencia teórica, la rebelde imaginación siguió su viaje nocturno por las tinieblas del pasado, aunque él estaba un poco menos tenso. Claro que de aquella historia, en sí misma, sólo quedaba un residuo importante, que quizá sobresalía por la relativa luz que lo iluminaba después de pasar la oscura frontera de la infancia. Aquello había ocurrido en los pocos años anteriores al momento en que pasó a estar bajo la custodia de su padre. ¡Su madre había tenido la osadía de declararle que aquel «frutero» la frecuentaba para pedir su mano, que dudaba en aceptarlo, y que probablemente renunciaría por respeto a él! ¿Se creyó lo que le dijeron? Qué poco seguro estaba de la precisión de sus recuerdos, pero sin lugar a dudas trataba de captar y comprender, mientras sufría una especie de duda oscura que se le revelaba al corazón, no a la inteligencia, y soportaba todo tipo de angustias que hicieron volar de su cabeza la paloma de la paz. En su alma se fue fraguando el terreno propicio para que germinara la simiente del rechazo que se transformó, con el tiempo, en lo que se había convertido.
Más tarde, a los nueve años, quedó bajo la custodia de su padre, al que sólo había visto en contadas ocasiones para evitar fricciones con su madre. Llegó allí en estado salvaje, sin haber recibido ni una palabra sobre los rudimentos del saber, y empezó a sufrir las consecuencias de los mimos con que su madre lo había envuelto. Recibió las enseñanzas con ánimo adverso y floja voluntad y, de no haber sido por el rigor de su padre y la buena atmósfera del nuevo hogar, no habría logrado aprobar la primaria ya cumplidos los diecinueve años. Al crecer en edad y en capacidad de comprender la realidad de las cosas, pasó revista a la vida pasada en casa de su madre en todos sus aspectos y, a partir de su nueva experiencia, arrojó sobre ella unas luces esclarecedoras que le manifestaron la realidad con toda su fealdad y su amargura. Cada vez que avanzaba un paso en la vida, se le aparecía el pasado como un arma envenenada, clavada en el fondo de su alma y de su dignidad. Al principio, el padre se había dedicado a hacerle preguntas sobre su vida en la casa materna, pero él, a pesar de su corta edad, había evitado desenterrar aquellos tristes recuerdos. Su orgullo herido triunfó sobre su deseo de atraer la atención del padre y sobre la pasión por charlar tan propia de los chicos de su edad, y se aferró al silencio hasta que le llegó una sorprendente noticia: la del matrimonio de su madre con un comerciante de carbón de el-Mabyada. El muchacho lloró mucho y la presión de la rabia fue aumentando en su pecho hasta desbordarse. Entonces le habló a su padre del «frutero», ¡cuyo casamiento ella había rechazado, según afirmó un día, por respeto a él…! Desde ese momento, hacía once años, se había roto la relación entre madre e hijo y no volvió a saber nada de ella, salvo lo que su padre le contaba de vez en cuando, como su divorcio del carbonero al cabo de dos años de matrimonio, su boda con un brigada al año siguiente de su divorcio, su nuevo divorcio al cabo de otros dos años, etc. En la larga época de separación, su madre había querido verlo muchas veces, y había enviado a alguien al padre para pedirle que le permitiera ir a visitarla, pero Yasín siempre había rechazado su demanda con inmenso desdén y antipatía, a pesar de que su padre le aconsejaba indulgencia y perdón. Lo cierto es que sentía hacia ella ese resentimiento vehemente que mana del fondo de un corazón herido; le cerró la puerta del perdón y la clemencia, y levantó unas barreras de furia y odio, con la total convicción de que no era injusto con ella, sino que la ponía en el bajo lugar al que sus propias acciones la habían llevado. «Una mujer. Claro, no es más que una mujer…, y toda mujer es maldición y suciedad. Una mujer no sabe lo que es la castidad más que cuando faltan las ocasiones para el adulterio, incluso la buena mujer de mi padre, sólo Dios sabe lo que podría haber sido, si no fuera por él…».
Le arrancó de sus pensamientos la voz de un hombre, que se alzó diciendo: «El vino sólo tiene ventajas, y al que diga lo contrario le corto la cabeza. El hachís, el manzul y el opio tienen muchos inconvenientes, pero el vino no tiene más que ventajas». Su amigo le preguntó: «¿Y cuáles son sus ventajas?». «¿Que cuáles son sus ventajas? —dijo el hombre, extrañado—, ¡qué cosas más raras preguntas! Todo son ventajas, como he dicho, y tú lo sabes y lo crees». «Pero el hachís, el opio y el manzul también son útiles —dijo el amigo— y tienes que saberlo y creerlo, toda la gente lo dice; ¿es que vas a ir en contra de la opinión de todos?». El hombre aguardó un instante, luego dijo: «Entonces, todos son útiles, todos: el vino, el hachís, el opio, el manzul, y lo que se invente». Su amigo volvió a decir en tono triunfalista: «¡Pero el vino está prohibido!». «¿Es que no hay otros caminos? —respondió el hombre, iracundo—, da limosna, haz la peregrinación, da de comer a los pobres. Las puertas de la expiación son amplias y una buena acción vale por diez».
Yasín sonrió algo aliviado. Sí, por fin podía sonreír algo más tranquilo poco, aliviado. «Que se vaya al infierno y que se lleve el pasado con ella. No soy responsable de nada. Todo hombre está manchado y si descorre la cortina verá algo insólito. Sólo hay una cosa que me importa mucho, sus bienes inmobiliarios: la tienda de el-Hamzawi, la residencia de el-Guriyya y la antigua casa de Qasr el-Shawq. Prometo ante Dios que, si un día las heredo todas, rezaré sin pena por ella. ¡Ay, Zannuba, estaba a punto de olvidarte, y sólo el diablo puede hacer que te olvide! Una mujer que me ha atormentado, y una mujer con la que me voy a consolar. ¡Ay, Zannuba, hasta hoy no he sabido que tu vientre tenía ese color tan hermoso!
¡Uf, tengo que borrar la idea de la cabeza! La verdad es que mi madre es como una muela cariada, que no se calma hasta que se arranca».