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Cuando Yasín abandonó la casa, naturalmente sabía hacia dónde se dirigía, como cada noche, pero, por su forma habitual de andar por la calle, parecía que no iba a ninguna parte. Caminaba despacio, con calma y parsimonia, haciendo alarde de orgullo y altanería, como si no perdiera de vista ni un solo instante que era el dueño de aquel cuerpo imponente, de aquel rostro rebosante de vitalidad y hombría, y de aquellos vestidos elegantes que tanto cuidado requerían, así como de un espantamoscas de marfil que no se separaba de su mano ni en verano ni en invierno, y de un alto tarbush, inclinado hacia la derecha hasta casi rozar su ceja. Cuando caminaba también solía levantar la mirada, pero no la cabeza, para fisgonear por las ventanas por si encontraba algo de interés. Nunca llegaba al final de una calle sin sentir una especie de mareo de tanto mover los ojos de un lado a otro, pues su pasión por devorar a las mujeres con las que se tropezaba era una enfermedad incurable. Las desnudaba con la mirada cuando se acercaban, y cuando pasaban, sus ojos seguían clavados en sus nalgas; entonces quedaba excitado, como un toro en celo, hasta el punto de olvidarse de sí mismo y de ser incapaz de disimular sus intenciones, hecho que, con el tiempo, puso sobre aviso a Amm Hasaneyn, el barbero; al hagg Darwish, el vendedor de habas; a el-Fuli, el lechero; a Bayumi, el vendedor de bebidas; a Abu Sari, el pipero, y a otros. Había quienes se lo tomaban a chacota y quienes lo veían de forma crítica, a pesar de que la vecindad y la posición del señor Ahmad Abd el-Gawwad jugaban a su favor para disculpar su conducta y tolerarla. La vitalidad de Yasín ejercía tal violencia sobre él que dominaba todas sus horas de ocio, sin darle un instante de reposo. Siempre sentía aquellas llamaradas de su instinto que abrasaban sus sentidos y sus emociones como un ifrit que se hubiera apoderado de él y lo dirigiera a su antojo. Pero era un ifrit que ni le daba miedo ni le angustiaba, y del que no quería desembarazarse; por el contrario, quizá lo que más le gustaba de él eran los excesos que cometía. Al acercarse a la tienda de su padre, aquel ifrit se escondió y se convirtió en un ángel encantador: bajó la vista, rectificó su forma de andar, tomó una apariencia educada y modesta y apretó el paso sin distraerse con nada. Al pasar por la puerta de la tienda, echó una ojeada a su interior y vio mucha gente, pero se topó con los ojos de su padre, que estaba sentado tras su escritorio. Se inclinó respetuosamente ante él y llevó la mano a la cabeza con cortesía; el hombre le devolvió el saludo sonriendo. Entonces el joven siguió su camino contento con aquella sonrisa, como si hubiera obtenido un preciado favor. Lo cierto era que la conocida violencia de su padre, aunque había sufrido un cambio ostensible desde que el chico había ingresado en el cuerpo de funcionarios del Estado, seguía siendo a sus ojos una especie de violencia suavizada por la cortesía. El joven funcionario todavía no se había liberado de aquel miedo antiguo que invadía su corazón cuando aún era colegial, ni de aquella sensación de que él era el hijo y el otro era el padre. A pesar de su corpulencia, seguía sintiéndose débil en su presencia, como si se transformara en un gorrión estremecido ante la caída de un guijarro. Pero, tan pronto como se alejó de la tienda de su padre y se sintió a salvo de sus miradas, recobró su arrogancia y sus ojos volvieron a girar a derecha e izquierda, sin hacer distingos entre las damas y las vendedoras de palmitos o de naranjas, pues el ifrit que le poseía se apasionaba con cualquier tipo de mujer, ya que colocaba al mismo nivel a la de clase alta y a la plebeya. Las vendedoras de palmitos y naranjas, por poner un ejemplo, aunque tenían un color y una suciedad similar al suelo en el que estaban sentadas, no estaban desprovistas a veces de algunos rasgos de belleza, como unos senos bien formados o unos ojos pintados con kohl. ¿Qué más se podía desear?

Luego se dirigió a el-Saga, y de allí hacia el-Guriyya, donde torció hacia el café de Si Ali que estaba en la esquina con el-Sanadiqiyya. Era una especie de tienda de tamaño mediano, con una puerta que daba a el-Sanadiqiyya, un tragaluz de barrotes que daba a el-Guriyya y unos sofás colocados aquí y allá. Pidió el té tras tomar asiento en un sofá que estaba bajo el tragaluz, su sitio preferido desde hacía semanas. Se sentó donde pudiera dirigir su mirada hacia allí con facilidad y sin levantar sospechas, para desde allí elevarla, siempre que quisiera, hacia la pequeña ventana situada en una casa al otro lado de la calle. Quizá era la única de las ventanas cerradas cuya celosía no había sido encajada con cuidado, lo que nada tenía de extraño, pues pertenecía a la vivienda de Zubayda «la cantora». Pero su ambición no era «la cantora», ya que antes tenía que cubrir, con calma y paciencia, unas cuantas etapas de libertinaje. Se puso a espiar la aparición de Zannuba, la tañedora de laúd, que era hija adoptiva de aquella y estrella rutilante de su orquesta.

La etapa de su inicio como funcionario del Estado era una época llena de recuerdos a la que había llegado tras largos años de forzosa austeridad, soportada con precaución a la terrible sombra de su padre. A partir de entonces, se había arrojado como una catarata hacia los lugares de diversión de el-Ezbekiyya, a pesar de las dificultades creadas por los soldados que el carro de la guerra había arrojado sobre El Cairo. Luego aparecieron los australianos en la plaza y se vio forzado a retirarse de las casas de placer para huir de sus salvajadas. Las cosas se le pusieron difíciles y empezó a dar vueltas como un loco por las callejas de su barrio. Allí el máximo placer al que podía aspirar era una vendedora de naranjas o una de esas gitanas que echaban la buenaventura. Hasta que un día vio a Zannuba, la siguió arrobado hasta su domicilio, y luego se plantó ante ella una y otra vez, sin apenas arrancarle nada que apaciguara su corazón. Era una mujer y, según él, cualquier mujer era un objeto de deseo, pero, además, era bella, y le hizo perder la cabeza. El amor, para él, no era más que aquel apetito ciego o este apetito palpable, la forma más elevada en que lo había conocido.

Se puso a mirar a través de los barrotes hacia la ventana vacía con una ansiedad y una impaciencia tales que lo hicieron olvidarse de sí mismo, de modo que sorbió el té caliente sin darse cuenta de su temperatura hasta después de habérselo tragado. Entonces empezó a dar resoplidos de dolor y, después de devolver el vaso a la bandeja de azófar, miró furtivamente a los contertulios que lo molestaban con sus voces, como si fueran los responsables de que se hubiera quemado, o la causa de que Zannuba no se asomara a la ventana. «¿Dónde se habrá metido la condenada? ¡Ha decidido esconderse! Seguro que sabe que estoy aquí. Quizá me ha visto llegar y, si se ha propuesto coquetear hasta el final, seguro que añade este día de hoy a mis otros días de infierno». Volvió a mirar furtivamente a los parroquianos, para comprobar si alguno lo estaba observando y, al verlos a todos absortos en sus interminables chácharas, se sintió aliviado y miró de nuevo hacia su importante objetivo. Pero el hilo de sus pensamientos fue interrumpido por los recuerdos de los disgustos que había tenido ese día en la escuela, cuando el inspector había puesto en duda la honradez del proveedor de carne y había realizado una investigación, en la que él había participado en su calidad de secretario de la escuela. Luego, el inspector le había echado una bronca por su forma algo descuidada de realizar la tarea. Esto había enturbiado su buen humor para el resto de la jornada, pues se puso a pensar que aquel se lo contaría a su padre, ya que ambos eran viejos amigos; por no hablar de su miedo a que este fuera aún más duro que el inspector. «Quítate de la cabeza esos estúpidos pensamientos, a paseo la escuela y el inspector, ¡maldita sea! Bastante tienes tú ahora con lo que te espera de esa furcia, hija de puta, que así nos escatima una mirada». Unos sueños crudos se agolparon de repente en su imaginación, unos sueños que se representaban a menudo en el escenario de sus fantasías, cuando miraba embelesado a una mujer o la recordaba, unos sueños creados por un violento sentimiento que desvestía los cuerpos, el suyo incluido, y los mostraba desnudos, tal como Dios los había creado, para continuar libremente con todo tipo de jugueteos. Pero, apenas se entregó a esos ensueños, lo puso en guardia la voz de un cochero que gritaba a su asno: «¡Sooo!». Miró en dirección a la voz y vio un carromato parado ante la casa de la «cantora». ¿Habrá venido para llevar a los miembros de la orquesta a alguna boda?, se preguntó. Llamó al mozo del café y le pagó la cuenta, dispuesto a abandonar el local en cualquier instante si la situación lo requería. Tras un largo rato de esperar al acecho, se abrió la puerta de la casa y apareció una de las mujeres de la orquesta acompañando a un hombre ciego, vestido con una galabiyya, un abrigo y unas gafas negras y con una cítara debajo del brazo. La mujer subió al carromato y cogió la cítara, luego tomó la mano del ciego, mientras el cochero lo ayudaba por el otro lado a que siguiera a la mujer, y ambos se sentaron en la parte delantera. A continuación, aparecieron una segunda mujer con un adufe y una tercera con un paquete bajo el brazo. Iban envueltas en sus grandes melayas, con los rostros desvelados y cubiertos, en lugar de por velos, por unas máscaras de maquillaje de colores chillones que las hacían parecer muñecas del Mawled. Luego, ¿qué es eso? Con la mirada ansiosa y el corazón palpitante vio cómo el laúd, con su estuche rojo, sobresalía por la puerta. Finalmente apareció Zannuba, con el borde de su melaya abierto en lo alto de la cabeza sobre un pañuelo carmesí de flecos bordados, bajo el que brillaban unos risueños ojos negros, de mirada juguetona y maliciosa. Se acercó al carromato y, tras darle el laúd a una de las mujeres, levantó un pie hacia la parte superior del vehículo. Yasín estiró el cuello, tragando saliva, y miró el pliegue de las medias ceñidas por encima de la rodilla sobre la piel transparente y suave que aparecía a través de los flecos de un vestido anaranjado. «¡Ay, ojalá el sofá se hundiera conmigo un metro por debajo del suelo! ¡Oh, Señor, su rostro es moreno, pero sus carnes ocultas son blancas o casi blancas!, ¿cómo serán sus caderas?, ¿y el vientre?, ¡ay, el vientre!». Zannuba se asió con las manos a la plataforma del carromato y, apoyada en ellas, posó las rodillas en el borde y luego empezó a andar a gatas lentamente. «¡Oh, Dios, oh, Dios! ¡Ay, si estuviera en la puerta de la casa, o incluso en la tienda de Muhammad, el vendedor de tarbushes! Mira a ese hijo de perra cómo asedia con los oíos la fortaleza. Desde hoy debería llamarse Muhammad, el conquistador. ¡Oh, Dios, oh, salvador!». La espalda de la mujer comenzó a enderezarse hasta que esta se puso en pie sobre la plataforma del carromato. Abrió la melaya y, sujetándola por los bordes, se puso a agitarla rítmicamente con las manos, como un pájaro batiendo las alas; luego, la ciñó alrededor de su cuerpo, y resaltaron sus formas, en especial un trasero prieto y esplendoroso. Luego se sentó en la parte posterior del carromato y, bajo la presión, sus nalgas se redondearon a derecha e izquierda como bolas de cristal. ¡Qué excelente almohadón!

Yasín se levantó y abandonó el café, pero se encontró con que el carromato ya se había puesto en marcha. Corrió tras él, jadeando y rechinándole los dientes de emoción. El carromato inició su lenta e indolente marcha bamboleándose, mientras las mujeres se columpiaban sobre su plataforma de un lado para otro. El joven centró la mirada en el «almohadón» de la tañedora de laúd y siguió su vaivén hasta que, al cabo de un rato, se la imaginó bailando. Las sombras habían empezado a cubrir la angosta calleja, y muchas tiendas comenzaron a cerrar sus puertas. La mayoría de los transeúntes era una masa de trabajadores que volvían exhaustos a sus casas. Entre la oscuridad y la masa cansada, Yasín pudo solazar su mirada y soñar con calma y sosiego: «¡Oh, Dios, no dejes que esta calle tenga fin, no dejes que se acabe este movimiento danzarín!, ¡ay, grupa de sultana, que reúnes la arrogancia y la gracia de tal forma que un desgraciado como yo puede sentir, a simple vista, su suavidad y su firmeza al mismo tiempo, y esa hendidura maravillosa, que las separa en dos, la melaya que lleva pegada casi podría hablar, y lo que está escondido es sin duda aún más imponente! Ahora me doy cuenta de por qué algunas personas hacen dos genuflexiones al rezar, antes de consumar el matrimonio con la novia. ¿Acaso no es esta una cúpula? Y aún más, bajo la cúpula hay un sheyj, y yo estoy loco por ese sheyj. ¡Ay de él, ay de mi enemigo!». Mientras el carromato se acercaba a la puerta de el-Mitwali, carraspeó, y Zannuba miró hacia atrás y lo vio. Al volver la mujer la cabeza, él se imaginó haber visto en sus labios el preludio de una sonrisa. El corazón le latió con violencia y lo invadió la embriaguez de una ardiente alegría. El carromato atravesó la puerta de el-Mitwali, dobló a la izquierda y el joven tuvo que detener su persecución, al ver a dos pasos muchos adornos y luces y una multitud jubilosa. Retrocedió un poco, sin separar los ojos de la tañedora de laúd, y la devoró con los ojos mientras ella descendía lanzándole una mirada juguetona para dirigirse luego a la casa de la novia, hasta que la puerta se cerró tras ella en medio del bullicio de las albórbolas. Tras un ardiente suspiro, se sintió inquieto y presa de una irritante confusión, sin saber adonde dirigirse. «¡Que Dios maldiga a los australianos! ¿Dónde estás, Ezbekiyya, para que te cuente mis preocupaciones y mis penas y me arme contigo de un poco de paciencia?». Luego, al volver sobre sus pasos, murmuró: «Al último consuelo que me queda, a casa de Kostaki». Apenas pronunció el nombre del especiero griego, la nostalgia por el ardor de la bebida cayó como el rocío sobre su cabeza. En su vida, la mujer y el vino eran completamente inseparables, pues se había entregado al vino por primera vez en compañía de una mujer, y luego, con la costumbre, aquel se había convertido en uno de los elementos y resortes de su placer. Pero no siempre le fue posible simultanear ambas cosas, el vino y las mujeres. En muchas de sus noches no hubo mujeres, y no encontró otra salida que ahogar sus penas en la bebida. Con el paso de los días, y a fuerza de costumbre, llegó a apasionarse por el vino en sí mismo. Tras deshacer lo andado, se dirigió a la especiería de Kostaki, en la entrada del callejón nuevo. Era una tienda grande, con unos ultramarinos en la parte de fuera y una taberna en la de dentro, separadas por una puertecilla. Se detuvo a la entrada, mezclado con los clientes, y observó la calle por si su padre andaba por allí; luego se dirigió hacia la puertecilla interior, pero apenas dio un paso, vio en su camino a un hombre, de pie delante de la balanza, y al propio señor Kostaki pesándole un voluminoso paquete. Maquinalmente su mirada se sintió atraída hacia él; de inmediato, su rostro se ensombreció y un violento escalofrío, que le encogió el corazón de miedo y asco, le recorrió el cuerpo. No había nada en el aspecto de aquel hombre que justificara tales sentimientos hostiles. Tenía unos sesenta años, iba vestido con una amplia galabiyya y un turbante, su bigote se había vuelto blanco y emanaba nobleza y dulzura, pero Yasín, nervioso, continuó su camino como queriendo huir antes de que la mirada del hombre cayera sobre él. Empujó la puerta de la taberna con cierta violencia y entró, mientras el suelo temblaba bajo sus pies.