11

Para no estar lejos de donde se reunían su madre y sus dos hermanas, Kamal repasaba sus lecciones en la sala, y así dejaba todo el cuarto de estudio para Fahmi. Aquella reunión era una prolongación de la del café, pero se restringía a las mujeres y a su conversación, en la que, a pesar de su banalidad, encontraban un placer inigualable. Según su costumbre, se habían sentado apiñadas, como si fueran un solo cuerpo con tres cabezas. Kamal estaba acurrucado en el sofá de enfrente. Unas veces abría el libro en su regazo y leía, otras cerraba los ojos para aprendérselo de memoria, y entre una cosa y otra se entretenía mirándolas y escuchando su conversación. Fahmi aceptaba a regañadientes que estudiara sus lecciones lejos de donde pudiera controlarlo, pero las buenas notas del chiquillo en la escuela le daban derecho a elegir el lugar que quisiera para estudiar. Realmente, la aplicación era su única virtud digna de encomio, y de no haber sido por sus diabluras, habría merecido que su propio padre la alentara. Sin embargo, a pesar de su aplicación y su talento, Kamal se aburría algunos ratos, y el trabajo y el orden lo agobiaban hasta tal punto que envidiaba a su madre y sus hermanas por su indolencia y por el descanso y la paz que les habían tocado en suerte. En su fuero interno quizás deseaba que la suerte de los hombres en la vida fuera similar a la de las mujeres. Pero eran ratos pasajeros, que no podían hacerle olvidar los privilegios de que disfrutaba y que en muchas ocasiones lo inducían a tratarlas, consciente o inconscientemente, con arrogancia y altivez. No era raro que les preguntara, con un tonillo de desafío en la voz: «¿Quién de vosotras sabe cuál es la capital de El Cabo?», o «¿Cómo se dice joven en inglés?». Por parte de Aisha encontraba un silencio encantador, mientras que Jadiga le confesaba su ignorancia, aunque luego se metía con él diciendo: «¡Esos acertijos sólo son para quien tenga un cabezón como el tuyo!». En cambio, su madre le decía con un ingenuo convencimiento: «Si me enseñaras esas cosas como me enseñas las de la religión, sabría tanto como tú», porque, a pesar de su sumisión y su mansedumbre, su madre estaba muy orgullosa de su propia cultura popular, transmitida desde antiguo por las sucesivas generaciones. No creía que necesitara saber más o que hubiera algo nuevo en la ciencia digno de ser añadido a los conocimientos religiosos, históricos o médicos que poseía. Había reforzado su fe en ellos el hecho de haberlos recibido de su padre o de la casa en que había crecido. El padre era un sheyj entre los ulemas, a los que Dios daba preferencia sobre los demás sabios por su memorización del Corán, y no era razonable que ella pusiera la ciencia de aquel al nivel de ninguna otra, incluso cuando no estaba de acuerdo, por su inclinación a mantener la paz. Por eso, muchas veces le parecían mal algunas cosas que les decían a sus hijos en la escuela, y se sentía muy perpleja tanto ante su interpretación como ante el hecho de que se permitiera enseñar aquello a muchachos tan jóvenes. Sin embargo, tampoco encontraba desacuerdos notables entre sus propias creencias y lo que explicaban a su pequeño en la escuela sobre temas religiosos. Como las lecciones escolares apenas pasaban de la lectura y explicación de las azoras y la aclaración de los principios elementales de la religión, ella encontraba campo para contarle aquellas leyendas que sabía y que, en su opinión, no divergían de la verdad y la esencia de la religión. Es más, quizás siempre había visto en ellas la verdad y la esencia de la religión, pues la mayoría giraban en torno a milagros y prodigios acerca del Profeta, sus compañeros o los santones, y sobre diversos amuletos para protegerse de los ifrits, los reptiles y las enfermedades. El muchacho las tenía por ciertas y creía en ellas, por un lado, porque provenían de su madre y, por otro, porque aunque eran temas nuevos no contradecían sus conocimientos religiosos escolares. Además, la mentalidad del profesor de religión, tal como se manifestaba a veces cuando hablaba a sus anchas, no difería apenas de la de su madre. Dado que sentía por las leyendas una pasión imposible de satisfacer en las áridas lecciones de la escuela, la lección de su madre era una de las horas más felices del día, una de las horas más llenas de placer y fantasía. Salvo en temas de religión, tenían frecuentes discusiones si el terreno era propicio. De ahí que una vez discutieran sobre la Tierra: ¿Giraba sobre sí misma en el espacio o se alzaba sobre la cabeza de un toro? Al toparse con la obstinación del muchacho, ella echó marcha atrás simulando rendirse, pero se deslizó a hurtadillas en la habitación de Fahmi y le preguntó acerca de la autenticidad del toro que sostenía la Tierra, y si seguía sosteniéndola en ese momento. El joven creyó conveniente tratarla con benevolencia y le contestó en el lenguaje que a ella le gustaba, diciéndole que la Tierra estaba suspendida en el cielo por el poder y la sabiduría de Dios. La mujer volvió satisfecha con esa respuesta, que la había alegrado, aunque aquel enorme toro no se le borró de la imaginación.

Con todo, si Kamal prefería esta reunión femenina al estudio, no era por mero deseo de presumir de listo o por amor a la discusión intelectual. Lo cierto era que deseaba de todo corazón no separarse de ellas ni siquiera a la hora de trabajar, porque al mirarlas encontraba una alegría inigualable. A esta madre la amaba más que a nada en el mundo y no podía concebir la existencia sin ella ni un solo instante. Esa Jadiga jugaba en su vida el papel de una segunda madre, a pesar de su mordacidad y sus bromas incisivas. Y aquella Aisha, aunque nunca se entusiasmaba por servir a nadie, le profesaba un gran amor, y él la correspondía hasta tal punto que no bebía un sorbo de la cántara sin invitarla antes a hacerlo, para poner sus labios en el lugar humedecido por su saliva, en el que ella había puesto los suyos. La reunión acabó, como todas las noches, cerca de las ocho. Las chicas se levantaron, se despidieron de la madre y se fueron a su dormitorio. Entonces el chiquillo se apresuró a leer sus lecciones hasta que las terminó, luego cogió el libro de religión, se pasó al lado de su madre que estaba en el sofá de enfrente, y le dijo para provocarla:

—Hoy hemos escuchado la explicación de una azora importante que te va a gustar muchísimo…

—La palabra de Dios es, toda ella, importante… —dijo la mujer con respeto y consideración mientras se enderezaba en su asiento.

El interés de su madre lo llenó de alegría, y le invadió una sensación de dicha y orgullo que sólo encontraba en el momento de la última lección del día. Claro que en esa lección de religión hallaba más de un motivo de felicidad: durante la primera mitad, al menos, ejercía el papel de maestro, intentando recordar, en la medida que podía, la compostura y los movimientos de su propio maestro, y aquellos sentimientos de superioridad y fuerza en que pudiera parecerse a él; en la otra mitad saboreaba con fruición los recuerdos y leyendas que ella le contaba; y en ambas situaciones se reservaba a su madre para él solo, sin tener que compartirla con nadie. Kamal examinó el libro, con cierto engreimiento, y luego leyó: «En el nombre de Dios, el clemente y el misericordioso. Di: Me ha sido revelado que un grupo de genios escucharon la palabra de Dios y dijeron: "Hemos oído un Corán maravilloso. Conduce a la ortodoxia, por lo que hemos creído en él, y no asociaremos a nadie con nuestro Señor…"», y continuó leyendo hasta el final de la azora, mientras la vacilación y la perplejidad aparecían en los ojos de la madre. Ella, que le advertía que no pronunciara las palabras «ifrit» y «genio» para conjurar unos maleficios de los que le daba algunos ejemplos para asustarlo, mientras evitaba otros por recelo y por una excesiva precaución, no sabía cómo comportarse cuando él leía en una azora sagrada una de las dos palabras fatídicas. Es más, no sabía cómo impedir que Kamal la aprendiera de memoria o qué hacer si la invitaba, como de costumbre, a aprendérsela con él. El muchacho, que leyó en su rostro esa perplejidad, sintió una alegría maliciosa y volvió a repetir la azora desde el principio, cargando el acento cuando salía la fatídica palabra, mientras observaba la confusión de su madre y esperaba que acabara por expresar su aprensión con cualquier tipo de excusa. Pero ella estaba tan confusa que se quedó en silencio. Entonces comenzó a repetirle la explicación tal romo la había escuchado:

—Como puedes ver —terminó diciendo el niño—, algunos genios escucharon el Corán y creyeron en él. Quizá los que habitan nuestra casa sean de esos genios musulmanes, pues, si no, no se habrían apiadado de nosotros durante todo este tiempo.

—¡Quizá lo sean… —dijo la mujer angustiada—, pero es posible que entre ellos haya otros distintos, y será mejor que no repitamos sus nombres…!

—No hay nada que temer en la repetición del nombre… Así lo ha dicho nuestro maestro…

—¡El maestro no lo sabe todo! —dijo la mujer, mientras lo asaeteaba con una mirada de reproche.

—¿Aunque el nombre esté dentro de una aleya sagrada?

Ella se sintió vencida ante aquella pregunta y no tuvo más remedio que decir:

—¡La palabra de Nuestro Señor es, toda ella, una bendición!

Kamal se dio por satisfecho con eso y continuó hablando sobre la interpretación:

—¡Y también dice nuestro sheyj que sus cuerpos son de fuego!

La angustia de ella llegó a su punto álgido. Invocó a Dios y recitó la basmala varias veces, pero Kamal prosiguió:

—Le pregunté al sheyj si los genios musulmanes entrarán en el paraíso y me dijo que sí. Le volví a preguntar cómo iban a entrar en él con sus cuerpos de fuego, y me contestó con vehemencia que Dios lo puede todo…

—Alabado sea su poder…

—Y cuando nos los encontremos en el paraíso, ¿no va a quemarnos su fuego? —preguntó él, tras mirarla con atención.

La mujer sonrió y dijo con confianza y convicción:

—Allí no existe ni el daño ni el miedo…

El muchacho dejó vagar sus ojos, como soñando, pero de pronto, cambiando el curso de la conversación, preguntó:

—¿Veremos a Dios en la otra vida con nuestros propios ojos?

—Eso es una verdad de la que no cabe la menor duda… —dijo la mujer con la misma confianza y convicción.

Un destello de anhelo brilló en su mirada soñadora, como si resplandeciera en la noche por efecto de la luz, mientras se preguntaba cuándo vería a Dios y en qué forma se aparecería. Y volviendo a cambiar el curso de la conversación, preguntó de improviso a la madre:

—¿Mi padre teme a Dios?

Amina se quedó pasmada y dijo con un gesto de negación:

—¡Qué pregunta tan extraña…! Tu padre es un hombre creyente, hijo mío, y el creyente teme a su Señor…

El muchacho sacudió la cabeza perplejo, y dijo con una voz muy tenue:

—No puedo imaginarme que mi padre tenga miedo de algo…

—¡Dios te perdone…! ¡Dios te perdone…! —le gritó la mujer con un tono de reproche.

Él se excusó por lo que había dicho, con una encantadora sonrisa. Luego la invitó a aprenderse la nueva azora y ambos se pusieron a recitarla y a repetirla aleya por aleya. Cuando acabaron de estudiarla, el muchacho se levantó para irse al dormitorio. Ella lo siguió hasta que se deslizó bajo el cobertor de su pequeño lecho; entonces le puso la mano sobre la frente, recitó la aleya del Trono, se inclinó sobre él y estampó un beso sobre su mejilla. Él le rodeó el cuello con su brazo y le devolvió un largo beso que salía de lo más profundo de su corazoncito. Siempre le costaba desprenderse de él en el momento de la despedida nocturna, pues el niño ponía toda su imaginación para retener a la madre a su lado el mayor rato posible, si no conseguía retenerla hasta quedarse dormido, acurrucado entre sus brazos. Y no encontraba un medio mejor para lograr sus fines que pedirle a ella que recitara sobre su cabeza, cuando acababa la aleya del Trono, una segunda azora, luego una tercera. Pero, si percibía en ella una sonrisa de excusa, le suplicaba que no se fuera, pretextando su miedo de quedarse solo en la habitación, o los sueños inquietantes que ello le causaría y que sólo podría alejar una larga recitación de la azora sagrada. En su terquedad podía llegar hasta el extremo de fingir una enfermedad, sin encontrar el menor reparo en aquella picardía. Mejor dicho, estaba totalmente convencido de que se quedaba corto al ejercer uno de sus derechos sagrados, que le había sido usurpado de la peor manera el día que lo separaron de su madre de una forma totalmente injusta y lo llevaron a aquel lecho solitario en la habitación de sus hermanos. Con cuánto pesar recordaba la época no lejana del pasado en que ambos —madre e hijo— compartían el mismo lecho, la época en que se dormía usando su brazo como almohada, mientras ella vertía en sus oídos, con su suave voz, las historias de los profetas y los santos, la época aquella en que el sueño lo envolvía antes de que su padre regresara de su velada y no lo abandonaba hasta después de que el hombre se hubiera levantado para ir al baño, por lo que no veía a una tercera persona con su madre, y el mundo era sólo para él, sin compartirlo con nadie. Luego, por un decreto ciego, cuya razón desconocía, los separaron. La estuvo espiando para ver el efecto que le había causado su expulsión, y cuál no fue su sorpresa al comprobar que ella lo animaba, lo que sugería que estaba de acuerdo, y lo felicitaba diciendo: «Ahora ya eres un hombre y tienes derecho a tener una cama especial sólo para ti». ¿Quién había dicho que le alegrara ser un hombre o que aspirara a tener una cama especial para él solo? Aunque humedeció con sus lágrimas su primera almohada especial y advirtió a su madre que jamás la perdonaría, no se atrevió a deslizarse hacia su antigua cama, porque sabía que tras aquel cambio injusto y traicionero se vislumbraba la voluntad irrevocable de su padre. Tan triste se puso, que los posos de la tristeza se depositaron hasta en sus sueños. Cuánto odió a su madre, no sólo porque no podía odiar a su padre, sino porque era la última persona de quien podía esperar que lo traicionara. Pero ella supo cómo aplacarle y devolverle la serenidad poco a poco. Al principio se esforzó por no separarse de él hasta que lo invadía el sueño, mientras le decía: «No estamos separados, como afirmas. ¿No nos ves juntos? Siempre seguiremos juntos y no nos separará más que el sueño, que ya nos separaba cuando estábamos en la misma cama». Ahora ya no emergía a la superficie de su conciencia la pena que subyacía bajo aquel recuerdo, y aceptaba tácitamente su nueva vida, pero no dejaba marchar a su madre hasta haber agotado sus artimañas para retenerla a su lado el mayor tiempo posible. Se aferró a su mano con mucha avidez, como el niño que se aferra a un juguete que otros niños quieren quitarle, y ella se puso a recitar aleyas sobre su cabeza hasta que el sueño lo sorprendió. Entonces la madre se despidió de él con una tierna sonrisa, salió del cuarto y se dirigió hacia la siguiente habitación. Abrió la puerta con suavidad, miró en dirección a una cama cuya silueta se dibujaba en el lado derecho y preguntó con dulzura: «¿Estáis dormidas?». Se oyó la voz de Jadiga que decía:

—¡¿Cómo voy a dormirme con los ronquidos de la señora Aisha llenando la habitación?!

Luego escuchó la voz de Aisha que decía en tono somnoliento:

—Nadie me ha oído nunca roncar. Es ella la que no me deja dormir charlando sin parar…

—¿Dónde está la consigna que os he dado de que dejéis de charlar a la hora de dormir? —dijo la madre regañándolas.

Cerró la puerta, fue al cuarto de estudio y llamó a la puerta con suavidad, luego la abrió y asomó la cabeza sonriendo.

—¿Necesitas algo, mi pequeño señor?

Fahmi levantó la cabeza del libro y le dio las gracias, con el rostro alumbrado por una afectuosa sonrisa. Ella cerró la puerta y se alejó de allí, invocando la felicidad y la larga vida para su hijo. Luego salió a la galería exterior, a través de la sala, y subió por la escalera hasta el piso superior, donde se encontraba el dormitorio del señor, mientras su voz iba por delante recitando aleyas…