10

Cuando Fahmi y Kamal subieron a la azotea de la casa, el sol estaba próximo a ocultarse y brillaba como un apacible disco blanco, perdida su energía, enfriado su color y apagado su brillo. El jardín de la azotea, techado con jazmín y hiedra, estaba sumergido en una suave oscuridad; pero el joven y el chico fueron a la otra parte, donde ningún velo cubría los jirones de luz. Luego se dirigieron al muro medianero con la azotea contigua, la azotea de los vecinos. Fahmi acostumbraba a subir con Kamal a este lugar todos los días a la puesta de sol con el pretexto de repasarle sus lecciones en un ambiente sereno, a pesar de que el aire de noviembre tendía a refrescar, especialmente a esta hora del día. Detuvo al muchacho de modo que colocara su espalda contra el murete y se plantó frente a él para así poder extender la mirada hacia la azotea de al lado siempre que le pareciera. Y entonces, entre las cuerdas de tender, apareció una muchacha —una joven de unos veinte años más o menos— que se puso a recoger las prendas secas y a apilarlas en una gran canasta. Aunque Kamal empezó a hablar en voz alta, como de costumbre, ella continuó su trabajo como si no se diese cuenta de la aparición de los recién llegados. Era una ilusión que tenía siempre a la misma hora, la de conseguir quizás una mirada suya cuando sus obligaciones la llamaran a la azotea. Pero eso no era fácil, como lo demostraba el rubor de Fahmi, que sentía una inmensa alegría, y el latir ininterrumpido de su corazón con un alborozo insospechado. Se puso a escuchar a su hermano pequeño con la mente perdida mientras miraba a hurtadillas cómo aparecía y desaparecía o cómo se mostraba una parte de ella para desaparecer la otra, según su posición con respecto a la ropa y a las sábanas tendidas… La muchacha era de mediana estatura, de cutis claro tirando a blanco, ojos negros cuyas pupilas hablaban con una mirada llena de vida, agilidad y calor. Pero ni la belleza de ella, ni el ardiente amor de él, ni sus sentimientos ante el triunfo de contemplarla habían podido borrar la angustia que experimentaba su corazón —débil cuando estaba ella presente, fuerte cuando estaba a solas— por su descaro al mostrarse ante él como si no fuese un hombre delante del cual es necesario que una chica desaparezca, o como si se tratara de una muchacha a la que no le importaba aparecer ante los hombres. A menudo se preguntaba por qué ella no se sobresaltaba como Jadiga o Aisha cuando ambas se encontraban en semejante situación. ¿Qué extraño espíritu la separaba de la tradición establecida y de las sacrosantas buenas maneras? En cambio, cuánto más tranquilo hubiera estado si ella por su parte hubiera dado muestras de esa añorada modestia, incluso a costa de la alegría indescriptible de verla, aunque se esforzaba en inventar disculpas en favor de ella por ser antiguos vecinos, por haberse ella criado en soledad, y quizás también por el amor. Luego no dejaba de dialogar y de discutir con ella en su interior, hasta que se sometía y asentía. Y no siendo audaz como ella, se ponía a mirar furtivamente las azoteas vecinas para asegurarse de que no había observadores, pues no era tolerable que un muchacho de dieciocho años ofendiera el honor de los vecinos, especialmente el de quien era la bondad personificada, el señor Muhammad Redwán. Por eso le causaba siempre angustia el pensar en la gravedad de su acción y el temor de que la noticia llegara hasta su padre y se produjera la catástrofe. Pero el desprecio del amor por los peligros es algo que sorprende desde antiguo, pues ninguno de ellos pudo estropear la embriaguez de Fahmi o apartarlo del ensueño del momento. La estuvo observando mientras ella aparecía o desaparecía, hasta que quedó libre el espacio que mediaba entre ambos y ella apareció frente a él, mientras sus pequeñas manos subían y bajaban, y sus dedos se encogían con calma y parsimonia como si intentara prolongar su trabajo. El corazón de Fahmi intuyó ese intento mientras se debatía entre la duda y el deseo, pero no supo mantenerse en el justo medio, y dio rienda suelta a su alegría hacia los más alejados horizontes, hasta convertirse interiormente en danza y cantos. Aunque la chica no levantó los ojos hacia él en ningún momento, su porte, el rubor de sus mejillas y el modo de eludir su mirada revelaban la intensidad de sus sentimientos frente a él, o el reflejo de su presencia en sus sentimientos. Aparecía tranquila y silenciosa, más circunspecta, como si no fuese la misma que propagaba la alegría y el alborozo en su casa cuando visitaba a sus hermanas, o como si no fuese aquella cuya voz se alzaba por toda la casa cuando se escuchaban sus risas. Entonces él, detrás de la puerta de su habitación, con el libro en la mano para simular que repasaba la lección si alguien llamaba, recibía con el espíritu tenso sus acentos cantarines y risueños, los cuales entresacaba de las voces entremezcladas de los otros, a quienes apenas oía, como un imán que atrae sólo el acero de entre diversos elementos. A veces, la percibía a duras penas cuando cruzaba la sala, y a veces sus ojos se encontraban en una fugaz mirada; pero esta era suficiente para embriagarlo y hacerlo olvidar, igual que un mensaje cuya importancia le hiciera perder la cabeza. Llenaba sus ojos y su espíritu con las furtivas miradas al rostro de ella y, aun siendo así de rápidas e instantáneas, monopolizaban su alma y sus sentimientos. Lo intenso de su efecto y de su fuerza daban a esta mirada aquello que no podían darle la mirada prolongada y la exploración profunda, como si se tratara de un rayo que brilla un breve instante, y cuya chispa inmensa ilumina y ofusca la vista. El corazón de Fahmi se inundó con la alegría de una extraña embriaguez, pero no exenta —como siempre— de una sombra de tristeza que seguía, como siguen los vientos del jamsín al despertar de la primavera, pues no dejaba de pensar en los cuatro años que le faltaban para terminar sus estudios, y no sabía cuántas manos se tenderían durante los mismos hacia aquel fruto en sazón para cogerlo. Y si el ambiente de la casa hubiera sido distinto de aquel tan asfixiante en el que la mano férrea de su padre le atenazaba el cuello, habría podido procurar la paz de su corazón por el camino más corto. Pero temía siempre que sus esperanzas se esfumaran si las exponía a las severas reprimendas paternas, que las harían volar y desaparecer. Mientras extendía la mirada por encima de su hermano se preguntaba: ¿Qué ideas le pasarían a ella por la cabeza? ¿Verdaderamente creería que sólo estaba ocupado en verla recoger la ropa…? ¿No había presentido aún qué era lo que le llevaba allí tarde tras tarde? ¿Cómo veía ella estos avances tan atrevidos de su parte…? Se imaginaba a sí mismo cruzando el murete de la azotea hacia donde ella estaba en la oscuridad, y se la imaginaba en diversas actitudes, unas veces esperándolo a la hora de la cita, otras sorprendiéndose con su llegada hasta el punto de emprender la fuga. Luego pensaba en lo que ocurriría después, en las confesiones, las quejas y los reproches que se le escaparían. Después, en los besos y abrazos que podían seguir a todo ello. Pero sólo era mera imaginación y fantasía; él conocía mejor que nadie —porque había nacido en el seno de la religión y de las buenas maneras— la inutilidad e imposibilidad de ambas. El lugar estaba en silencio, pero era un silencio electrizante, que casi hablaba sin palabras. Hasta en los ojillos de Kamal apareció una mirada de perplejidad, como si se preguntara interiormente el significado de aquella extraña gravedad que excitaba su curiosidad en vano. Luego se impacientó y alzó la voz diciendo:

—Ya me sé el vocabulario. ¿Me lo tomas?

Fahmi recuperó la voz, le cogió el cuaderno y se puso a preguntarle el significado de las palabras. El otro iba contestando hasta que sus ojos tropezaron con una palabra entrañable que tenía una relación, y qué relación, con la situación en la que se encontraba. Así pues, alzó la voz premeditadamente mientras le preguntaba su significado.

—¿Corazón? —dijo.

El muchacho contestó deletreando mientras Fahmi averiguaba el efecto de la palabra en el rostro de la chica. Luego alzó la voz una vez más preguntando:

—¿Amor…?

Kamal se quedó un poco confuso; después dijo con una voz que indicaba protesta:

—Esa palabra no está en el cuaderno…

—Pero te la he mencionado mil veces —dijo Fahmi sonriendo—. ¡Tenías que habértela aprendido…!

El chico arqueó las cejas como si tensara un arco para cazar la palabra fugitiva, pero su hermano no esperó el resultado de su intento, y continuó su examen con la misma voz estentórea, diciendo:

—Matrimonio…

Le pareció entonces que en los labios de ella brillaba una especie de sonrisa. Los latidos de su corazón se sucedieron rápida y acaloradamente, mientras lo invadían sentimientos de triunfo, porque era posible finalmente que hubiera transmitido a la muchacha una descarga eléctrica que le quemara el corazón, aunque se preguntaba por qué diablos ella no había mostrado su emoción más que cuando se trataba de esta palabra. ¿Porque no conocía la anterior, o porque la última era la primera que sus oídos habían percibido…? No sabía. Por otra parte, Kamal decía a modo de pretexto, incapaz de recordar:

—¡Esas palabras son muy difíciles!

El corazón de Fahmi corroboró las inocentes palabras de su hermano y a su luz recordó su propia situación. La vehemencia de su alegría se apagó casi por completo; intentó hablarle a ella, pero la vio inclinarse sobre el cesto, cogerlo y dirigirse hacia el murete medianero con la azotea de su casa, para colocarlo allí. Entonces comenzó a apretar la colada con las palmas de las manos cerca de donde él estaba parado, a menos de dos pasos. Si ella hubiese querido habría elegido otro lugar del muro, pero era como si intentara abordarlo cara a cara. Ella aparecía tan audaz en su ataque que él se vio dominado por el miedo y la confusión; su corazón volvió a latir apresurada y acaloradamente hasta que sintió que la vida le revelaba un nuevo y encantador aspecto de entre los tesoros que no conocía, lleno de vitalidad y gozo. Pero la proximidad de la joven no fue larga, pues no tardó en levantar el cesto con las manos y volverse, para encaminarse a la puerta de la azotea. La atravesó como una flecha y desapareció de su vista. Fahmi miró la puerta un largo rato sin ocuparse de su hermano, que había vuelto a quejarse de la dificultad de la palabra. Luego sintió deseos de aislarse para gozar de aquella nueva experiencia del amor.

Volvió los ojos al vacío fingiendo asombro, como si advirtiese por vez primera la oscuridad que avanzaba por el horizonte, y murmuró:

—Es hora de volver.