9

Toda la familia —salvo el padre— se reunía antes de la puesta del sol en lo que llamaban «la reunión del café»; el lugar elegido era la sala del primer piso rodeada por los dormitorios de los hermanos, el salón de las visitas y un cuarto pequeño destinado al estudio. Dicha sala estaba cubierta por una alfombra de colores, y junto a las paredes se hallaban los divanes con cojines y almohadones. Del techo colgaba un gran fanal alumbrado por una lámpara de gas del mismo tamaño. La madre se sentaba en el diván central y ante ella había una gran estufa con la kánaka del café metida hasta la mitad en sus brasas recubiertas de ceniza. A su derecha estaba la mesita sobre la que había una bandeja de azófar en la que se alineaban las tazas. Los hijos se sentaban frente a su madre, tanto los que tenían permiso para tomar el café con ella, como Yasín y Fahmi, como los que no lo tenían de acuerdo con la tradición y las buenas maneras y que se contentaban con la charla, como las dos hermanas y Kamal. Esta era una hora querida por todos y en la que disfrutaban del vínculo familiar, reunidos bajo las alas maternales en un amor límpido y una amistad total; en sus posturas eran evidentes el reposo y el abandono de quien no tiene nada que hacer. Unos estaban sentados con las piernas cruzadas y otros echados, mientras que Jadiga y Aisha instaban a los bebedores a que acabaran para leerles el destino en el poso de sus tazas. Yasín unas veces se ponía a charlar y otras leía el cuento de Las dos huerfanitas, de la colección de «Las veladas del pueblo». El joven acostumbraba a dedicarse a leer cuentos y poemas en sus ratos libres, no por falta de conocimientos, pues la escuela primaria exigía mucho en aquel tiempo, sino por el gusto de entretenerse y por el amor a la poesía y a los estilos elocuentes. Con su cuerpo macizo y su galabiyya amplia como un odre, aparecía enorme, aunque su aspecto no estaba en contradicción, para el gusto de la época, con la belleza de su rostro moreno y lleno, dotado de unos atractivos ojos negros, unas cejas unidas y unos labios sensuales. Todo su ser revelaba —a pesar de su juventud, pues no sobrepasaba los veintiún años— una perfecta virilidad. Kamal se le pegaba como una lapa para escuchar las historias extraordinarias que de vez en cuando le contaba Yasín, sin cesar de pedirle más y más y sin que le importase el fastidio de su hermano ante su insistencia para satisfacer unos deseos que abrasaban su imaginación cada día a la misma hora. Pero inmediatamente Yasín se desentendía de él para charlar o absorberse en la lectura, y sólo condescendía de vez en cuando —a medida que se hacía más fuerte su insistencia— a decirle algunas palabras sueltas que, si bien Kamal encontraba en ellas la respuesta para alguna de sus preguntas, eran más adecuadas para despertar una nueva para la que Yasín no tenía contestación. Entonces el pequeño no dejaba de contemplar a su hermano con ojos de envidia y de tristeza mientras este reemprendía la lectura que le facilitaba la llave del mundo mágico. ¡Cuánto sentía Kamal no poder leer el cuento por sí mismo! ¡Y cómo le entristecía tenerlo ante sí, intentar hojearlo a su antojo sin poder desentrañar sus enigmas y penetrar a través de él en el mundo de las visiones y de los sueños! Encontraba en esta faceta de Yasín un estímulo para su imaginación, que le proporcionaba todo tipo de alegrías y que era la causa de su sed y de su tormento. ¡Cuántas veces levantaba los ojos hacia su hermano preguntándole ansioso: «¿Qué pasó después?»! Pero el joven resoplaba diciendo: «¡No me agobies con tus preguntas, ni vayas por delante; si no te lo cuento hoy lo haré mañana!». Nada le entristecía tanto como esperar a mañana, hasta el punto de asociar en su mente esta palabra con el pesar. Y no era raro que se volviera hacia su madre, después de terminar la reunión, con la esperanza de que le contara «lo que pasó después». La mujer desconocía la historia de Las dos huerfanitas y otras que leía Yasín, pero como le resultaba difícil causarle una decepción a Kamal, le contaba las historias de ladrones y demonios que conocía de memoria, y así la imaginación del niño se desviaba hacia ellas lenta y triunfalmente, algo más consolado. En esa reunión del café de la tarde no era de extrañar que se sintiera como perdido y abandonado entre su gente. Apenas le hacían caso y se desentendían de él con sus conversaciones que no tenían fin. Entonces no se privaba de inventar historias para llamar la atención, aunque fuera por un instante; por ello se lanzó al curso de la conversación interrumpiendo su corriente con osadía, y dijo con un acento vehemente e inesperado parecido a la explosión de una bomba, como si de repente se acordase de un asunto importante:

—¡Qué espectáculo inolvidable el que he visto hoy cuando volvía! He visto a un chico que se subía al estribo de un suar; luego le dio un cogotazo al revisor y echó a correr a toda prisa. El hombre no pudo hacer otra cosa que ir detrás de él hasta que lo atrapó y le dio una patada en la barriga con todas sus fuerzas.

Escudriñó los semblantes para ver el impacto de sus palabras, pero no encontró en ellos el menor interés; notó una renuencia ante su estimulante noticia, y la firme resolución de seguir hablando. Es más, vio la mano de Aisha que se tendía hacia la barbilla de su madre, y la desviaba de él cuando iba a prestarle atención, al tiempo que veía la sonrisa de desdén que se dibujaba en los labios de Yasín, el cual no había levantado la cabeza del libro. Se apoderó de él la obstinación y dijo con voz potente:

—El chico cayó retorciéndose y la gente se arremolinó a su alrededor cuando ya todo había acabado para él…

La madre retiró la taza de la boca y exclamó:

—¡Niño! ¿Dices que murió?

Le alegró su interés y concentró su fuerza en ella como lo hiciera el asaltante desesperado en el punto débil de una muralla inaccesible.

—¡Desde luego que ha muerto! —dijo—. He visto brotar su sangre abundantemente con mis propios ojos…

Fahmi clavó en él una mirada burlona como si le dijera: «Ya te contaría yo más de una historia de ese tipo».

—¿Has dicho que el revisor le dio una patada en la barriga? —le preguntó con sorna—. ¿Y de dónde brotaba la sangre?

El fuego de la mirada que relampagueaba en sus ojos desde que se había atraído a su madre, se extinguió para ceder su sitio a los dardos de la confusión y de la rabia; pero vino en su ayuda la imaginación, y volvieron a brillar sus ojillos vivaces.

—Cuando le dio la patada en la barriga —dijo—, cayó de cara y se abrió la cabeza…

Entonces Yasín dijo sin levantar los ojos de Las dos huerfanitas:

—O la sangre salió de su boca, porque puede salir por ahí sin necesidad de una herida manifiesta. Hay más de una explicación para tus historias falsas, como de costumbre. Pero no temas…

Kamal protestó ante el mentís de su hermano y se puso a jurar del modo más tajante sobre su veracidad; pero su protesta se perdió en el bullicio de la risa, donde se entremezclaban la gruesa de los hombres y la atiplada de las mujeres en un tono armónico que despertó la naturaleza burlona de Jadiga, que dijo:

—¡Qué cantidad de víctimas! Si es verdad lo que cuentas, no vas a dejar a nadie vivo de la gente de el-Nahhasín… ¿Qué le dirás a Nuestro Señor cuando te tome cuenta de cosas como esta?

Kamal encontró en Jadiga un atacante que se le equiparaba y, tal como acostumbraba siempre que se enredaba en sus bromas, señaló su nariz diciendo:

—Le diré que la verdad está en las napias de mi hermana…

—Si tomamos en cuenta los defectos de cada uno, estamos arreglados… —dijo la muchacha riendo.

Y aquí Yasín replicó una vez más:

—¡Acertaste, hermanita…!

Se volvió hacia él presta al asalto, pero Yasín arremetió contra ella diciendo:

—¿Te he irritado…? ¿Por qué? ¿Sólo porque yo me he declarado de acuerdo con tu opinión?

—Haz memoria de tus defectos antes de mostrar los de la gente —le dijo encolerizada.

Él alzó las cejas fingiendo perplejidad; luego balbució:

—¡Por Dios! Si el mayor de los defectos no es nada al lado de esa nariz… Fahmi fingió no estar de acuerdo; luego preguntó en un tono que traicionaba su complicidad con los atacantes:

—¿Qué dices, hermanito? ¿Es una nariz o un crimen?

Fahmi no acostumbraba a mezclarse en tales peleas salvo en raras ocasiones, así que Yasín acogió sus palabras con entusiasmo, y dijo:

—Las dos cosas juntas. Imagina la responsabilidad criminal que recaerá sobre el que presente esta novia a su desgraciado prometido…

Kamal dejó escapar una carcajada entrecortada mientras que la madre, a la que no complacía la situación de su hija en medio de tantos atacantes, intentaba que la conversación volviera a su punto de partida.

—Vuestras tonterías han desviado el tema de la charla —dijo tranquilamente—. Se trataba de si el señorito Kamal era sincero o no; pero pienso que no hay ninguna razón para dudar de que ha dicho la verdad, una vez que ha jurado… Seguro que Kamal no juraría nunca en falso…

La alegría vengativa del chico desapareció como por ensalmo, y aunque sus hermanos volvieron a bromear un rato, él se desentendió de ellos e intercambió con su madre una mirada significativa; luego se encerró en sí mismo reflexionando angustiado y agobiado. Estaba atrapado por la gravedad de un perjurio que suscitaría la ira de Dios y de sus santos; era muy duro para él jurar en falso por el-Huseyn, especialmente por su devoción hacia el mismo, aunque frecuentemente se había encontrado en un dilema —como se encontraba hoy— cuya salida era imposible en su opinión, a no ser jurando en falso y dejándose llevar, sin darse cuenta, por los problemas implicados en no estar ya a salvo de la tristeza ni de la angustia, especialmente cuando recordaba su falta. Le hubiera gustado arrancar de raíz el maldito pasado y empezar una nueva y limpia hoja de su vida. Recordó el-Huseyn y los ratos que se paraba al pie de su alminar, cuya cúspide parecía alcanzar el cielo, y le pidió humildemente que le perdonara su falta, al tiempo que sentía la vergüenza del que se ceba con despiadada maldad en el ser querido. Se sumergió largo rato en sus súplicas y emergió después hacia lo que le rodeaba, de modo que abrió los oídos hacia la conversación que giraba en torno a los temas habituales y a otros nuevos. Poco de lo que escuchaba atrajo su atención, aunque casi nunca dejaba de suscitar recuerdos extraídos del pasado más o menos lejano de la familia, y de los cotilleos sobre las penas y las alegrías de los vecinos. Se detenían en los apuros de los dos hermanos ante el tirano de su padre, con Jadiga dispuesta siempre a que se los repitieran con toda clase de detalles, para hacer bromas y chistes. Así, a partir de esto o de aquello se descubría ante el chico un conocimiento que cristalizaba en su imaginación bajo la forma de una extraña imagen, fuertemente marcada por la contradicción que había entre el espíritu agresivo y puntilloso de Jadiga y el de su madre, tan indulgente y permisiva. Observó finalmente a Fahmi, que mantenía una conversación con Yasín.

—El último ataque de Hindenburg es muy peligroso y no está lejos de ser el ataque decisivo en esta guerra.

Yasín estaba de acuerdo con las expectativas de su hermano, pero con una calma caracterizada por la indiferencia. Esperaba como él que vencieran los alemanes y consecuentemente los turcos, que se devolviera al califato su anterior esplendor y que Abbás y Muhammad Farid regresaran a la patria. Pero tal esperanza sólo ocupaba su corazón en el momento de hablar de ella; así pues, dijo moviendo la cabeza:

—Han pasado cuatro años y seguimos repitiendo estas palabras…

—Toda guerra tiene un final —repuso Fahmi con esperanza y anhelo—. Y esta no tiene más remedio que acabar. Yo no creo que los alemanes sean derrotados.

—Esto es lo que le pedimos a Dios, que sea un hecho, pero ¿cuál será tu opinión si nos encontramos con que los alemanes son como los describen los ingleses?

Toda contradicción encendía su vehemencia, y así Fahmi alzó la voz diciendo:

—Lo importante es que nos desembaracemos de la pesadilla de los ingleses, que el califato vuelva a su anterior grandeza, y que encontremos nuestro camino allanado…

Jadiga terció en la conversación preguntando:

—¿Por qué queréis a los alemanes si ellos son los que han enviado un zepelín para bombardearnos?

Fahmi —como de costumbre— se dispuso a aseverar que los alemanes habían dirigido sus bombas contra los ingleses, no contra los egipcios, y la conversación se desvió hacia la solidez del zepelín y todo lo que se decía acerca de su tamaño, su rapidez y su peligrosidad, hasta que Yasín se incorporó de su asiento y se dirigió a su habitación para vestirse y marchar a su velada habitual. Volvió al cabo de un rato totalmente acicalado, vestido elegantemente y con un aspecto impecable. Con su fornido cuerpo, su virilidad en sazón y su bigote incipiente, parecía mucho mayor de lo que podía pensarse para su edad. Luego los saludó y se marchó, mientras Kamal lo seguía con una mirada que revelaba la envidia que le producía aquella libertad. No se le ocultaba que a su hermano no se le habían vuelto a pedir cuentas —desde su nombramiento como secretario en la escuela de el-Nahhasín— sobre sus idas y venidas, y que pasaría la noche como quisiera, y volvería cuando le pareciera bien. ¡Qué maravilla! ¡Qué felicidad! ¡Qué feliz podía ser la gente cuando iba y venía a su aire prolongando su velada hasta que le apeteciese, limitándose a leer —cuando hubiera adquirido suficiente perfección— novelas y poesías! Luego preguntó súbitamente a su madre:

—Cuando me emplee, ¿podré pasar la noche fuera como Yasín?

La madre sonrió diciendo:

—No es el momento apropiado para que sueñes en pasar la noche fuera.

—Pero mi padre sale de noche —gritó en tono de protesta—. Y Yasín lo mismo… La madre alzó las cejas con embarazo mientras murmuraba:

—Esfuérzate primero en hacerte un hombre, y luego un funcionario; entonces Dios proveerá.

Pero Kamal se apresuró a preguntar:

—¿Y por qué no voy a encontrar yo un trabajo en primaria dentro de tres años?

—¿Emplearte sin tener los catorce años? —gritó Jadiga con ironía—. ¿Y qué harás cuando te hagas pipí en el trabajo?

Y antes de que manifestara su rebeldía contra su hermana, Fahmi le dijo con desdén:

—¡Qué burro eres! ¿Por qué no piensas en empezar Derecho como yo? Son causas de fuerza mayor las que han obligado a Yasín a tener su certificado de primaria a los veinte años; si no, hubiera completado sus estudios… ¡No sabes ni lo que quieres, pedazo de vago!