8

Por la tarde, Kamal abandonó la escuela de Jalil Aga, balanceado por la oleada de alumnos que se dirigían en tropel hacia la calle. Luego fueron dispersándose los unos hacia el-Dirasa, los otros hacia el nuevo callejón y los demás hacia la calle de el-Huseyn, mientras que algunos grupos se agolpaban alrededor de los vendedores ambulantes de pipas, habas, cacahuetes, palmitos y dulces que, con sus cestos, obstruían el paso de las bandadas de alumnos en las bocacalles que partían de la escuela. A esta hora tampoco faltaban en la calle las peleas, que se producían por doquier, entre unos alumnos que se veían obligados a reprimir sus desavenencias durante el día para evitar los castigos escolares. Kamal raras veces se había visto envuelto en ellas; quizá no pasaran de dos a lo largo de los dos años que llevaba en la escuela, y no porque no fueran frecuentes sus diferencias ni porque le disgustara pelear, ya que la necesidad de evitarlas le causaba una profunda tristeza, sino porque la mayoría de los alumnos lo aventajaba en edad, por lo que él y un pequeño grupo de compañeros eran como extraños en la escuela; con sus pantalones cortos, se les trababa la lengua ante unos condiscípulos que pasaban de los quince años y muchos rondaban los veinte, los cuales se les atravesaban en la calle con jactancia y altanería, pues ya les estaba creciendo el bigote. Alguno de ellos se le cruzaba en el patio de la escuela y, sin el menor motivo, le arrancaba el libro de la mano y lo tiraba lejos como una pelota; otro le quitaba su trozo de pastel, sin consideración, se lo metía en la boca y continuaba hablando como si nada. Nunca le faltaban las ganas de pelea, sino que las reprimía, previendo las consecuencias; acudía sólo cuando uno de sus compañeros pequeños le provocaba. Al atacar encontraba una válvula de escape para sus sentimientos levantiscos y reprimidos y un modo de recobrar la confianza en su fuerza y en sí mismo. Y no sólo se trataba de pelear o no pelear; lo peor del cinismo de los agresores eran todos los insultos y groserías, malintencionados o no, que llegaban a sus oídos; si conocía su significado, se los guardaba para sus adentros, pero otras veces, al ignorarlo, los repetía en la casa con la mejor intención, provocando con ello una tormenta de agitación y terror, cuyos ecos llegaban en forma de queja al supervisor del colegio, que era amigo de su padre. Un día tuvo la mala suerte de que uno de sus contrincantes, en una de las dos únicas peleas en las que se había metido, fuera de la familia de los Fatwat, conocida en el-Dirasa. Al atardecer del día siguiente, el muchacho encontró esperándolo a la puerta del colegio a una pandilla de chicos armados de palos hasta los dientes, con cara de pocos amigos. Cuando su contrincante lo señaló para mostrárselo a los demás, Kamal se apercibió de su gesto, comprendió el peligro que corría y echó a correr hacia la escuela, donde pidió ayuda al tutor, que en vano trató de hacerlos desistir de sus propósitos; pero le trataron groseramente hasta el punto de verse obligado a llamar a un guardia para que condujera al chico a su casa, al tiempo que iba a visitar al señor en su tienda y le ponía al corriente del peligro que amenazaba a su hijo, a la vez que le aconsejaba que tratara el caso con indulgencia y tacto. El señor buscó entonces apoyo en algunos comerciantes de el-Dirasa, conocidos suyos, que fueron a casa de los Fatwat a interceder por él. Tuvo que hacer gala de su conocida diplomacia y mano izquierda para lograr que los Fatwat se ablandasen; estos dieron muestras de perdonar a Kamal; más aún, se cuidaron de protegerle como a uno de sus hijos, y no acabó la jornada sin que el señor enviara a alguien con uno de sus consabidos regalos. Kamal se libró de los palos de los Fatwat, pero fue como quien busca protección del calor en el fuego, porque el bastón de su padre hizo en sus piernas lo que jamás habrían hecho decenas de bastones.

El chico salió de la escuela y, si bien el sonido del timbre anunciando el final de las clases le causaba una alegría en su interior, sólo igualada en aquellos días por la brisa de libertad que respiraba a pleno pulmón al salir por el portón de la escuela, no se borraron de su espíritu los ecos de la última y querida disciplina, la de religión. El sheyj les había leído aquel día la azora: «Di: me ha sido revelado que un grupo de genios escuchó la palabra de Dios», y la explicó después. El muchacho se había concentrado concienzudamente, levantando el dedo a menudo y preguntando lo que no entendía. Como el maestro sentía simpatía hacia él por el enorme interés con que escuchaba las lecciones, hasta el punto de aprenderse todas las azoras de memoria, su pecho se llenaba de orgullo por sus preguntas, cosa que no lograba hacer ningún otro estudiante. Entonces el sheyj le hablaba de los genios y de sus clases, especialmente de los que eran musulmanes, los cuales obtendrían el paraíso al final, para ejemplo de sus hermanos los mortales. El chico retenía en la memoria cada palabra que el profesor pronunciaba y no dejaba de pensar en ello hasta el momento de cruzar la calle camino de la tienda de basbusa, que estaba al otro lado. Además de su pasión por la clase de religión, sabía que no la recibía sólo para él, sino que al volver a casa tenía que repetir a su madre lo que había aprendido, como hacía siempre desde que estaba en la escuela. Él le transmitía sus conocimientos y ella sacaba a relucir los que tenía de su padre, que fue sheyj de el-Azhar, y ambos los discutían largo rato. Luego, Kamal le hacía aprender las nuevas azoras que ella no sabía aún…

Llegó a la tienda de basbusa, alargó su manita con los millimes que guardaba desde la mañana y cogió el trozo con una satisfacción total que sólo sentía en ese delicioso momento, pues soñaba a menudo que un día sería dueño de una pastelería, pero para comerse todos los pasteles, no para venderlos. A continuación siguió su camino por la calle de el-Huseyn, mordisqueando el dulce y canturreando alegremente. En aquel momento se olvidó de que estaba prisionero todo el día y que no le permitían moverse, jugar o divertirse; y, aunque algunas veces era blanco del bastón autoritario del maestro sobre su cabeza, no odiaba del todo la escuela, porque entre sus paredes obtenía demostraciones de estima y ánimo por su valía, cuyo mérito en su mayor parte correspondía a su hermano Fahmi, cosa que no lograba, ni en lo más mínimo, de su padre.

En su camino pasó por delante de la tienda de Matusián, el vendedor de cigarrillos. Se detuvo, como solía hacer cada día a la misma hora, debajo de su letrero y alzó sus ojillos hacia el anuncio coloreado que representaba a una mujer echada en un diván, que sostenía entre sus rojos labios un cigarrillo del que se elevaba un hilo de humo zigzagueante. Ella estaba con el antebrazo apoyado sobre el marco de una ventana, detrás de cuyas cortinas recogidas aparecía un paisaje formado por un campo de palmeras y uno de los canales del Nilo. Él la llamaba para sus adentros «hermanita Aisha», por el parecido que había entre ambas al comparar el cabello dorado y los ojos zarcos. A pesar de que él apenas tenía diez años, su admiración por la chica del cartel superaba toda medida. ¡Cuántas veces se la imaginaba saboreando los aspectos más placenteros de la vida! ¡Cuántas veces se imaginaba a sí mismo compartiendo su opulenta existencia entre una confortable habitación y un paisaje campestre que brindara a ella, y a ambos, su tierra, sus palmeras, su agua y su cielo, o correteando por el verde valle, o atravesando el río en una barca que aparecía desdibujada en el fondo del cartel, o sacudiendo las palmeras de las que caían los dátiles, o sentado delante de la hermosa muchacha alzando la vista hacia sus ojos soñadores…!

Pero él no era guapo como sus hermanos; era quizás en la familia el que más parecido tenía con su hermana Jadiga, pues, como ella, tenía los ojos pequeños de su madre y la enorme nariz de su padre, pero en su totalidad y no en versión reducida como la había heredado aquella, además de un cabezón cuya frente sobresalía de forma acusada, lo cual hacía que sus ojos parecieran aún más hundidos de lo que en realidad eran. Tuvo la mala suerte de darse cuenta de que era tan raro que causaba burla, cuando uno de sus compañeros lo llamó «El de las dos cabezas»; su cólera y la de su pandilla lo condujeron a una de las dos peleas en las que se había enzarzado, sin que se aplacara su sed de venganza. Ya en su casa, fue a contarle sus penas a su madre, la cual compartió su humillación y lo consoló con la afirmación de que la cabeza grande era símbolo de gran inteligencia, que el Profeta —sobre él la paz— también la tenía grande y que nada era más deseable que ese parecido entre él y el Enviado de Dios.

Cuando dejó de contemplar la figura de la fumadora, se dirigió a la mezquita de el-Huseyn, que su tierna edad había convertido en fuente inagotable de fantasías y afectos. Aunque el lugar que este ocupaba en su alma, de acuerdo con el que desempeñaba en la de su madre en especial y en la de toda la familia en general, era producto de su parentesco con el Profeta, su conocimiento de este último y de su biografía nada tenía que ver con el que tenía de el-Huseyn, ni con su eterno deseo de rememorar esta otra biografía y extraer de ella los relatos más importantes y la fe más profunda, para que lograra hacer de él, con el paso del tiempo, un oyente apasionado y un amante creyente y afligido que se había consolado de su pena sólo cuando le dijeron que la cabeza del mártir, tras la separación de su virtuoso cuerpo, no quiso otra tierra por morada que Egipto, adonde vino, pura y gloriosa, para quedarse allí donde se levantaría su tumba. ¡Cuántas veces se había detenido ante ella soñador y pensativo, deseando que su mirada penetrara hasta las profundidades para contemplar el precioso rostro que, según le aseguraba su madre, había resistido incorrupto gracias a su secreto divino, y conservaba su lozanía y esplendor hasta el punto de iluminar la oscuridad del recinto con la luz de su resplandor! Como no encontraba manera de que se cumplieran sus deseos, se contentaba con hacerle confidencias; se detenía largo rato para expresarle elocuentemente su amor, quejarse de las angustias que pasaba al imaginarse a los ifrits y de su miedo ante la amenaza del padre, y pedirle ayuda para los exámenes que lo perseguían cada trimestre. Solía sellar su confidencia con la súplica de que lo honrase visitándolo mientras dormía. Aunque su costumbre de pasar por la mezquita mañana y tarde aligeraba en parte la intensa emoción que sentía, no fijaba sus ojos en ella sin recitar la fátiha, aunque tuviera que repetirla unas cuantas veces al día, pues la costumbre no pudo arrancar de su pecho el deleite de sus ensoñaciones, y el panorama de los altos muros de la mezquita aún hallaba eco en su corazón, mientras que su elevado alminar lo seguía llamando y él estaba siempre presto a responderle.

Atravesó la calle de el-Huseyn recitando la fátiha, luego torció hacia Jan Gafar y, de allí, a Bayt el-Qadi. Pero, en lugar de ir a casa pasando por el-Nahhasín, atravesó la plaza hacia el callejón de Qírmiz, a pesar de su desolación y del miedo que le daba, para evitar pasar por la tienda de su padre. Temblaba de pánico ante él y no concebía tener más miedo a los ifrits, si se le aparecieran, que a aquel cuando le gritaba irritado. Su tristeza se redoblaba por no estar nunca conforme con las órdenes tajantes con las que lo perseguía para que dejara los juegos y las diversiones, que eran por cierto lo que más le gustaba. Si hubiera obedecido al deseo de su padre ciegamente, habría pasado todo su tiempo libre sentado con las manos atadas. Por eso, no era capaz de someterse a aquella omnipotente y despótica voluntad, y jugaba a sus espaldas siempre que le parecía, tanto en la casa como en la calle, sin que el hombre se enterara más que cuando le llegaba algún chivatazo de la gente de la casa, si se enojaban por sus extravagancias y diabluras. Por ejemplo, un día trajo una escalera y trepó hasta la enredadera de hiedra y jazmín por encima de las azoteas; cuando su madre lo vio de esa guisa, entre el cielo y la tierra, gritó aterrada y lo obligó a bajar; pudo más su ansiedad ante un juego tan peligroso como aquel que el miedo a la severidad del padre, y le contó al señor lo que había pasado. Inmediatamente, este lo llamó y le ordenó que alargara los pies, sobre los que dejó caer su bastón sin importarle los gritos que llenaban la casa. El chico salió de la habitación cojeando y fue a encontrarse con sus hermanos en la sala, mientras ellos trataban de contener la risa, menos Jadiga, que le murmuró al oído: «Te lo mereces… ¿Cómo has subido a la hiedra para toparte con el cielo? ¿Te has tomado por un zepelín?». Pero la madre lo encubría, salvo en los juegos peligrosos, y lo dejaba hacer cuanto quisiera si el juego era inofensivo. ¡Qué extraño le resultaba recordar lo simpático y encantador que había sido con él este mismo padre durante su infancia tan cercana! ¡Cómo se divertía con sus bromas! ¡Cómo, de vez en cuando, le traía toda clase de golosinas! ¡Qué paciencia tuvo con él el día de la circuncisión ante su horror! Le llenó la habitación de chocolatinas y bombones, rodeándolo de afecto y cuidado. Luego, ¡qué rápidamente había cambiado todo! Su simpatía se trocó en severidad, su amabilidad en gritos y sus bromas en golpes. Hasta la misma circuncisión la tomó como pretexto para intimidarlo, y esto lo dejó confuso por algún tiempo. Pensó que era realmente posible unir lo que quedaba con lo que se había ido… No era sólo temor lo que sentía hacia su padre, ya que su admiración por él no era menor que su miedo. Le admiraba su aspecto imponente y fuerte, su dignidad que dejaba chica a la gente importante, la elegancia de su ropa y el poder que le atribuía sobre todas las cosas. Posiblemente el modo de hablar de la madre acerca de su señor era lo que le inspiraba temor, pues no imaginaba encontrar en el mundo un hombre que se le equiparase en fuerza, prestancia o riqueza. En cuanto al cariño, todos los de la casa lo querían hasta la adoración. Su amor por él se introducía en su corazoncito con la sugestión del ambiente, pero había permanecido como una perla escondida en un cofre, cerrado por el miedo y el terror.

Fue acercándose al sombrío túnel del callejón de Qírmiz, del que los ifrits se habían apoderado como escenario de sus juegos nocturnos, y que en su fuero interno había preferido como camino antes que pasar por la tienda de su padre. Cuando penetró en el interior se puso a recitar «Di: Él es el Dios único», con una voz que hacía eco en la oscuridad, bajo el techo abovedado, y con los ojos puestos en la lejana boca del túnel donde se difundía la luz de la calle. Luego apretó el paso, repitiendo la azora para alejar de su imaginación la aparición de los ifrits, pues estos no tenían poder contra quien fuera armado con las aleyas de Dios, mientras que la cólera de su padre cuando estallaba no podría alejarla ni recitando todo el Corán. Por el túnel salió al otro lado del callejón, al principio del cual aparecía la fuente de Bayn el-Qasrayn y la entrada del Baño del Sultán. Luego aparecieron ante sus ojos las celosías de su casa, con su color verde oscuro, y la gran puerta, con su llamador de bronce. Afloró a sus labios una sonrisa de gozo por la cantidad de diversiones que atesoraba para él este lugar. En seguida corrieron a su encuentro los chiquillos de todas las casas vecinas y se dirigieron al patio, al que daban varias habitaciones concentradas alrededor del horno; allí había juego, diversión y patatas. En aquel instante vio un suar que cruzaba la calle calmosamente en dirección a Bayn el-Qasrayn. Su corazón dio un brinco, invadido por una maligna alegría y, tan pronto como se metió la cartera bajo el brazo izquierdo, corrió tras el vehículo hasta alcanzarlo, y se lanzó sobre su estribo trasero. Pero el revisor no lo dejó disfrutar por mucho tiempo y fue hacia él para pedirle que pagara el billete, mientras lo miraba desconfiado y desafiante. Él le dijo en tono conciliador que se bajaría en cuanto parase, pues no podía hacerlo en marcha. El hombre le dio la espalda, se dirigió al conductor y le gritó, lleno de indignación, que parara. Entonces, el chico aprovechó la oportunidad de que estaba el otro de espaldas y, empinándose sobre la punta de los pies, le propinó un pescozón. Luego se tiró en marcha, poniendo pies en polvorosa, mientras los insultos del revisor lo perseguían con más fuerza que piedras imantadas…

Su plan no fue premeditado, ni se trataba de su habilidad favorita; simplemente se lo había visto hacer a un chico por la mañana y le había encantado. Luego encontró el momento propicio para hacerlo por sí mismo, y lo hizo.