7

Cuando el señor Ahmad Abd el-Gawwad llegó a su tienda, situada frente a la mezquita de Barquq, en el-Nahhasín, su encargado, Gamil el-Hamzawi, acababa de abrirla y de prepararla para la venta. El señor lo saludó amablemente con una radiante sonrisa, y se dirigió a su escritorio. El-Hamzawi tenía unos cincuenta años, de los que había pasado treinta en esta tienda como empleado de su fundador, el hagg Abd el-Gawwad, luego como dependiente del señor tras la muerte del padre de este, a quien siguió fiel tanto en el trabajo como en el afecto. Lo veneraba y lo amaba como todos los que se relacionaban con él por motivos de trabajo o de amistad. La verdad es que el señor no era terrible y temido más que con su familia. Con el resto de la gente, amigos, conocidos y clientes, era otra persona, que gozaba de una gran parte de veneración y respeto, pero que, ante todo, era una persona querida. Querida por su encanto más que por cualquiera de sus múltiples características elogiables… Así, la gente no conocía al señor en su casa, ni la familia conocía al señor que vivía entre la gente. La tienda era de medianas dimensiones, con una selección de café, arroz, frutos secos y jabón, apilada en sus estanterías y sus laterales. En la esquina de la izquierda, frente a la entrada, estaba el escritorio del señor, con sus libros de registro, sus papeles y su teléfono. A la derecha de su asiento estaba la caja fuerte verde, empotrada en la pared, con un aspecto que revelaba su dureza y cuyo color recordaba al de los billetes de banco. En el centro de la pared, sobre el escritorio, estaba colgado un marco de ébano en cuyo interior estaba escrita la basmala con letras doradas. La tienda permanecía tranquila hasta bien entrada la mañana. El señor se puso a repasar las cuentas del día anterior con una laboriosidad que había heredado de su padre y que había conservado con su desbordante vitalidad. Mientras tanto, el-Hamzawi estaba de pie a la entrada, con los brazos cruzados sobre su pecho, recitando sin cesar las aleyas del Corán que se le venían a la cabeza con una voz interior, imperceptible, que se adivinaba por el movimiento continuo de sus labios y por un débil bisbiseo que se le escapaba de vez en cuando con las letras sin y sad. No interrumpía su recitación hasta que llegaba un sheyj ciego al que el señor tenía asignada una cantidad por recitar el Corán cada mañana. El-Gawwad levantaba la cabeza del libro de registro muy de tarde en tarde para escucharlo o echar un vistazo hacia la calle, donde no dejaban de pasar peatones, carretillas, carros, suarés que se tambaleaban a causa de su tamaño y su peso, y vendedores que pregonaban los tomates, la mulujiyya y la bamia, cada uno a su manera. Este alboroto no interrumpía la concentración de su mente, ya que se había acostumbrado a él durante más de treinta años; incluso le producía tranquilidad y se inquietaba cuando cesaba. Después vino un cliente y el-Hamzawi se ocupó de él. Llegó también un grupo de amigos del señor y de comerciantes vecinos a quienes gustaba pasar un rato agradable con él, aunque sólo fuera un momento, saludarlo y, según ellos mismos decían, «intercambiar sus salivas» con una de sus bromas o chistes. Esto hacía que estuviera orgulloso de sí mismo como conversador magnífico y de gran habilidad. No faltaban en su conversación destellos entresacados de la cultura general que poseía, no a través de la enseñanza, ya que él había dejado de estudiar antes de terminar la primaria, sino por la lectura de los periódicos y su amistad con escogidas personalidades, funcionarios y abogados a los que consideraba dignos de frecuentar de igual a igual debido a su agilidad mental, su cortesía, su encanto y su posición como comerciante bien abastecido. Había modernizado su mentalidad, distinta de la estrecha mentalidad mercantil, y el amor, respeto y honor con que lo agasajaban aquellos notables redoblaba su orgullo. Cuando uno de ellos le dijo una vez con sinceridad y franqueza: «¡Si se te hubiera presentado la ocasión de estudiar derecho, señor Ahmad, habrías sido un abogado excelente como pocos!», se hinchó de un orgullo que logró disimular con su encanto, su humildad y su trato agradable. Pero no se entretuvo con ninguno de los que estaban allí sentados, y se fueron uno tras otro. La actividad en la tienda aumentaba progresivamente cuando, de repente, entró un hombre corriendo como si le hubiera empujado una mano muy fuerte. Se detuvo en medio de la tienda y entornó los ojos para aguzar su vista; luego los dirigió hacia el escritorio del señor, pero, a pesar de que no los separaban más de tres metros, estuvo forzando su vista inútilmente y después preguntó a gritos:

—¿Está el señor Ahmad el-Gawwad?

—Bienvenido, sheyj Mitwali Abd el-Samad —dijo el señor, sonriente—. ¡Pasa! ¡Vienes como una bendición!

El hombre inclinó la cabeza al tiempo que el-Hamzawi se aproximaba a él para saludarlo, pero aquel no se dio cuenta de la mano extendida, y estornudó inesperadamente. El-Hamzawi retrocedió sacando su pañuelo y volvió la cara hacia un lado con una sonrisa forzada. Se precipitó el sheyj hacia el escritorio murmurando: «Gloria a Dios, Señor del Universo». Luego levantó el borde de su capa y se enjugó el rostro; después se sentó en la silla que le ofrecía el señor. El sheyj mostraba una salud envidiable, a pesar de rebasar los setenta y cinco años, y, a no ser por sus ojos cansados y de párpados inflamados y su boca ruinosa, no tenía ningún achaque. Se cubría con una capa raída y descolorida a la que se aferraba, aunque hubiera podido sustituirla por otra mejor gracias a la generosidad que le mostraba la gente compasiva, porque, según decía, en sueños había visto que el-Huseyn le bendecía y difundía en ella un bien imperecedero. Era conocido no sólo por sus poderes para leer lo oculto, hacer invocaciones curativas y fabricar amuletos, sino también por su franqueza y su ingenio; en él tenían cabida el chiste y la broma, lo que acrecentaba su valor ante el señor en particular. A pesar de que vivía en el barrio, no agobiaba con sus visitas a ninguno de sus adeptos. Podía estar incluso meses ausente, sin que se supiera dónde se encontraba, pero si hacía alguna visita tras la separación, era recibido con los brazos abiertos y con regalos. El señor había hecho señas a su encargado de que preparara para el sheyj el arroz, el café y el jabón que le solía regalar.

—Nos has tenido tristes, sheyj Mitwali…, desde la fiesta de Ashura no hemos gozado de tu presencia —dijo el señor dándole la bienvenida.

El hombre respondió con llaneza e indiferencia:

—Yo me voy y vuelvo cuando me parece bien, y no me pregunto el porqué. El señor que estaba acostumbrado a su estilo, farfulló: —Aunque tú te ausentes, tu bendición queda con nosotros.

No pareció que el sheyj se hubiera dejado impresionar por el elogio; por el contrario, movió la cabeza pacientemente y dijo con rudeza:

—¿Es que no te he advertido más de una vez que no seas tú quien me dirija la palabra y que guardes silencio hasta que hable yo?

Dijo el señor con ganas de provocarlo:

—Perdón, sheyj Abd el-Samad. Si he olvidado tu advertencia, mi única disculpa es tu larga ausencia.

El sheyj dio una palmada y gritó:

—¡La excusa es peor que la falta! —Luego, amenazando con su dedo índice—: ¡Si te empeñas en contradecirme me negaré a aceptar tu regalo!

El señor cerró la boca y extendió las manos resignándose y guardando esta vez silencio. El sheyj Mitwali esperó un poco para asegurarse de que le obedecería, carraspeó y dijo:

—Voy a empezar a rezar por el querido Señor de la Creación.

—¡Sea sobre Él la oración y la paz! —exclamó el señor desde lo más profundo de su corazón.

—Y haré el elogio de tu padre como él se merece. ¡Que Dios lo tenga en su infinita misericordia y lo acoja en la inmensidad de sus paraísos! Es como si estuviera con él, sentado en tu lugar, sin que haya diferencias entre el padre y el hijo, salvo que el difunto conservaba el turbante y tú lo has sustituido por este tarbush.

—¡Que Dios nos perdone! —murmuró el señor, sonriendo.

El sheyj bostezó hasta que se le saltaron las lágrimas, luego continuó:

—Ruego a Dios que conceda a tus hijos felicidad y devoción, Yasín, Jadiga, Fahmi, Aisha y Kamal, y a su madre. ¡Amén!

Los nombres de Jadiga y Aisha pronunciados por el sheyj produjeron un extraño efecto en los oídos del señor, a pesar de que había sido él mismo quien se los había comunicado mucho tiempo atrás para que les escribiera unos talismanes. No era la primera ni la última vez que el sheyj pronunciaba los dos nombres; pero el de ninguna de sus mujeres había sido repetido fuera de la casa —incluso por el sheyj Mitwali— sin que le produjera, aunque sólo fuera por un momento, un efecto extraño que él mismo desaprobaba; pero murmuró:

—¡Amén, Señor del Universo! El sheyj suspiró y dijo:

—Luego voy a rogar a Dios el Bienhechor que nos devuelva a nuestro efendi Abbás apoyado por uno de esos ejércitos del califa que no se sepa dónde empieza ni dónde acaba.

—Todos lo pediremos, ya que para Él nada es demasiado.

El sheyj levantó la voz, diciendo enfadado:

—¡Y que los ingleses y sus esbirros sufran una derrota terrible y no vuelvan a levantar cabeza!

—¡Que Nuestro Señor los castigue a todos!

El sheyj movió la cabeza con tristeza y dijo suspirando:

—Yo estaba ayer paseando por el-Muski cuando dos soldados australianos se atravesaron en mi camino y me pidieron lo que tenía. Lo que hice fue vaciarles mis bolsillos, sacando lo único que llevaba, una mazorca de maíz. Uno de ellos la cogió y le dio una patada como si fuera una pelota, mientras que el otro me arrancó el turbante y me deslió el chal, lo desgarró y me lo tiró a la cara.

El señor lo seguía, tratando de vencer una insistente sonrisa que pronto disimuló tras una exagerada manifestación de disgusto, gritando con repugnancia:

—¡Que Dios los combata y los extermine! El hombre concluyó su relato diciendo:

—Levanté mis manos hacia el cielo y grité: «¡Dios Todopoderoso, desgarra su nación como ellos han hecho con el chal de mi turbante!».

—¡Que la plegaria sea atendida, si Dios quiere!

El sheyj se inclinó hacia atrás y cerró los ojos para descansar un poco. Se quedó en esta posición mientras el señor escudriñaba su rostro sonriendo. Luego abrió los ojos y le habló con una voz tranquila y de tonos nuevos, que anunciaba un cambio de tema:

—¡Qué respetable y caballeroso eres, Ahmad, hijo de Abd el-Gawwad! El señor sonrió con satisfacción, y dijo con voz sosegada:

—¡Por Dios, no digas eso, sheyj Abd el-Samad!

—¡No vayas tan de prisa! —se apresuró a decir el sheyj—. Mis palabras de elogio sólo son el preámbulo para lo que de verdad tengo que decir. Son para abrir el apetito, hijo de Abd el-Gawwad.

Brilló la preocupación y la desconfianza en los ojos del señor, que murmuró:

—¡Que Nuestro Señor sea clemente con nosotros!

Lo señaló con su índice nudoso y preguntó amenazador:

—¿Qué dices, siendo creyente piadoso, de tu pasión por las mujeres?

El señor estaba acostumbrado a la franqueza del sheyj y no lo inquietó su ataque. Se rio brevemente y respondió:

—¿Qué tengo yo que ver con eso? ¿Acaso no habla el Profeta, que Dios lo bendiga y lo salve, de su amor por el perfume y las mujeres?

El sheyj frunció el ceño y puso mala cara, protestando contra la lógica del señor, que no le agradaba:

—Lo lícito y el pecado son cosas distintas, hijo de Abd el-Gawwad, y el matrimonio no es lo mismo que correr tras las prostitutas.

El señor dejó vagar su mirada en el vacío y repuso con seriedad:

—¡Alabado sea Dios! ¡Yo no he aceptado nunca, ni un solo día, aquello que pudiera atentar contra el honor y el respeto!

El sheyj se golpeó las rodillas con las manos, y dijo con extrañeza y disgusto:

—Una excusa frágil que sólo puede inventar el que es débil. El libertinaje es una maldición, aunque sea con una prostituta. Tu padre, que en paz descanse, era un apasionado de las mujeres y se casó veinte veces, ¿por qué no sigues su ejemplo y te apartas del camino del pecado?

El señor se rio con estruendo:

—¿Eres un santo de Dios o un casamentero oficial? Mi padre era casi estéril y por eso se casó tantas veces y, a pesar de que sólo me tuvo a mí, sus bienes se repartieron entre las cuatro mujeres que le sobrevivieron y yo mismo, sin contar con todo lo que derrochó durante su vida en gastos legales. Por lo que a mí se refiere, soy padre de tres varones y dos hembras y no puedo permitirme el lujo de tener más mujeres, pues dilapidaría los bienes que Dios nos otorgó. Y no olvides, sheyj Mitwali, que las bellas mujeres de hoy son las esclavas de ayer, que Dios permitió que fueran vendidas y compradas, y Él, antes y después, es clemente y misericordioso.

Suspiró el sheyj y dijo balanceando el torso:

—Vosotros los seres humanos sois únicos en hacer lo malo bueno. ¡Por Dios, hijo de Abd el-Gawwad!, ¡si no fuera por el amor que te tengo, no me importaría que me hablaras mientras estás montando a una prostituta!

El señor extendió las manos y dijo sonriendo:

—¡Dios mío, responde!

Resopló el sheyj, impaciente, y gritó:

—Si no fuera por tus bromas, serías un hombre perfecto.

—Sólo Dios es perfecto.

El sheyj se volvió hacia él haciendo un gesto con la mano como si le dijera «Vamos a dejar el tema». Luego le preguntó con el tono de un juez que le pusiera la soga al cuello:

—¿Y el vino?, ¿qué dices de esto?

Rápidamente flaqueó el ánimo del señor, y brilló en sus ojos el fastidio; luego, guardó silencio un buen rato. El sheyj vio en su silencio una prueba de rendición y gritó triunfante:

—¿Es que beber vino no es indigno de aquel que ansia obedecer a Dios?

El señor arremetió contra él, diciendo con el entusiasmo de quien rechaza una prueba irrefutable:

—¡Qué grande es mi ansia de obedecer y amar a Dios!

—¿De palabra o de obra?

A pesar de que la respuesta estaba preparada, el señor tardó en reflexionar, antes de hablar. No acostumbraba a que la autoreflexión o la meditación interior lo absorbieran. Su postura ante esto era la de quienes apenas están solos consigo mismos. Su pensamiento no trabajaba hasta que algo externo lo obligaba a hacerlo, ya fuera hombre, mujer, o uno de los asuntos de su vida profesional. Se había entregado a la corriente desbordante de su vida, y se sumergía en ella por completo; por eso, no veía de sí mismo sino su propia imagen reflejada en la superficie de esa corriente. Su impulso vital no se debilitaba con el paso de los años, ya que había alcanzado los cuarenta y cinco, y todavía gozaba plenamente de una vitalidad desbordante y ardorosa que sólo un muchacho joven podía sentir. Por eso su vida encerraba un montón de contradicciones que iban de la devoción al vicio, pero todas obtenían su aprobación a pesar de esa contradicción, que él no intentaba respaldar con el apoyo de una filosofía propia, o de una organización cuyas facetas inventaba la gente hipócrita. Él actuaba según su propio carácter, con buen corazón, intención limpia y sinceridad en todo lo que hacía. Nunca habían soplado en su pecho las tempestades de la duda, y era feliz. Su fe era profunda. Una fe heredada que no le suponía esfuerzo. Por otro lado, la delicadeza de sus sentimientos, la dulzura de sus emociones y su sinceridad lo habían colmado de una sensibilidad fina y elevada, muy alejada de la tradición ciega o de los ritos inspirados sólo por el deseo o el miedo. En resumen, lo más destacado de su fe era el amor fecundo y puro. Por esta fe fecunda y pura se había preocupado de cumplir todos los preceptos de Dios, la oración, el ayuno y la limosna, con amor, afabilidad y alegría, además de tener una conciencia limpia, un corazón lleno de amor por la gente y un alma repleta de buenas cualidades y coraje, lo que hacía de él un amigo querido, una fuente dulce a la que la gente corría para apagar su sed. Con aquella vitalidad desbordante abría su pecho a las alegrías y placeres de la vida, se regocijaba ante un alimento magnífico, se emocionaba por un vino exquisito y se hechizaba ante un rostro hermoso; de todo ello bebía con alegría, júbilo y pasión y sin que pesara en su conciencia ningún sentimiento de pecado o angustia, sino ejerciendo un derecho que la vida le había concedido, como si no hubiera contradicción entre el derecho de la vida sobre su corazón y el derecho de Dios sobre su conciencia. Nunca en su vida se había sentido alejado de Dios o expuesto a su castigo, sino hermanado con Él por la paz. ¿Es que había dos personas distintas en una única personalidad?, ¿o era tal su confianza en el perdón divino que no creía que condenara realmente aquellas alegrías, y que, incluso en el caso de que fueran condenadas, tendrían que ser perdonadas a los culpables, pues que no perjudicaban a nadie? Probablemente abrazaba la vida con su corazón y sus sentimientos, sin que hubiera en ello pensamiento o reflexión. Encontró en sí mismo instintos fuertes; algunos se elevaban a Dios y los amansaba con la devoción, mientras que otros estaban dispuestos para los placeres, y calmaba su sed divirtiéndose. Todos ellos se mezclaban en su interior tranquila y confiadamente, sin que se preocupara de conciliarlos. No se veía forzado a justificarlos en su pensamiento más que bajo la presión de críticas como la que le había dirigido el sheyj Mitwali Abd el-Samad. En esta circunstancia, se encontraba más angustiado por la reflexión que por la acusación misma. No porque no le importara ser acusado ante Dios, sino porque él nunca creyó que pudiera ser acusado, o que Dios se enfadara verdaderamente con él por esa diversión que no hacía daño a nadie. Reflexionar por una parte lo fatigaba y por otra revelaba el escaso conocimiento que tenía de su religión. Por todo eso, puso mala cara ante la pregunta desafiante que le había lanzado el sheyj, «¿De palabra o de obra?», y le respondió molesto:

—De palabra y de obra a la vez. En la oración, el ayuno, la limosna y la invocación a Dios de pie y postrado. Después de todo, ¿qué se me puede reprochar si me consuelo con algo de diversión que no perjudica a nadie ni descuida el deber religioso?, ¿es que el pecado se va a prohibir a unos más que a otros?

El sheyj levantó las cejas y cerró los ojos en señal de no estar satisfecho:

—¡Ay del que se defiende por medio de la mentira! —murmuró.

El señor, como era su costumbre, pasó repentinamente de la angustia a la alegría, y dijo con generosidad:

—Dios es clemente y compasivo, sheyj Abd el-Samad. Yo me lo imagino exaltado, pero nunca enfadado o adusto. Incluso su venganza lleva oculta la misericordia; yo le ofrezco amor, obediencia y piedad, y una buena acción vale por diez.

—Por lo que se refiere al cálculo de las buenas acciones, tú ganas.

El señor hizo una seña a Gamil el-Hamzawi para que trajera el regalo para el sheyj, y dijo alegremente:

—¡Dios nos lleve la cuenta y bendiga al encargado!

Entonces el encargado le trajo el paquete y el señor lo cogió y se lo tendió al sheyj mientras decía riendo:

—¡A tu salud!

—¡Que Dios te provea ampliamente y te perdone! —dijo el sheyj mientras lo cogía.

El señor murmuró «Amén» y preguntó sonriendo:

—¿Es que tú no fuiste también de esos, sheyj nuestro señor?

—¡Que Dios te perdone! —rio el sheyj—. Eres un hombre generoso y de buen corazón, y quiero aprovechar para precaverte de ser excesivamente generoso, ya que esto no conviene ni es lo que se exige del buen sentido de un comerciante.

—¿Es que quieres que recupere lo que te he regalado? —preguntó el señor sorprendido.

El hombre se levantó.

—Mi regalo no rebasa el buen sentido, así que ¡sigue así!, hijo de Abd el-Gawwad. ¡Que la paz y la misericordia de Dios sean contigo!

El sheyj dejó la tienda apresuradamente y desapareció de la vista. El señor se quedó cavilando sobre la discusión que se había producido entre el sheyj y él. Luego extendió las manos con humildad y murmuró: «¡Dios mío, perdóname los pecados pasados y los futuros, Tú que perdonas y tienes misericordia!».