Una vez que acabaron de desayunar, dijo la madre:
—Tú, Aisha, te ocupas hoy del lavado; y tú, Jadiga, de la limpieza de la casa. Luego os reuniréis conmigo en el horno.
Acostumbraba Amina a repartir el trabajo entre las dos inmediatamente después del desayuno. A pesar de que ambas estaban satisfechas con su decisión, mientras Aisha lo aceptaba sin discusión, Jadiga se encargaba de dirigir las observaciones por medio de la superioridad o de la disputa; por eso dijo:
—Si te fastidia el lavado te cedo la limpieza, pero si el pleito por el lavado es para quedarte en el baño hasta que se acabe el trabajo en la cocina, me niego de antemano.
La chica fingió ignorar esta observación y se marchó al cuarto de baño canturreando mientras Jadiga decía irónicamente:
—¡Qué suerte! En el baño resuena la voz como en el fonógrafo. ¡Canta y que te oigan los vecinos!
La madre abandonó la habitación para dirigirse a la galería y luego a la escalera, por la cual subió hasta la azotea para hacer por ella su recorrido mañanero antes de bajar al horno. La pelea entre las dos chicas no era nueva; con el paso de los días se había convertido en una costumbre, siempre que el padre no se hallaba presente en la casa o en aquellos momentos en que la tertulia entre los miembros de la familia era grata. Ella trataba de ponerle remedio con ruegos, bromas y considerable tacto; esta era la única política que seguía ante sus hijos porque tenía una naturaleza que sólo se ajustaba a esa manera de ser. En cuanto a la firmeza que a veces se requería para educar, era una cosa que desconocía; tal vez la deseaba sin poder lograrla y quizás intentaba ponerla en práctica, pero siempre podían más la emoción y la debilidad, ya que no soportaba que entre ella y sus hijos existieran otros vínculos que el cariño y el amor; y así dejaba al padre —o a su personalidad, que controlaba desde lejos— la tarea de enderezarlos y hacerles cumplir todas sus normas.
Por eso la banal disputa no debilitaba toda la admiración y la satisfacción que sentía por sus hijas: Aisha, apasionada por el canto hasta enloquecer y amiga de plantarse ante el espejo, no era menos organizada y experta que Jadiga, a pesar de su indolencia. Esto habría proporcionado a la madre momentos de reposo, si no fuera por sus escrúpulos rayanos en la manía, ya que ella se empeñaba en dominar hasta el más mínimo detalle de la casa. Cuando las dos chicas acababan sus faenas, ya estaba ella con la escoba en una mano y el plumero en la otra dispuesta a inspeccionar las habitaciones, las salas y los corredores, escudriñando los rincones, las paredes, las cortinas y el resto del mobiliario, por si acaso se había quedado una mota de polvo olvidada, y se sentía complacida y aliviada como si se la hubiera sacado de su propio ojo. Por esos mismos escrúpulos registraba la ropa preparada para lavar, y si daba con una prenda cuya suciedad se salía de lo ordinario, no dejaba de advertir amablemente a su dueño de sus deberes, desde Kamal, que casi contaba diez años, hasta Yasín, que tenía dos gustos contradictorios en cuanto a su aseo personal, que se revelaban, por un lado, en la exagerada elegancia de su apariencia externa en lo que se refería al traje, al tarbúsh, la camisa, la corbata y los zapatos, y por otro lado, en su incalificable dejadez con la ropa interior. Era natural que este cuidado exhaustivo llegara también a la azotea y a sus habitantes, las palomas y las gallinas; es más, el rato que pasaba allí estaba lleno de amor y de alegría, de ganas de trabajar en ella, pues encontraba en hacerlo el placer y la satisfacción de un pasatiempo. Y no era de extrañar, pues la azotea era el mundo nuevo del que carecía la casa grande antes de incorporársela. Ella la había reformado a su antojo, aunque siguió conservando la forma con la que había sido construida en época remota. Esas jaulas colgadas en algunos de sus altos muros, en las cuales, desde que fueron instaladas, zureaban las palomas. Esos gallineros de madera en cuyas tablas cloqueaban las gallinas desde el momento en que se construyeron… ¡Cuánto se alegraba al echar el grano o al poner en el suelo el cacharro con agua para que se precipitaran hacia él las gallinas detrás de su gallo, mientras sus picos se lanzaban sobre el grano con rapidez y regularidad, como las agujas de una máquina de coser, dejando al cabo de un momento en el suelo polvoriento diminutos agujeros como huellas de llovizna! ¡Cuánto se le ensanchaba el pecho cuando miraba y veía que la contemplaban embelesadas con sus minúsculos y límpidos ojos de modo inquisitivo e interrogante, cacareando y cloqueando con un amor recíproco que hacía vibrar su agradecido corazón! Amaba a las gallinas y a las palomas del mismo modo que a todas las criaturas de Dios, y les hablaba en voz baja y suave pensando que ellas la comprendían y se conmovían. Su imaginación otorgaba a los animales, y a veces a los mismos objetos inanimados, la capacidad de sentir y de pensar. Tenía la certeza de que estos seres alababan la gloria de su Señor y se comunicaban coherentemente con el mundo del espíritu puro, su universo, con su tierra y su cielo, sus animales y sus plantas; era un mundo vivo e inteligente, cuyos méritos no se limitaban a la gracia de la vida y se completaban con la adoración. No era extraño, pues, que los gallos se hicieran decrépitos y que las gallinas enfermaran con tal o cual pretexto: esta porque era prolífica, esa porque era ponedora y aquel porque despertaba con su canto. Por ella, las habría dejado en paz sin consentir que el cuchillo actuara sobre sus pescuezos, y cuando las circunstancias la obligaban a degollarlas, escogía una gallina o una paloma con una especie de pesadumbre; le daba de beber, rezaba por ella, recitaba la basmala, le pedía perdón y la degollaba con el consuelo de gozar de un derecho otorgado por Dios Todopoderoso y que se extendía a todos sus siervos. Lo más maravilloso que había en la azotea era su mitad sur, orientada hacia el-Nahhasín, donde ella había plantado con sus propias manos, en el transcurso de los años, un maravilloso jardín sin igual en todas las azoteas del barrio, que estaban cubiertas habitualmente de toda clase de excrementos de aves. Había comenzado por unas cuantas macetas de claveles y de rosas que fueron aumentando año tras año hasta formar filas paralelas a los lados del murete, mientras crecían de forma maravillosa. Se le ocurrió entonces colocar encima del jardín un tejadillo y llamó a un carpintero que se lo instaló; luego plantó un jazmín y una hiedra. Enganchó después los tallos en el tejadillo y alrededor de sus postes, de modo que crecieron y se esparcieron hasta que el lugar se transformó en un bosque de enredaderas con un techo verde del que se desbordaba el jazmín, al tiempo que se difundía entre sus paredes un agradable y embriagador aroma. Esta azotea, con sus habitantes, las gallinas y las palomas, y con su bosque de enredaderas, era su precioso y querido universo, y su lugar de distracción preferido en este gran mundo del que no conocía nada. Era como si a esa hora se comprometiera a cuidarlo, y así barría la azotea, regaba sus plantas y daba de comer a las gallinas y a las palomas. Gozaba después largo rato de la vista que la rodeaba con la sonrisa en los labios y los ojos soñadores, para irse más tarde hacia el fondo del jardín y detenerse tras los brotes entrelazados, y allí extendía su mirada a través de los huecos hacia el espacio ilimitado que alcanzaba su vista. ¡Cuánto la asombraban los alminares que se lanzaban hacia el cielo de forma tan sugestiva! A veces, a tan poca distancia como para ver sus lámparas y su media luna con claridad, como los de Qalawún y Barquq; otras, no tan lejos como para que le parecieran un todo indiferenciado, como los de el-Huseyn, el-Guri y el-Azhar; y en un tercer plano más remoto, como fantasmas, los de la Ciudadela y el de Rifai. Volvió el rostro hacia ellos con devoción y agrado, amor y fe, agradecimiento y esperanza, mientras su alma se elevaba por encima de sus cúspides, lo más cerca posible del cielo. Luego, sus ojos se posaron en el alminar de el-Huseyn, el preferido de su corazón —por el amor que profesaba a su patrón—, y clavó sus ojos en él con ternura y anhelo, enturbiados por una tristeza que la dominaba al recordar que le estaba prohibido visitar al nieto del Enviado de Dios, aun cuando estaba a sólo unos minutos de distancia de su morada. Lanzó un profundo suspiro que la sacó de su ensoñación y volvió en sí; se entretuvo en mirar las azoteas y las calles sin que la abandonaran sus anhelos. Dio luego la espalda al murete, saciada ya de examinar lo desconocido; lo desconocido con relación a la gente en general, que era el mundo invisible, y lo desconocido por lo que a ella se refería, que era El Cairo, más aún, los barrios vecinos cuyos ruidos le llegaban. ¿Qué era este mundo del que sólo conocía los alminares y las azoteas cercanas? Hacía un cuarto de siglo que estaba confinada en esta casa, sin apartarse de ella salvo en raras ocasiones para visitar a su madre en el-Juranfísh. En cada visita la acompañaba el señor en coche de caballos, porque no soportaba que ninguna mirada se posara en su mujer, ya estuviese sola o en su compañía. Ella no se enfadaba nunca ni se quejaba, estaba muy lejos de eso. Pero apenas miraba a través de las enredaderas de jazmín y de hiedra al espacio, a los alminares y a las azoteas, afloraba a sus labios delgados una sonrisa de felicidad y ensueño. ¿Dónde caería la Escuela de Leyes en la que estaba sentado Fahmi en este momento? ¿Dónde estaría la escuela de Jalil Aga, de la que Kamal afirmaba que estaba a un minuto de distancia de el-Huseyn?
Antes de dejar la azotea extendió las manos invocando a su Señor: «¡Dios mío —dijo—, te pido que protejas a mi señor, a mis hijos, a mi pobrecita madre, a toda la gente, musulmanes y cristianos, hasta a los ingleses, Señor, hazlos salir de nuestro país en honor de Fahmi, que no los quiere!».