La madre abandonó la celosía y Jadiga la siguió. Aisha se quedó atrás hasta que el campo estuvo libre y se fue hacia la parte de la celosía que daba sobre Bayn el-Qasrayn, mirando a través de los orificios de la ventana ansiosa e impaciente. Por el brillo de sus ojos y por el modo de morderse los labios, parecía que estuviera esperando algo. La espera no fue muy larga, ya que salió del callejón de el-Juranfísh un joven oficial de la policía que se dirigió tranquilamente hacia la comisaría de el-Gamaliyya. En ese momento la chica salió corriendo desde la celosía al salón, fue hacia la ventana lateral y giró la falleba entreabriendo un poco los postigos. Se quedó detrás mientras el corazón le saltaba violentamente en el pecho con una mezcla de emoción y miedo. Cuando el oficial se acercó a la casa levantó los ojos con precaución, sin alzar la cabeza —pues no había nadie que levantara la cabeza en Egipto entonces—, y sus facciones se iluminaron con la luz de una discreta sonrisa que hizo brotar en el rostro de la chica una aureola sonrosada de rubor. Suspiró y cerró la ventana empujándola con nerviosismo, como si ocultara las huellas de un crimen sangriento. Se alejó de allí y cerró los ojos a causa de la fuerte impresión, se dejó caer en un sofá y, apoyando la cabeza en las manos, viajó en el espacio infinito de sus sentimientos. No había ni felicidad verdadera ni verdadero miedo, como si su corazón estuviera repartido entre una y otro y ambos se lo disputaran sin compasión. Cuando se dejaba llevar por la embriaguez y el hechizo de la alegría, golpeaba su corazón el amenazante y terrible martillo del miedo, sin saber qué le convendría, si abandonar su aventura o seguir los dictados de su corazón, ya que ambos sentimientos, el amor y el miedo, eran intensos. No se sabe el tiempo que estuvo hechizada, pues se acallaron las voces del miedo y la censura. Pasó el tiempo en la agradable embriaguez del sueño y bajo los auspicios de la paz. Recordó, con el mismo placer con que siempre rememoraba, cómo un día que estaba sacudiendo la cortina por la ventana, echó un vistazo hacia la calle a través de aquella, que tenía una hoja abierta para sacudir el polvo, y se encontró con él que la contemplaba con una mezcla de asombro y admiración. Ella se echó hacia atrás medio asustada, pero antes de irse, él dejó en su imaginación, la huella profunda de su estrella dorada y su galón rojo, una visión que cautivaba su corazón y robaba su imaginación y que siguió viva en sus ojos durante mucho tiempo. A la misma hora del día siguiente, y de los días siguientes, se quedó tras la rendija sin que él la viera, y cada día notaba con una alegría triunfante cómo levantaba sus ojos con interés y ansia hacia la ventana cerrada y cómo después empezaba a distinguir su silueta tras los agujeros de la celosía; entonces se le iluminaban sus facciones con la luz de la alegría. El corazón ardiente de la chica, que se despertaba por primera vez al amor, esperaba este momento con impaciencia, lo saboreaba con felicidad y lo despedía como en un sueño. Hasta que pasó un mes y llegó de nuevo el día de quitar el polvo. Corrió hacia la cortina y la sacudió tras la ventana entreabierta, mientras se aseguraba esta vez de ser vista. Y así día tras día, mes tras mes, hasta que la sed que aumentaba su amor venció al miedo subyacente y dio un paso adelante, una verdadera locura. Abrió los postigos de la ventana y esperó tras ella con el corazón latiendo violentamente de emoción y miedo a la vez, como si así ella le declarara su amor o, aún más, como quien se arroja desde una gran altura para salvarse de un fuego ardiente que lo estuviera asediando.
Los sentimientos de miedo y censura se calmaron y quedó en la agradable embriaguez del sueño y bajo los auspicios de la paz. Luego despertó de su ensoñación y decidió alejar este miedo que turbaba su felicidad. Empezó por decirse a sí misma, procurando tranquilizarse: «¡La tierra no ha temblado y todo ha salido bien, nadie me ha visto y nadie me verá. Después de todo, no he cometido ningún delito!». Se levantó de un salto, y para quitarse el temor canturreó con voz dulce, mientras salía de la habitación: «¡Oh, el de los galones rojos, tú que me tienes prisionera, apiádate de mi desgracia!». Lo repetía una y otra vez cuando llegó desde el comedor la voz de su hermana Jadiga gritándole con ironía:
—¡Esplendorosa y singular señora!, ¡si eres tan amable…!, tu sirvienta ya ha puesto la mesa.
La voz de su hermana, por el alboroto que produjo, la hizo volver completamente en sí, y cayó desde el mundo de la ilusión al mundo de la realidad, asustada de algo por un motivo desconocido, ya que todo había salido bien, como se había dicho a sí misma. Pero precisamente el grito de su hermana había espantado su canto y sus pensamientos, quizá porque Jadiga mantenía ante ella una actitud de reproche. Pero luchó contra esta inquietud repentina y le respondió con una risa breve. Se dirigió al comedor y se encontró con la mesa puesta de verdad y a su madre que llegaba con la bandeja de la comida. Jadiga dijo a su hermana en tono violento:
—¡Tú te quitas de en medio mientras que yo lo tengo que preparar todo sola! ¡Estamos hartos de tus cantos!
A pesar de que la hermana se mostraba agradable al conversar con Jadiga para librarse de su lengua afilada, la insistencia de la otra en provocarla cada vez que se le presentaba la ocasión conseguía de vez en cuando hacerla participar en la pelea:
—¿No estábamos de acuerdo en repartirnos el trabajo de la casa? Tú las tareas y yo las canciones —dijo fingiendo seriedad.
Jadiga miró a su madre y dijo con ironía aludiendo a la otra:
—¡Quizá tenga la intención de ser cantora!
Pero Aisha no se enfadó; al contrario, dijo con un interés también fingido:
—¿Quién sabe? Mi voz es como la del alcaraván.
Aunque las primeras palabras no habían suscitado la cólera de Jadiga porque eran una broma, las últimas sí la habían enfadado, ya que eran una verdad evidente y porque ella envidiaba, además, entre otras muchas cualidades, la hermosa voz de su hermana.
—¡Escúchame, dama y señora! —dijo poniendo mala cara—, esta es la casa de un hombre honrado que no reprocha a sus hijas el que tengan voz de burro, pero sí les reprocha que sean un objeto sin utilidad ni provecho.
—Si tu voz fuera tan bonita como la mía no dirías eso.
—¡Claro! Tú cantas y yo te contesto. Tú dices: «¡Oh, el de los galones rojos, tú que…!», y yo te responderé: «Me tienes prisionera, ¡apiádate de mi desgracia!», y dejamos que la señora —señalando a su madre— barra, friegue y cocine.
La madre, que estaba acostumbrada a este tipo de peleas, se acababa de sentar y les rogó:
—¡Callaos, por Dios, y sentaos para que podamos desayunar en paz! Las dos se fueron a la mesa y se sentaron.
—Mamá —dijo Jadiga—, tú no sirves para educar a nadie. La madre murmuró con calma:
—¡Que Dios te perdone! Dejaré que seas tú la que te encargues de la educación con la condición de que empieces por ti misma.
Luego, tendiendo la mano hacia la fuente:
—¡En el nombre de Dios, clemente y misericordioso!
Jadiga tenía veinte años y era la mayor de sus hermanos, exceptuando a Yasín, hermano por parte de padre, que se acercaba a los veintiuno. Era fuerte, llenita gracias a Umm Hanafi, y no muy alta. Su rostro recogía los rasgos de sus padres, pero sin respetar la armonía. De su madre había heredado los ojos pequeños y bonitos, y de su padre la enorme nariz, o una versión reducida de aquella, sin llegar al extremo de pasar inadvertida. Esta nariz, si bien confería dignidad y encajaba en el rostro del padre, jugaba un papel diferente en la cara de la chica.
Aisha tenía dieciséis primaveras y era una imagen de insólita belleza. Era de talle y estatura esbeltos —aunque en el ámbito de su familia esto era considerado como un defecto que Umm Hanafi tenía que remediar— y tenía un rostro de luna llena embellecido por una tez blanca y sonrosada. Sus ojos azules eran la hermosa herencia de su padre y la pequeña nariz, de su madre. Incluso en el cabello dorado se había visto favorecida por las leyes de la herencia, ya que fue la única distinguida por el legado de su abuela paterna. Naturalmente, Jadiga no comprendía el porqué de tantas diferencias entre ella y su hermana. Ni su excelente destreza para cuidar la casa y para bordar ni su infatigable actividad le servían de nada. Sentía en general una envidia hacia su hermana que no intentaba disimular, lo que llevaba a la guapa a burlarse de ella en la mayoría de las ocasiones. Afortunadamente, esta natural envidia no dejaba rastros de mal humor en su espíritu y se contentaba con aliviar su enfado con la ironía y la mordacidad de su lengua. Con todo, la chica, a pesar de su problema innato, era de carácter maternal por naturaleza y tenía el corazón lleno de ternura hacia la familia, aunque sus miembros no se libraban de la amargura de su sarcasmo. La envidia le sobrevenía en períodos más o menos largos sin que se transformara en odio o rencor, aunque su manía de burlarse de todos, que en la familia se reducía a meras bromas, alcanzaba a los vecinos y conocidos, lo cual hacía de ella una criticona de primer grado. Sus ojos no se detenían sobre las personas, sino sobre sus defectos, como la aguja de la brújula que siempre señala el polo. Y si esos defectos estaban ocultos, ella trataba por todos los medios de descubrirlos y aumentarlos. Después empezaba a dar a su víctima los calificativos más apropiados a esos defectos, calificativos que triunfaban en poco tiempo en el círculo familiar. A la viuda de Sháwkat Aqdam, amiga de sus padres, le puso el mote de «La ametralladora», porque salpicaba de saliva cuando hablaba; a la señora Umm Maryam, la vecina de la casa de al lado, la llamó «¡Por Dios, señoras y señores!», por su forma de pedirles prestados de vez en cuando algunos cacharros de cocina; asimismo, al sheyj de la escuela coránica de Bayn el-Qasrayn, por su puesto y su fealdad, lo apodó «Por el mal que creó», porque repetía muchas veces esta aleya coránica dentro de su azora; al vendedor de habas, «El tiñoso», porque era calvo; al lechero, «El tuerto», por su corta vista, y así hasta unos motes más suaves que aplicaba a su familia. Su madre era «El almuédano» porque se levantaba temprano; Fahmi, «La pata de la cama», por su delgadez; Aisha, «El junco», por el mismo motivo, y Yasín, «Bomba Kashshar», por su corpulencia y su elegancia. La mordacidad de su lengua no revelaba tan sólo burla; la verdad es que no carecía de crueldad hacia cualquiera que no fuera de su familia. Así, su crítica a la gente estaba marcada por la virulencia y alejada de la indulgencia y el perdón. Asimismo, se apoderó de ella día tras día la falta de interés hacia las desgracias de los demás. Esta rudeza se manifestaba en casa en su trato con Umm Hanafi, trato que no recibía de nadie salvo de ella, y aún más en su actitud hacia los animales domésticos, como los gatos, que gozaban de un cariño indescriptible por parte de Aisha. Su actitud hacia Umm Hanafi era motivo de desavenencias entre ella y su madre, ya que esta trataba al servicio del mismo modo que a la gente de la casa; opinaba que las personas eran ángeles y no comprendía cómo se podía pensar mal de nadie. Por el contrario, y de acuerdo con su disposición a tener mala opinión de la gente en general, Jadiga seguía pensando mal de la mujer y, sin ocultar su temor de que pasara la noche tan cerca de la alacena, decía a su madre: «¿De dónde le viene esta gordura excesiva?, ¿de las recetas que prepara?; todos nosotros las tomamos y no engordamos como ella. Es que se atiborra de manteca y miel sin medida mientras nosotros dormimos».
Pero la madre defendía a Umm Hanafi tanto como estaba en su mano, y cuando se hartó de la insistencia de su hija dijo: «¡Que coma lo que quiera!, hay comida abundante y su estómago tiene un límite que no va a sobrepasar. ¡De cualquier modo, no estamos hambrientos!». Sus palabras no acabaron de gustar a Jadiga y empezó a examinar cada mañana las tabletas de manteca y los tarros de miel. Umm Hanafi observaba esto sonriente ya que, por respeto hacia su buena señora, ella amaba a toda la familia. En contraste con todo esto, estaba el cariño de la chica hacia todos ellos, pues no podía estar tranquila si alguno de ellos sufría un tropiezo. Así, cuando Kamal cayó enfermo con sarampión, se empeñó en compartir la cama con él. E incluso no podía soportar que la propia Aisha sufriera el menor mal. No había un corazón como el suyo, tan frío y tan misericordioso a la vez.
Cuando se sentó a la mesa, fingió olvidar la disputa que se había desencadenado entre su hermana y ella, y se dedicó a las habas y a los huevos con un apetito que ya era proverbial en la familia. Además de su provecho alimenticio, la comida tenía entre ellas una elevada intención estética en su calidad de pilar natural de la grasa, y ellas la tomaban con lentitud y cuidado, y se esforzaban en masticar y masticar. Cuando se saciaban aún no terminaban, sino que repetían hasta estar llenas. Se diferenciaban según sus respectivas capacidades. La madre era la más rápida en acabar, seguida de Aisha. Después, Jadiga era la única en quedarse a la mesa, de la que no se retiraba hasta que los platos estaban rebañados. La delgadez de Aisha no guardaba proporción con su esfuerzo en comer, por no hablar de su poca resistencia ante el hechizo de las golosinas, lo que inducía a Jadiga a burlarse de ella diciendo que eran sus malas artes lo que la convertían en un terreno inadecuado para las buenas semillas que se sembraban en ella. Del mismo modo, le gustaba probar que su delgadez era debida a su poca fe y decía: «Todos nosotros ayunamos en el Ramadán menos tú; tú finges hacerlo y te introduces sigilosamente en la alacena como un ratón, para llenarte la barriga de nueces, almendras y avellanas. Luego rompes con nosotros el ayuno con una voracidad que te envidian hasta los que han ayunado, pero Dios no te da su bendición». La hora del desayuno era una de las raras ocasiones en que ellas se dedicaban a sí mismas. Era el momento más apropiado para las confidencias y para explorar los pensamientos íntimos sobre aquellos asuntos que invitaban a guardar discreción, teniendo en cuenta el enorme pudor que caracterizaba a las reuniones de familia en presencia de los dos sexos. A pesar de su dedicación total a la comida, Jadiga tenía algo que decir, y habló con una voz tranquila, diferente de aquella con la que gritaba un momento antes:
—Mamá, he tenido un sueño extraño.
—¡Dios quiera que sea para bien, hija mía! —dijo la madre antes de tragar su bocado, en honor a su alarmada hija.
—Me he visto —dijo Jadiga con una preocupación redoblada— como si estuviera caminando sobre el muro de la azotea de nuestra casa o de otra, cuando un individuo desconocido me empujó y caí gritando…
Amina dejó de comer con seria preocupación y la chica guardó silencio un momento para reservarse algo de más envergadura, hasta que la madre balbució:
—¡Dios mío, haz que todo sea para bien!
—¿No sería yo —intervino Aisha, tratando de vencer una sonrisa— la persona desconocida que te ha empujado?
Jadiga, temiendo que se estropeara el ambiente con esta broma, le gritó:
—Se trata de un sueño y no de un juego. ¡Déjate de desvaríos!
Luego, dirigiéndose a su madre, dijo:
—Me caí gritando, pero no me estrellé contra el suelo como me esperaba, sino que caí sobre un caballo que me llevó volando…
Amina suspiró tranquilizada como si hubiera comprendido lo que había detrás del sueño. Se calmó y volvió a comer, sonriendo.
—¿Quién sabe, Jadiga? ¡Quizá fuera el novio…! —dijo.
La palabra «novio» no surgía más que en esta reunión, y siempre de pasada. El corazón de la muchacha, al que nada abrumaba tanto como el asunto del matrimonio, se aceleró. Tenía fe en el sueño y su interpretación, y de ahí que encontrara en las palabras de su madre una profunda alegría. Pero quiso disimular su confusión con burlas, como era su costumbre, aunque fueran de sí misma, y dijo:
—¿Tú crees que el caballo es un novio?, ¡mi novio no podrá ser más que un burro!
Aisha se echó a reír hasta espurrear la comida. Luego, temiendo que Jadiga se ofendiera al comprender el sentido de su risa, dijo:
—¡Qué injusta eres contigo misma, Jadiga! No hay en ti nada que se te pueda reprochar.
Jadiga le clavó una mirada llena de desconfianza y duda, al tiempo que la madre le decía:
—Eres una muchacha como pocas. ¿Quién posee la destreza, la actividad, el espíritu vivo y la bonita cara que tienes tú? ¿Qué más quieres?
La chica se tocó la punta de la nariz con el dedo índice y preguntó riendo:
—¿Es que esto no corta el paso a los maridos?
—¡Tonterías! —dijo la madre sonriendo—, todavía eres muy joven, hijita.
Le disgustó la alusión a su corta edad porque ella no se consideraba joven para casarse y, dirigiéndose a su madre, le dijo:
—Mamá, tú te casaste antes de cumplir los catorce años.
—Este asunto no lo adelanta ni lo atrasa más que la voluntad de Dios —dijo la madre, que en realidad no estaba menos inquieta que su hija.
—Nuestro Señor nos dará pronto una alegría contigo, Jadiga —exclamó Aisha con franqueza.
Jadiga la miró de reojo con recelo y recordó cómo una de sus vecinas había pedido para su hijo la mano de su hermana, pero el padre se había opuesto a que se casara la menor antes que la mayor.
—¿De verdad te gustaría que yo me casara o lo que quieres es que te deje libre el camino para que te cases tú? —le preguntó.
—¡Las dos cosas a la vez! —contestó Aisha riendo.