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El comedor estaba en el piso alto, donde se encontraba el dormitorio de los padres. En el mismo piso, además de estas dos habitaciones, se hallaban la sala de estar y una cuarta, vacía, ocupada solamente por los juguetes, en la que Kamal se entretenía en sus ratos libres. El mantel ya estaba dispuesto y se habían alineado los pufs a su alrededor. Llegó el señor y ocupó la presidencia. Siguieron los tres hermanos; Yasín se sentó a la derecha de su padre, Fahmi a su izquierda y Kamal enfrente de él. Todos lo hicieron con cortesía y humildad, con la cabeza gacha como si estuvieran en la oración de la comunidad, pues todos eran iguales en ese momento, el secretario de la escuela de el-Nahhasín, el estudiante de derecho y el colegial de la escuela de Jalil Aga. Ninguno de ellos se atrevía a dirigir la mirada al rostro de su padre, evitando además intercambiarla entre sí en su presencia, no fuera que les diera la risa por una causa o por otra y se expusieran a una terrible e implacable reprimenda. Sólo se reunían con su padre en el momento del desayuno, ya que volvían a la casa por la tarde, después de que el señor hubiera salido para ir a su tienda tras almorzar y dormir la siesta, y este no regresaba hasta pasada la medianoche. Esta reunión, a pesar de ser tan breve, era dura de soportar por la disciplina militar que tenían que mantener durante la misma, además de que su propio temor, que se redoblaba debido a su sensibilidad, los convertía en blanco de sus errores, por muy pendientes que estuvieran de evitarlos. Por otra parte, el desayuno en sí mismo se desarrollaba en un ambiente que les estropeaba todo su disfrute, pues no era de extrañar que el señor pusiera fin a la breve tregua que precedía a la llegada de la madre con la bandeja de la comida, examinando a sus hijos con ojo crítico hasta que daba con una falta, y si la había en el porte de alguno de ellos, o una mota en su ropa, le echaba una enorme reprimenda. A veces le preguntaba a Ramal con rudeza: «¿Te has lavado las manos?», y cuando este respondía afirmativamente, le decía en tono tajante: «Enséñamelas». El muchacho extendía las manos tragando saliva asustado, pero en lugar de alentarlo por su limpieza, le decía amenazador: «Si te olvidas una sola vez de lavártelas antes de comer, te las cortaré y te aliviaré de ellas». O le preguntaba a Fahmi: «¿Ha repasado sus lecciones el hijo de perra?». Fahmi sabía muy bien a quién se refería, porque el «hijo de perra» era para el señor una alusión a Kamal, y respondía que se había aprendido muy bien sus lecciones. La verdad era que las travesuras del muchacho —que excitaban la cólera de su padre— no le impedían esforzarse y ser aplicado, como su éxito y su talento demostraban. Pero el señor exigía de sus hijos una obediencia ciega, insoportable para un muchacho que prefería el juego a la comida. Por eso el padre interrumpía la respuesta de Fahmi, diciendo con irritación: «La disciplina es antes que el saber». Después se dirigía a Kamal y proseguía en tono cortante: «Escucha, hijo de perra…».

Llegó la madre llevando la gran bandeja de la comida, que colocó sobre el mantel, y retrocedió luego hacia la pared de la habitación, cerca de la mesita que sostenía la jarra, donde se detuvo dispuesta a obedecer cualquier indicación. En el centro de la resplandeciente bandeja de cobre había un gran plato ovalado lleno de habas cocidas con mantequilla y huevos; en uno de sus extremos se amontonaban panes calientes, mientras que en el otro se alineaban unos platillos con queso, limón y pimientos en vinagre, pimentón, sal y pimienta negra. A los hermanos se les hizo la boca agua al ver la comida, pero conservaron su impasibilidad, fingiendo ignorar, inmóviles, el espléndido espectáculo que se ofrecía a sus ojos, hasta que el señor cogió un pan y lo partió por la mitad mientras murmuraba: «Comed». Entonces las manos se tendieron hacia los panes por orden de edad: Yasín, Fahmi y luego Kamal, y se dispusieron a comer sin olvidar por ello su compostura y buenos modales, aunque el señor se zampaba su comida ávidamente, con sus mandíbulas convertidas en una infatigable cizalla, de manera que reunía en un gran bocado parte de los platos ofrecidos —las habas, los huevos, el queso, el pimiento y el limón en vinagre—. Y si bien él los trituraba con energía y apresuramiento, mientras sus dedos preparaban el siguiente bocado, los hermanos comían con parsimonia, a pesar de que la paciencia no iba con su naturaleza vehemente. Pero cada uno de ellos tenía presente la dura observación o la mirada implacable a la que se exponía si se distraía o flaqueaba, descuidando en consecuencia los buenos modos. Era a Kamal al que más duramente se le regañaba, porque era el que más miedo tenía de su padre, pues si a lo más que uno de sus hermanos se exponía era a una reprimenda, él a lo menos que se arriesgaba era a una patada o un puñetazo. Por eso comía con circunspección y angustia, mirando a hurtadillas de vez en cuando el resto de la comida, que disminuía rápidamente; y cada vez que esto ocurría se intensificaba su inquietud, y esperaba con desasosiego que su padre diera muestras de haber acabado de comer y le dejara el campo libre para llenar el estómago. A pesar de la prisa de aquel en tragar, de sus impresionantes bocados y de que se atracaba de los diversos manjares, Kamal sabía por experiencia que la peor amenaza para la comida —y por consiguiente para él— provenía de sus hermanos, porque el señor se apresuraba a comer y a saciarse, pero la verdadera batalla empezaba una vez que este se había retirado de la mesa; entonces los otros dos no se apartaban de ella hasta vaciar los platos de todo aquello que se pudiera comer. Por eso, apenas el señor se levantaba y abandonaba la habitación, Kamal se ponía manos a la obra y atacaba la bandeja como un loco, con ambas manos; una se dirigía al plato grande, la otra a los pequeños, aunque su diligencia era ciertamente de escaso resultado, tan pronto como renacía el ardor de los dos hermanos. Entonces se refugiaba en la astucia, a la que recurría siempre que su paz se veía amenazada, y estornudaba deliberadamente sobre el plato. Eso fue lo que hizo en esta ocasión. Inmediatamente los hermanos se echaron hacia atrás y lo miraron irritados. Luego, abandonaron la mesa muertos de risa, y se realizó así el sueño matutino de Kamal: encontrarse solo en la plaza.

El señor volvió a su habitación tras haberse lavado las manos, seguido de Amina, que llevaba un vaso en el que había mezclado tres huevos crudos con un poco de leche. Se lo ofreció y él se lo bebió; luego se sentó para tomarse a sorbitos el café de la mañana. Ese vaso sustancioso era el colofón de su desayuno, una de las tantas «recetas» a las que se entregaba tras las comidas o entre horas —como el aceite de pescado, las nueces, las almendras y las avellanas garrapiñadas— para cuidar la salud de su enorme corpachón y resarcirlo de lo que le consumían las pasiones, mediante el consumo de toda clase de carnes y alimentos reconocidos como reconstituyentes, hasta el punto de considerar las comidas ligeras, más aún las habituales, como un «juego» o un «pasatiempo» impropios de un hombre como él. Le habían recomendado el hachís como estimulante del apetito —entre otras ventajas— y lo probó, pero no se habituó a él y lo dejó sin lamentarlo, pues no le gustó porque producía un aturdimiento considerable que le ocasionaba apatía y lo inclinaba a un mutismo que lo hacía sentirse aislado incluso entre sus mejores amigos. Tomó aversión a aquellos efectos que no encajaban con su naturaleza apasionada por los deseos juveniles de vivir, el éxtasis exultante, las delicias de la unión con otros corazones y las cabriolas de las bromas y de las carcajadas. A fin de no perder su imprescindible prestancia de macho enamorado tomaba, a cambio del hachís, una cara variedad del manzul que le compraba a Muhammad el-Agún, un vendedor de sémola en la cuesta de el-Salihiyya, en el barrio de los orfebres. Lo preparaba especialmente para la flor y nata de los clientes que tenía entre los comerciantes y los notables del barrio. El señor no era adicto al manzul, pero lo tomaba de vez en cuando, siempre que se le presentaba un nuevo amor, y especialmente cuando la amada era una mujer experta en hombres.

El señor terminó de sorber su café. Luego se dirigió al espejo y empezó a ponerse la ropa que Amina le presentaba prenda por prenda, mientras él dirigía una mirada escrutadora a su atuendo y se peinaba el negro cabello con raya en medio; luego se atusó el bigote y se lo retorció mientras escudriñaba el aspecto de su rostro, volviéndolo a derecha e izquierda para verse por los dos lados, hasta que quedó satisfecho de sí mismo. Tendió entonces la mano hacia su esposa, que le entregó el frasco de agua de colonia que le había regalado Amm Hasaneyn, el barbero, y se echó en las manos y en la cara, al tiempo que humedecía también la pechera del caftán y el pañuelo. Se colocó entonces el tarbúsh sobre la cabeza, cogió el bastón y salió de la habitación, despidiendo un grato aroma toda su persona. Ese aroma destilado de distintas clases de flores lo conocía toda la gente de la casa, y cuando alguno de ellos lo olía se imaginaba al señor con su rostro grave y enérgico; entonces, revivían en su corazón, junto con el amor, el respeto y el miedo. Pero a esta hora mañanera tal efluvio era el signo de la partida del señor y lo recibían con un alivio innegable y digno de excusa, como el prisionero cuando tintinean sus cadenas al soltarse de sus manos y de sus pies, pues todos sabían que recobrarían en seguida su libertad para hablar, reír, cantar y moverse sin el menor peligro. Yasín y Fahmi ya habían acabado de vestirse, mientras que Kamal corría a la habitación, una vez que había salido su padre, para saciar su deseo de imitar los movimientos que había contemplado a hurtadillas desde el quicio de la puerta entreabierta. Se paró delante del espejo mirando su imagen con atención y calma. Luego dijo, dirigiéndose a su madre con acento imperativo y la voz ronca: «Amina, el frasco de colonia». Sabía que ella no acudiría a esta llamada, pero se puso a hacer como que se friccionaba la chaqueta y el pantalón corto y como si los humedeciera con la colonia. Su madre, aunque estaba a punto de echarse a reír, siguió fingiendo seriedad y compostura mientras él se aplicaba a pasar revista a su propio rostro en el espejo, de derecha a izquierda. Luego se atusó el bigote imaginario y se retorció las guías, se alejó después del espejo y eructó mientras miraba a su madre, y cuando vio que esta se echaba a reír le dijo en tono de protesta: «¿Por qué no me dices salud y buen provecho?». Y la mujer masculló riendo: «Pues salud y buen provecho». Entonces él dejó la habitación imitando el modo de andar de su padre, moviendo la mano derecha como si se apoyara en su bastón.

La madre y las dos chicas corrieron a la celosía y se detuvieron detrás de la ventana que daba a el-Nahhasín para ver a través de sus orificios a los hombres de la familia por la calle. Apareció el señor caminando con parsimonia y dignidad, rodeado de majestad y belleza, alzando las manos de vez en cuando para saludar. A su paso se iban levantando Amm Hasaneyn, el barbero, el hagg Darwish, el vendedor de habas, el-Fuli, el lechero y Bayumi, el de las bebidas, mientras las tres mujeres lo seguían con los ojos llenos de amor y orgullo. Iba a continuación Fahmi con su marcha apresurada, luego Yasín con su cuerpo de toro y la prestancia del pavo real. Finalmente apareció Kamal, quien apenas dio dos pasos se volvió y levantó la vista a la ventana tras de la cual sabía que su madre y sus dos hermanas estaban ocultas, y sonrió. Luego reanudó la marcha con la cartera debajo del brazo buscando un guijarro para darle una patada…

Esta hora era el momento más feliz de la madre, aunque el temor de que el mal de ojo cayese sobre sus hombres no conocía límite, y no pudo por menos que recitar «Del mal del envidioso, líbranos», hasta que desaparecieron de su vista.