Cuando el hombre llegó a su altura, ella le precedió alzando la lámpara y él la siguió murmurando:
—¡Buenas noches, Amina!
—¡Buenas noches, señor! —dijo en voz baja, revelando cortesía y sumisión.
A los pocos segundos, la habitación los acogió. Amina se dirigió hacia la mesita para colocar en ella la lámpara, mientras el señor colgaba el bastón del borde de la rejilla de la cama y se quitaba el tarbúsh, que dejó sobre el almohadón que había en medio del sofá. Luego, la mujer se le acercó para quitarle la ropa. Así, de pie, parecía de elevada estatura, ancho de hombros, fornido, con un gran vientre compacto, totalmente cubierto por una yubba y un caftán, de una prestancia y soltura que denotaban magnanimidad y un gran sentido del bienestar. Su cabello negro, planchado a partir de la raya hacia ambos lados de la cabeza, no estaba muy cuidado, pero su solitario, con un gran brillante incrustado, y su gran reloj de oro confirmaban dichas cualidades. Su rostro ovalado, terso y expresivo, de rasgos bien definidos, revelaba, en suma, personalidad y belleza en sus enormes ojos azules; en su nariz grande y altiva que, a pesar de su tamaño, estaba en armonía con la longitud de su rostro; en su boca ancha, de labios carnosos, y en su bigote negro, poblado y de puntas retorcidas con una precisión insuperable. Cuando la mujer se le acercó, extendió los brazos para que le quitara la yubba, que ella dobló cuidadosamente y colocó acto seguido sobre el sofá. Después, le desató la banda del caftán, se lo quitó y se puso a plegarlo con el mismo esmero, para dejarlo sobre la yubba, mientras el señor se ponía la galabiyya y el bonete blanco, se estiraba bostezando y se sentaba en el sofá con las piernas extendidas y la coronilla apoyada contra la pared. La mujer acabó de arreglar la ropa, se sentó a sus pies y empezó a quitarle los zapatos y los calcetines. Cuando su pie derecho quedó al descubierto apareció el primer defecto de aquel cuerpo tan imponente y bello: su dedo meñique, corroído por la acción repetida de la cuchilla sobre un callo recalcitrante. Amina se ausentó de la habitación unos minutos, y volvió luego con un barreño y una jarra. Colocó el barreño junto a los pies del hombre y se detuvo atenta con la jarra en alto, al tiempo que el señor se enderezaba en su asiento y le tendía las manos. Ella dejó caer el agua mientras él se lavaba el rostro, se frotaba la cabeza y se enjuagaba abundantemente. Tomó después la toalla del respaldo del sofá y empezó a secarse la cabeza, el rostro y las manos, mientras la mujer recogía el barreño y se lo llevaba al cuarto de aseo. Este era el último de los servicios que ella hacía en la gran casa y que desempeñaba desde hacía un cuarto de siglo con un celo jamás menguado por el cansancio; por el contrario, ponía en ello la misma alegría y deleite, el mismo entusiasmo con que realizaba las otras tareas domésticas desde antes de salir el sol hasta que se ponía, y que la habían hecho acreedora al apodo de «la abeja» que le dieron sus vecinas por su perseverancia y actividad incesantes.
Volvió a la habitación y cerró la puerta. Sacó de debajo de la cama un pequeño puf, que colocó delante del sofá, y se sentó en él con las piernas cruzadas como si no hubiera pensado nunca en el derecho de sentarse decorosamente a su lado. El tiempo iba transcurriendo y ella permanecía en silencio hasta que él la invitara a hablar. El señor se apoyó en el respaldo del sofá. Parecía cansado tras su larga velada. Le pesaban los párpados, en cuyos bordes aparecía un desacostumbrado enrojecimiento por efecto de la bebida, y empezó a dar grandes resoplidos cargados de los vapores del alcohol. Aunque se daba al vino cada noche y lo bebía sin tino hasta la embriaguez, no se resolvía a volver a casa hasta que sus huellas habían desaparecido y recuperaba el dominio de sí mismo, celoso como era de su dignidad y de esa apariencia de la que le gustaba hacer gala en ella. Su esposa era la única persona de la familia con quien se encontraba tras la velada, pero no percibía de las huellas de la borrachera otra cosa que su olor, ni observaba en su conducta ninguna anomalía sospechosa, salvo la que había surgido al principio de su matrimonio y que ella había fingido ignorar.
Al contrario de lo que pudiera esperarse, a ella la enloquecía acompañarlo en aquel rato, por su predisposición a charlar y a explayarse sobre sus asuntos, cosa que escasas veces conseguía en los momentos de total sobriedad. A pesar de todo, ella misma recordaba cómo se sobresaltó el día en que se dio cuenta de que volvía bebido de su juerga. El vino trajo a su imaginación la brutalidad, la locura y, lo que aún era más horrible, la transgresión de la religión que aquel llevaba aparejadas. Sintió asco y se apoderó de ella el terror, y cada vez que volvía sufría un dolor insoportable. Conforme fueron pasando los días y las noches fue advirtiendo que el señor, al regresar de su velada, era más amable que en cualquier otro momento, pues se despojaba de su severidad y bajaba su vigilancia, a la vez que daba rienda suelta a la conversación. Y así, ella se mostraba afable y se sentía segura, sin olvidarse de rogar a Dios que lo guardara de pecar y lo perdonara. ¡Cómo había deseado ver en él esa relativa dulzura cuando gritaba, estando sobrio! ¡Y cómo se asombraba ante ese extravío que lo volvía más agradable, y que hacía que ella se debatiera largo tiempo entre la aversión religiosa heredada que sentía hacia aquello y la paz y la tranquilidad que le proporcionaba! Pero enterró sus pensamientos en lo más profundo de su alma, y los ocultó como quien no se atreve a reconocerlos más que ante sí mismo.
El señor, por su parte, era sumamente celoso de su dignidad y autoridad y sólo mostraba amabilidad de un modo furtivo. Quizá recorría sus labios una amplia sonrisa, mientras estaba sentado, al evocar los recuerdos de su alegre velada, e inmediatamente se contenía y apretaba los labios; miraba de soslayo a su esposa que, como de costumbre, se hallaba ante él con la mirada baja; entonces se tranquilizaba y volvía a sus recuerdos. Lo cierto era que su velada no terminaba al regresar a casa, sino que la prolongaba en dichos recuerdos y en su corazón, pues los dejaba en libertad con la fuerza de una avidez indescriptible hacia las alegrías de la vida. Era como si no se apartara de su vista aquella reunión de contertulios que se adornaba con la flor y nata de sus buenos e incondicionales amigos, agrupados en torno a una de esas guapas mujeres que destacaban a veces en el cielo de su existencia, que alegraban sus oídos con bromas, gentilezas y chistes de los que su ingenio sabía hacer alarde a la perfección cuando la embriaguez y el éxtasis lo invadían. Tal ingenio era una peculiaridad que él sacaba a relucir con gran interés, lo que le colmaba de vanidad y orgullo al recordar el efecto y el inmenso regocijo que producía en los demás y que lo convertía en el preferido de todos. No era de extrañar, ya que a menudo sentía que el papel que desempeñaba durante sus veladas tenía tanta importancia como si fuera la única meta de toda su existencia. Su vida profesional era, en suma, una obligación que cumplía para lograr después unas horas rebosantes de bebida, risas, canciones y pasión, disfrutadas entre sus amigos y compañeros. Entre una cosa y otra canturreaba dulces y agradables melodías de las que se habían repetido en la grata reunión, llevando el ritmo y exclamando entusiasmado: «¡Ah, Dios es grande!». Su grupo no podía prescindir de esas canciones, que le gustaban tanto como beber, reír y estar con los amigos y con bellas mujeres. Para escuchar a el-Hammuli, a Uzmán o a el-Manialawi, no le importaba la gran distancia que tenía que recorrer hasta las afueras de El Cairo, donde estaban sus palacetes. Eso mostraba hasta qué punto se habían alojado las canciones en su generoso espíritu como los ruiseñores en un árbol frondoso. Era un entendido del canto y sus escuelas y una gran autoridad en materia de audición y emoción estética. Le gustaba cantar con el alma y con el cuerpo. Su alma se emocionaba, anegada de generosidad, mientras que en su cuerpo se despertaban los sentidos y sus miembros bailaban, sobre todo la cabeza y las manos. Por eso conservaba unos recuerdos inolvidables, espirituales y materiales, de algunos fragmentos musicales, por ejemplo: «¿Por qué tus sufrimientos y tu ausencia?». «¿Qué sabremos mañana…?, ya veremos…» o «Perdóname y ven, ¿no te lo digo?». Bastaba que una de esas canciones volara hacia él, abrazada a su cortejo de recuerdos, para suscitar la embriaguez de su alma haciendo temblar su cabeza de placer, mientras afloraba a sus labios una sonrisa de deseo, al tiempo que chasqueaba los dedos y comenzaba a canturrear si estaba solo. A pesar de todo, no era el canto, ni mucho menos, una pasión aislada cuyos encantos lo atrajeran en exclusiva. Era, más bien, como las flores de un ramillete que se complementaban entre sí, bienvenido entre el amigo fiel y el compañero incondicional, entre el vino viejo y la historieta chispeante. En cuanto a dedicarse solamente al canto, como el que aprende en su casa a base de fonógrafo, era sin duda bonito y apetecible, pero se hallaba fuera de su ambiente, de su medio y de su círculo. Además, no se contentaba sólo con eso, pues le agradaba intercalar entre cada canción un chiste con el que animarse, tomar otra copa, ver la huella del placer en el rostro del amigo y en la mirada del ser querido, aplaudir juntos y lanzar todos unidos diversos gritos de alabanza exaltando la unicidad y la grandeza de Dios.
Pero la velada no se limitaba a pasar revista a los recuerdos. Tenía también la ventaja de habituarlo al buen modo de vida que ansiaba su obediente y sumisa esposa cuando se hallaba en presencia de un hombre de agradable compañía, que se desinhibía al conversar con ella y que la ponía al corriente de sus proyectos, hasta llegar a considerarla no sólo como una esclava, sino también como la compañera de su vida. Se puso a hablarle de las cosas de la tienda; le contó que había encargado a un comerciante conocido suyo comprar la reserva casera de mantequilla, trigo y queso. Entonces echó pestes contra la subida de los precios y la desaparición de los artículos de primera necesidad a causa de la guerra que asolaba al mundo desde hacía tres años. Tal como era habitual en él siempre que la mencionaba, se apresuraba a maldecir a los australianos que invadían la ciudad como la plaga de la langosta y arrasaban la tierra desolada. Lo cierto es que estaba furioso contra ellos por una causa absolutamente personal porque, con su tiranía, se habían interpuesto entre él y los espectáculos de diversión y esparcimiento de el-Ezbekiyya que había abandonado descorazonado, excepto en raras ocasiones, pues no tenía capacidad para enfrentarse él solo a las tropas que saqueaban con descaro las propiedades de la gente, se divertían provocando todo tipo de agresiones e insultaban impunemente a todo el mundo.
Después preguntó por «los niños», como él los llamaba, sin hacer distinción entre el mayor de ellos, secretario de la escuela de el-Nahhasín, y el más pequeño, alumno de la de Jalil Aga. E inquirió, con un acento lleno de intención:
—¿Y Kamal? ¡Guárdate de ocultarme sus diabluras!
A la mujer se le vino a la memoria su hijo pequeño, al que realmente encubría siempre que el juego inocente no revestía gravedad, aunque el señor no reconocía la inocencia de ningún tipo de juego o distracción.
—El acata la autoridad de su padre —dijo con voz sumisa.
El señor guardó silencio un instante y pareció como abstraído, al evocar de nuevo los recuerdos de su feliz noche. Luego su memoria le devolvió a los sucesos del día que habían ocurrido antes de su velada. Recordó de repente que había sido un día completo y, como no estaba en una situación en la que le complaciera guardar el secreto de lo que pensaba, dijo como hablando consigo mismo:
—¡Qué hombre tan generoso es el príncipe Kamal el-Din Huseyn! ¿Sabes lo que ha hecho? Ha renunciado a ocupar el trono de su difunto padre a la sombra de los ingleses.
Aunque la mujer se había enterado de la muerte del sultán Huseyn Kámil el día anterior, era la primera vez que oía el nombre de su hijo y no supo qué decir. Pero, impulsada por las manifestaciones de deferencia de su interlocutor, temía no hacer un comentario para satisfacerlo a cada palabra que él le dirigía. Así pues, dijo:
—¡Dios se apiade del sultán y honre a su hijo! El señor siguió hablando:
—Ha aceptado el trono —dijo— el príncipe Ahmad Fuad o el sultán Fuad, como se llamará de ahora en adelante. Hoy ha terminado la celebración de su exaltación y ha sido trasladado en cortejo desde su palacio de el-Bustán hasta el de Abdín. ¡Gloria al Eterno!
Amina le escuchó con interés y alegría; ese interés que se despertaba en su alma ante cualquier información que le llegara de un mundo exterior del que apenas conocía nada, y esa alegría que le entraba, siempre que su esposo entablaba una conversación con ella sobre las cosas serias, gesto que la enorgullecía tanto como la cultura incluida en la conversación misma y que le complacía repetir a sus hijos, especialmente a sus hijas, pues, como ella, desconocían totalmente el mundo exterior. Y no encontró nada mejor para pagar la generosidad de su afecto que repetirle una invocación que ya sabía de antemano que le llegaba, como a ella, a lo más profundo:
—¡Quiera Dios devolvernos a nuestro efendi Abbás!
El hombre sacudió la cabeza.
—¿Cuándo? ¿Cuándo? —murmuró—. ¡Dios sabrá! Sólo leemos en los periódicos las victorias de los ingleses. ¿Triunfarán verdaderamente o al final lo harán los alemanes y los turcos? ¡Respóndeme, Dios mío!
Entornó los ojos impotente, bostezó y luego se estiró diciendo:
—Saca la lámpara a la sala.
La mujer se levantó y se dirigió hacia la puerta después de haber cogido la lámpara. Antes de atravesar el umbral, oyó eructar al señor:
—Salud y bienestar —murmuró.