Se despertó a medianoche, como solía hacerlo siempre en ese preciso momento, sin necesidad de despertador ni nada parecido, tan sólo influida por el ansia que la obligaba a salir del sueño cada madrugada con puntualidad. Dudó unos instantes de que estuviera despierta, pues se entremezclaban en su interior los sueños y los murmullos de los sentidos, hasta que la sorprendió la inquietud que la embargaba antes de abrir los párpados, por miedo a que el sueño la hubiera traicionado. Sacudió ligeramente la cabeza y abrió los ojos en la oscuridad de la habitación. No había allí el menor indicio que le pudiera aclarar qué hora era, ya que abajo la calle no se adormecía hasta el amanecer, y las voces entrecortadas que le llegaban de las tertulias nocturnas de los cafés y de las tiendas eran las mismas desde el anochecer hasta el alba. Los únicos indicios por los que se podía guiar eran sus propias sensaciones internas, que actuaban como un reloj consciente, y el silencio que envolvía la casa, que demostraba que su marido todavía no había llamado a la puerta ni había golpeado los escalones con la contera de su bastón.
La costumbre que la hacía despertarse a esta hora era muy antigua. La tenía desde jovencita y seguía conservándola en su madurez. Había aprendido pronto, junto con otras muchas obligaciones de la vida conyugal, que tenía que despertarse a medianoche para esperar a su marido cuando este regresaba de su velada, y seguir a su servicio hasta que él se durmiera. Se sentó en la cama sin vacilar para que no la dominara la cálida tentación del sueño y, tras rezar la basmala, se deslizó desde debajo del cobertor hasta el suelo. Empezó a tantear el camino guiándose por la columna de la cama y el postigo de la ventana hasta que llegó a la puerta y la abrió. En ese momento se filtró hacia el interior un débil rayo de luz, procedente de la lámpara que había sobre la consola de la sala. Se acercó lentamente, la cogió y regresó con ella a la habitación. Desde el orificio de la tulipa se reflejó en el techo un círculo de luz tembloroso y pálido, rodeado de sombras. Dejó la lámpara sobre una mesita situada frente al sofá. La habitación se iluminó y mostró su suelo cuadrado y amplio, sus altas paredes y su techo de vigas paralelas, además de su espléndido mobiliario, con la alfombra de Shiraz, el gran lecho con cuatro columnas de cobre, el gigantesco armario y el largo sofá cubierto por un tapiz hecho de pequeños retales con diversos estampados y colores. La mujer fue hacia el espejo y echó un vistazo a su imagen. En la cabeza, el pañuelo marrón aparecía arrugado y caído hacia atrás, dejando algunos mechones de su cabello castaño al descubierto y revueltos sobre la frente. Desató el nudo, arregló el pañuelo sobre su cabello y ató los extremos con gran esmero. Se restregó las mejillas con las palmas de las manos como para hacer desaparecer los restos de sueño. Tenía unos cuarenta años y era de estatura media. Parecía delgada pero su cuerpo era prieto y relleno, de complexión y proporciones agradables. Su rostro era más bien alargado, de frente altiva y delicadas facciones, con unos ojos pequeños y bonitos en los que brillaba una soñadora mirada de color de miel, una nariz fina y pequeña que se ensanchaba un poco en los orificios, una boca de labios delgados bajo los cuales surgía un mentón afilado y una tez trigueña y transparente en cuya mejilla destacaba un lunar de intenso color negro. Mientras se envolvía en el velo pareció sentirse apremiada y se dirigió hacia la puerta de la celosía, la abrió y penetró por ella. Luego se detuvo ante la reja cerrada y volvió repetidamente el rostro a derecha e izquierda, lanzando miradas hacia la calle a través de las pequeñas aberturas redondas de los postigos cerrados.
La celosía estaba situada frente a la fuente de Bayn el-Qasrayn, y bajo ella se encontraba la calle de el-Nahhasín, que bajaba hacia el sur, con la de Bayn el-Qasrayn que subía hacia el norte. La calleja de la izquierda era estrecha y sinuosa y estaba envuelta en una oscuridad que se hacía más densa en los lugares más altos, adonde daban las ventanas de las casas dormidas, y se difuminaba en las partes más bajas a causa de las luces procedentes de los faros de los coches y de los rótulos luminosos situados en los cafés y en algunas tiendas que permanecían en vela hasta que despuntaba el alba. A la derecha, la calle estaba envuelta en sombras, ya que en esa zona no se encontraban los cafés sino las grandes tiendas que cerraban temprano sus puertas. Sólo detuvo la mirada ante los minaretes de Qalawún y Barquq, que relucían como fantasmas de gigantes, despiertos bajo la brillante luz de las estrellas. Era un panorama al que sus ojos estaban acostumbrados desde hacía un cuarto de siglo y del que nunca se cansaba —quizá porque a lo largo de su vida, y a pesar de su monotonía, nunca había conocido el aburrimiento—; por el contrario, había encontrado en él al amigo y compañero para sus horas de soledad, del que se había visto privada durante tanto tiempo. Esto fue antes de que sus hijos llegaran al mundo, ya que aquella gran casa, con su patio polvoriento, su pozo profundo, sus pisos y sus amplias habitaciones de techos altos, sólo la había albergado a ella durante la mayor parte del día y de la noche. Cuando se casó era todavía una niña, aún no había cumplido catorce años, pero pronto, tras el fallecimiento de sus suegros, se había visto a sí misma como dueña y señora de la gran casa. La ayudaba entonces en las faenas cotidianas una mujer anciana que la abandonaba a la caída de la noche para irse a dormir a la habitación del horno, situada en el patio, y la dejaba sola en el mundo de las tinieblas, poblado de espíritus y fantasmas. Dormitaba un rato y se despertaba otro, así hasta que su venerado marido regresaba de la larga velada.
Para tranquilizarse, solía recorrer las habitaciones acompañada por su criada, sujetando con la mano la lámpara ante ella y lanzando miradas escrutadoras y asustadas a los rincones. Luego las iba cerrando con cuidado una tras otra, empezando por la planta baja y terminando en el piso alto. Mientras tanto, recitaba las azoras del Corán que se sabía de memoria para expulsar a los demonios. Cuando llegaba a su habitación cerraba la puerta y se echaba en la cama, sin dejar de rezar hasta que la invadía el sueño. Tan grande había sido su miedo a la noche en la primera época pasada en aquella casa, que seguía teniendo la idea, ella que conocía mucho mejor el mundo de los genios que el de los hombres, de que no vivía sola allí y que los demonios no podían extraviarse mucho tiempo por aquellas habitaciones antiguas, amplias y vacías. Quizás ellos se habían refugiado en estas antes de que ella fuera llevada a la casa e incluso antes de haber visto la luz del día. ¡Cuántas veces los había oído susurrar en sus oídos y había despertado con el fuego de su aliento! El único consuelo era recitar la fátiha y la azora del Eterno o correr velozmente hacia la celosía para echar una ojeada a través de sus aberturas hacia las luces de los vehículos y de los cafés, afinando el oído para captar una risa o una tos que le hicieran recuperar el aliento.
Después vinieron los hijos, uno tras otro, pero al ser tan pequeños y tiernos no disiparon su terror ni le trajeron la tranquilidad; por el contrario, su miedo se reduplicaba por ese sentimiento de ternura que sentía hacia ellos y por la inquietud de que les sobreviniera algún mal. Los estrechaba en sus brazos a la vez que los cubría con grandes muestras de afecto, y los envolvía, tanto en la vigilia como en el sueño, con una coraza de azoras, amuletos, hechizos y talismanes. Pero no saboreaba la verdadera tranquilidad hasta que el ausente regresaba de la velada. No era extraño que, mientras estaba a solas con su hijo pequeño durmiéndolo y acariciándolo, lo estrechara de repente contra su pecho, y después, petrificada de terror e inquietud, elevara la voz, gritando como si se dirigiera a alguien presente: «¡Aléjate de nosotros, este no es tu sitio! ¡Nosotros somos buenos musulmanes!». E inmediatamente recitaba la azora del Eterno con fervor. Con el paso del tiempo y la prolongada convivencia con los espíritus, sus temores se aligeraron mucho y se fue tranquilizando hasta llegar a bromear con ellos, los cuales, por su parte, jamás le causaron mal. Si oía el ruido de alguno que rondara por allí, decía elevando la voz con valentía: «¿No vas a respetar a los siervos del Señor? Dios está entre tú y nosotros, así que ¡aléjate de aquí de una vez!». De todos modos, ella no conocía la verdadera tranquilidad hasta que regresaba el ausente. Sin duda, la sola presencia de este en la casa, despierto o dormido, era para ella una garantía de tranquilidad de espíritu, ya estuvieran las puertas abiertas o cerradas y la lámpara encendida o apagada. Una vez, en su primer año de convivencia, se le había ocurrido manifestar una especie de protesta educada ante su continuo trasnochar. Como respuesta él la cogió por las orejas y le dijo elevando la voz en tono tajante: «Yo soy un hombre, el señor absoluto, y no acepto ninguna observación sobre mi conducta. Lo único que tú tienes que hacer es obedecerme, y ten cuidado, no me obligues a corregirte». De esta lección y otras que siguieron ella había aprendido que podía hacer cualquier cosa, incluso frecuentar a los ifrits, salvo encolerizarlo, y que le debía una obediencia incondicional; y así lo cumplió; se dedicó a obedecerle con tal abnegación que llegó a aborrecer hacerle cualquier reproche a su costumbre de trasnochar, incluso en su fuero interno. Se convenció a sí misma de que la verdadera hombría, el despotismo y las veladas prolongadas hasta más de medianoche eran atributos indispensables de una misma esencia. Con el paso de los días ella cambió; se enorgullecía de todo lo que procedía de él, tanto si la alegraba como si la entristecía. Y siguió cumpliendo con todos los requisitos de la esposa amante, sumisa y resignada; ni un solo día se había sentido desgraciada por haber escogido la seguridad y la entrega. Y si en algún momento quería sacar a la luz los recuerdos de su vida, sólo aparecían ante ella el bien y la felicidad, y cuando surgían los miedos y las tristezas eran como siluetas vacías que no merecían más que una sonrisa compasiva. ¿Acaso no había convivido con este esposo y sus defectos durante un cuarto de siglo, y de su relación habían florecido unos hijos que eran la alegría de su vida, un hogar rebosante de bien y bendición, y una existencia fértil y feliz? Por supuesto. Y en cuanto al trastorno que le producían los ifrits, ella sabía salir indemne noche tras noche, ya que ninguno de ellos había extendido su mano con malas intenciones hacia ella ni hacia ninguno de sus hijos, salvo lo que pudiera entenderse como bromas y chistes. No tenía motivos para quejarse, sino para dar gracias a Dios, que con sus palabras tranquilizaba su corazón y con su misericordia dirigía el camino de su vida.
Incluso esa hora de espera, a pesar de que la sacaba de las delicias del sueño y le exigía tanta disponibilidad, ella la consideraba digna de marcar el final del día y la amaba en lo más profundo de su corazón, ya que se había convertido en una parte inseparable de su vida, incluida entre sus numerosos recuerdos. Había sido y seguía siendo el símbolo vivo del afecto a su marido y de su entrega para hacerlo feliz y para hacerle sentir noche tras noche esa entrega y ese afecto. Todo ello la llenó de satisfacción allí, de pie en la celosía, mientras lanzaba su mirada de un lado a otro, a través de los orificios, hacia la fuente de Bayn el-Qasrayn, la desviación de el-Juranfísh, el portón del baño del sultán y los minaretes; también la dejó vagar entre las casas reunidas sin orden ni simetría a ambos lados de la calle, como si fueran un batallón del ejército en una parada de descanso para aliviarse de una dura disciplina. Sonrió ante aquel panorama que tanto amaba, aquella calle que permanecía en vela hasta que despuntaba el alba, mientras que las otras calles, barrios y callejuelas dormían. ¡Cuánto la había distraído en su insomnio, la había entretenido en su soledad y había disipado sus temores esa calle que la noche no transformaba hasta que envolvía al vecindario en un silencio profundo, de manera que creaba un ambiente en el que sus voces se elevaran y se hicieran patentes como si fueran sombras que llenaran los rincones del cuadro y dotaran a la imagen de profundidad y nitidez! Por eso, la risa resonaba allí como si anduviera suelta por la habitación; cuando se escuchaba la charla habitual ella distinguía cada una de sus palabras, cuando alguien emitía una tos ruda llegaba hasta ella incluso su último resoplido, que más bien parecía un gemido, y cuando se elevaba la voz del camarero anunciando «tamira mojada», como si fuera la llamada del almuédano, se decía a sí misma con alegría: «¡Dios…, esta gente, incluso a esta hora, pide más tamira!». Después sus voces le hacían recordar a su marido ausente y decía: «¿Dónde estará mi señor a estas horas…?, y ¿qué estará haciendo? ¡Que la paz lo acompañe en todas sus acciones!». Le habían dicho una vez que un hombre como el señor Ahmad Abd el-Gawwad, con su riqueza, su fuerza y su belleza, con sus continuas veladas, no podía carecer de mujeres en su vida. En su día sintió el veneno de los celos y la dominó una inmensa tristeza, pero como no tenía valor para hablar con él de lo que le habían dicho, fue con la pena a su madre. Esta comenzó a calmar su ánimo con las más dulces palabras que pudo encontrar y luego le dijo: «Él se ha casado contigo tras haber repudiado a su primera esposa, y podía haberla recuperado si hubiera querido, o casarse no sólo contigo sino con dos, tres o cuatro más, ya que su padre se casó varias veces. ¡Agradece a Dios que él te haya conservado como única esposa!». A pesar de que las palabras de su madre no habían conseguido calmar su tristeza cuando esta era más intensa, con el paso de los días reconoció la gran verdad que había en ellas. Y aunque fuera cierto lo que se decía, quizá formara parte de las cualidades de la hombría, como las veladas y el despotismo; en todo caso, un mal aislado era mejor que muchos males, y no le resultaba fácil permitir que una murmuración estropeara su vida grata y llena de felicidad y bienestar. Después de todo, quizá lo que se decía no fueran más que imaginaciones o mentiras. Ella se dio cuenta de que la única postura que podía adoptar ante los celos, al igual que ante las penalidades que se cruzaban en el camino de su vida, era resignarse, como si se tratara de una sentencia inapelable. No encontró mejor medio de defenderse que hacer acopio de paciencia y pedir ayuda a su capacidad de resistencia personal, su único refugio para tratar de vencer lo que tanto odiaba. De este modo, los celos y lo que los suscitaba, así como los aspectos del carácter de su marido, y la compañía de los ifrits, se convirtieron en algo soportable.
Observó la calle, prestando oído a las tertulias nocturnas, hasta que le pareció oír el ruido de unos cascos. Volvió la cabeza hacia el-Nahhasín y vio un coche de caballos que se acercaba lentamente, con sus luces brillando en la oscuridad. Lanzó un suspiro de alivio y murmuró: «¡Por fin!». Era el coche de uno de los amigos del señor que lo traía a la puerta de su casa tras la juerga, para seguir, como de costumbre, hacia el-Juranfísh, llevando a su dueño y a un grupo de amigos que vivían en aquel barrio. El coche se detuvo ante la casa, y se oyó la voz de su marido que decía a gritos, riendo:
—¡Que Dios os proteja!
Escuchó la voz del señor, que se despedía de sus amigos, con amor y asombro. Si no la hubiera oído cada noche a la misma hora no la habría reconocido, ya que ni ella ni sus hijos conocían de él más que la firmeza, la dignidad y la seriedad. ¿De dónde le venía ese tono alegre y risueño que rezumaba afabilidad y delicadeza? Entonces, como si el dueño del coche quisiera hacer una broma al señor, le dijo:
—¿No has oído lo que se ha dicho el caballo cuando has bajado del coche…? Ha dicho que es una pena traer a este hombre cada noche a su casa cuando no se merece más que montar en burro.
Los hombres que estaban allí estallaron en risas. El señor esperó a que se callaran para contestar:
—¿Y tú no has oído lo que él mismo se ha respondido…? Ha dicho: «Si tú no lo hubieras traído, se habría tenido que montar en nuestro amigo el bey».
De nuevo los hombres se echaron a reír ruidosamente: luego el dueño del coche dijo:
—Dejemos el resto hasta la velada de mañana.
El coche se puso en marcha por la calle de Bayn el-Qasrayn y el señor se dirigió a la puerta. La mujer abandonó la celosía para ir a la habitación, cogió la lámpara, pasó a la galería exterior a través de la sala hasta detenerse en lo alto de la escalera. Oyó cerrar la puerta de la calle y echar el cerrojo, y se imaginó a su marido atravesando el patio con su elevada estatura, con su compostura y su dignidad recobradas, mientras se despojaba de ese tono de broma que, de no haberlo oído, lo habría creído totalmente imposible en él. Luego oyó el ruido de la contera del bastón sobre los peldaños de la escalera y levantó la lámpara por encima de la balaustrada para alumbrar el camino del señor.