Capítulo 12

Lunes, 31 de mayo

Bora se afeitó con un esmero especial esa mañana, devolviéndole firmemente la mirada a los ojos tranquilos que lo contemplaban desde el espejo plegable reglamentario del ejército. «Con su escandalosa autobiografía, Larissa Malinovskaya quiso avergonzar a mi madre. Era 1915: a pesar de su auge comercial, Leipzig era y sigue siendo una ciudad pequeña. Tras haber enviudado hacía poco, Nina tuvo que soportar la falsa compasión y el desprecio de sus amigos de la alta sociedad. ¿Qué le debo a la amante abandonada de mi padre? Nada. Por otra parte, dentro de menos de media hora me reuniré con Stark, y tengo que vigilarlo de cerca. Sospecha de mí, pero todavía no tiene pruebas. Pertenezca o no a la Abwehr, no sabe a qué atenerse: podría ser simplemente un estúpido o un temerario. Si es o ha sido agente soviético o agente doble, no delatará sus emociones de forma visible. Aun así, debe de estar echando espuma por la boca si ha descubierto que los cajones no contienen nada más que lastre. Y, del mismo modo, si no se ha deshecho de él, estará extremadamente ansioso por Arnim Weller, asustado y vagando libremente por Kiev. Pero por encima de todo, aunque no sepa lo de los iconos de Larissa, es consciente de que ella representa su última oportunidad de enterarse de qué hacía Khan en Járkov en los viejos tiempos. Así que, teniendo en cuenta que no puedo dejar testigos…».

Unas nubes de un blanco resplandeciente surcaban el cielo con la facilidad de galeones. Se disolverían más tarde, cuando hiciese más calor, pero a las ocho su flota todavía estaba completa. Bora, que últimamente no tenía costumbre, rezó un avemaría antes de salir de la escuela.

Una bandera nacional del tamaño de un acorazado colgaba de la ventana del tercer piso del Kombinat y llegaba casi hasta el dintel de la entrada del edificio. Varios prisioneros rusos colocaban macetas con plantas a ambos lados de la puerta y una alfombra persa alargada en tonos rojo y azul cubría el suelo del pasillo. No había duda de que la oficina de Stark se estaba preparando para la visita de tres horas del Oberführer de las SA Magunia. Lattmann había podido proporcionarle ese detalle a Bora, junto con la hora de la partida desde Rogany (las doce del mediodía) del alto mando oficial y su séquito, que iban a almorzar con el mariscal de campo Von Manstein en Zaporozhye.

Sobre la pared del despacho del comisionado, un callejero de Járkov y alrededores, edición de 1941, flanqueaba el mapa del Reichskommissariat Ukraine. Stark estaba sentado, hablando por teléfono. Antes incluso de que anunciasen la llegada de Bora, lo observó mientras este dejaba la silla de montar y el arnés en el suelo de la oficina que había al otro del pasillo. Le indicó con un gesto que pasase sin despegar el auricular de la oreja. El tiempo que tardaron dos máquinas de escribir en entablar un tormentoso dueto en la planta superior le bastó para concluir su llamada.

—Sí, sí, adiós. —Y después, porque no podía dejar de fijarse en la Cruz de Caballero que Bora llevaba al cuello, enarcó las cejas—. ¡Bueno! ¿De dónde ha salido eso?

—De Stalingrado y de Kiev, por ese orden, Herr Gebietskommissar.

Había empezado la partida. Stark se reclinó en su silla de oficina.

—Oh, sí… La ceremonia de entrega de condecoraciones en Kiev. Lo leí en el boletín. —Cogió un lápiz con la mano pero firmemente, evitando jugar con él.

Bora no añadió nada más al asunto. Sacó de su maletín la lista con los nombres de los prisioneros destinados a trabajos forzosos.

—Aquí están, ciento veintitrés prisioneros. Quince de ellos recibieron heridas de bala leves, pero nada que les impida coger una pala.

—¿Está seguro?

—Son una cuadrilla de lo más resistente. Quedará satisfecho.

—En los tiempos que corren es difícil encontrar ayuda de la buena. —Con los ojos fijos en la primera hoja de los nombres rusos, el Geko Stark resopló—. En los viejos tiempos, los habríamos pasado a todos por la ametralladora… Ahora nos las apañamos con mensajeros y parásitos partisanos.

—Bueno, mis hombres mataron o hirieron a dos tercios de los suyos. Muertos no nos sirven de mucho. Vivos se puede hacer algo con ellos. —Bora habló con ligereza mientras firmaba el recibo, igual que había hecho el día en que le habían entregado las monturas. Alzó la vista mientras le devolvía el folio—. He dejado la silla de montar y el arnés en la oficina de su ayudante.

—Ya lo he visto. Concierte una cita con él para mañana antes de marcharse. Él sabrá decirle cuándo llegará el transporte en el que viene Turian-Chai.

—No sé cómo agradecérselo.

Stark se acomodó aún más en su silla. ¿Qué edad tendría? Cincuenta y tantos, calculó Bora, lo cual quería decir que cuando frecuentaba a Khan y Platonov tenía algunos años más de los que él tenía ahora. Con ocasión de la visita de Magunia, también llevaba puestas varias medallas y cintas, aunque ninguna tan prestigiosa como la Cruz de Hierro. Aun así, el poder y los contactos lo rodeaban igual que los muebles y los trastos rodeaban a Larissa: eran arrecifes tras los cuales se sentía seguro. Su mirada amistosa delataba seguridad. Decía, sin llegar a pronunciar las palabras: «Estoy seguro de que se le ocurrirá algo».

—Bueno, comandante. —Sin alterarse, Stark decidió subir la apuesta—. También ha venido para hacerse con las golosinas que tantas molestias se tomó para conseguir el otro día pero no obtuvo. ¿Qué pasó? ¿Se lo está poniendo difícil esa novia madurita que tiene?

Bora sonrió. A menudo confiaba en su sonrisa, el cirujano militar tenía razón en eso. Sonreía para ocultar el nerviosismo y la irritación, porque ahora empezaban a acercarse al verdadero objetivo.

—En realidad era la amante de mi difunto padre… no la mía. Es una vieja historia, Herr Gebietskommissar.

—Me encantan las viejas historias. —El comisionado lo observó, sin ver nada más externamente que a un oficial joven y sonriente. Por ambas partes, la expresión serena ocultaba una falta de escrúpulos y cierta furia disfrazada de pragmatismo. Stark llamó a su ayudante y lo envió al piso de arriba con la lista de nombres para que le sacasen una copia a máquina—. ¿Y quién es?

—Una soprano de fama mundial, o al menos lo fue una vez. —A Bora no se le escapó la precaución de mantenerse alerta durante esta parte de la conversación. Se colocó frente al escritorio, consciente de que las cosas empezaban a tomar un cariz nuevo y más peligroso; pronto, tendría que controlar los acontecimientos.

«Si no le digo su nombre, tendrá que preguntármelo directamente para poder localizarla, o intentará averiguarlo de forma más indirecta».

—¿Una soprano de fama mundial en pleno centro de Járkov?

—No exactamente en el centro: vive en Pomorki.

Stark se giró en la silla y examinó el callejero de Járkov que tenía detrás.

—¡Y usted se desplaza hasta Pomorki para llevarle unas golosinas!

—Mi padre la abandonó en el mejor momento de su relación… Es lo menos que puedo hacer.

—Una lealtad de lo más interesante por su parte. Me parece bien. El único problema es que tendrá que esperar a mañana para conseguir un permiso especial para las raciones extra de mantequilla y azúcar. Estoy muy ocupado. Y de todas formas, tiene que volver a recoger a Turian-Chai.

—No es ninguna molestia. Quiero comprar pienso de primera clase en el parque militar de Lissa Gora hoy mismo.

«Me vigilará una vez me haya marchado, para ver si de verdad voy hasta allí. Pues bien, eso haré. Después de todo, el barrio de Lissa Gora está muy lejos de Pomorki».

Volvió a sonar el teléfono, una llamada del campo de aviación de Rogany. Bora aprovechó la pausa para despedirse. En el pasillo, al pie de las escaleras, se encontró con el ayudante de Stark, que le dio una cita para las nueve y media del día siguiente.

Desde Merefa, la ruta hasta Pomorki era muy sencilla: primero Moskalivka y luego Sumskaya; poco más de diez kilómetros si se atravesaba la ciudad, y otros cinco más una vez fuera del límite norte de Járkov, donde había que dejar atrás el aeródromo y la fábrica de cuero abandonada para llegar a una zona boscosa. Bora sabía dónde estaban situados los controles entre el centro de Járkov y Pomorki. Después de hacer una parada en Lissa Gora, la única forma de evitarlos era tomar el segundo puente más al norte sobre el río Lopany desde el barrio de Vaschtchenkivska Levada y seguir una de las largas calles que transcurren de norte a sur más allá, atajando por Staraya Pavlivska en dirección al estadio Dynamo y el parque público que lo circundaba.

A esas horas (las nueve y media) en Sumskaya la llegada del Bezirkskommissar Magunia sin duda habría provocado la consabida actividad de banderas ondeantes, tropas de seguridad y coches blindados. Bora siguió automáticamente la ruta alternativa, consumiendo los minutos y procurando no pensar más allá del gesto físico que estuviese realizando en un momento dado.

El parque que rodea el estadio estaba surcado de senderos de gravilla, más estrechos que caminos. Pero una vez pasado el asentamiento de Ssokolniki, en lo profundo del bosque, incluso los senderos desaparecían. Más cerca de Sumskaya, donde el bulevar se convierte en la carretera hacia Pomorki (y también en la autopista hacia Moscú) detrás del aeródromo, habría tropas de seguridad, pero no por encima de Ssokolniki. Era posible seguir hacia el norte por uno de los caminos de tierra cubiertos de hierba que discurrían en esa dirección. No obstante, la larga balka que dividía la zona boscosa entre este punto y el Instituto de Biología resultaba infranqueable a cuatro ruedas. Bora volvió a la autopista durante el tiempo necesario para atravesar el barranco por terreno asfaltado y después regresó al parque.

Los terrenos del Instituto de Biología estaban abandonados y los árboles asediaban su plaza pavimentada cuando Bora llegó. Aun así, aparcó el GAZ donde nadie pudiera verlo. Unos trescientos pasos lo separaban de las pequeñas villas novyi burzhuy de Pomorki. Tras echar una mirada a su alrededor, Bora transfirió lo que necesitaba del maletín a una mochila de lona, se guardó en el bolsillo la Cruz de Hierro y siguió a pie en dirección a la zona residencial. Se aproximó a esta atravesando el campo de jacintos silvestres, la mayoría de los cuales ahora estaban marchitos, debido a un hervidero de insectos pequeños. Las dachas vacías que había sobre la colina eran todas enredaderas en flor y alambradas desvencijadas. Bora dejó en el suelo la lona apretadamente enrollada que llevaba bajo el brazo para ponerse los guantes, pasó por encima de la verja más cercana y atravesó varios parterres cubiertos de maleza para entrar en el jardín situado dos casas más allá del de Larissa y, tras cruzar este, llegar hasta el recinto descuidado de Larissa. Todos los patios estaban atravesados por caminos de troncos que interrumpían las hierbas altas y la abundancia de flores muertas.

A través de la brecha que había en la alambrada de Larissa, penetró silenciosamente en su propiedad por el lado sur. Había ropa colgada del tendedero y unas cuantas gallinas cloqueaban en alguna parte, pero no estaba Nyusha. Era posible que la puerta principal estuviese encajada o tal vez no, pero seguro que no habían echado la llave. Tanteando rápidamente la espesura donde las hojas de los arbustos eran más tupidas, Bora tomó el fusil de francotirador. Asegurarse de que Larissa no hablase era demasiado fácil. Que no tuviese oportunidad de encontrarse con Stark, ni mucho menos de hablar con él, era una necesidad que Bora se planteó fríamente, junto con todas sus implicaciones. De haber sido un hombre dado a escoger el camino fácil, podría haber puesto fin a este asunto aquí y ahora. Pero, en vez de eso, después de inspeccionar debidamente el arma, se acercó a la puerta abierta del jardín y, tras levantarla para desprenderla de un montículo crujiente de tierra y malas hierbas, la colocó en el camino. Dejó la lona enrollada entre los helechos que había justo detrás de la alambrada. La casa de Larissa parecía dormida mientras volvía a esconderse entre los arbustos; allí, oculto de miradas indiscretas, dejó la mochila a sus pies y esperó junto a un robusto granado.

Si sus cálculos eran correctos, el tiempo que necesitaría el Geko Stark para cumplir con sus obligaciones durante la visita de Magunia, comprobar si la dirección de Larissa que le habían proporcionado era la correcta y llegar en coche hasta aquí podía variar entre dos y tres horas. Las esperas podían ser pesadas, pero, por una vez, Bora no iba con prisa. El calor del día y las nubes a la deriva sobre la maraña de hojas marcaban el paso de los minutos; los insectos volaban rápidamente a su alrededor como motas de bronce y oro. Entrecerrando los ojos por el sol, Nyusha salió un momento a tocar la ropa colgada para comprobar si estaba seca y volvió a entrar en la casa. Con las botas sobre la hierba a la sombra, Bora esperó como alguien que ha ido retirando los pensamientos de su mente como las capas de una cebolla hasta quedarse con lo mínimo imprescindible.

La carretera hacia Moscú, un pequeño tramo de la cual resultaba visible a través del follaje, estaba vacía a estas horas. Magunia saldría del campo de aviación de Rogany a mediodía, así que (si no lo había hecho ya) todo el aparato de seguridad se trasladaría hasta el límite este de la ciudad, más allá del cementerio militar ruso y la fábrica de tractores. Un camión de suministros pasó lentamente, de camino a Járkov, escoltado por una motocicleta y un soldado armado con una ametralladora en el sidecar. Después no ocurrió nada en un largo período de tiempo durante el cual lo que era o había sido Bora se desdibujó y dejó de ser importante. Convertirse en sus propios actos, o en la inactividad en sí misma a la espera de llevarlos a cabo, era el requisito para el éxito. Una disolución temporal, la descomposición de un mosaico que otorgaba la libertad de todas las trabas, incluida la conciencia. Factum mutat facientem: todo acto cambia al que lo realiza. Pero solo después de realizarlo.

Nyusha salió un momento al umbral, llamó a las gallinas y les echó pienso. Desde dentro de la casa, la voz potente de Larissa dijo algo incomprensible, en tono malhumorado. Una tachanka, un carro de campesinos montado sobre ruedas, se desplazaba hacia el norte. Los ladridos de unos perros invisibles al otro lado de la autopista, donde habían quemado varias granjas en febrero, llegaban amortiguados, como si se tratase de criaturas del inframundo. A esta hora, por el reloj de Bora, la mayoría de las unidades del ejército estarían acampadas o en los cuarteles, para la comida del mediodía. La sombra de los árboles se desplazó por encima de su cabeza, creando un dibujo cambiante de luz moteada. La una. En Rogany, el avión de Magunia debía de haber despegado rumbo a Zaporozhye. La mesa de Manstein, cubierta de porcelana y plata, crearía una ilusión de normalidad y estabilidad, como si Ucrania debiera ser alemana para siempre. Bora no sentía ni el calor ni el cansancio de la inmovilidad. «Todos somos motas sobre el mapa de la historia —se le pasaron las palabras por la mente—, pero nos creemos esenciales».

Cuando por fin el negro reluciente del coche oficial entró en Pomorki proveniente de la autopista, como una tortuga lacada, Bora pasó de la tranquilidad a la tranquilidad absoluta. Sería imposible ver si había un chófer al volante o no y cuántas personas iban en el vehículo hasta que se acercase más. El bien calibrado fusil ruso no tenía más prisa que la mano que lo sostenía.

El coche se aproximó desde el otro lado de la filigrana verde de las ramas, frenó hasta detenerse y reveló a un solo ocupante vestido de uniforme color pardo. Se paró unos cuantos metros antes de llegar a la puerta del jardín. El chirrido de la gravilla bajo las ruedas y la puerta al abrirse no resultarían audibles desde la casa. Una polvareda ligera, más fina que los polvos para el rostro, giraba y flotaba tras el vehículo. Con la cabeza descubierta y visiblemente sonrojado por el calor, el Geko Stark se apeó del lado del conductor y cerró la puerta con cuidado. El movimiento que hizo con el brazo derecho fue para abrirse la pistolera. Se paró a escuchar y miró a su alrededor. El silencio reinante en la propiedad de Larissa y en los jardines abandonados que había a derecha e izquierda pareció tranquilizarlo. Caminando con la pistola en la mano, dispuesto a retirar el obstáculo insignificante que era la puerta entornada, quedó completamente a la vista por un segundo. A una distancia de menos de diez metros, Bora no podía fallar; ni siquiera con un arma de mucha menos precisión.

El SVT-40 con silenciador se disparó una vez. Stark cayó, derribado como un corpulento animal de caza mayor. Era poco probable que las mujeres hubiesen oído más que un «pop» indefinido desde la casa, si es que habían notado algo. La verja del jardín estaba en un lugar especialmente apartado, que no se veía desde la puerta. Bora bajó el fusil. «Mantén la calma. Mantén la calma. No te preguntes si tiene los ojos abiertos porque no está muerto. No te preocupes, mantén la calma». Disparar a matar era la lección número uno. Con el fusil sobre el hombro, Bora salió de su escondite para inspeccionar su trabajo. El Geko Stark yacía encogido con su bonita guerrera parda, como si mirase la gravilla que lo rodeaba a través de las gafas. El agujero limpio que tenía entre las cejas, del que manaba lentamente la sangre, añadió un tercer ojo ciego a su rostro liso y como de mazapán, en el que no habían tenido tiempo de grabarse ni la sorpresa ni la furia.

Los ojos estaban ciegos, desprovistos de todo signo de vida. Bora le quitó la pistola de la mano, le limpió el polvo con el pañuelo, volvió a meterla en la pistolera y la cerró. «Martin, mantén la calma». Cogió la lona del parterre de helechos que había junto a la puerta de la alambrada, la desató y la desenrolló, colocó el cadáver encima y, tras envolverlo rápidamente, la ató por la cabeza y por los pies. Confiando en la fuerza de sus músculos y su impecable frialdad, levantó la pesada carga lo necesario para llevarla hasta el jardín. Hacer esto frente a las ventanas de Larissa sin que ella se diese cuenta debía de despertar en él una mezcla de emociones, desde alivio hasta satisfacción pasando por una dulce venganza y justicia, pero las emociones eran un lujo que le estaba vetado a Bora en este instante. Tras colocar el fusil y la mochila de forma que no obstaculizasen sus movimientos, levantó el cadáver de Stark y lo llevó por el camino de troncos hasta la alambrada rota, atravesó la brecha y llegó a las estrechas tablas del siguiente jardín, desde donde, sin pararse, atravesó la siguiente parcela abandonada hasta llegar a los terrenos del Instituto de Biología. El agotador esfuerzo físico hizo que trescientos metros le parecieran tres mil. Al final del camino, el gran edificio, con las ventanas tapadas, dormía un sueño cómplice. Bora colocó su carga en el suelo bajo los árboles, donde la hierba daba paso a una plataforma de cemento recubierta de hojas en torno a los pozos sellados que conducían a las tuberías subterráneas de gas.

Una vez las aflojó con una llave inglesa, las tuercas de la tapadera de hierro más cercana salieron fácilmente. Desde abajo, el olor tibio a tierra limpia ascendió hasta la superficie en cuanto echó a un lado la tapadera. Quitarle al Geko Stark los documentos identificativos, el caro reloj y las llaves del coche le llevó menos de un minuto. Ya revisaría la cartera más tarde. Arrastró el fardo de lona hasta la boca del pozo y se dio cuenta de que iba a tener que hacer fuerza para introducir en este el bulto corpulento del comisionado, con la cabeza por delante. Stark cayó, más de siete metros, hasta el suelo de tierra y las cañerías que había debajo. Lo siguieron la gorra color pardo y el fusil ruso. Bora sacó de la mochila una carga con temporizador, ya unida a la cuerda que le había dado Lattmann. Sostuvo el ovillo en el puño izquierdo mientras hacía bajar lentamente el explosivo por el centro del pozo, desenredando poco a poco toda la cuerda hasta llegar al fondo. Después soltó el extremo que tenía en la mano. Los pensamientos coincidían con los movimientos y el razonamiento se limitaba a lo mínimo imprescindible. Pozo. Tapadera. Tuercas. No quedaba espacio para errores ni lamentaciones.

Después de volver a colocar la tapadera y apretar las tuercas, cubrirla con hojas muertas y enderezar los tallos de hierba que había aplastado a ambos lados de los caminos de troncos que unían un jardín con el siguiente, Bora volvió a la propiedad de Larissa, levantó la puerta de la alambrada para colocarla en su posición original y se acercó al coche de Stark, que estaba aparcado en el sendero. Se aseguró de que no había ninguna mancha de sangre sobre la gravilla. Con el pañuelo, se frotó las suelas de las botas para limpiarlas de hierba y terrones de tierra antes de subir al coche oficial. Se sentó en el asiento del conductor y salió de Pomorki dando marcha atrás.

El primer control en la carretera hacia Moscú, a la entrada de Járkov, se encontraba a más de tres kilómetros al sur de allí, cerca del hipódromo que había junto al aeródromo. Estaría operativo, a pesar de que Magunia ya se había marchado. Bora recorrió la mitad de esa distancia hasta Ssolovivska, una salida aislada en el lado izquierdo de la carretera que desembocaba, a través de una zona boscosa, en la fábrica de cuero que había a orillas del río Járkov. Bora había acampado allí con sus hombres en el 41. La fábrica de cuero, que había resultado gravemente dañada a principios de la guerra, llevaba años cerrada. Bora entró con el coche oficial en el patio de la fábrica y lo condujo hasta un lugar apartado entre los edificios. Una vez allí, aparcó. Dentro de la cartera de Stark encontró la clave de varias frecuencias de radio (incluida, entre otras, la de la prisión de la RSHA y la del puesto de primeros auxilios de las SS en Sumskaya), billetes alemanes y ucranianos de alta denominación, tarjetas de visita, fotos de familia (una mujer regordeta —Deine Sefi— y cuatro hijos rubios), entradas de teatro y la dirección de Larissa escrita a lápiz en la página del día de su calendario de escritorio.

Bora lo dejó todo en la cartera, excepto la dirección de Larissa. Colocó las pertenencias de Stark ordenadamente sobre el asiento del conductor, bajó la ventanilla lo necesario para tirar las llaves del coche al interior tras cerrar la puerta con llave desde fuera y se marchó a pie. Este era el momento más peligroso. Una vez hubo cruzado la carretera, atajó por el parque hasta llegar al Instituto de Biología y regresó a su vehículo, donde volvió a colocarse la cinta con la Cruz de Hierro al cuello. Desanduvo el camino por el que había venido, rodeando el extremo norte de Járkov y cruzando el Lopany, y se puso pacientemente a la cola detrás de los camiones militares que esperaban para pasar el control de Lissa Gora. No sentía ni miedo, ni culpa, ni cansancio, ni mucho menos furia. También sus necesidades corporales básicas habían quedado, aparentemente, en suspenso: no tenía ni pizca de hambre ni sed. Consciente de esto, hizo una parada intencionada en el mesón del callejón Kubitsky, frente a la prisión de la RSHA. Pidió el almuerzo y se aseguró de terminárselo, mientras ojeaba los titulares del periódico local que un oficial estaba leyendo en la mesa de al lado. En el umbral, utilizó la página del calendario con la dirección de Larissa para encenderse el primer cigarrillo que se fumaba en dos años.

El resto del día Bora lo pasó en el cuartel general. Se puso en contacto por radio con su regimiento, para dar orden de que preparasen a los prisioneros rusos para el traslado y los llevasen a la estación de Bespalovka a las siete de la mañana. Después se enfrascó en una concienzuda revisión de las pruebas de imprenta del Manual de tácticas de guerrilla partisanas.

A eso de las seis y media, cenó temprano en compañía de Von Salomon mientras escuchaba pacientemente la historia interminable de la hacienda perdida de Prusia Oriental. Mientras contestaba a los improperios antipolacos del coronel con asentimientos de cabeza, se dijo que podían pasar dos o tres días hasta que encontrasen el coche de Stark en la fábrica de cuero, aunque pronto notarían su ausencia prolongada en el Kombinat. Los soldados del control habían visto al comisionado tomar la carretera hacia Moscú a eso de las doce y media y, les dijera lo que les dijese, seguro que no les había contado que iba a Pomorki a matar a una anciana. En cuanto al cadáver, Bora había programado el explosivo para dentro de veintiún días. Aunque, debido al calor o a los efectos de la descomposición, el artefacto llegase a detonar con una semana de antelación, entonces las fuerzas alemanas de toda la zona se estarían preparando para la futura batalla en torno a Kursk. Una explosión amortiguada dentro de un pozo sellado en mitad de un parque, que destruiría lo que quedase del Gebietskommissar, pasaría completamente inadvertida.

—¿Se ha enterado? —le decía Von Salomon en voz baja, aunque estaban solos en la cantina de oficiales—: El comisionado general Waldemar Magunia ha venido de visita.

—Eso he oído decir en el Kombinat, Herr Oberstleutnant.

—Por lo que dicen, se tomó a mal los disturbios que se produjeron en la ciudad hace dos semanas. Va a arder Troya si decide que el Gebietskommissar Stark es el responsable de las represalias que los ocasionaron.

Bora separó un pedazo pequeño de miga del bollo que había en el lateral de su plato.

—Dudo que se pueda considerar al comisionado responsable de las represalias. Según tengo entendido, la orden la dio el Gruppenführer Mueller, de la Gestapo.

—Y la autorizó el Gebietskommissar.

—Ya veo. —La coincidencia del enfado de Magunia, del que no sabía nada, le resultaría más que útil—. ¿Qué cree que va a pasar, Herr Oberstleutnant?

—Magunia nunca quiso que se crease un distrito adicional en la óblast de Járkov. Espere y verá: aprovechará la oportunidad para ponerle una zancadilla a Stark. Naturalmente, el ejército debe mantenerse completamente al margen de la pelea.

—Naturalmente.

El rostro triste de Von Salomon, inclinado sobre el plato de insípida sopa, no se correspondía con el de un hombre que estuviese contando chismorreos militares.

—Voló desde Kiev so pretexto de una visita programada, pero tiene tan mala opinión de la seguridad en Járkov que Magunia decidió no hablar en público con los administradores de la ciudad esta mañana. Imagínese: llegó con su discurso previamente grabado y ordenó que lo retransmitiesen a todas las oficinas.

—Increíble. —Bora mojó los labios en el vino que llenaba su copa. Su propia tranquilidad empezaba a preocuparle, como si fuese un defecto. La mención de una cinta, de cualquier cinta, debía ponerlo tenso, pero no fue así. La segunda grabación que había sacado de la película de Khan en Borovoye terminaba intencionadamente en el párrafo que precedía a la última página de la declaración del comandante: «Estoy convencido de que está esperando a que se aproxime la temporada de las operaciones de verano: entonces intentará llevar a cabo un golpe de mano en Krasny Yar y se pasará a las líneas soviéticas lo antes posible. El hecho de que Platonov esté prisionero en la zona de Járkov y mi inmediata presencia allí serán, a ojos de Stark, impedimentos para proteger su identidad y hacerse con el botín». Cuando alguien la descubriese, antes o después, la cinta debería apuntar un motivo para la desaparición voluntaria de Stark. Y si Magunia de verdad había venido con intención de cesar al Geko Stark, mucho mejor—. El comisionado parecía estar de buen humor cuando lo vi esta mañana —comentó.

—Tonterías. —Von Salomon bebió un trago de vino—. Es usted demasiado confiado, muchacho. Si desea medrar como oficial de carrera, debe aprender a no confiar en la expresión de un hombre.

—Me lo anotaré, Herr Oberstleutnant.

Merefa

Había tres coches oficiales aparcados frente al Kombinat. No era algo del todo inusitado, pero al pasar junto al edificio Bora no pudo evitar sentir extrañeza. La ausencia de Stark, que tal vez justificase al salir de la oficina o tal vez no, ya se había prolongado siete horas. Los altos mandos disfrutaban de cierta libertad de movimiento, pero estaban en Rusia y en plena guerra, el equivalente de una frontera salvaje. Por la mañana la maquinaria de búsqueda ya se habría puesto en marcha.

Todo estaba tranquilo en la escuela, o eso parecía desde la carretera. Más allá de la hilera de tumbas, en el campo, Kostya le daba los últimos toques a un potrero para Turian-Chai; una zona cubierta de hierba y unas cuantas tablas heterogéneas unidas a martillazos bastarían hasta que Bora lo llevase a Bespalovska. Al girar para entrar en el patio de la escuela, la visión inesperada de un vehículo hizo que el corazón le diese un vuelco en el pecho. El coche estaba aparcado junto a la entrada para resultar invisible desde la carretera y Bora no reconoció la matrícula. Detuvo el GAZ detrás de su parachoques trasero, impidiendo que pudiese dar marcha atrás para irse. «No he cometido ningún error —razonó—, no he dejado ningún rastro. Si alguna vez se lo preguntan, las chicas del burdel holandés de Lissa Gora confirmarán que estuve con ellas desde las once hasta las tres». La madame del prostíbulo era informadora de la Abwehr desde hacía años y Bora se había pasado por allí después de comprar el pienso para que le proporcionase una coartada. Se devanó los sesos. «Espera. Está el calendario, Dios. Si Stark apretó el lápiz al escribir, puede que haya dejado la huella de la dirección de Larissa debajo, sobre la página de mañana».

—El Oberstarzt Mayr ha venido a verle, Herr Major.

El centinela no tuvo ni idea del alivio que sus palabras proporcionaron a Bora porque este le dio la espalda al entrar.

Con botas de media caña y unas anticuadas polainas, el cirujano militar tenía el rostro más amarillo que nunca. La lámpara de queroseno le daba a sus mejillas mal afeitadas el tono de la arcilla mal cocida. A pesar de esto, por deformación profesional, le dijo a Bora de inmediato:

—No tiene buen aspecto. ¿Tiene fiebre?

—Eso creo.

—Bueno, pues ya somos dos.

Bora recorrió el suelo del aula. Junto con un puñado de libros, la pequeña vitrina del maestro contenía la botella de vodka que le había traído Lattmann, de la que aún quedaban tres cuartos. Si había una noche que mereciese abrirla, era esta. Bora pensó lo mismo mientras se quitaba el cinturón con la pistola y lo dejaba en el estante superior.

—Creí que ya estaría de camino a Alemania.

—El tren ha sufrido un retraso. Mañana, si Dios quiere.

«Sí, si Dios quiere. E Ivan y los trenes y el destino que pende sobre todos nosotros como un yunque suspendido de una tela de araña». Bora le mostró la botella con expresión inquisitiva y el cirujano asintió con la cabeza, así que sirvió dos vasos pequeños.

—¿Qué lo trae por aquí, Herr Oberstarzt? Doy por hecho que no se trata de una visita de cortesía.

—No lo es. Arnim Weller se ha puesto en contacto conmigo.

Por un momento, Bora se sintió como si acabasen de quitarle una alfombra de debajo de los pies. No podía permitirse un resbalón. Era esencial que proyectase una imagen de equilibrio y seguridad, y eso hizo.

—¿Cómo?

—¿Cómo? —El cirujano descartó la pregunta con un movimiento que no llegó a ser un gesto de la mano, sino más bien un mero giro de muñeca—. Está en Kiev, como sabe. Y está desesperado.

«No me ha dicho nada nuevo», estuvo a punto de decir Bora, pero se lo pensó mejor. En vez de hablar, se terminó de un trago la bebida.

—Comandante, quiere negociar y vivir.

—Puede que eso no sea factible, ni siquiera útil, en estos momentos.

—¿Por qué? ¿Acaso no necesita una confesión?

Bora se mordió la lengua. «Es increíble lo mucho que uno puede acercarse a delatarse. Tras deshacerme del hombre que andaba detrás de los asesinatos, poco me ha faltado para admitir que atrapar al asesino del que se valió podría traerme más problemas que ventajas». Hizo un esfuerzo por relajar los hombros doloridos e invitó al cirujano a tomar asiento.

—Quiero decir que puede que no viva. No puedo prometerle la vida.

Mayr se dejó caer en la silla, señal de cansancio acumulado o de una angustia sin resolver.

—Weller está dispuesto a arriesgarse. Si lo encuentran otros, se acabó.

Con «otros» podía referirse a la policía, o las autoridades políticas ucranianas, o a Stark. La diferencia era importante. Bora dejó a un lado el vaso vacío.

—¿Cuánto sabe, Herr Oberstarzt?

—No más que cuando hablamos por teléfono por última vez, solo que puedo decirle que en el hospital tenemos nicotina a mano como remedio contra las lombrices.

Bora recordó los suministros médicos que había visto en el Kombinat una y otra vez: insecticidas, desinfectantes, etc. Sorbo a sorbo, sin saborearlo sino como si tomase un medicamento, Mayr bebió el licor. Estar aquí y hablar como lo estaba haciendo era peligroso para él. Bora le concedió este mérito sin sentir ninguna simpatía por él.

—Necesitaré un documento firmado de puño y letra por Weller.

—Lo tengo.

La costumbre de controlar la expresión de la cara se relajó un instante, el tiempo necesario para que Bora parpadease.

—¿Aquí?

—Aquí. —Mayr se sacó de la camisa un sobre en blanco sellado. Tras colocarlo sobre el escritorio, lo empujó lentamente en dirección a Bora, sin quitarle las desgastadas yemas de los dedos de encima. Bora lo miró y después observó la palidez del cirujano.

—¿Cuánto tiempo hace que lo lleva consigo, doctor Mayr?

—Mi sustituto me lo entregó en mano hoy tras llegar de Kiev en avión. Allí, según tengo entendido, el Sanitätsoberfeldwebel Weller se puso en contacto con él en privado y le suplicó que me lo trajese. Como el sobre exterior llevaba mi nombre, lo abrí y encontré un segundo sobre dentro (este), junto con una nota que evidenciaba mucho miedo y arrepentimiento y en la que me pedía que entregase esta confesión al hombre de autoridad que creyese «más dispuesto a escucharla».

—Así que, de entre todos, me escogió precisamente a mí.

—En el país de los ciegos, el…

—¿Tuerto es el rey? Pero tengo dos ojos bien, no uno.

—Entonces es el rey por partida doble. Tenga en cuenta que ignoro el contenido de la carta, aunque me lo imagino después de la conversación telefónica que mantuvimos usted y yo. ¿Qué me dice, comandante Bora?

Bora alargó la mano.

—Primero la leeré.

—No. Primero deme su palabra.

—Tiene mi palabra de que, si el contenido me satisface, veré qué puedo hacer por él.

—Me parece justo.

En cuanto los dedos de Mayr soltaron el sobre, Bora lo cogió. Lo rasgó para abrirlo, algo que, meticuloso como era, no hacía nunca. No había luz suficiente en la habitación y tuvo que acercarse más a la lámpara de queroseno para poder leer la carta. Obviamente, Weller la había escrito estando escondido, cuando la demora en su repatriación le había hecho sospechar que era un hombre marcado. Exudaba temor por su vida y contrastaba con el lenguaje clínicamente sobrio que utilizaba para describir las muertes de Platonov y Tibyetskji. Había administrado a Platonov «0,09 gr de nitrato de acotinina en la solución habitual de agua destilada, glicerina y alcohol» y convencido a Khan de que ingiriera un narcótico por la mañana, no un gramo entero de nicotina en forma de pastilla, «ya que sabía que vomitaría parte de esta era fumador habitual y, además, pesaba cien kilos». Dado el terror que experimentaba, cualquier sentimiento de culpa o arrepentimiento no delataban más que su necesidad desesperada, y el resentimiento de Weller hacia el instigador «por haber explotado la fragilidad de un hombre hasta más allá del límite». Había conocido a Stark en una ocasión en que le llevó unos suministros médicos y se quedó «horrorizado» al darse cuenta de lo mucho que sabía el comisionado sobre la crisis nerviosa que había sufrido en Stalingrado. Tras rendirse ante el chantaje («¿qué otra cosa podía hacer?»), había provocado la muerte de otros tan solo para preservar su propia vida. «Y le pregunto: ¿No es eso lo que hace un soldado? Matar como le ordenan sin hacer preguntas, ¡es lo que hacía todo el mundo en Stalingrado! ¿Dónde estaba la conciencia en Stalingrado? Hice lo que hice para sobrevivir. Lo admito todo, lo confieso todo, porque quiero vivir».

La desesperanza neurótica que le llevaba a confiar a otra persona una nota así mientras aún creía que Stark estaba vivo y en el poder le pareció a Bora el último recurso de un hombre completamente desconectado de la realidad. Lo único que experimentó él fue un desdén y una cólera fríos. Alzó la mirada del escrito para descubrir que, agotado, Mayr se había quedado dormido en la silla. «Si hago llegar esta carta a las autoridades policiales, Weller será ejecutado y negarán o quitarán importancia al papel que jugó Stark en los asesinatos, y aún más al hecho de que fuese un espía, por razones políticas. Y si no lo hago, puede que la cinta parcial de Khan (que acusa directamente a Stark de ser un informador y un espía) nunca salga a la luz, pero al menos internamente “demostrará” su culpa y justificará su desaparición. Von Salomon tiene razón: la animosidad de Magunia podría resultamos útil en ese sentido. Todo depende de que coloquemos la cinta en el lugar más adecuado. En cuanto al coronel Bentivegni, bueno… lo único que hago es arreglar las cosas tras de mí».

Cuando Mayr se despertó con un sobresalto, Bora estaba terminando la carta a su mujer que había empezado el día anterior. Después de firmar, le puso el capuchón a la pluma y apartó el folio para que se secase la tinta.

—Tenemos un acuerdo —dijo, lacónicamente.

Farfullando una disculpa por haberse quedado dormido, el cirujano contestó:

—A Weller le traicionaron los nervios después de todo. Mi colega me ha dicho que delira.

Bora frunció el ceño.

—Lo mejor será que siga haciéndose el loco. —La fiebre hizo que el apretón de manos que intercambiaron fuese seco y cálido—. Sepa que si alguna vez me encuentro con ese cobarde de Weller, le pegaré un tiro en la cabeza. Le deseo un buen viaje de regreso a la patria, Herr Oberstarzt.

Durante la noche, a Bora le subió la fiebre. La enormidad objetiva de su acto y las consecuencias en caso de que lo descubriesen lo movieron, y no por primera vez en los últimos tres años, a guardar una pistola cargada bajo el catre. En un estado de inquietud entre el sueño y la vigilia, vio con claridad las hojas, las sombras, los detalles del jardín de Larissa como si todavía estuviese allí, esperando a Stark; se vio en Trakhenen con Peter, cuando siendo niños se tumbaban boca arriba sobre la manta de montar que su padrastro había traído de la Gran Guerra y miraban las estrellas fugaces. Era verano y las orillas del Rominte estaban llenas de ranas. Pero había otra cosa, algo relacionado con Peter. El calendario de escritorio de Stark no tenía nada que ver con Prusia Oriental ni con su infancia, pero ahí estaba, también. La preocupación malsana por que la huella sobre la página del calendario pudiese delatar la dirección de Larissa y permitir que los investigadores reconstruyesen el itinerario de Stark se tradujo en un deseo muy humano de encontrarse lo más lejos posible de aquí. El sudor le pegaba la camiseta interior al estómago y a las axilas. En su agitación, Bora se sintió tentado de trasladarse definitivamente a Bespalovka y absorberse en trabajo allí, pero no podía olvidar que tenía que quedarse para presentarse en el Kombinat al día siguiente. A eso del amanecer, cayó en un sueño brutal y olvidó que había soñado con la muerte de su hermano.

Martes, 1 de junio

Por la mañana volvía a ser el Bora de siempre y la viva imagen de la frialdad. Esperó hasta las nueve para acercarse al Kombinat. La ausencia del coche de Stark del aparcamiento delantero, cubierto de hierba, era de esperar. Fue la ausencia del sonido de las teclas, el silencio contenido del piso superior, lo que lo impresionó. El ayudante de Stark se levantó de la silla cuando Bora asomó la cabeza desde el pasillo.

—¿Ha llegado el comisionado?

—Todavía no, comandante.

Resultaba difícil juzgar qué pensaba por la expresión de su cara: los burócratas son difíciles de entender, y cualquier cambio en la rutina, independientemente de la razón que lo haya motivado, los hace perder los papeles. Un retraso prolongado les resulta igual de molesto que una catástrofe. Bora lanzó una mirada a su silla de montar, que estaba en el suelo.

—Bueno, he venido por el karabaj. Si no tiene inconveniente, empezaré por ponerle el arnés.

El ayudante bajó la mirada, incómodo.

—Lo siento, comandante Bora. El comisionado general Magunia revisó varios asuntos ayer y decidió destinar el semental a la reproducción. Ahora mismo está de camino a la granja de sementales de Marbach. Lo siento mucho.

Intentó envolver sus palabras en empatía, pero era evidente que tenía la cabeza en otra parte. Esta mañana todos los que trabajaban en el Kombinat estaban afectados por la inexplicable ausencia sin justificar de Stark y, seguramente, también por la hostilidad de Magunia.

Bora contestó (y era verdad) que se llevaba una gran decepción al perder a Turian-Chai.

—Supongo que tendré que hacerme a la idea. —No añadió que, como amante de los caballos, no podía desearle al animal un futuro más feliz que disfrutar de la buena vida a la cabeza de una granja de sementales, lejos del campo de batalla. En vez de decirlo en voz alta, añadió con descaro—: De todas formas, pienso esperar al comisionado. Está el asunto del destino de mis prisioneros rusos y el de un permiso que necesito para conseguir alimentos especiales. ¿Puede hacerme el favor de echar un vistazo al escritorio del comisionado para ver si me ha dejado instrucciones?

—Como sabe, no tengo autorización del comisionado para revisar su escritorio —le explicó el ayudante, pero cruzó el pasillo y entró en la oficina de Stark—. Veré qué hay en la bandeja de salida.

A pesar de la confusión que reinaba en su interior, Bora lo siguió, tranquilo. En apariencia, observaba cómo el oficial ojeaba el ordenado papeleo. Pero en realidad toda su atención se centraba en el calendario de escritorio de Stark, que estaba abierto por la fecha que correspondía. Había separado la hoja anterior, que había utilizado para anotar la dirección de Larissa, con prisas a lo largo de la línea perforada, tanto que de esta aún colgaban fragmentos de papel rotos. No había otras notas ni recordatorios a la vista. El cajón derecho del escritorio estaba entreabierto justo lo necesario para meter o sacar algo, seguramente tal y como lo había dejado Stark después de coger la pistola de camino a casa de Larissa.

El asistente parecía desconcertado.

—No lo sé, comandante. No… se nos ha informado de las reuniones del Gebietskommissar para el día de hoy. Tal vez sea mejor que se pase por aquí más tarde, o incluso que llame por teléfono antes de venir.

—Muy bien, entonces. Le dejaré una nota. —Sin esperar a que el ayudante se mostrase de acuerdo, Bora agarró un lápiz del escritorio de Stark y escribió vigorosamente en la página del calendario. «Entrega de 123 obreros rusos comenzada desde Bespalovka a las 4:00 del 1 de junio; llegada confirmada a la estación de tren a las 6:30. Espero instrucciones suyas. Bora (comandante, ejército)». Si la nota de Stark había dejado alguna huella sobre el papel de debajo, ya había quedado tapada de sobra—. Entonces, ya está. Por favor, pida que lleven la silla de montar y el arnés a mi vehículo.

Cuando salió del Kombinat, Bora tuvo conciencia de lo mucho que le dolían el cuello y los hombros después del esfuerzo de acarrear el peso muerto de un hombre corpulento. Por lo demás, era todo un maestro de la compostura. En la carretera hacia Járkov se cruzó con una fila de vehículos sin identificar de las SS y la Gestapo que viajaban en dirección contraria.

—¿Qué ocurre? —les preguntó con indiferencia a los soldados que había en el control. No lo sabían, pero Bora intuyó que los vehículos debían de pertenecer a la partida de búsqueda. Hizo una parada en el cuartel general de la división para que le actualizaran y firmaran las órdenes y tomó la carretera hacia el sureste que conducía a Smijeff y Bespalovka. A medio camino, se desvió hacia Krasny Yar.

Varios campesinos de Schubino y los alrededores aún estaban congregados en el claro que había entre la granja Kalekina y el bosque, tras haber venido a identificar y enterrar a sus hijos y nietos muertos. Las tumbas recientes cavadas en el espeso suelo, recubiertas de terrones de tierra del tamaño de puños, formaban una hilera a lo largo de la verja desvencijada que Bora había enderezado hacía unos días. Una vez logró que entendieran que no era uno de los que habían participado en la operación, Bora consiguió que los reticentes ancianos y las afligidas mujeres de luto hablasen. Cuando les preguntó por las viudas Kalekin, le dijeron que la mayor se había ahorcado en el cobertizo del tractor.

—Así que ahora, ya no queda nadie de su familia y ella he dejado de sufrir.

—¿Y la pequeña?

—La pequeña se ha ido a vivir a Oseryanka con el sacerdote.

En la casa desolada, abierta y seguramente ya saqueada, una brisa tibia hizo que las cortinas baratas de algodón que cubrían las ventanas se agitasen como si estuviesen vivas. Bora recordó la primera impresión que le causó el interior de la granja como un mundo subacuático donde dos mujeres mágicas se movían sin hacer ruido. Ahora la temblorosa tela era como algo perdido que flotase tras un naufragio. La tristeza que sentía parecía excesiva pero, en cierto sentido, adecuada al día.

Tres de los besprizornye todavía estaban tirados donde los habían arrastrado las SS. Jóvenes muertos por fuego de ametralladora con las ropas hechas jirones. Nadie los había reclamado. Sin reclamar y desconocidos, los campesinos los acusaban de todos los males cometidos por todos, desde los robos hasta el asesinato del viejo Kalekin. Por esa razón, y por el hedor, todos se mantenían alejados. Los chicos muertos yacían bajo una nube de moscas. Uno tenía el pelo largo y despeinado, los otros dos llevaban el cráneo afeitado y todos iban descalzos y estaban escuálidos. De aire y desdicha, como había dicho Roth, era de lo que se habían alimentado desde hacía meses, tal vez años. Bora repartió algunos karbovanets para que los rusos consintiesen en cavar una tumba para ellos también. «Después de todo, las SS me hicieron un favor. De lo contrario, habría tenido que fusilarlos yo mismo».

Lo que más le sorprendió fue averiguar que, al contrario de lo que era de esperar, ninguno de los civiles se había aventurado en el bosque durante los últimos dos días. Algunas de estas mujeres y hombres ancianos, que habían venido a pie desde una distancia considerable, estaban dispuestos a volver sin sus hijos antes que enfrentarse a Krasny Yar.

—Puede que haya otros cadáveres —les dijo Bora—. ¿No quieren saber si dejaron a otros jóvenes desaparecidos donde cayeron?

Lo rodearon con las cabezas gachas (pañuelos blancos y sienes peladas o canas, testarudos y con la boca cerrada) mientras alguien cavaba una fosa poco profunda para los chicos sin reclamar. No se puede razonar contra la superstición. Ni tampoco contra otras cosas, mucho más pragmáticas. Bora continuó de camino a Bespalovka convencido de la explicación pragmática: después de todo, esta había motivado su petición de nuevas órdenes y la parada en el bosque. Una vez llegó al campamento del regimiento, ordenó entrar en Krasny Yar no según el plan original, sino como si se dispusiesen a tomar un fuerte, en una operación envolvente cuya organización le llevó la mayor parte del día.

«Escrito en Bespalovka, 3 de junio. Gracias a Dios que los alemanes aprendimos la lección sobre el combate en el bosque en 1941. Algo me decía que no debía fiarme de Krasny Yar esta vez. Ayer, mientras ordenaba a una compañía que fingiese un ataque frontal por el centro del bosque, decidí enviar a otra a barrer el límite norte, donde las SS habían limpiado los campos de minas. En cuanto entraron en terreno cubierto de árboles, Ivan abrió fuego con todo lo que tenía: los francotiradores, los morteros y las ametralladoras hicieron trizas el bosque. Mataron a dos de mis soldados en el acto y dejaron inmovilizados a los demás durante un tiempo.

»En los tres días que han pasado desde que los de la Totenkopf expulsaran a los besprizornye, siguiendo la idea equivocada de que, como el rayo, las SS nunca golpean el mismo lugar dos veces (ni tienen necesidad de hacerlo), es evidente que los partisanos rusos se trasladaron a Krasny Yar. Lo mismo da que se tratase de los que consiguieron escapar de la 198.ª División de Infantería cerca de la granja Obasnovka durante las Termópilas o de unidades nuevas llegadas desde el otro lado del Donets. La confusión, sus fuertes gritos y el potencial de fuego podrían habernos impresionado hace años, pero no ahora. Los mandos de mi escuadrón consiguieron evitar que los hombres perdieran el aplomo, aunque por un momento creo que se vieron sobrepasados. No se veía de dónde provenían los tiros, del cielo llovían ramas rotas y las cargas explotaban a derecha e izquierda: Varo debió de experimentar una sensación de consternación parecida en Teutoburgo. Por suerte, estábamos mejor equipados y organizados que él. Llamarlo una feroz batalla sería demasiado, pero durante algo más de dos horas fue un infierno. Tardamos todo ese tiempo en doblegar su tozuda resistencia, sobre todo en torno al kurgan que hay en el corazón del Yar. Me aseguré de apostar soldados en el vado del Donets más cercano, ya que sabía que los rojos intentarían escapar en esa dirección. También coloqué a varios hombres en Schubino y en la granja Kalekina. En cuanto a mí, decidí avanzar con la compañía “señuelo”, donde, gracias a los soldados experimentados, hasta los novatos consiguieron mantener la calma bajo fuego enemigo.

»Nos llevó hasta la tarde tensar la red, más de diez horas en total. Todos nos sentíamos provocados con razón, y lo que más nos frustró fue que al final, en lugar de rendirse, algunos de los partisanos se llevaron una granada a la barbilla y se hicieron saltar por los aires. A otros los mataron a sangre fría su propia gente. Solo conseguimos capturar a un puñado de ellos cuando todo terminó, junto a la zanja cercana al bosquecillo de avellanos, en el lugar que llaman Oryechovoy. Su comandante, un oficial del ejército que había recibido heridas graves, suplicó que le diésemos la pistola. Solo estábamos presentes Nagel y yo. Nagel frunció el ceño. Me miró para que le diese mi aprobación, y como el hombre estaba demasiado débil como para mantener recta la pistola, Nagel lo hizo misericordiosamente por él.

»Así que por fin ha terminado: se han exorcizado los últimos fantasmas de Krasny Yar. Aunque ha merecido la pena, me ha costado quince bajas. Después del barrido, reconstruí parte de los pasos que Nagel y yo seguimos cuando entramos juntos en el bosque por primera vez, para ver a qué se habían dedicado los ingenieros de la Totenkopf. Estaba todo patas arriba allí donde habían hecho volar por los aires otras cuevas y escondites. Habían colocado hábilmente varias cargas de demolición en el kurgan para que el corredor derruido explotase sin causar otros derrumbes. La explosión dejó al descubierto lo que llamo una cámara interior por falta de una expresión mejor, de 3 × 3 metros, donde deben de haber guardado los cajones durante todos estos años. Una falsa cueva del tesoro, por así decirlo. ¿Conocerían los niños salvajes, los besprizornye, aunque fuese remotamente, su existencia? Puede que les ocurriese lo mismo que cuando se transmiten los recuerdos de ciertos acontecimientos en todas las sociedades primitivas, hasta que se convierten en fábulas. Pero los tabús permanecen, los extraños pactos y las leyes tácitas siguen siendo inviolables. En este país no es tan difícil que chicos que eran poco más que niños mataran y murieran: hace no más de una década, los padres de Kostya dejaron morir de hambre a su hermana de cuatro años, que era débil, para salvarlo a él y a otro hermano sano, ¡aunque lloraba y le suplicaba comida a su madre! ¿Qué sabemos los alemanes? ¿Cómo podemos juzgar? Incluso como soldado, me siento apenado por todo esto, por todas las personas implicadas. Como lo expresó Nagel a su manera concisa una vez que terminó la batalla: “un lugar en el que la misericordia significa ayudar a un hombre a suicidarse es un lugar malsano”.

»Definitivamente, Krasny Yar ahora está libre de ocupantes. Los ingenieros de la 161.ª están desmantelando los campos de minas que quedan para prepararse para la ofensiva de verano. Hasta que recibamos la orden de marchar, Gothland acampará en Bespalovka, listo para partir en cualquier momento».

Járkov

El informe que presentó a Von Salomon fue conciso. El teniente coronel escuchó a Bora sin sentarse ni un momento tras su escritorio. Con las manos detrás de la espalda, empezó a andar en línea recta entre la ventana y la puerta cerrada de su oficina. Las últimas noticias sobre el comisionado Stark, que habían conmocionado a los cuadros administrativos de Járkov, eran lo primero en su mente.

—¿No los ha visto pasar? La Gestapo lleva desde las diez en el Kombinat. Y tras la información que recibieron de la Oficina Central de Seguridad, sus hombres también visitaron el cuartel general de la Totenkopf aquí, en Járkov.

Bora esbozó un asentimiento de cabeza. Había esperado que la desaparición de Stark avivase las diferencias entre las SA y la Gestapo; que la policía estatal también se hubiese presentado en la puerta del brazo armado de las SS era una ventaja añadida. Dijo:

—Me crucé con varios coches oficiales que se dirigían al Kombinat, Herr Oberstleutnant. ¿Con qué motivo? Por lo que vi, el coche del comisionado todavía no estaba aparcado allí cuando pasé por el Kombinat.

—Precisamente. —Von Salomon se giró sobre los talones una vez llegó a la ventana—. Lleva ausente sin justificación desde el día 31, ¿lo entiende? Recuperaron su automóvil a primera hora de esta mañana en una zona industrial a las afueras de Járkov, con su cartera y la pistola dentro. Desapareció por voluntad propia, según parece. No hay signos de violencia, nada. La ciudad es un hervidero de rumores. La mayoría considera la visita de Magunia el factor que la precipitó. Circulan chismorreos disparatados: según se dice, el martes encontraron una cinta en el escritorio de Stark en la que se lo acusaba de tratos ilícitos y cosas por el estilo. —Bora, que había metido él mismo la cinta en el cajón, mostró una sorpresa moderada: «¿en serio?»—. Y eso no es todo. La Gestapo revisó los almacenes y los suministros del comisionado y supuestamente descubrieron varios cajones (no sé de qué tipo; cajones) llenos de tierra y piedras, ¿no le parece increíble? Como en la película Nosferatu, ¿eh? ¡Pero el vampiro solo llevaba consigo tierra de Transilvania! Según los rumores, los cajones debieron de contener objetos de valor, porque se encontraron restos de joyas de oro entre la tierra después de tamizarla… Sería algo inaudito. Lo he sabido por una fuente de confianza: se sospecha que Stark se guardaba para sí parte del oro que le confiscaron a la comunidad judía de Kiev hace dos años y que planeaba fugarse con él a algún lugar, que solo puede ser… algunos dicen que a Suiza; otros, que tenía intención de pasarse a los rojos… Oficialmente, nada de esto ha salido a la luz, por supuesto. ¡Pero la historia de la cinta! ¿Por qué iba Stark a guardar una cinta comprometedora en su escritorio? ¿Qué dice usted, comandante?

—Digo que no deberíamos dejarnos deslumbrar por los rumores, Herr Oberstleutnant. No veo cómo el comisionado iba a poder llegar a Suiza desde aquí con un cargamento de oro robado.

—Cierto.

—¿Y pasarse a los rojos? ¡Solo un desertor se pasaría a los rojos!

—Cierto.

—En cuanto a la cinta que dicen haber encontrado en su escritorio, suponiendo que de verdad exista: si no es la única copia de la película que existe, de nada le serviría a él ni a ninguna otra persona destruirla. Sin duda circularán otras.

—Cierto, cierto. —Von Salomon dejó de andar. Miró la hora en su reloj y se crujió los nudillos—. Sí que es usted muy lúcido. En general, no son más que rumores. Están buscando a Stark por toda la ciudad. Puede que le contrariase la visita de Magunia y se pegase un tiro.

—No con su pistola, si, como dice, la encontraron dentro del coche.

—Oh, bueno; tampoco es que nos importe. El ejército tiene mucho que ganar manteniéndose al margen. Y volviendo a asuntos importantes: ¿Cuándo piensa trasladarse definitivamente a Bespalovka?

—El sábado como muy tarde, Herr Oberstleutnant.

—Excelente. Entonces, lo veré sobre el terreno. Y ¿podría hacerme un favor, comandante Bora? Tenga la amabilidad de llevar en coche al Heeresoberpfarrer Galette adonde le pida cuando salga del edificio.

Bora lo habría hecho de todas formas, por razones personales. El capellán castrense Galette se pasaba por el cuartel general de la división dos veces a la semana, los jueves y los sábados. Después del almuerzo, Bora lo acompañó en coche hasta su alojamiento y, dado que el capellán llevaba consigo el altar portátil y todo lo necesario para decir misa, se ofreció a ayudarle a subirlo a su habitación del segundo piso.

Habría sido un buen momento para aprovechar la ocasión y confesarse, pero Bora no estaba de ánimo para contar nada en este momento. Aunque sí confió la película de Khan y la nota de Weller al sacerdote.

—Bajo secreto de confesión —especificó—. Para que se las entregue al jefe de la Oficina Central de la Abwehr, el coronel Eccard von Bentivegni, de mi parte cuando llegue a Berlín.

Como antiguo secretario de Hohmann, Galette pocas veces hacía preguntas a los antiguos alumnos del cardenal más allá del mínimo imprescindible. No preguntó por qué Bora había preferido evitar la cadena de mando de la Abwehr en el frente oriental. Guardó en un lugar seguro lo que le había dado Bora.

—Su eminencia no tiene noticias suyas desde hace tiempo, comandante —fue su razonable respuesta—. Desea que recuerde que para nuestra santa madre Iglesia ningún acto es tan nefasto como para cambiar para siempre al hombre que lo comete, siempre que se arrepienta.

Bora no sonrió, pero mantuvo la cortesía.

—El arrepentimiento es el quid de la cuestión, Heeresoberpfarrer: no siento ninguno en absoluto.

La distancia que separaba el alojamiento de Galette en el centro de Járkov de Pomorki era de menos de nueve kilómetros, aunque Bora la multiplicó por dos al decantarse por los caminos secundarios sin vigilar. Cuando atravesó con el coche la puerta abierta de la alambrada, Nyusha estaba en el exterior de la dacha, buscando huevos donde las gallinas los habían puesto en el jardín. Levantó la mirada, alarmada, hasta que lo reconoció. Bora se preguntó cuándo dejaría su llegada de hacer que las mujeres reaccionasen con miedo. Vio cómo se limpiaba las manos en el delantal y se dirigía a la puerta para anunciar su visita.

—No tengo por qué entrar —le dijo. No había conseguido reunir mucha azúcar, algo menos de cien gramos, en la bolsa de papel que entregó a la chica—. Dele esto a la muy estimada, la mnogouvazhaiemaya Larissa Vassilievna, de parte de Martin Friderikovitch, y con recuerdos del general Tibyetskji.

—… y con recuerdos del general Tibyetskji —repitió Nyusha, pronunciando lentamente las palabras—. Sí, señor. —Los huevos formaban pequeños bultos en los bolsillos de su delantal y las gotas de sudor perlaban la pelusa de melocotón de su joven rostro. ¿Quién sabe? Puede que su marido, el soldado, se la imaginase justo así cuando murió, iluminada por el sol en un exuberante jardín… sin el oficial alemán.

Bora pensó, y no era primera vez, que su lugar no estaba en ninguna parte. Por alguna razón, la última imagen que había preparado de antemano para su propia muerte era la de Remedios en España, porque Remedios representaba a todas las mujeres que había conocido antes y después, incluida su mujer. Pero ya no encajaba en la España de 1937, como tampoco lo hacía en la Ucrania de 1943: ser consciente de ello lo liberaba, lo condenaba a la soledad, o ambas cosas. Dijo:

—Dele las gracias a la estimada Larissa Vassilievna por haberme mostrado su «hermoso rincón» y pídale que rece a Nuestra Señora de Oseryan por mi hermano y por mí.

Merefa

Aún había unas cuantas cosas que hacer antes de dejarles la escuela a los operarios de radio del 7.º Panzerkorp. A las 3:45 p. m., Bora llamó a su asistente.

—Vaya a la estación de tren, Kostya. Va a venir su mujer. —Ignoró el asombro del joven y siguió concentrado en trasladar documentos del escritorio a su maletín—. Llévese sus cosas consigo. Aquí tiene sus papeles, ella tiene los suyos. Suba al tren y vaya con ella a la casa de mi familia en Alemania: hay trabajo para ustedes en Borna. Les gustará. Pase lo que pase, siga mi consejo: no vuelva a Rusia después… ocúltese si es necesario.

Kostya empezó a llorar. Pero Bora estaba de mal humor y no le apetecía ver sus muestras de aprecio.

—Sí, sí, bien. Ya basta. Tiene diez minutos para llegar a la estación. Llévese al centinela para que traiga de vuelta el droshky. Él cuidará de las gallinas, no se preocupe. Sea bueno con su mujer y deje que se ponga pantalones de vez en cuando.

La sensación en la escuela, después de haberse marchado todo el mundo, era de soledad. Bora metió en la maleta las pocas cosas que todavía no se había llevado a Bespalovka durante los últimos días. Por las ventanas abiertas, el canto lejano de los pájaros penetraba en la habitación, y era el único sonido que se percibía. Le había dado la tarde libre al centinela para ordenar las ideas, o para asumir un último riesgo. Desde el lunes, era la primera ocasión que tenía de plantearse las cosas de forma menos urgente e inmediata. Creyó que su ansiedad aumentaría cuando, en realidad, lo que se apoderó de él fue el cansancio físico; y, más aún, una necesidad irresistible y casi desesperada de descansar. Durante la actividad frenética de los últimos días, había estado trabajando de sol a sol. La falta de sueño y la tensión hacían que notase todos los músculos tensos y doloridos, como si se hubiese enzarzado en una pelea a puñetazos. Todo su cuerpo quería apagarse. Bora se sentó en el catre diciéndose que no era la clase de hombre que se echa una siesta durante el día, ni mucho menos cuando tenía trabajo que hacer… y este fue su último pensamiento antes de quedarse dormido.

En su sueño, estaba con Dikta en su habitación de Praga. Fue todo dulzura, no una competición agotadora, como ocurría a veces cuando hacían el amor. En Praga, Dikta estaba furiosa, y aun así (tal vez para convencerlo de que no volviese a Rusia, ¿quién sabe?) le había dado más dulzura de la que jamás había experimentado. El amor que habían compartido y el recuerdo de este hicieron que se sintiera invadido por la ternura, en vez de simplemente excitado, al despertar. En el calor de la tarde, Bora intentó volver a quedarse dormido para poder revivir fragmentos de la escena. Pero lo único que surgió en su duermevela fue el techo de la habitación del hotel, no como era en realidad, sino tosco y recargado, láminas de metal prensado como las que había visto en el cine Narodnaya Slava. O no, tampoco era un techo: era una plancha de metal sin límites, una inmensa ala de avión que flotaba sobre la cama; un cielo de plomo. Era desagradable y opresivo y lo hizo despertar definitivamente, en un estado de premonición y alerta.

Una hora más tarde Bora estaba quemando en la estufa el puñado de papeles que no pensaba llevarse a Bespalovka. Kaspar Bernoulli debía de haber aparcado en la carretera, porque no oyó el chirrido de la gravilla bajo los neumáticos, sino solo el sonido de los guijarros desplazados mientras alguien se acercaba a la puerta.

—¿Comandante Bora?

—Pase, su señoría.

En mangas de camisa y tirantes, Bora ya se había levantado para buscar la casaca cuando Bernoulli negó con la cabeza.

—Tal como estaba, por favor. Continúe con lo que estaba haciendo. —Él iba vestido con la misma severidad de siempre. El resplandor de la ventana trazaba dos lunas crecientes gemelas en tonos verdes y azules sobre el cristal de las gafas. No podía evitar preguntarse cómo era capaz de ver desde detrás de esos espejos de colores.

El calor y el silencio que reinaban en la habitación, un silencio atónito que lo rodeaba todo, hacían que esta hora del día pareciese tan fantasmal como la medianoche. En cuanto Bernoulli llegó al centro de la habitación y se detuvo allí, sus ojos oscuros se hicieron visibles por detrás de las lentes.

—Voy a volver a Berlín, comandante Bora.

—Ya lo había pensado.

—¿Quiere que entregue alguna cosa en persona en la capital?

—Se lo agradezco, pero no.

—¿Ni siquiera al coronel Bentivegni?

—No.

Los trozos de papel despedían un olor penetrante y ácido al quemarse. Bernoulli observó la palidez y el ceño fruncido del joven, el riguroso esmero con el que destruía los documentos. Dijo:

—Ya sabrá que ha desaparecido el comisionado Stark.

—Sí. —Bora levantó la mirada y la fijó directamente en los ojos del juez militar—. Lo sé bien, Heeresrichter. —Hizo una bola con una hoja escrita a máquina y le prendió fuego con una cerilla—. En Kiev me preguntó si podía demostrar quién había matado a Platonov y a mi célebre pariente, Khan Tibyetskji. Bueno, ahora puedo.

—Ajá. —Bernoulli respiró hondo, inhalando, según parecía, el humo invisible. En el exterior, las moscas golpeaban contra los mosquiteros de las ventanas, incapaces de entrar—. Y supongo que no por ello se siente mejor.

—Ni pizca.

—Dígame, al menos, que había un motivo más elevado detrás de los crímenes.

—No lo había. Perdone que no le cuente más, juez Bernoulli. Será mejor que dejemos el asunto.

Se produjo un silencio bastante largo, durante el cual Bora quemó también varios bocetos y acuarelas a medio terminar que sacó de su baúl. El juez permaneció en pie. Entre ambos, junto a su sobre azul empolvado, la fotografía de estudio de Dikta estaba bocabajo sobre el escritorio.

—Objetivamente, comandante, parece usted bastante preocupado para ser alguien que acaba de resolver un caso difícil.

El juez no dijo nada más para provocar una revelación por parte de Bora. No obstante, la fotografía que había sobre la superficie de madera se convirtió de forma automática en el foco de interés de ambos hombres, simplemente por estar allí. No hacía falta mencionar a Dikta para saber que era un factor ni subyugar sus pensamientos y canalizar el deseo, la curiosidad, el resentimiento masculino. Bora abordó la atención de su invitado por el rectángulo de papel mate.

—No dejo de repetirme que no es así, pero creo que, al ofrecerme voluntario otra vez, la he perdido.

—¿Sí?

—Sí.

—Son cosas que entran dentro de lo posible.

Sorprendentemente, o simplemente porque su dolor estaba más allá de la vergüenza y las convenciones sociales, Bora no reaccionó cuando el juez alargó la mano en dirección a la fotografía y le dio la vuelta.

El resultado fue un escrutinio frío y cuidadoso. El rostro pensativo de Bernoulli no perdió ni un ápice de su severidad. Dejó ver que, bajo su mirada, la intimidad extrema de la imagen, su significado como medio de seducción privado quedaban reducidos a sus elementos básicos hasta convertirse en nada menos (y nada más) que una prueba crucial. Sobraban los comentarios. Pero los médicos realizan diagnósticos y los jueces emiten sentencias. Bernoulli volvió a meter escrupulosamente el retrato en su sobre.

—Permítame —dijo. Con sus manos de dedos firmes, rasgó por la mitad el sobre y la fotografía y después volvió a partirla en dos—. Es necesario. —Con un paso, se reunió con Bora, junto a la estufa. Tiró los fragmentos al fuego, donde se rizaron en mitad de una llama azulada y desaparecieron—. Esto también se mide según la paradoja de San Petersburgo.

«El valor de un objeto no debe definirse en función de su precio, sino de la utilidad que puede obtenerse de él».

Bora notó un sabor a sangre en la boca. El labio inferior, que se había mordido, no le dolía, pero sí sangraba. Siguió tirando rigurosamente trozos de papel a la estufa hasta terminar. Excepto por una despedida, Bernoulli y él no volvieron a hablar hasta que el juez se marchó de la escuela para dirigirse a la salida de Alexandrovska. Desde allí viajaría hasta el campo de aviación de Rogany, pasando por Khoroshevo y Bestyudovka. Hasta Alexandrovska, era el mismo itinerario que Bora, tras ceder su puesto a los operarios de radio, siguió al día siguiente, solo que continuó hacia el este hasta Borovoye.

Viernes 4 de junio, Borovoye

Lattmann bajó el volumen de la radio. Se oía en voz baja una melodía melancólica sobre la patria y las estrellas relucientes, pero, una vez que giró el dial, la cantante pareció estar muy lejana, perdida en el fondo de un pozo solitario.

Bora y él no necesitaban ni explicaciones ni detalles. La última salida del Geko Stark era un hecho consumado, tanto que Lattmann no le preguntó por ella. La primera noticia que le dio a su amigo fue que se había producido un incendio en Krasny Yar.

—Desde la colina que hay aquí fuera se ve el humo. En un momento dado, hasta tapó el sol. Ese sacerdote chiflado cumplió con su amenaza, después de todo. La policía ucraniana lo pilló in fraganti y lo arrestó, pero es probable que la Iglesia ortodoxa autocéfala interceda para que lo pongan en libertad. Si prestas atención, verás que huele a carbón. Y cuando el viento sopla en esta dirección, caen cenizas.

A Bora le invadió una extraña sensación de alivio.

—Por aquí, cuando las cosas terminan, terminan de verdad.

—Ajá. Siempre que no tengamos que memorizar Nyema piva, nyema vina, dasvidania Ukraina. Ya hay escasez de vino y cerveza… sería una lástima tener que decir «adiós a Ucrania», encima.

—Yo sigo siendo optimista. Aquí tienes, tabaco ruski… el mejor que he encontrado.

—Mi pipa te da las gracias. Escucha: también tengo una noticia sobre Odilo Mantau, ese dechado de inteligencia: por lo visto, el otro día le estalló uno de los neumáticos, que llevaba demasiado inflados, mientras iba por una carretera de montaña, y se cayó de cabeza al barranco. Bueno, no murió, pero no va a entrar en acción en lo que queda de guerra. —Con una sonrisa crítica, Lattmann miró a Bora de pies a cabeza—. Espuelas, pantalones con fondillo de cuero: te trasladas definitivamente a Gothland, ya veo.

—Correcto. Nagel vendrá dentro de una hora a recogerme. El regimiento va a partir dentro de poco.