28 de mayo por la tarde, Merefa
A mediodía, tras aterrizar sanos y salvos en Járkov, Bora llevó a Von Salomon al cuartel general de la división. Allí recibió la desagradable noticia de que un batallón Totenkopf de las SS se había adelantado a sus planes de reconocer Krasny Yar y la operación llevaba efectuándose desde el amanecer del jueves. Obviamente, no se podía exigir exclusividad en una misión. Pero, aun así, el momento y el objetivo escogidos lo alarmaron. Ahora que solo le quedaban unos pocos días antes de tener que dedicar todo su tiempo a preparar al regimiento para la acción a gran escala, Bora se crispó por haber llegado tarde una vez más. Las unidades de la 161.ª División de Infantería que había acampadas en la zona informaron del paso de tropas, tiroteos y explosiones al azar en el bosque. Este último detalle provocó la reacción de Bora. «Si existe Dios, esos cabrones metomentodo se habrán topado con nuestros campos de minas o con los de Ivan; pero lo más probable es que fuese su manera de despejar el camino o que hiciesen volar algo en el Yar: ¿qué, y para qué?».
El uso de armas de fuego confirmaba la presencia de fuerzas hostiles (aunque, tratándose de la Totenkopf, no necesariamente), mientras que las detonaciones podrían indicar una forma rudimentaria de hacerse con lo que estuviese oculto en el bosque, fuera lo que fuese. Aún faltaba por saber si las SS habían actuado de forma rutinaria y descubierto ocupantes y materiales por casualidad o si se les había encomendado específicamente la tarea de buscar ambas cosas en Krasny Yar.
—¿Sabemos quién autorizó la operación? —le preguntó Bora al teniente chupatintas de Von Salomon.
—Por lo que sabemos, señor, la planeó el propio Oberstgruppenführer Max Simon, de las SS, que se la confió al 3.er Batallón de Ingenieros Panzer. Cuando informaron a nuestro cuartel general, la operación ya había comenzado.
—¿Por qué los ingenieros?
—No lo sé, señor.
Bora había visto a los miembros de la Totenkopf servir como brigada de incendios en Járkov, pero conocía su reputación de brutalidad. Ahora que su padre fundador, el general Eicke, había muerto de un tiro en primavera, los dirigía Simon. Oficialmente de camino a Bespalovska y a su regimiento para hacer el seguimiento de la operación Termópilas, Bora salió hacia Borovoye directamente desde el cuartel general de la división.
Lattmann no pudo añadir mucha información. Las SS mantenían silencio radiofónico y se habían desplazado rápidamente hasta la zona de la operación.
—¿Dirías que con prisas?
—Diría que, aparentemente, entraron sabiendo exactamente lo que hacían.
—No es así como se reconoce el terreno.
—En absoluto. Pasaron varios camiones y vehículos blindados, los vi desde aquí. Tengo informantes en Vodyanoyo, veremos qué tienen que decir.
—¿Vodyanoyo? No está lejos del caserío Kalekin.
—Sí. Sería peligroso para mis fuentes desplazarse mientras anden por aquí los de la Totenkopf. Traerán la información en cuanto se marchen las SS.
Bora habló con los ojos fijos en el mapa.
—Puede que entonces sea demasiado tarde para los detalles. Conozco a las viudas Kalekin, así que tengo una excusa para ir hasta allí. Además, está de camino a Bespalovska. Demonios, la granja está a seis kilómetros de aquí. Podría ir andando.
—Ni lo pienses. A pie resultarías demasiado sospechoso si llegasen a verte. ¿Qué tienes que ver tú con las viudas?
—Sus hijos acabaron en el Yar. Si tengo suerte, ellos y otros como ellos serán el motivo de la redada de la Totenkopf. Si no, habré perdido mi oportunidad de entender por qué mataron a Khan y a Platonov.
Las viudas no estaban en la granja. Bora aparcó el vehículo GAZ en el cobertizo del tractor (que habían añadido al colectivizarse la granja), bajo un gigantesco letrero colgado de la pared que ponía «Amistad entre los pueblos». Las cascarillas del grano volaron con la misma ligereza que los insectos muertos cuando barrió el suelo de tierra con las botas. Una escalera de mano llevaba a un entresuelo en el que anteriormente se almacenaban utensilios y piezas de repuesto pero que ahora estaba vacío. Subió, arriesgándose a caer por entre los tablones desvencijados, y se acercó con cuidado a un pequeño ventanuco a través del cual debería verse el límite suroeste de Krasny Yar. «Detrás de un vidrio oscuro…». Los cristales de la ventana, opacos por el polvo, no le permitían ver. Sin contemplaciones, Bora los rompió con la culata de la pistola. Tuvo que agacharse para mirar a través de la abertura baja, manteniéndose en equilibrio sobre el precario suelo sin poder agarrarse a nada, ocupado en enfocar los prismáticos.
Más allá de los cobertizos de una sola planta del complejo de la granja, cinco camiones Opel esperaban al borde cubierto de hierba del bosque. Recortada frente a un cielo tostado como el estaño, la operación en sí debía de estar terminando: Bora había llegado justo a tiempo. La unidad Totenkopf se estaba reagrupando para marcharse. La lideraban varios oficiales, y lo más interesante fue ver cómo arrastraban varios cajones de madera (Bora contó cuatro, pero puede que ya hubiesen cargado algunos más) en dirección a uno de los camiones. Desde donde estaba, se parecían a la caja de municiones que había visto durante su reconocimiento con Nagel. A juzgar por el esfuerzo necesario para levantarlos y meterlos en el vehículo, debían de ser muy pesados. Nadie hizo intento de abrirlos, y menos aún de mirar en su interior. De hecho, uno de los suboficiales se aseguró de que los cierres seguían echados antes de permitir que los cajones subieran a bordo.
Enseguida Bora se dispuso a marcharse. La mayoría de los caminos rurales sin asfaltar de la zona discurrían más o menos de norte a sur. Ya tuviesen previsto los ingenieros de la Totenkopf tomar rumbo al sur, en dirección a Smijeff (y el ferrocarril) o al norte, en dirección a Járkov, deberían primero pasar por el único y estrecho sendero, que el polvo había teñido de blanco, que unía Kalekin con Vodyanoyo. Era imprescindible que cubriese la poca distancia hasta Vodyanoyo antes de que las SS se pusieran en marcha y que las esperase allí para ver qué dirección tomaban. Bora se deslizó escalerilla abajo, dio marcha atrás al GAZ para salir del cobertizo y llegar hasta la era y se dirigió al oeste a partir de la granja, arriesgándose a atravesar los campos abiertos para evitar levantar una polvareda delatora en el camino de tierra. En Vodyanoyo apenas tuvo tiempo de encontrar un puesto de observación oculto tras un granero. Cuando los camiones llegaron al cruce de carreteras, los cuatro primeros continuaron sin vacilar hacia Borovoye (y la carretera de Járkov) mientras que el último giró a la izquierda y prosiguió hacia el sur, en dirección a Smijeff y el cruce de líneas de ferrocarril que había allí. Bora se quedó parado un momento más, pensando. Como el Donets separaba las líneas alemanas y rusas, Smijeff no era más que una terminal bastante desprotegida del ferrocarril proveniente de Járkov: o bien el camión y su contenido iban a detenerse en Smijeff, o bien tenían intención de cargar el material y enviarlo por tren, de forma más segura, a la capital del distrito. Dado que la distancia entre Vodyanoyo y Smijeff era al menos cuatro veces la distancia hasta Borovoye, Bora dejó que los camiones de las SS se separasen y se dirigió rápidamente al cubículo de radio de Lattmann. Allí se puso en contacto con su regimiento. Envió a Nagel a la estación de tren de Smijeff (a doce kilómetros del campamento de caballería) con órdenes de que le informase si los hombres de la Totenkopf cargaban material en un tren con destino a Járkov.
Tras una tensa media hora, había llegado el momento de romper el cierre del paquete de cigarrillos intacto que llevaba consigo y retomar su costumbre de fumar. Era una lotería pretender prever el destino de ese camión solitario. Y como el tiempo apremiaba, tendría que depender del ingenio del que solía hacer gala Nagel en cuestión de comunicaciones. Pasaron quince minutos más antes de que la corazonada de Bora se viese confirmada. Entretanto, había memorizado las distintas direcciones que podía tomar un tren una vez llegase al cruce de Ossnova, al sureste de Járkov. Algunas de las terminales parecían menos probables que otras (Járkov Sur, en la línea de Moscú; Boloshivsky, que los llevaría de vuelta hacia el este). Las paradas más prometedoras para la descarga del camión eran Nueva Baviera (en dirección a Poltova), la propia Ossnova (en dirección al Donbass) y Lipovy Gaj (en dirección a Rostov vía Merefa).
Lattmann le aseguró que no podían parar antes de Ossnova, ya que la estación de Schtcherbiny no estaba en uso.
—Las más probables son Ossnova y después Kuryash, Ossnova y después Nueva Baviera u Ossnova y después Pokatilovka-Merefa.
En todos los casos, para Bora significaba una incursión de veinticinco kilómetros hasta el cruce de Ossnova, donde esperaría a «la locomotora con tres vagones» que le había descrito Nagel. De camino hacia allí, pasó varios controles, inquieto aunque en silencio. No hubiese sabido decir dónde se metían las emociones y las creencias, los pensamientos y los factores superfluos en momentos como estos… De alguna manera se les daba carpetazo o se los quitaba de en medio para poder dedicar toda la atención a dar el siguiente paso necesario, y nada más.
En Ossnova, Bora vio cómo la locomotora procedente de Smijeff dejaba atrás la trenza de vías y tomaba la que se dirigía hacia Nueva Baviera. Mala cosa. Se desanimó ante la idea de que seguiría en dirección a Poltava, fuera de su alcance. Pero Nueva Baviera no era solo una parada entre ese punto y Poltava: un cambio al este del puente sobre el río Udy permitía desviarse por una vía menor y menos transitada que discurría hacia el sur, hasta una terminal en las inmediaciones de Merefa. El problema era que desde Ossnova era imposible que un vehículo de carretera cruzase el Udy y el Lopany antes que el tren: tendría que perder un tiempo precioso atravesando los barrios del sur de Járkov antes de dar con un puente. Preocupado, Bora bebió un trago de agua de la cantimplora. Parecía que habían pasado siglos desde que estuvo en la plaza de Kiev, con Peter grabando la ceremonia. Un sol exhausto y teñido de sangre descendía al oeste; curiosamente, las nubes formaron una especie de semicírculo debajo, como si quisiesen recibirlo. Se le vinieron a la cabeza varias decapitaciones: Juan el Bautista, el Terror francés. Gordon en Jartún, el viejo Kalekin en Krasny Yar. Bora apartó los pensamientos de la imagen espeluznante. Sin nada que perder, tendría que arriesgarse una vez más y apostar por el desvío. Esto quería decir tomar la carretera hasta la pequeña ciudad de Lednoye y cruzar tanto el río Lopany como la línea de tren de Sebastopol al sur del barrio de Filipovka para llegar a un punto en el que poder comprobar, a través de los prismáticos, si tenía razón o no.
El atardecer se había tornado de un tono plomizo cuando volvió a la escuela. Allí se había producido un pequeño milagro: Bora se encontró con una ducha improvisada, con un bidón de gasolina a modo de depósito de agua, instalada en el patio y las ventanas cubiertas de finas mosquiteras para evitar que entrasen los insectos. El cansancio y la excitación del día que competían en su interior dieron paso al agotamiento físico: se desnudó, se duchó y se cambió en la penumbra, sobre los tablones que alguien había colocado para que no tuviese que pisar la tierra para llegar hasta la puerta. Kostya se merecía todos los cumplidos que recibía.
Las nuevas comodidades y una sopa de remolacha fría fueron bien recibidas; no tanto la noticia de que el sacerdote ruso había estado buscándolo y volvería a intentarlo pronto. Bora abrió su diario con un oído atento al chirrido de los grillos proveniente del otro lado de la interminable pradera que había en el exterior. Estaba seguro de que Nitichenko le haría una visita antes de caer la noche. Puntualmente, porque basta con mentar al diablo para que este aparezca, poco después el crujido de unas botas de campesino anunció la llegada del sacerdote. Bora se dirigió a él desde la ventana, sin esperar a que el guardia lo anunciase.
—¿Qué hay, Victor Panteleievich?
El aspecto de Nitichenko era más desaliñado de lo habitual. Hizo tres veces la señal de la cruz mientras farfullaba Gospodi pomiluy para pedirle misericordia a Dios antes de entrar en la escuela.
—Me pregunta usted a mí, bratyetz, pero debería ser al revés. Me he pasado el día en Krasny Yar.
Bora guardó el diario.
—Ajá. —La serenidad del gesto con el que le señaló la silla era inversamente proporcional al aumento de tensión que experimentó—. Bueno, ¿y qué pasó?
—¿Qué pasó? —el sacerdote se dejó caer en la silla—. ¿No sabe lo que pasó allí?
«Lo sabré cuando Lattmann tenga noticias de sus informadores». Bora adoptó un aire de curiosidad moderada, sentado en una esquina del escritorio con el pie derecho en el suelo.
«En Merefa, 22:49 horas. Vaya, el sacerdote me soltó toda una parrafada. Se acercó a Losukovka el miércoles por un asunto que tenía que resolver, algo relacionado con su lector de salmos (psalomshchik). El jueves por la mañana temprano, mientras comenzaba la operación de la Totenkopf en torno a Krasny Yar, se encontraba “en las inmediaciones de la granja Kalekina”. Puede que piense con malicia, pero me apostaría algo a que ha empezado a acostarse con la viuda Kalekina más joven, a la que llama familiarmente por su nombre de pila, sin apellido. En cualquier caso, por lo que me dijo entendí más o menos cómo se desarrolló la operación. Los tiroteos esporádicos de los que nos informaron nuestras unidades duraron toda la mañana; después los siguieron varias explosiones “hacia el este, dentro del bosque”; es decir, donde Ivan había colocado sus minas. Los que trazan los mapas de los campos de minas son los ingenieros, así que es probable que hicieran detonar las cargas por algún motivo, posiblemente para crear un pasillo más seguro y ancho por el que avanzar. Nitichenko pasó toda la noche siguiente oculto en la granja. Esta mañana encontró otro escondite desde el que no podía observar el Yar directamente (por lo visto, no sabe nada de las cajas que se llevaron). Oyó una sola explosión, aunque bastante violenta, en esa dirección en cuanto hubo suficiente luz como para ver (ver más abajo). Hasta el momento en el que llegué a la granja Kalekina por la tarde, se dispararon más tiros ocasionales. Hasta que vio marcharse a las SS, el sacerdote no reunió el coraje suficiente para entrar en el bosque. Resumiendo, encontró los cadáveres cosidos a balazos de los niños Kalekin y de otros tres jóvenes que no conocía tirados en el suelo. Cree que tal vez haya otros. La elevación, montículo o kurgan en el que entré estaba, según él, parcialmente demolido y “abierto” por los explosivos. Así que diría que las SS entraron buscando las cajas expresamente, sorprendieron y mataron, como tienen por costumbre, a todo lo que se movía, encontraron lo que querían dentro del kurgan, registraron otros agujeros y guaridas más pequeños para deshacerse de posibles testigos y a otra cosa.
»Nitichenko va a volver al Yar por la mañana. Por ahora ha decidido no darles la mala noticia a las mujeres Kalekin. Si conozco a los rusos, mañana y a lo largo de los días siguientes se producirá un ir y venir de personas al bosque, hasta que recuperen todos los cadáveres. Y eso independientemente de que ya sepan o no que son sus familiares, besprizornye, partisanos o Dios sabe qué.
»Escuché, con cuidado de no hacer comentarios. En realidad no hay nada que decir. Nuestra expresión Alles in Ordnung describe bien esta y muchas otras operaciones de guerra. Todo está en su lugar. El sacerdote dice que es un desperdicio, pero todo es un desperdicio en la guerra. No hay más que desperdicios. Él y yo somos desechables, igual que los niños del bosque, los ingenieros de la Totenkopf y los millones de rusos que esperan más allá del Donets.
»Para mí todo se reduce a lo siguiente: las SS recibieron órdenes expresas (ya fuesen de Max Simon o de otros) y enviaron el material recuperado, sin abrir, al Kombinat de Merefa. Martin Bora es un idiota que ha estado dando palos de ciego cuando tenía la solución delante de las narices».
Cualquiera hubiera dicho que Taras Tarasov se había llevado papeles a manos llenas de los lugares en los que había trabajado y los había embutido en su maleta de mimbre. Kapitolina Nefedovna debía de esperar que contuviese algo mejor que viejas cartas y libros de contabilidad de la fábrica de tractores n.º 183 y la fábrica de cámaras FED. De hecho, cuando Bora le quitó la maleta sin miramientos el día en que murió el contable, se comportó como una mujer a la que le habían arrebatado sus derechos hasta que el comandante la abrió y dejó a la vista los montones de documentos viejos.
En otro momento, si hubiera tenido menos que hacer, Bora se habría sentado y examinado el material con la meticulosidad propia de un oficial de la Abwehr. Esa noche, después de haberle encontrado utilidad a la nota de Makarenko en la que mencionaba haber dado trabajo a los expósitos ucranianos (en Poltava hasta 1927 y después en Járkov), apartó las cuentas y documentos fechados entre 1919 y 1939.
Con la esperanza de encontrar rastros del círculo político y social en torno a Platonov y Tibyetskji (o Petrov, o Dobronin, o el alias que utilizase en ese momento), se centró en los papeles pertenecientes a los años de la NEP, hasta 1928. Después de todo, la inclinación de Khan por hacer negocios en Járkov y sus alrededores podría haber dejado un rastro de papel.
El resultado fue toda una decepción. Bora desenterró la copia de una nota que un obrero de la fábrica de tractores llamado Shtechekatihin, anteriormente empleado de la fábrica metalúrgica de Zaporozhye, había enviado al gobierno para protestar por la expropiación de un bosque cercano a la fábrica, el último resto de la hacienda familiar. El destinatario, un oficial del partido, había garabateado sobre esta: «anteriormente, un terrateniente rico (pomieschik en el texto) y explotador del pueblo: negar intervención». Nada que ver con Krasny Yar. Otra de las cartas tenía su origen en la fábrica de cámaras FED, donde un empleado, un oficial de la marina retirado, se quejaba de que «otros obreros que apenas se habían distinguido durante la Revolución» utilizaran uniformes de marinero, «intentando vivir a costa de la fama de los valientes marineros soviéticos». Bora encontró incluso una nota en la que se mencionaban varios envíos procedentes de un grupo americano (la Asociación de Ayuda Humanitaria Hoover) durante la Hambruna; dos menciones a El Gigante, una enorme residencia de estudiantes en la calle Pushkin, y una solicitud de que se reclutase a obreros de la prisión política para menores de Járkov. Khan no aparecía por ninguna parte. Platonov también brillaba por su ausencia.
Entonces Bora decidió que si no conseguía encontrar a los protagonistas del cuento, se conformaría con los secundarios… es decir, los extranjeros y otros «extraños» que frecuentaban Járkov después de la Revolución. Naturalmente un apellido inglés, francés o alemán no quería decir que el individuo formase parte del séquito de Khan y Platonov. «Pero después de todo, ando buscando un nombre muy concreto», se dijo. Tuvo que hojear muchos otros documentos en busca de acrónimos, nombres de empresas, organismos gubernamentales, hombres de negocios y comerciales no rusos. Todos estaban transliterados a la grafía rusa, lo que representaba una complicación añadida. Con paciencia, dio con algunas menciones esperadas y otras inesperadas: cuáqueros americanos, ejecutivos de la recién creada fábrica de Leica, cultivadores de tabaco turcos, listados según la concesión que se les hubiera asignado por la Nueva Política Económica de Lenin: Tipo I (concesiones puras); Tipo II (concesiones mixtas); Tipo III (asistencia técnica). Bajo el Tipo III, se enumeraba a varios técnicos alemanes, relacionados con la fábrica de locomotoras y tractores que pronto empezaría a producir tanques en 1928. Una nota conjunta de 1926 (firmada por Schmitt y Kravchenko) trataba del cambio de nombre de la Asociación para la Gestión de Fábricas Alemanas en Rusia, que en adelante pasaría a llamarse Wirtschaftskontor. En el dorso de la hoja, en un obvio intento de ahorrar papel para máquina de escribir, se habían añadido los nombres de los ejecutivos de las empresas de aviación y transporte ruso-germanas que acababan de ser designados en Járkov. Entre los de la primera, Deruluft, se encontraban Abel, Karl; Dahm, E. P.; Strasser, Bernd; Wilmowsky, Andreas. La segunda, Derutra, incluía los nombres de Herzog, Heinz-Joachim; Merker, Gustav; Stark, A. L.: Ziehm, Werner.
Bora hizo una pausa: A. L.: Alfred Lothar. De pasada, Stark había mencionado sus días en Derutra la mañana en que le había mostrado el caballo Karabaj. También había añadido que los rusos te robarían hasta los pantalones en cuanto te dieses la vuelta, o algo parecido. Haber dado con una confirmación de su presencia en la Ucrania posleninista no quería decir nada de por sí, pero Bora sintió cómo se le tensaban todos los músculos del cuerpo. En vez de acelerar, su búsqueda se ralentizó: empezó a leer y pasar las páginas lenta y deliberadamente y a rastrear cuidadosamente las palabras escritas a máquina o la pulcra caligrafía en cirílico trazada con pluma entre los aburridos documentos de la pasada generación. Taras Tarasov, que seguramente habría rescatado lo que había podido de sus antiguos escritorios al llegar los alemanes en 1941, no demostraba ninguna intención específica con su elección. Por una parte, se había llevado algunas copias en papel carbón, fino como las capas de una cebolla; y, por otra, faltaban las segundas y terceras páginas de las cartas más largas: todo ello parecía indicar que los había cogido con prisas.
«¿Que hayan llevado las cajas de Krasny Yar al Kombinat quiere decir automáticamente que el Geko Stark sea el “extraño” que visitó el bosque? No. Estaba en Járkov cuando los generales se encontraron en la casa que Larissa tenía en la ciudad. Y eso es lo único que tengo seguro… a menos que considere su firma sobre la solicitud de enviar a Weller a Alemania como una prueba. Ojalá Khan me hubiese dado alguna pista. Ojalá hubiese permitido que Platonov terminase su condenada frase…».
Los únicos objetos que conservaba Bora del general Tibyetskji (tras haber llevado él mismo la comida procedente del programa de ayuda norteamericano y la chaqueta de jefe de carro de combate a la prisión de la RSHA) eran un baúl vacío y la instantánea en la que se lo veía saliendo, victorioso, de la torreta de su T-34. Bora ya la había examinado hasta la saciedad. No se podía deducir ninguna pista de la imagen (¿y por qué iba a ser así?) ni de las dos líneas escritas a lápiz en el reverso: Narodnaya Slava, Año Nuevo de 1943.
«Tomada mientras nosotros escupíamos sangre en Stalingrado. Reconozco algunos de los edificios que tiene detrás. Después de todo, sus fanfarronadas estaban justificadas».
Durante su segunda (y última) conversación, Khan había dejado por descuido el cáliz lleno de zumo sobre la fotografía, y él (Bora) lo había quitado. Khan había vuelto a colocarlo enseguida en su sitio. Pequeños gestos que no revelaban más que un sentido del orden distinto y estricto por parte de ambos. Aun así, le chirriaba que un hombre tan orgulloso de sus logros se arriesgase a manchar una imagen triunfal de sí mismo con pegajoso zumo de naranja. «A no ser que quisiera que me fijase en la foto, que le prestase especial atención». Bora se acercó a su baúl y tomó una vez más la instantánea en la mano. Los números y las letras (ya se había fijado antes) habían sido escritos con el mismo lápiz, pero en dos ocasiones distintas: la presión de la escritura variaba ligeramente. «¿Qué fue primero? ¿La fecha o el nombre? El primero está escrito encima de la segunda, pero eso por sí solo no indica anterioridad. Según tengo entendido, Narodnaya Slava es como llamaba a su tanque, aunque prefería usar la analogía de Baba Yaga. Me pregunto si añadiría una segunda línea al pie de foto original antes de cruzar el Donets, o incluso después… mientras intentaba ponerme en contacto por radio con Zossen, por ejemplo. Y si lo hizo, ¿sería para enfatizar la fecha (nuestro fin en Stalingrado), o la “gloria nacional” del Ejército Rojo? Cuando me quejé de no haber encontrado un mensaje ni una nota de ningún tipo en la habitación de Khan, el juez Bernoulli comentó que la habitación no era la garantía de Khan. Lo era su tanque. ¿Y si esta foto de su tanque fuera una especie de pista? No veo cómo. No, no veo cómo. Ojalá Narodnaya Slava significase algo más que un vehículo blindado que ahora mismo está siendo desmantelado o un cine desaparecido de Járkov que Larissa cree que estaba “cerca de Voennaya”».
Según creía Bora, varios callejones se bifurcaban a ambos lados de la avenida que derivaba su nombre («Militar») de los cuarteles que se encontraban en el barrio desde hacía mucho, en la orilla izquierda del río Járkov. Era lógico que un cine frecuentado por soldados recibiese un nombre patriótico, del estilo de «Gloria Nacional».
En los mapas de la ciudad que tenía a mano, ninguno marcaba los cines. Tenía un plano plegable de Járkov, con fecha de hacía cinco años, que en realidad servía de apéndice a un librito en el que se listaban por orden alfabético las calles y los negocios estatales de Járkov. Cuando consultó «lugares de entretenimiento», vio que no existía ningún cine llamado Narodnaya Slava, lo cual quería decir que o bien había cerrado antes de 1938, o bien había cambiado de nombre. «No es que vaya a llevarme a ninguna parte, pero la próxima vez que pase por Járkov mejor será que me desvíe hasta Voennaya. Después de todo, hay un depósito de combustible de la Abwehr en el antiguo Mercado de Caballos cercano, y podría matar dos pájaros de un tiro».
En el exterior, los grillos eran como puntillas de metal que rascasen la oscuridad. Bora los escuchó con el diario abierto por delante, en un estado de ánimo taciturno entre la esperanza y la agitación. Empezaba a subirle la fiebre. Entre las páginas del diario asomaba el borde del sobre de Dikta, una estrecha línea azul que tenía el poder de disipar las dudas y la preocupación que sentía tan solo para devolverle otras dudas y una preocupación distintas. No escribió ninguna entrada aquella noche. Antes de retirarse, abrió el sobre y tomó la fotografía de su mujer entre el pulgar y el índice, con ternura, pero sin llegar a sacarla del todo.
Pasó el sábado 29 en Bespalovka, interrogando a los rusos capturados durante la operación Termópilas. No pudo sacarles nada de verdadera utilidad: los supervivientes eran jóvenes y estaban dispuestos a colaborar si la alternativa era el pelotón de fusilamiento, pero eran políticamente ignorantes. Era un desperdicio entregar los sofisticados explosivos y detonadores destinados al sabotaje del programa de ayuda norteamericano a esa banda de chicos de miembros larguiruchos sin ninguna preparación que alguien había juntado. Bora los veía como un hombre de negocios ve los bienes o el ganado que piensa intercambiar por otros bienes: al menos le proporcionaban una excusa para presentarse ante a Stark y ofrecerle nueva mano de obra para trabajos forzados.
Todo florecía temprano este año. En los campos que rodeaban el campamento de caballería, los girasoles habían empezado a abrirse con casi un mes de adelanto y eran de un amarillo chillón, como estrellas producidas en serie en una línea de montaje. Bora (que se había acostumbrado a ver explanadas interminables de girasoles en el Este) ahora los encontraba discordantes, casi repugnantes. Era curioso, pero le daban asco. Más cerca, al sediento borde de la carretera, se apretujaban las campanillas de color claro que los rusos llamaban «hermano y hermana» o «Ivan y Maria». Cuando era niño, Bora conocía esta planta como «campanilla amarilla». Según el pragmático Kostya, era trigo vacuno, una mala hierba que hacía que el ganado produjese más leche, pero que si se añadía a la comida o la bebida, embriagaba o potenciaba los efectos del alcohol en el cuerpo.
Los prisioneros, las cabezas de ganado que pensaba intercambiar, estaban acuclillados o de pie, recortados contra el amarillo todavía por madurar de los campos. Bora los estaba mirando cuando Nagel se le acercó para decirle algo.
—Sí —contestó—. Gracias.
El sargento primero había apartado las mejores armas de fuego de las que habían confiscado a los rojos. Bora se acercó a él para inspeccionarlas, sopesarlas y manipularlas. Tomando como objetivo las cabezas redondas de los girasoles más lejanos, se colocaron uno al lado del otro y las despedazaron. Sin duda, algunos de los fusiles eran mejores que otros. Ambos eran tiradores experimentados y acabaron haciéndolo con placer. Bora examinó las armas y el equipo que iban a destruir, las minas antipersona y los explosivos de demolición retardada del tipo de los que se habían utilizado para volar Kiev hacía años. Antes de partir hacia Merefa, seleccionó y cogió uno de los fusiles de precisión SV-T 40, con silenciador y equipado con mirilla.
Járkov, domingo 30 de mayo
Von Salomon ojeó las notas actualizadas sobre Partisanentaktik como si mirase postales de una ciudad extranjera que no hubiese visitado nunca. Sus preguntas fueron pertinentes, y remitiría la copia adonde fuese necesario, por supuesto. Si no le hubiese pedido que volviese cuando se disponía a salir de su oficina, la impresión que le habría causado a Bora habría sido la de melancólico celo. Pero le pidió que volviese y, con toda seriedad, le preguntó:
—¿Sabía que las tórtolas matan a sus rivales durante la época de apareamiento?
—No, Herr Oberstleutnant.
—Una idea turbadora, en vista de la opinión que solemos tener de la afabilidad ucraniana.
—Tampoco sabía que tuviésemos esa opinión, Herr Oberstleutnant.
Bora salió del edificio del mando de la división negando con la cabeza. Con la segunda mitad de la mañana por delante, y sin tareas que realizar, se propuso alejarse de la burocracia militar y realizar un reconocimiento él solo. Llevaba el plano de la ciudad debidamente marcado y desde el cuartel general podía ir andando a su destino.
Cuando lo alcanzó, vio que el estrecho callejón que salía de la avenida Voennaya tendría unos doscientos metros de largo. Se extendía al sur de los bloques de cuarteles de Staro-Moskovkaya, que se parecían a los que había en el barrio militar de Leipzig-Gohlis, y poca cosa llamaba la atención a lo largo del trayecto. La mayoría de las casas, incluso las que había perdonado la guerra, parecían abandonadas. El cine que le había indicado Larissa se encontraba un paso por detrás de las demás fachadas, en una placita polvorienta sobre la que cuatro tilos proyectaban una sombra perfumada y fracturada. Era un ruinoso edificio de estuco que parecía llevar años sin usarse y tenía un estilo inidentificable pero que seguramente había sido construido en los años veinte. El letrero que colgaba sobre la entrada evidenciaba el paso del tiempo y la falta de cuidados. Se había caído la S de «Slava» y ahora, en una casualidad de lo más apropiada en este barrio, ponía «lava»: una formación de ataque de la caballería cosaca o material volcánico. En todo caso, el cambio reforzaba, lejos de reducir, el impacto de la palabra patriótica.
Un vestíbulo semicircular, que recordaba extrañamente a un templo griego, con sendos búhos de yeso de la altura de un hombre a ambos lados de la puerta, conducía al Kinoteatr. En verdad daba la impresión de que nadie había frecuentado este lugar en años: los paneles de cristal de la puerta de dos hojas estaban intactos, opacos por la suciedad, mientras que la hoja en sí, que simplemente estaba pegada al umbral, se abrió al empujarla, sin apenas esfuerzo. Bora entró.
En las ciudades en tiempos de guerra proliferaban estos edificios suspendidos entre la vida y la muerte: a veces literalmente, cuando alguno de los bandos colocaba bombas trampa con las que sorprender a los incautos. Si seguía vivo, puede que Weller estuviese escondido en un lugar parecido en Kiev. «He llegado hasta aquí —se dijo Bora—, y no pienso parar ahora». Se encontró en un pequeño vestíbulo iluminado por dos ventanas saledizas, una encima de otra, que marcaban la fachada por encima de la entrada. Al frente entrevió varias filas de sillones espartanos en la sala de proyecciones a oscuras. Desde el vestíbulo, dos escaleras curvadas con recargadas barandillas de hierro llevaban hasta el balcón y, presumiblemente, a la cabina del proyector. Constantemente caían del techo de hojalata de color verde guisante fragmentos de pintura descascarillada. Esta formaba una capa clara sobre el suelo que era más fina y casi transparente allá donde las huellas (¿cuánto haría que las habían dejado?) la habían revuelto por última vez.
Independientemente de cuándo hubiese quedado abandonado el cine, ni un solo signo de prisa o violencia indicaba un proceso traumático. Entre los tonos verdosos y la naturaleza anticuada e intacta que lo rodeaba, a Bora le dio la impresión de estar moviéndose bajo el agua, en una cueva marina en la que no se desplazaba el sonido. Incluso cabía la posibilidad de que el cine hubiese dejado de funcionar mucho antes de comenzar la guerra, por la razón que fuese (el cambio de gustos cinematográficos que se había producido bajo Stalin, un gerente judío). Podría llevar hasta diez años fuera de servicio.
En el piso de arriba, la cabina del proyector estaba a oscuras. Bora utilizó su linterna para vislumbrar los objetos y los detalles de estos. Se habían llevado toda la maquinaria. Un montón abandonado de viejos rollos marcados con etiquetas seguía allí, apilado en el suelo. Consiguió identificar la mayoría como documentales de propaganda de haría unos diez años (era el local indicado para un público militar), aunque tampoco faltaban largometrajes de las décadas de los veinte y los treinta. La huelga, La vendedora de cigarrillos de Mosselprom, Ivan (que, si mal no recordaba, estaba ambientado en Ucrania), La felicidad (¡aquella imagen del caballo pintado de lunares sobre una colina!) y El Don apacible, entre otras. Bora había visto algunas de ellas durante los años en que aprendió ruso.
Una de las cintas destacaba entre el resto. Sola sobre la mesa del proyeccionista, sorprendió a Bora hasta el punto de que llegó a sospechar que las tropas alemanas debían de haber utilizado el cine, al menos temporalmente, aunque parecía poco probable. Una cinta de 8 mm tipo Tobis-Degeto metida en una caja resultaba fácilmente reconocible. Los documentales de guerra de la Wehrmacht se grababan en este soporte. La funda de cartón, sin marcar, contenía una cinta de metal marrón oscuro de unos diez centímetros de diámetro, tres cuartos de la cual estaban llenos. Bora la alumbró por todas las caras con la linterna en busca de un título, pero no vio ninguno. Dentro de la caja, no obstante, había un trozo de papel que parecía haberse despegado del rollo: «Baba Yaga». Bora intentó no dejarse llevar por la imaginación, aunque sin éxito. «Podría ser una película para niños —razonó—, de dibujos animados, una breve sátira contra el Antiguo Régimen, o cualquier otra cosa. Podría ser cualquier otra cosa». ¿Por qué, entonces, el nombre estaba en cirílico y también en mayúsculas latinas? A no ser, por supuesto, que contuviese un noticiario alemán del Frente Oriental que en algún momento se habría proyectado en este cine ante los voluntarios de habla rusa, posiblemente durante la antepenúltima ocupación de la ciudad. Lo que era seguro era que se trataba de una película reciente, con pista de sonido.
Por la mente de Bora pasaban las ideas tan rápido que no era capaz de evaluar su utilidad. Lo primero era preguntarse dónde podía encontrar un proyector de 8 mm del tipo apropiado. Se metió la cinta en el bolsillo, bajó las escaleras y, durante unos cuantos minutos, se quedó sentado en la sala de proyecciones medio a oscuras. Tenía que centrar sus pensamientos, tranquilizarse. Al cruzar las piernas, los cortes cerrados con puntos de sutura le dolieron y toda la fila de sillas mal ancladas se movió con él. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, miró hacia arriba, al techo de hojalata, y vio que este tenía grabado un estampado geométrico floral. Bucles, pétalos y hojas que se repetían una y otra vez. Ahora se dio cuenta de que hacía calor y que el lugar despedía ese olor indefinido característico de los cines antiguos. En el aire caliente, las motas de pintura al desprenderse se separaban lentamente del techo y bajaban con la misma ligereza de las polillas. En el exterior, como un lecho de río seco, el callejón anónimo desembocaba en Voennaya, y el afluente sin agua de Voennaya, en el lago seco que era el Mercado de Caballos. Járkov, a su alrededor, esperaba la próxima batalla que la destruiría.
Bora permaneció sentado en la sala de proyecciones vacía con los ojos cerrados. La aguda impresión de encontrarse cerca de la solución casi le causaba dolor. Sin atreverse a albergar esperanzas de que Khan Tibyetskji hubiese vuelto a ser el tío Terry (o, simplemente, un oficial alemán) hasta el punto de haberlo guiado hasta aquí, tampoco podía ignorar la coincidencia entre las palabras escritas en el dorso de la fotografía y este cine abandonado. ¿No había dicho Khan que era un hombre que siempre borraba su propio rastro, como la bruja que usa una escoba para barrer el aire tras de sí? ¿No le había contestado, cuando Bora se jactó de haber visto todas sus películas de propaganda: «Pero no las vería todas»?
«Sí, pero ¿cómo pudo haber dejado la cinta aquí, si se pasó a nuestro bando el 4 de mayo y desde ese momento estuvo bajo nuestra custodia?».
Su prisa por ver la cinta se convirtió en una necesidad física, aunque era más fácil de decir que de hacer en Járkov en plena guerra. Bora se puso en pie, dispuesto a marcharse. Dado que las tropas de aviación solían estar bien equipadas en cuanto a películas, cámaras, etc., la posibilidad más inmediata eran los antiguos colegas de Peter en Rogany. Necesitaría la intercesión de su hermano para convencerles de que le prestasen un proyector, lo cual quería decir ponerse en contacto por radio con él en el campo aéreo de Poltava antes de que partiese para su próxima misión.
Desde el cuartel general de la división, Bora consiguió contactar con su hermano, aunque de milagro. Peter iba con prisas porque tenía una sesión de adiestramiento. Tan abierto como siempre, no vio ningún problema.
—Menciona mi nombre y llévate una caja de cervezas, Martin: mis colegas te harán el favor.
Dar con una caja de cervezas resultó más complicado que conseguir que el oficial del escuadrón de comunicaciones de la Luftwaffe le dijese que sí. Ya habían dado las doce cuando Bora por fin logró hacer el trueque en la base aérea. Después el problema pasó a ser dónde ver la película con cierta privacidad. No había electricidad en la escuela de Merefa y las oficinas del cuartel general de la división estaban abarrotadas.
—Me pregunto si podría hacerme un favor —le mintió Bora al piloto—. Mi mujer me ha enviado una cinta desde casa: ¿Hay una habitación donde pueda verla a solas?
El piloto rio disimuladamente, sin malicia.
—Voy a la cantina a almorzar. El edificio es todo suyo durante la próxima media hora.
La arenga de Khan al Sexto Ejército bajo asedio en Stalingrado se había convertido en leyenda. En alemán, el general instaba a los «fascistas condenados a la derrota» a dejar las armas y rendirse. Una y otra vez, Bora había oído las resonantes palabras de castigo fluir de los altavoces colocados en las esquinas fantasmales de las calles y las azoteas de los edificios destripados. Era uno de los recuerdos espeluznantes de esas semanas desesperadas. ¡Y el que tronaba por la capitulación de Von Paulus ante los rojos era un hombre inmerso en un doble juego y a punto de desertar!
En esta cinta, Khan Tibyetskji también hablaba en alemán, leyendo un documento escrito a máquina. Sin duda la película debía de haberse grabado en una habitación de su residencia, no en su oficina. Ni que decir tiene que los hombres que filmaron y grabaron su discurso no tenían ni idea de lo que estaba diciendo. Lo más probable es que les dijese que se trataba de otro discurso de propaganda antinazi. Bora no apostaría nada por el tiempo que Khan les permitiría sobrevivir a su tarea.
De pie tras un gigantesco escritorio, con el uniforme de gala y una envidiable colección de medallas, Khan abrió el discurso de forma pragmática, con un: «A quien corresponda, por si le ocurriese algo a mi persona durante mi permanencia con las tropas alemanas en la óblast de Járkov. Destruiré los negativos de esta cinta. Mi nombre es Ghenrij Pavlovich Tibyetskji y preferiría que el destinatario de la siguiente declaración fuese el coronel Eccard von Bentivegni, de la Oficina de Contraespionaje, Abwehr III. Si en vez de él, son ustedes, mis antiguos camaradas del Ejército Rojo, los que ven la cinta, deben saber que apenas les concierne, incluso en el caso de que consiguieran eliminarme antes de cruzar el Donets. De hecho, lo que me mueve a hablar no es el miedo a su castigo (no sospechan en absoluto que llevo años al servicio del enemigo), sino la presencia, que no creo que sea casual, en la óblast de Járkov de dos hombres que desempeñaron un papel importante en mi pasado: Gleb Gavrilovich Platonov y Alfred Lothar Stark. Al enterarse de mi deserción, Platonov podría intentar perjudicarme tergiversando la verdad sobre ciertos asuntos de los que solo yo debería hablar. En cuanto a Stark, cuyo apoyo Platonov intentó conseguir inútilmente en 1926, no tiene escrúpulos y se las apañará para asesinarme si consigue ponerme las manos encima».
Bora, que había estado escuchando con cautela, se quedó completamente inmóvil.
«Si está viendo esta cinta, que un anónimo camarada de confianza de los días gloriosos ocultará en un lugar seguro de Járkov, es evidente que ha reconstruido al menos parte de la historia. Resumiendo, concierne al destino del botín de guerra del Ejército Negro de este, que Platonov y yo encontramos en el refugio de este en la zona, un kurgan en el bosque de Krasny Yar, cerca del río Udy, durante los apasionantes días de la Revolución». El mal humor propio de un general que mostraba Khan, seguramente destinado a los que le estaban grabando, quedaba evidenciado por una cierta ironía en su tono de voz y las astutas pausas que iba haciendo. «Las redadas que los rebeldes llevaron a cabo contra los terratenientes e iglesias de la zona tuvieron como resultado una colección significativa de divisa rusa y extranjera, letras de cambio, acciones, metales preciosos y joyas. Solo el oro ya ascendía a diez puds de peso, y la plata, a cuarenta. Platonov y yo tuvimos nuestras diferencias en cuanto al destino que debía dársele al botín. Nuestras discusiones me hicieron tomar dolorosa conciencia de la idea verdaderamente burguesa que tenía del dinero y su valor: él era Robespierre y yo, Danton. (Pausa). Durante la NEP, visitamos con frecuencia la óblast de Járkov y al menos una vez al año yo viajaba solo al bosque de Krasny Yar, que ordené nombrar zona militar prohibida. Allí, en un lugar que la mayoría de la gente ya de por sí evitaba por su aterradora reputación, las ganancias ilícitas de Majnó pasaron a ser mi institución de préstamos privada, cuidadosamente disfrazada y, según creía, apropiada para permitir pequeñas frivolidades y oportunidades de socialización a los camaradas que lo mereciesen. (Pausa).
»En 1926, justo antes de que concluyese la NEP, me enteré de que Platonov había revelado el lugar a un extranjero llamado Stark. Era un antiguo periodista con buenos contactos y un entusiasta de los caballos que por entonces trabajaba para la agencia de transportes ruso-germana Derutra. Sin duda Platonov tenía intención de que la prensa extranjera me dejase en evidencia como especulador, algo que pondría fin tanto a mi carrera como a mi vida. ¿Estaba Platonov, el eterno número dos, ansioso de sobrepasarme o sería tan fanático, en su moralidad estrecha de miras, que prefería que los enemigos de la Revolución se beneficiasen de su traición? Sigo preguntándomelo a día de hoy. Por suerte, Stark estaba más interesado en el botín de Majnó que en una exclusiva internacional, y además por aquel entonces yo tenía a la mayoría de los periodistas extranjeros en el bolsillo. El plan de Platonov fracasó. Pronto todos nos vimos demasiado enredados en la política imprevisible de Stalin como para preocuparnos por Krasny Yar. De todas formas, pedí a varios camaradas de confianza que vigilasen a Stark y me enteré de que había vuelto varias veces al Yar antes de que Stalin retirase su apoyo a los negocios extranjeros y los cerrase».
Alguien pasó la página cubierta de líneas para que Khan continuase leyendo al dorso.
«Durante los años siguientes, la partida de ajedrez entre Platonov y yo continuó: él me chantajeaba con la amenaza de hablar y yo le seguía el juego, permitiendo que su ambición aumentase. Pronto tuve una razón más para mantener una relación cordial con él, cuando empecé a trabajar para Alemania bajo el nombre en clave “Baba Yaga”. Estábamos en los años treinta y los tiempos eran peligrosos. Fue el final de la Revolución de Octubre tal y como los que luchamos por ella la conocimos. Cualquiera podía caer por una razón insignificante e, incluso, sin razón alguna. Pero yo y tantos otros no habíamos luchado para reemplazar al zar por un tirano proveniente de Georgia: así, al nacer mi desdén por Stalin, murió mi lealtad a la Unión Soviética. Pude haber empujado fácilmente a Platonov al pozo al que cayeron miles, desde Alksnis hasta Zinoviev. No lo hice: después de todo, no quería que me acusara para salvar el pellejo. Tras su arresto durante la Purga, seguí los acontecimientos con nerviosismo, pero Platonov jamás habló. No pienso reconocerle ningún mérito: debió de guardar el secreto porque sabía que podía considerársele cómplice del asunto de Krasny Yar. (Pausa).
»De hecho, ya hacía mucho que había tomado medidas para protegerme. Cuando se celebró la XV Conferencia del Partido el 26 de octubre de 1926, durante la cual Platonov estuvo ocupado como jefe de seguridad, volé en secreto a la óblast de Járkov. Tras las retiradas sin autorización de Stark, ya faltaban dos puds de oro. Uno a uno, con ayuda de los ingenuos bespizornye que se ocultaban en el bosque, fui vaciando los cajones de su contenido, lo saqué del Yar en carros, lo sustituí por lastre y utilicé una pequeña carga explosiva para provocar un derrumbe que los ocultaría de forma más efectiva bajo el kurgan: una larga labor de la que, por desgracia, no podía dejar testigos vivos. Poco después, llegó la nieve y el tiempo y la naturaleza hicieron el resto. A fecha de hoy, 21 de abril de 1943, Platonov y Stark están equivocados al creer que Krasny Yar todavía guarda el botín de Majnó. (Pausa).
»Durante la pasada semana, desde que Platonov fue derribado y hecho prisionero en la zona de Járkov, me preocupa la idea de que pueda decidir hablar: cualquier revelación sobre mí en este momento, cuando estoy justo a punto de pasarme al enemigo, significaría mi muerte a manos del Ejército Rojo. Parece que, hasta ahora, Platonov ha guardado silencio, pero no hay garantías. En cuanto a Alfred Stark, los esfuerzos extraordinarios que hizo desde el principio de la guerra para que lo asignaran específicamente a la óblast de Járkov, renunciando a un puesto de Gauleiter y otros incentivos para su carrera, hablan por sí solos. No sé si sabrán que durante los años treinta estuvo, y sigue estando a día de hoy, al servicio de los soviéticos, con el nombre en clave Djestyanik. Revisen sus documentos: encontrarán confirmación de sobra. Estoy convencido de que está esperando a que se aproxime la temporada de las operaciones de verano: entonces intentará llevar a cabo un golpe de mano en Krasny Yar y se pasará a las líneas soviéticas lo antes posible. El hecho de que Platonov esté prisionero en la zona de Járkov y mi inmediata presencia allí serán, a ojos de Stark, impedimentos para proteger su identidad y hacerse con el botín».
Comenzó una segunda página, escrita solo en parte.
«De ahí, coronel Bentivegni, mi insistencia en que me mantengan bajo custodia de la Abwehr y lo más lejos posible de Stark. Como jugador de ajedrez, intuyo que será mi adversario más peligroso una vez vadee el Donets. Soy consciente de estar desafiando al destino al solicitar que me escolten hasta Járkov en cuanto llegue, pero me gusta apostar fuerte, y además una pequeña parte del botín de Majnó se encuentra en Járkov. Si sobrevivo, pienso volver a verlo.
»Esta, por otra parte, podría perfectamente ser una declaración póstuma por mi parte. Si Stark, u otro actuando en su nombre, entretanto me ha asesinado “para hacerse con el botín”… bueno, no “se hará con el botín”. Solo lo creerá así. Los siete puds de oro y treinta y cinco puds de plata (casi setecientos kilos de metales preciosos) no beneficiarán al canciller Hitler más de lo que beneficiaron al presidente Stalin. En 1928 el botín de Majnó se fundió con el acero de los primeros tanques del Ejército Rojo construidos en la Fábrica de Locomotoras de la Komintern de Járkov». Fue la primera vez durante la lectura en que algo vagamente parecido a una sonrisa iluminó el ceño fruncido soviético de Khan. Mirando directamente al espectador, Komandir Tibyetskji se convirtió en Terry Terborch durante el tiempo necesario para añadir: «Vivir a lo grande, coronel Bentivegni, hace mucho que se convirtió en mi filosofía. No tengo intención de revelar dónde está escondido el resto del botín. Solo añadiré lo siguiente: a pesar de su sombría reputación y de las muertes que se produjeron allí, ¡qué rincón más hermoso ha sido Krasny Yar, el hermoso barranco, durante todos estos años!».
Bora seguía de pie junto al proyector mucho después de que la pantalla se quedase en negro, iluminada de vez en cuando por algún número en blanco, y la cinta se despegase de la bobina con un crujido. Por alguna razón, se sentía menos desconcertado que impresionado. «Detrás de un vidrio oscuro…». La cabeza le dio vueltas al pensar cuántas veces se habría fraguado la aleación de acero y metales preciosos a lo largo de los años, hasta reducir el oro y la plata a meras partículas ocultas en el cuerpo de tanques del Ejército Rojo.
Si hubiese entendido la pista que apuntaba al nombre del cine desde el primer momento, cuando Khan colocó el refresco de naranja sobre la fotografía, habría podido… ¿qué? No evitar la muerte de Khan (los acontecimientos ya se movían con demasiada rapidez) pero sí entender mucho antes quién, tras deshacerse de Gleb Platonov, conspiraba para asesinar al jefe de carros de combate. Esperando a Bentivegni, Khan decidió no compartir las cosas con él, tan solo ofrecerle esa pequeña pista. «¿Juega al ajedrez?», le había preguntado. Lejos de ser «demasiado impulsivo», como había contestado, Bora ahora pensaba que había sido demasiado lento. Bueno, la identidad de Djestyanik («Hombre de hojalata») había tenido perpleja al contraespionaje alemán durante años, aunque, según sabía Bora, su actividad había disminuido desde el comienzo de la campaña rusa, algo que ahora tenía perfecta lógica.
El rectángulo sobre la pared relucía con un blanco cegador. La bobina siguió azotando el extremo suelto de la cinta. Bora apagó el proyector con un clic.
«La mañana de la muerte de Khan, cuando entré en su oficina, Stark respondió a una llamada de teléfono y pareció olvidar por completo lo que tenía alrededor. Dijo algo como: “Bien. Solo si me lo confirma”. Aunque no lo sé con seguridad, puede que Weller le estuviese presentando su informe después del asesinato. ¿Qué hago ahora? “Resuelva el problema y arregle las cosas”. Si el Geko Stark ha abierto los cajones, ya sabrá que lo arriesgó todo para nada. Y si no, los custodiará con uñas y dientes. En cualquiera de ambos casos, puede estar seguro de que los ingenieros de la Totenkopf mantendrán la boca cerrada: qué demonios, está claro que ha manipulado a más personas dentro de las SS de las que puedo contar, en las centralitas de Járkov, en la Inspección Médica y, quién sabe, tal vez hasta en la RSHA. Tiene acceso al Oberstgruppenführer Simon. Y ninguno sabe lo suficiente como para acusarlo de nada, suponiendo que quisiesen».
La luz del día regresó cuando Bora se acercó a la ventana y subió las persianas. Oscuridad, luz, imágenes en movimiento: todo era una metáfora del estado en el que se encontraba. Hasta el día 27, Stark podía contar con que Weller se mantuviese en completo silencio, pero ahora, no necesariamente. Ahora que se sentía atrapado en Kiev, el sanitario igual podía esconderse en un agujero que convertirse en una bomba de relojería. Era esencial conseguir llegar hasta él antes de que lo hiciese el comisionado. Sí. Aunque Stark se sintiese lo suficientemente seguro del contenido de los cajones como para haberlos enviado directamente, no podía ahorrarse la jugada de eliminar a Weller lo antes posible. Bora volvió a guardar la cinta dentro de su funda de cartón y salió de la oficina.
«Seré su próximo objetivo. Dios, me desafió con la carta dirigida a la Inspección Médica, sabiendo que la abriría: recomendando la repatriación de Weller a petición del Oberstarzt (que, en realidad, no tenía nada que ver con la solicitud). O bien mordería el anzuelo, como hice al principio, o tendría miedo de las posibles consecuencias. Incluso con la película en mi poder, un comisionado del Reich es un bocado demasiado grande para un comandante de regimiento recién nombrado.
»Cuando acudí a él para pedirle el kilo de mantequilla el 20 de mayo, dejó de escribir en el momento en que mencioné a una anciana glotona que la engulle como si fuese agua. Fue uno de los invitados oportunistas en casa de Larissa durante los años de la NEP; seguro que recordaría ese detalle. Se giró en la silla para ocultar su desconcierto, no para reírse. Y ahí estaba yo, primero hablando de Arnim Weller y después del capricho preferido de Larissa. Debería olvidarme del disparo al azar que efectuó el francotirador de la Leibstandarte: seguramente era solo para enseñarme respeto. Stark debió de decidir deshacerse de mí el 20 de mayo: después de todo, alguien colocó una bomba de relojería en mi vehículo al día siguiente. Es un clásico: sabe que lo sé y viceversa. Pero no sabe nada de la cinta. ¿Cómo hacerla llegar al coronel Bentivegni, con o sin Weller a remolque? Si Stark consigue llegar hasta Larissa y ella abre la boca, estoy acabado. No puedo permitir que lo haga».
En la cantina, donde se paró para darle las gracias al oficial de comunicaciones, los pilotos le invitaron a sentarse con ellos. Bora, previendo un par de bromas bienintencionadas sobre la película que le habían enviado desde casa, contestó que no tenía tiempo. Pero tenía hambre, así que aceptó una copa de vino y un sándwich para llevar.
Se marchó del campo de aviación masticándolo mientras conducía. «No hay negativos de la película —pensó—, así que no puedo pedir que le saquen copias». Los interminables campos y barrancos alternaban a ambos lados de la carretera. En el control situado cerca de la fábrica de tractores, Bora mostró sus papeles con indiferencia. Hasta la última gota de su capacidad mental se concentraba en reflexionar y planear, como si Khan Tibyetskji estuviera sentado a su lado, con la boca por desgracia cerrada. O tal vez no.
«Khan dijo que el oro que encontraron en el escondite de Majnó ascendía a ocho puds… unos ciento treinta kilos. Pero el oro que acabó en la fábrica de tractores (la Fábrica de Locomotoras de la Komintern) equivalía a siete puds. ¿Adónde irían a parar los más de dieciséis kilos de oro que faltaban? Se encuentran “en Járkov”. Y Krasny Yar significa “hermoso barranco”, pero es un bosquecillo deprimente; ¿por qué lo compararía con un “hermoso rincón”? ¿Por qué un “rincón”? ¿Será una expresión genérica? En ruso “hermoso rincón” se traduce como krasny ugol, “hermoso rincón”, “esquina hermosa”. Que es también como los rusos llaman al lugar de la casa donde guardan las imágenes sagradas. Imágenes sagradas. Iconos. ¿Iconos? Puede que, después de todo, el padre de Larissa Malinovskaya vendiese o perdiese en la mesa de juego su colección de arte sacro frente a “esos dos mercaderes arribistas, Ostruchov y Tetryakov”, fueran quienes fuesen. En ese caso, los iconos que hay en el dormitorio de Larissa… ¿Será inteligente o ingenua, siniestra u olvidadiza? Joder, ya me doy cuenta de por qué Friedrich von Bora tuvo que escapar de ella al final. Puede que la “pequeña parte del botín de Majnó” que no acabó fundida como acero para tanques esté colgada en casa de Larissa en este momento, ¡un pud entero de oro macizo y piedras preciosas!».
Tras dejar atrás el hospital que había frente al cementerio militar, Bora efectuó un giro de ciento ochenta grados en mitad de la carretera. Acababa de tomar la de Staro-Moskovskaya para volver a Merefa, pero dio marcha atrás y cruzó a toda velocidad el río Járkov en dirección a Pomorki. Una desconcertada Nyusha, que estaba tendiendo las sábanas, le dijo que no habían tenido visita después de la suya, hacía más de diez días.
Para Bora quería decir que Stark seguramente conocía la dirección de la casa que Larissa tenía en Járkov en los años veinte, no la actual. Y si no había dado con ella en el censo obligatorio alemán de los residentes de Járkov, no recordaba su nombre. «Aun así, no se puede confiar en esa bruja gorda y vieja, sentada en su salón. Si habla, está muerta; pero me pondrá en un aprieto». Bora esperó a que Nyusha volviese a entrar en la casa. Después, en vez de salir del jardín, cogió el fusil de francotirador del GAZ y lo escondió entre la espesura de enredaderas y arbustos, junto a la valla de alambre caída.
Mientras daba marcha atrás por el camino de troncos, Bora comprobó el nivel de combustible. Incluso a sus ojos, estaba gastando una cantidad desproporcionada de gasolina. Ya averiguaría antes o después cuánto tiempo seguirían aceptando el permiso especial de Bentivegni antes de la escasez general. Una vez en los límites de la ciudad, volvió a cruzar Járkov. «No hay negativos de la cinta, eso es cierto. No puedo pedir que le saquen copias. Pero puedo grabar la pista de sonido todas las veces que quiera».
Borovoye, 4:18 p. m.
Lattmann compartió con Bora el informe de sus fuentes sobre Krasny Yar. Prácticamente repitieron lo que le había dicho Nitichenko, solo que el número de bajas ascendía a una docena.
—Todos varones. Desnutridos, tenían un aspecto lamentable. La típica banda rusa de jóvenes salvajes que sus familias habían dado por muertos y que ahora están muertos de verdad. No me preguntes por qué preferían esconderse en el bosque a quedarse en las granjas de las que provenían. Puede que los mayores temiesen que los reclutasen, pero ¿y el resto?
En el calor de la tarde, Bora se arremangó. Durante las pausas entre las escuchas y los pinchazos telefónicos, Lattmann siempre ponía música en una potente radio que tenía. «No… necesito… millones», decía una alegre melodía de jazz que parecía sacada de otra vida.
—Una forma de delincuencia juvenil como cualquier otra —asintió—, en la que no faltan ni los ritos de iniciación ni el castigo a los intrusos. El sacerdote me dijo que en Krasny Yar se repetía este fenómeno. Los primeros, según recuerda, fueron algunos de los seguidores del Ejército Negro de Majnó, que se quedaron allí tras la guerra civil y, con el tiempo, o bien los mataron los bolcheviques, o bien fueron rescatados por el providencial educador Makarenko, que se los llevó a sus fábricas estatales. El bosque siguió siendo un lugar en el que refugiarse a lo largo de los años. El padre Victor está convencido de que la mayoría de los asesinatos se cometieron para atemorizar a los de fuera o evitar que los miembros de la banda hablasen; aunque él ve la mano del diablo en todo esto y le gustaría que quemásemos el bosque.
—Bueno, según mis informadores, los seis cajones que subieron a los camiones parecían más bien cajas antiguas de munición que obra del diablo. Contengan lo que contengan, fueron estos, más que los besprizornye, los que motivaron la operación. Totenkopf te ahorró tener que expulsarlos de Krasny Yar tú mismo si hubieses entrado con el regimiento.
—Todavía tengo intención de entrar, como ejercicio. —Bora sacó la cinta del maletín—. Y hablando de los cajones de Krasny Yar, Bruno, échame una mano con esto. Da igual cómo me hiciera con ella: contiene una declaración potencialmente explosiva por parte de Khan Tibyetskji.
—¿Ah, sí? —Mientras aspiraba de su pipa, Lattmann examinó la funda de cartón Tobis-Degeto en la mano de Bora. La canción decía: «Solo necesito música/y solo necesito tu amor»…—. Ni en broma. Si es el mismo tipo que disparó a bocajarro a la tripulación de su tanque para pasarse al otro lado del Donets, prefiero no saber qué les pasaría a los que la grabaron. Pero también es cierto que un hombre tiene que barrer por donde pasa.
«Resuelva el problema y arregle las cosas».
—Así lo veía Khan —asintió Bora. El aroma del tabaco Blue Bird le hizo desear un cigarro, una necesidad más mental que fisiológica—. No estoy seguro de que debas ver la película. Es decisión tuya: puede que haya consecuencias.
—Soy adulto y la vida ya me ha dado todos los palos que tenía que darme, Martin. Si necesitas un testigo, preferiría saber de qué va.
—Necesito un testigo. Pero, incluso más que eso, necesito conseguir un proyector. No quiero volver a pedírselo a los de aviación. Y además, deberíamos sacarle dos copias a la pista de sonido. Yo me quedaré con una. Si me llegase a pasar algo, lo mejor será que le envíes la otra a la Cruz Roja Internacional. Y si no fuese posible, al capellán del ejército Galette en privado.
Aunque habría sido necesario, ninguno de los dos hizo ningún comentario. Lattmann asintió con la cabeza.
—Hum. Así que necesitas un proyector. Y una grabadora. Con la segunda puedo ayudarte; tengo una en mi bolsa de trucos: un magnetofón de alta fidelidad que funciona a las mil maravillas. Pero lo del proyector no va a ser fácil.
—Bueno, pues tengo que conseguirlo hoy mismo.
Hacía falta tener la buena voluntad de un amigo para adaptarse a la terquedad de Bora.
—Veré qué puedo hacer. Déjame pensar. El departamento de Propaganda les pone películas a los vecinos en la vieja sala de proyecciones del koljós. Está solo a diez minutos de aquí, pero nunca dejan el equipo sin vigilar. ¿Qué tienes para intercambiar?
—¿Que lleve encima? Solo mis Ray-Ban, y no pienso renunciar a ellas. Bueno, también llevo un bidón de veinticinco litros de gasolina.
—Creo que preferirán quedarse con el combustible. ¿Tienes suficiente para volver?
Bora se encogió de hombros.
—Con la ayuda de Dios. Pero el ladrón de mi hiwi me tiene bien abastecido, así que no tendré problemas una vez llegue a Merefa. Será mejor que también les pidas prestada una película de propaganda, Bruno, para que no se pregunten qué queremos ver. Dime: ¿Tienes a mano un ovillo de cuerda y una llave inglesa? Y la lona que hay ahí fuera, ¿la necesitas?
Lattmann rebuscó en la choza.
—Mierda, solo te ha faltado pedirme los calzoncillos. Aquí tienes la llave inglesa, pero quiero que me la devuelvas después. Y esta es toda la cuerda que tengo. Puedes quedarte con la lona. ¿Alguna cosa más?
—Con esto me basta por ahora.
Decidieron ponerle cinco litros al GAZ y sacrificar el resto del combustible a sus necesidades inmediatas. Lattmann volvió con el proyector tres cuartos de hora después y comenzó el trabajo de verdad.
Merefa
El sol poniente sesgaba los campos en una línea despiadada, tiñendo de fuego los tallos de hierba, los capullos y las corolas. La líneas difuminadas del horizonte se coloreaban de un amarillo limón que iluminaban a ráfagas allí donde los girasoles se apretaban en las hondonadas: Bora tuvo que apartar los ojos para no sentir náuseas. Llevaba la película y la cinta grabada bajo su asiento en una bolsa de lona y la llave inglesa y la cuerda en el maletín. Había desplegado la lona y las bolsas de pienso para pollos sobre el asiento trasero.
Antes de despedirse, Lattmann (muy serio tras oír el dramático contenido de la cinta de Khan) le había dicho:
—¿De verdad crees que es el «Hombre de hojalata»? Sería la bomba. ¡Lleva años administrando nuestros recursos!
Bora, que no estaba de humor para hablar, solo contestó:
—Exactamente.
—¡Por el amor de Dios, Martin! ¿Qué piensas hacer?
—No lo sé.
No era cierto. Tenía que desviar la atención de Stark. Una vez en la escuela, guardó las cosas que había conseguido en Borovoye, se dio una ducha rápida y llamó por teléfono al Kombinat con una tentadora oferta de mano de obra para trabajos forzados. Temió que Stark ya se hubiese marchado de la oficina, pero seguía sentado a su escritorio y contestó a la llamada personalmente. Como siempre, el comisionado habló en tono positivo; para un oído atento, solo su respiración resultaba un tanto forzada, como la de un hombre que está haciendo un gran esfuerzo o tiene que controlar las emociones. «¿Habrá descubierto ya que Khan le ha arrebatado el botín?». Bora prestó atención.
—Buenas tardes, Herr Gebietskommissar, soy Bora. Tengo el equivalente a cuatro escuadrones de obreros rusos disponibles si los necesita para algo, sanos y en forma para acarrear objetos pesados.
—¿Sí? Bien. Excelente. Ah… ¿sexo y edad, comandante?
—Son varones con edades comprendidas entre los diecisiete y los veinte y pocos, diría yo. Acaban de rendirse ante nosotros. —Bora leyó sus notas oficiosamente—. El recuento exacto asciende a ciento veintitrés. ¿Dónde los quiere? Ahora mismo se encuentran en nuestro campamento de Bespalovska.
—Veamos… me vendrían bien en Smijeff.
—¿Prefiere recogerlos usted o que se los envíe?
—Téngalos preparados a primera hora del martes por la mañana en la estación de ferrocarril de Bespalovska.
—Allí estarán.
—Estupendo. —Durante la breve conversación, Stark había conseguido recuperar por completo el control de su respiración—. Una buena obra merece otra, comandante Bora. Su karabaj estará aquí pasado mañana.
Bora había previsto la contraoferta. Aun así, sus sentimientos en este momento eran tan distintos que no pudo evitar reaccionar con cierta lentitud. Se dio prisa por disfrazar su pausa de asombro.
—Me deja pasmado, Herr Gebietskommissar. Por la mañana pasaré por allí para llevar el arnés y la silla de montar. Además, voy a tener que volver a molestarle: otra vez necesito algunas golosinas.
—¿En serio? Entonces venga temprano: espero la llegada del comisionado general Magunia a las nueve.
Tras la llamada de teléfono, aún le quedaba mucho que hacer antes de poder tumbarse en el catre. Bora corrió las cortinas de las ventanas cubiertas con mosquiteras y trabajó durante casi una hora. Para hacer sitio, sacó del maletín todo lo que contenía, incluido su diario. Metió este, junto con la película, las cartas de Dikta, las fotografías y otros pocos objetos personales, en una sencilla pero práctica mochila de las que utilizaban las tropas de artillería y la escondió entre las vigas de la segunda habitación de la escuela. Lattmann tenía instrucciones de buscarla allí si fuese necesario. Demasiado familiarizado con Bora como para preguntar más allá de cierto punto, sin duda su colega conjeturó gran cantidad de cosas, pero se las guardó. Sabía qué hacer y qué papel jugar si las circunstancias lo hiciesen necesario.
En papel de carta Spicers, sobrio y de excelente calidad (un regalo de su abuela Ashworth-Douglas), empezó a escribir una carta a su mujer con la intención supersticiosa de terminarla la noche siguiente.
«Mi querida Benedikta:
»Sí, recibí la preciosa foto de estudio que me hiciste llegar a través de tu padrastro. Cariño, ¿cómo pudiste imaginar que la necesitaba para tener presente tu belleza? Lo único en que consigo pensar es en nuestra habitación de hotel de Praga; en cómo mirábamos una y otra vez el reloj para ver cuánto tiempo nos quedaba para hacer aquello tan maravilloso que estábamos haciendo. Todo lo que me ha ocurrido en la vida quedó redimido por aquellas horas que pasé contigo. Amo toda tu persona, tanto que tu fotografía me resulta casi dolorosa en nuestra separación. ¡Siempre estás conmigo, pase lo que pase!
»Los días aquí son los típicos de los hombres en guerra. Mi nuevo regimiento empieza a tomar forma y se porta bien: confío en que cumplirá tanto como promete y honrará las tradiciones de la caballería alemana. Peter y yo estuvimos juntos, aunque poco tiempo, para la ceremonia de entrega de la Cruz de Caballero (piensa enviaros la película que grabó para Padre y para Nina). Te lo contará todo cuando vuelva a casa para ver a su hijo.
»Gracias por ser tan buena amiga de Patita, cariño, y gracias por colaborar con tu pericia como amazona al adiestramiento de nuestras monturas. Tal vez te haga reír, pero las envidio: son unas bestias con suerte.
»¿Recuerdas la noche en que nos conocimos, cuando me preguntaste por qué estaba tan bronceado y no pude contestarte que estaba de permiso del frente español? Seguramente me consideraste otro admirador al que habías dejado mudo de asombro sobre la pista de baile; ¿cuántos oficiales te seguían con los ojos? De hecho, en cuanto salimos al jardín me dije que tenía que conquistarte o morir en el intento. Bueno, no tuve que morir. Me elegiste a mí, y no porque (como tú dices) sea perfecto. No soy perfecto, Dikta. No lo soy. Soy de todo menos perfecto».