Capítulo 10

Borovoye, sábado 22 de mayo

Por la mañana, seguía manando lluvia de las nubes, que se extendían como una fina bruma y estaban a punto de agotarse. Había mucha humedad y tanto los montones de piedras como los pocos tramos de la carretera que estaban asfaltados empezaron a despedir vapor por el calor en cuanto comenzó a filtrarse el sol.

Bruno Lattmann salió al umbral de su cubículo de radio con el pecho desnudo y en pantalones cortos de uniforme.

—Jesús, Martin, ¿cómo puedes llevar pantalones largos y botas con este tiempo? ¿Es que va a venir a visitarnos el Alto Estado Mayor? Oh, has venido a caballo hasta aquí. ¿Por qué?

Ocultar sus moratones bajo la tela y el cuero le ahorraría las preguntas a Lattmann y las explicaciones a Bora.

—Me salí de la carretera —dijo, con indiferencia—. El coche está destrozado.

El olor a humo de pipa invadía el interior de la cabaña. Bora no veía nada, pero su colega le explicó:

—He adoptado el vicio por Eva, para que me queden uñas al volver a casa.

Bora se echó a reír.

—Una elección difícil para una esposa: sin uñas o con una pipa en la boca. Bruno, Nagel va a venir a recogerme: ¿Te importa que espere aquí? Hay algo que tengo que averiguar. —Respetando la petición de Bernoulli de no mencionarlo personalmente, le habló de su conversación telefónica con Mayr y de sus sospechas—. No tengo nada en firme, ya me entiendes, y sé que me estoy jugando el tipo. Pero alguien tiene que hacerlo.

Relajado, Lattmann estiró el brazo en dirección a un paquete de Blue Bird y empezó a llenar la cazoleta de baquelita de su pipa.

—¿Piensas hacer lo mismo con el cirujano de las SS en Sumskaya o vas a limitarte a pelearte con el cuerpo médico militar? Y sí: lo digo con sarcasmo, Martin.

—El cirujano de las SS promete ser un hueso más duro de roer, aunque estoy haciendo todo lo posible. Cuando me pasé por Sumskaya ayer, noté que les habría gustado tirarme por las escaleras de una patada de haber creído que saldrían impunes. Como descubrí en nuestro cuartel general poco después, parece que han transferido al cirujano jefe al Grupo de Ejércitos del Centro, en Maguilov.

—Bueno, excelente. Trabajará para esa bestia de Franz Kutschera: seguro que son tal para cual.

—Sea como sea, ahora está fuera de mi alcance… También vi al teniente coronel Von Salomon en el cuartel general.

—¿Buenas noticias o malas noticias?

Bora se abrió el cuello de la guerrera, su única concesión a lo mucho que lo incomodaba el calor que reinaba en la habitación.

—Un poco de todo. Primero me soltó un discurso sobre Oswald Bumke, su nuevo mesías. Es el jefe de servicios psiquiátricos y neurológicos en el Wehrkreis VII, y hasta lo citaron para consultarle sobre la salud de Lenin a principios de los años veinte. Ahora mismo, el coronel está completamente fascinado por la esquizofrenia, y se negó a abordar temas militares hasta haberme sermoneado. La mala noticia es que el regimiento no va a poder entrar en Krasny Yar dentro de poco, como esperaba. En vez de eso, tenemos que patrullar el Donets. Mirando el lado positivo, van a entregar las condecoraciones recibidas en Stalingrado de forma oficial, así que (siempre que me lo permita mi agenda) viajaré a Kiev para la ceremonia el jueves que viene. El Generaloberst Kempf va a volar hasta allí expresamente desde Poltava. Y la mejor noticia de todas es que Peter se ha ofrecido voluntario para ser su piloto, así que, si por fin voy, podremos vernos.

Resoplando para encender su pipa pero sin éxito, Lattmann malgastó cerilla tras cerilla. Dijo:

—Te toca invitarme a cenar la próxima vez que estemos en un restaurante civilizado. Aparte de perder la virginidad, la Cruz de Caballero es el mayor logro para un hombre.

—Sí, si no me paro a pensar cuántos tuvieron que morir en Stalingrado para que puedan condecorarnos a unos pocos. Y lo que es peor: alienta mi orgullo. Toma, un adelanto de la cena. —Bora sacó de su maletín una botella de vodka con sabor a pimienta y una lata redonda de caviar—. No he podido encontrar esturión ahumado.

—¡Vaya! Qué detalle. —Lattmann se animó—. ¿Lo probamos? ¡Todo un Petrovska, y no del destilado en casa, nada menos!

Bora negó con la cabeza amigablemente.

Z pertsem en ucraniano. Gracias, pero no. Que lo disfrutes. —El bochorno hacía que le tirasen y escociesen los cortes, mientras que la fricción de la tela aumentaba las molestias, que conseguía disimular con más o menos éxito—. Hay algo que necesito urgentemente, Bruno: tengo que encontrar la forma de mantener al Sanitätsoberfeldwebel Arnim Weller en Ucrania hasta poder tener ocasión de interrogarlo acerca de lo que el doctor Mayr le hizo a Platonov. El jueves me puse en contacto con el departamento de Personal de la Inspección Médica. A diferencia de la primera vez, cuando me dijeron que no sabían nada del asunto, me confirmaron que Weller está alojado en Kiev, de donde esperan que salga mañana. Los canales regulares no sirven de nada en este tipo de casos. Abordé al teniente coronel Von Salomon, pero no quiere ni oír hablar de «intervenciones irregulares en traslados programados» y me dijo que no.

—Ese cabrón va tener que echarle un par de huevos si quiere llegar a coronel. —Lattmann dejó la pipa a un lado de una vez por todas. Y también, por el momento, el licor. Sacó una lata cilíndrica de pan, la abrió, cortó dos rebanadas redondas y rebuscó en una jofaina llena de agua hasta dar con un poco de mantequilla, que untó sobre el pan. A continuación colocó una cucharada de caviar sobre cada rebanada—. En fin, ¿crees que Weller va a hablar? Seguramente le sea leal a Mayr, independientemente de lo que pasara.

Bora dijo que no a la oferta de comida de su amigo.

—Y puede que esté más implicado en este asunto de lo que pensaba, a pesar de su acreditación de seguridad. Tengo una prisa tremenda por retenerlo aquí. ¿Qué harías tú si quisieses retrasar la partida de alguien?

—¿En menos de veinticuatro horas? No sé. Tendría que venir de arriba. Hum, hum, el caviar es bueno. ¿Seguro que no quieres un poco? De acuerdo, de acuerdo; estoy pensando. ¿Qué te parece el Geko Stark? Fue él el que envió la recomendación en primer lugar.

—Sí, pero a petición de Mayr, y solo me enteré porque abrí la carta que Stark me había confiado. Equivaldría a admitir que manipulé su correspondencia.

—Podrías pedirles una excusa creíble a los de la oficina de Kiev.

—¿Por ejemplo…?

Lattmann se terminó los canapés caseros.

—Si acceden, ya pensarán en algo. En realidad, lo único que necesitas es cambiar la plaza de Weller en el tren por la de otro que tenga prioridad de desplazamiento. Veré qué puedo hacer, si quieres.

—Lo más pronto posible, Bruno.

—¿Sabemos dónde se hospeda Weller en Kiev?

—En un alojamiento para miembros de las Fuerzas Armadas en tránsito situado en el barrio de Solomenka, enfrente del cuartel húngaro. También deberíamos mandar a alguien que lo tenga vigilado, por si Mayr intenta ponerse en contacto con él y alertarlo.

Mientras esperaba una respuesta por radio de su «hombre en Kiev», como Lattmann se refería a su interlocutor de la Abwehr en la ciudad, Bora tuvo tiempo de establecer comunicación con Odilo Mantau, cuyo humor no había mejorado desde su última conversación.

—Gracias a usted discutí con el personal del puesto médico de las SS en Sumskaya. ¿Sabe que han transferido a su cirujano a Maguilov?

—Sí. ¿Y qué? ¿Consiguió que admitieran que habían enviado a un sanitario a la prisión la noche del 6 de mayo?

—No.

—Bueno, pues o bien fueron ellos, o bien no. Usted me dijo que era un sanitario del Servicio de Seguridad…

—No dije que fuese un sanitario del Servicio de Seguridad; dije que venía del puesto de primeros auxilios de Sumskaya.

—Lo que sea. ¿Por lo menos consiguió averiguar su nombre por el libro de registro de la prisión?

—Qué curioso que me lo pregunte. El nombre es Lutz, Karl Albert. Lutz, sí. Y como sabe que es imposible, no haga como que se lo anota.

—¿A qué se refiere? ¿Por qué no?

—¡Vamos, comandante!

Bora se sintió tentado de darle un buen golpe a la radio con el puño.

—Por Cristo, Mantau: ¿Por qué no?

—Porque Lutz murió durante la batalla de la primavera de Járkov.

—¿Que Lutz qué…? La conexión es muy mala: me ha parecido oír que murió.

—Como si no lo supiese. Cuando empezó a montar el número porque «alguien estaba jugando con nuestros sanitarios», pensé que lo mejor sería comprobar el nombre y la identificación que habían escrito en nuestro libro de registro. Y descubrí que Karl Albert Lutz, con el mismo rango, fecha y lugar de nacimiento, había caído el 2 de marzo cerca de Merefa. Así que sigo pensando que usted o los suyos andan detrás de la muerte de Khan. No tengo ni idea de cómo conseguirían hacerse con un pase de Sumskaya con el nombre de Lutz, pero así debió de ser.

—Me doy por vencido, Mantau. Es imposible hacerlo razonar. Nos han engañado a los dos, ¿no lo entiende?

Lattmann le dio un codazo a Bora y formó con los labios las palabras: «Tengo a Kiev por la otra radio», y esa comunicación tenía prioridad absoluta sobre una discusión con Odilo Mantau.

«Bespalovka, 22 de mayo, hora del rancho. Las monturas son excelentes, bien domadas y adiestradas. Van desde la categoría RI para los oficiales (he destinado una de estas a Nagel por orden específica. Spiess es un gran jinete) hasta la KR para la tropa, además de varios caballos pesados y extrapesados de las clases SZK y SSZ. Aparte de las oportunidades de pastar que ofrece la tierra, también estamos bien abastecidos de pienso. He comprobado la calidad de nuestras tortas de pienso de cinco kilos para asegurarme de que las proporciones de avena, patatas, heno y levadura son las correctas.

»Todas estas noticias son buenas y oportunas, ya que los comandantes de la 198.ª y la 15.ª Divisiones de Infantería, los generales Von Horn y Buschenhagen, han solicitado al cuartel general de nuestra división que llevemos a cabo un reconocimiento armado (y entablemos combate con los partisanos si es necesario) a la orilla derecha del Donets, donde el meandro cóncavo del río forma un amplio saliente que se extiende desde Novo Andreyevna al norte hasta Novo Berissoglebsk al sur, en el lado ruso. Es una operación hecha a medida para el regimiento. Dadas nuestras órdenes y que se me permite actuar según mi propio juicio, saldremos en patrullas para reconocer la enorme zona (de cincuenta kilómetros de longitud y cinco kilómetros de profundidad) que se nos ha asignado.

»Partiremos de escuadrón en escuadrón al atardecer y poco después de oscurecer, con el equipamiento habitual. Los fusiles con silenciador serán los primeros en la lista. Como será cinco días después de la luna llena, dependiendo del tiempo, si salimos el domingo 23 después de la puesta de sol, con cielo despejado tendremos unas tres horas de completa oscuridad antes de que salga la luna, a eso de las 00:30. Pero si está cubierto, como espero, las horas de oscuridad ascenderán a siete en total, ya que amanece a las 04:00 del lunes. El resto de la semana, o tantos días como tardemos en conseguir nuestro objetivo, seguiremos la misma pauta. Esperamos descubrir refugios de partisanos y, posiblemente, sorprender a algunas de sus unidades en movimiento. Encontremos lo que encontremos, tenemos órdenes de destruirlo. Pienso llamar a la operación “Termópilas”, por el antiguo fuerte situado en ese paso.

»En cuanto a otros asuntos no menos importantes, Bruno no se limitó a cumplir con su palabra. Hablé con su interlocutor en la oficina de Kiev, que se encargó de retrasar la vuelta a casa de Weller por un tecnicismo (en la Alemania de hoy día, somos expertos en tecnicismos). El retraso me da solo cuatro días, hasta que el próximo transporte (un tren para tropas que en realidad se dirige a Konotop, donde se reunirá con un tren hospital con destino a la patria) recoja al sanitario en Kiev y lo ponga fuera de mi alcance. Hay pocas posibilidades de que haya concluido la operación militar para el jueves que viene (lo cual, por cierto, también quiere decir que me perderé la ceremonia de condecoración), pero es lo único que puedo hacer por el momento.

»Y hay otro problema: si Mantau dice la verdad y el sanitario que dijo venir del puesto de primeros auxilios de Sumskaya dio un nombre falso, descubrir qué le pasó en realidad a Platonov podría ser un juego de niños comparado con resolver el asesinato de Khan. Le pedí a Bruno que se jugase el todo por el todo, como se suele decir, y me hiciese el favor de enviarle a Mantau otra pregunta que no tuve tiempo de hacerle hoy, ya que Nagel llegó con el vehículo GAZ en el mismo momento en que terminé la consulta a la oficina de Kiev».

Miércoles, 26 de mayo

El tiempo atmosférico y las circunstancias favorecieron el plan de Bora. Siguiendo una pista proporcionada por el oficial de inteligencia de la 15.ª División, la noche del domingo 23 sus patrullas avanzadas detectaron movimiento por parte de una fuerza partisana que se dirigía hacia el norte después de haber cruzado el río desde la zona cubierta de árboles de Sadonetzkji Bor. Los rusos avanzaron furtivamente, algunos de ellos a caballo, y acamparon sin hacer fuego. Bora dio órdenes de esconderse. Esperó observándolos, con cuidado de no delatar la presencia de sus hombres, hasta la noche siguiente, para entender qué intenciones tenía el enemigo. Las horas de luz del 24 las pasaron en el bosque, escondidos, asediados por mosquitos y moscas, inmersos en la pesada humedad que acolchonaba el terreno cercano al río. Evitaron todo contacto con los habitantes de la zona, poco de fiar o enemigos.

Tras la caída del sol, los partisanos se pusieron en movimiento. Con la brisa en contra, que les era favorable al hacer indetectables los ruidos y olores que provocaban, un cielo surcado rápidamente de nubes y la luz de la luna ocasionalmente interrumpida, el regimiento salió a perseguirlos, unidad a unidad. Se dispersaron, desplegaron la red, tomaron posiciones. Ni motores, ni radios, solo mensajeros a caballo y a pie.

Con la primera luz del día 25, los partisanos volvieron a reagruparse. Las patrullas montadas que enviaron a explorar los alrededores estaban compuestas por muchachos. Los invisibles alemanes los dejaron pasar. Tras detenerse en la vieja granja Tichonov, al amparo de la oscuridad los rusos cambiaron de dirección. Tomaron el camino de tierra que atravesaba el bosque hacia el sur, posiblemente para acudir a un punto de reunión situado a las orillas del Gomolischa, un afluente del Donets. Con cuidado de que no los vieran, los hombres de Bora los siguieron y rodearon el bosque por fuera.

Una vez más, su intuición resultó ser acertada. Dos fuerzas partisanas independientes convergían para agrupar hombres y materiales. La oportunidad era tan conveniente que tuvo que convencer a sus oficiales de no entablar combate cuando el enemigo salió del bosque y de esperar pacientemente a la noche siguiente. Con luna menguante y un cielo ocasionalmente cubierto, a las dos de la mañana del miércoles 26 de mayo cuatro escuadrones Gothland se acercaron a un lugar insospechado en la campiña llamado Kurgan Bischkina, no lejos del Donets, en la entrada de un barranco que se extendía de este a oeste: Semionov Yar. Allí el cuerpo partisano ya agrupado, con hombres suficientes como para formar al menos tres compañías, algunos de los cuales iban a caballo, se reunió para pasar la noche. Después de sellar en silencio la entrada del barranco, utilizando fusiles con silenciador de fabricación soviética los alemanes se deshicieron de los que montaban guardia a lo largo del borde, y cuando los rusos se dieron cuenta de lo que ocurría, ya estaban rodeados por fuego de mortero y ametralladoras por tres lados. Amaneció sobre un encarnizado tiroteo que hacía imposible escapar. En un intento por salir de la trampa luchando y retroceder hacia Kurgan Bischkina, los supervivientes se toparon con el escuadrón del propio Bora, que estaba oculto esperándolos y acabó con ellos. Se persiguió y liquidó a los rezagados. Los alemanes respetaron a los caballos siempre que les fue posible y reunieron al resto de animales y hombres.

Como bautismo de fuego, fue todo un triunfo para Gothland. La única desilusión fue la noticia de que otra fuerza partisana había conseguido escapar del cerco que le había tendido una compañía de la 198.ª División de Infantería cerca de la granja Obasnovka y había vuelto a cruzar el Donets sin sufrir bajas. En cuanto a Bora, diecisiete soldados heridos (tres de ellos graves) y un puñado de monturas ligeramente lesionadas eran una nimiedad comparados con las casi doscientas víctimas del bando opuesto, además de los prisioneros (casi todos jóvenes y ancianos), los caballos y el material del programa de ayuda estadounidense.

Pasaron la mañana destruyendo equipo y municiones, recopilando mapas, limpiando lo que era necesario y esbozando notas para el informe de la operación que habría que presentar en Járkov más adelante. Bora estaba eufórico, pero su mente ya estaba anticipando su próxima misión: el vuelo que lo llevaría a Kiev por la mañana para interrogar a Arnim Anton Weller sobre su superior directo en el Hospital 169. Gracias a Dios que Lippe, su segundo, era un oficial excepcional. Bora lo dejó al cargo y se marchó rápidamente.

Llegó a Borovoye bien avanzada la tarde, cuando el sol ya estaba bajo aunque todavía resultaba cegador. Bruno Lattmann le colocó delante un vaso de vodka, que Bora no tocó. Si hubieran acordado de antemano no hablar de la operación, no podrían haber actuado de forma más evasiva. Aparte del hecho de que Bora se había afeitado con prisas y sin jabón y presentaba un aspecto más deteriorado de lo que alguien como él era capaz de tolerar, parecía que las cosas habían ido bien.

—¿Alguna noticia de Mantau, Bruno?

—Bueno, le hice llegar tu petición de que me describiese al sanitario de Sumskaya que visitó a Tibyetskji la noche del 6 de mayo.

—¿Y…?

—Júzgalo tú mismo. —Lattmann cogió una carpeta sujeta con clips—. Aquí está lo que anoté. Dudo que te ayude en algo. Antes que nada, ese imbécil perdió los papeles: «¿Qué espera Bora? ¿Un parche en el ojo, un diente mellado?». Y luego dijo que el personal de la prisión, cuando se le preguntó, coincidió con él en que el hombre era corriente en todos los sentidos: altura, peso, etc. En torno a un metro setenta y cinco, unos 75 kilos, cabello rubio oscuro o castaño claro. Herr Cualquiera o Herr Nadie, la elección te la dejo a ti.

—De verdad que es un imbécil.

QED. Así que lo presioné para que me diese más detalles, gestos, etc. Nada, o bien nadie le prestó mucha atención después de la rabieta de Khan. —Lattmann tiró la carpeta hacia su catre, al otro extremo de la cabaña—. La única minucia que se le ocurrió a ese genio fue que el sanitario tenía la uña del pulgar derecho aplastada y ennegrecida. A saber por qué se fijaría Mantau en ese detalle.

Bora pestañeó. Automáticamente, extendió el brazo hacia el licor y se lo terminó de un trago. «La guerra nos marca a todos, antes o después». Mutilaciones, señales visibles o minucias. El esmero con el que el capitán de la Gestapo cuidaba de sus manos y uñas se sobrepuso en su mente a la escena que se había producido junto al lecho de muerte de Platonov, el día en que falleció. Y por supuesto Mantau se había fijado.

—Sírveme otro.

—Si te ayuda a tragarte la decepción.

Bora apuró un segundo vaso.

—Tendrá que servirme para más que eso, Bruno, si resulta que el fallecido Karl Albert Lutz es en realidad el Sanitätsoberfeldwebel Arnim Weller. —En los momentos de confusión después de la muerte de Platonov, recordó haber observado varios detalles: la cara teñida de ictericia del cirujano, la mancha de la uña del sanitario mientras se guardaba con prisas la aguja que había utilizado. Detalles que parecían apuntar a una verdad mayor—. Dios bendito, debió habérseme ocurrido. Pero ¿cómo demonios…? Rápido: a ver si puedes pasarme con el doctor Mayr en el Hospital n.º 169.

La conversación que siguió, a medias como la oyó Lattmann, resultaba al mismo tiempo extraña y absolutamente coherente, aunque no necesariamente en opinión del cirujano. Bora comenzó diciendo:

—Ya le pediré disculpas cuando tenga tiempo. Ahora contésteme, Oberstzarzt, o juro por Dios que me aseguraré de que el Servicio de Seguridad vaya a hacerle una visita. ¿Qué sabe del pasado de Arnim Weller, cuánto tiempo hace que lo conoce y a quién frecuentaba fuera del hospital? Existe la posibilidad remota de que Weller sea juzgado en un tribunal militar ordinario si me contesta. —Por unos instantes Bora escuchó, asintiendo para sí mismo con la cabeza—. ¿Fue un delito de cobardía bajo fuego enemigo o una deserción? Eso no es solo perder los nervios, doctor Mayr: el abandono del puesto equivale a una deserción ¡si se escapó del hospital de campo y se ocultó con los rusos durante una semana! ¿Se sabe? Me da igual cómo le ayudase a encubrirlo: ¿Lo saben otros? ¿Se podría utilizar en su contra? En los dos años que hace que lo conoce, ¿alguna vez le pareció sospechoso de prácticas poco profesionales? No me presione, no tengo por qué definirlas. ¿No? Lo dudo, y dudo que no le diese ninguna razón para preocuparse: se preocupó en cuanto lo transfirieron porque sabía lo que se traía entre manos en Stalingrado y lo de los casos de eutanasia, tanto por parte de usted como de él. Temió que el pasado de Weller saliese por fin a la luz. Me da igual lo que piense, sinceramente. Está claro que tenía acceso a la vitrina de su oficina. ¿A quién frecuentaba fuera del hospital? ¿Lo sabe? Salía a buscar suministros tres días a la semana, ¿y qué más? Conducía la ambulancia de vez en cuando, ¿y qué más? ¿Alguna vez se enfrentó con él por haber tardado más de lo necesario en realizar sus deberes? ¿Por qué no? El almacén de combustible, el Kombinat y el centro especial de detención no pueden ser los únicos lugares que frecuentaba. La cantina no cuenta. Un bar, ¿dónde? ¿Tenía algún conocido entre los colegas del servicio sanitario de las SS? Le hablo con completa coherencia, Oberstzarzt, y con una lucidez extraordinaria.

Lattmann estaba sentado sobre un montón de cajas, con las piernas colgando. Cuando Bora terminó la llamada, le dedicó una mirada pensativa.

—Menos mal que Mayr es un paria político. De lo contrario, exigiría tu cabeza por hacer lo que acabas de hacer.

—Tal como están las cosas, me estará agradecido de que no le haya soltado a la Policía Estatal. Es cómplice de este asunto, lo supiese o no. Lo único que he conseguido sacarle es que puede que Weller sea susceptible al chantaje. Y bajo chantaje, uno está dispuesto a hacer cualquier cosa. Y si además has «perdido los nervios» y estás deseando volver a casa, se te puede manipular fácilmente.

—¿Quién? ¡La Oficina Central de Seguridad no!

—¿Por qué dices «la Oficina Central de Seguridad no»? Weller disponía de una autorización de seguridad, ¿no es cierto? A Mantau no le cuentan todo lo que se cuece.

—Ni a ti ni a mí, por nuestra parte. Y si querían quitarnos a Khan eliminándolo, ¿por qué iban a matar también a Platonov?

Bora bajó el vodka con un largo trago de agua de su cantimplora.

—Gracias por tu ayuda, Bruno. Tengo que irme. Espero que no hayan intervenido la conversación, porque es probable que las SS llegasen a Kiev antes que yo. Sea cual sea el papel que desempeñen en esta historia, entonces no daría un duro por la vida de Weller. —Se giró hacia atrás una vez en la puerta—. Espera. Eso me da una idea. Es mejor que sepan que lo sabemos, por si acaso: así evitarán hacer algo descaradamente estúpido. Consígueme a Mantau como sea.

Fue pura suerte que Lattmann diese con el oficial de la Gestapo en la misma frecuencia de radio, ya que últimamente el Sonderkommando 4a se estaba extendiendo y cambiando constantemente de destino.

El comentario de Mantau ante la noticia de Bora fue rápido y hosco.

—¿Quiere que me haga el impresionado, comandante? Por supuesto que sabe quién era el hombre: lo envió usted.

—Por el amor de Dios, no lo envié. Y como no actuemos rápidamente, saldrá de Ucrania mañana.

Tuvo que darle más explicaciones para que Mantau por fin comprendiese lo urgente de la situación.

—¿A qué hora sale el tren de Kiev y de qué estación exactamente? —preguntó entonces—. Nuestros agentes en la ciudad pueden detener la locomotora en el andén si es necesario, aunque se trate de un transporte de tropas.

Por una vez, Bora le agradeció la chulería.

—Hágalo, Hauptsturmführer. El tren de Vinnitza a Konotop saldrá de la Estación Central de Kiev a las once. Con un poco de suerte, a esas horas ya estaré en la ciudad.

El áspero corte al rape de Lattmann estaba perlado de sudor. Hizo entrechocar los dientes en torno a la cánula de la pipa mientras Bora, de pie en el umbral, se ponía sus apreciadas Ray-Ban para protegerse del sol despiadado que estaba a punto de ponerse y se preparaba a marcharse.

—Espero que sepas lo que estás haciendo, Martin.

—No lo sé. Tendré que improvisar por el camino. Si Weller estaba presente cuando murieron ambos generales, seguramente será el único verdugo. Su oportuna desaparición de camino a una misión repentina, el hecho de que tuviese documentos falsos… Es demasiado elaborado, me huele a un plan mayor. Tienes razón: tal vez sea demasiado grande como para enfrentarme a él yo solo. Pero ¿qué elección tengo? En el cuartel general esperan que resuelva este asunto, y no puedo revelárselo a demasiadas personas.

—Si Weller es tu hombre, y van a enviarlo a Alemania por la razón que sea y siguiendo las órdenes de quien sea, no habrá creído ni por un momento que le quitaron la plaza del tren del domingo por casualidad. Sabe que es posible que se encuentre bajo vigilancia. No controlamos ninguna de las llamadas que recibió en el Hospital 169, pero tampoco contaría con que Weller vaya a esperar al próximo transporte en su alojamiento habitual, por ejemplo. Y Kiev es una ciudad muy grande.

—¿Quién es el jefe de policía de Kiev?

—El comandante Stunde, de la Schupo. Creo que el que dirige las unidades auxiliares ucranianas es un tal capitán Pfahl.

—A todos los que salen desde Kiev con destino a Alemania se los aloja temporalmente en el barrio de Solomenka, lo cual reduce las posibilidades. Esperemos que las unidades de policía no actúen de forma demasiado evidente, por no hablar de las unidades auxiliares de la zona: no queremos asustar a Weller. ¿Cómo de discreto es tu amigo de la oficina de Kiev?

—Lo suficiente como para echar un ojo a los trenes que salgan de la ciudad, pero en Solomenka tendrás que confiar en la Schupo o la Gestapo. ¿Te marchas? Eh… espera un momento, ¡no has dicho ni una palabra sobre cómo fue la misión!

Bora sonrió ligeramente.

Ivan fue el Leónidas de mis Inmortales. Pero no nos esperaban, y esto es solo el principio.

En el resplandor que quedaba tras ponerse el sol, las altas nubes se desplegaron hasta formar a lo largo del cielo poniente inquietos cúmulos en forma de martillo que prometían tormentas eléctricas en la zona de Kiev. En el sencillo pero fiable vehículo GAZ, Bora cubrió los treinta y tantos kilómetros que separaban Borovoye de Járkov para encontrarse a Von Salomon, al que debía presentar el informe de la misión, reclinado en su silla con una toalla húmeda sobre los ojos.

—Tendrá que esperar a por la mañana, cuando estemos en el avión de camino a la ceremonia.

Bora se cuadró secamente y salió de la oficina. De haberlo sabido, habría pasado la noche en Merefa, pero ya estaba demasiado oscuro como para ir hasta allí. Una intuición afortunada le había impulsado a llevar a Borovoye, al salir para la operación Termópilas, una muda, su mejor uniforme, las medallas y todo lo que necesitaba para el viaje a Kiev. Así que lo tenía todo consigo, y se dispuso a conformarse con cualquier superficie horizontal del cuartel general (le valdría incluso el suelo) sobre la que dormir. Lo cierto es que estaba exhausto, «con el depósito vacío», como anotaría después en su diario. Un banco de madera en el pasillo le pareció lo suficientemente lujoso como para tumbarse, aunque no pudo estirarse del todo, y por la mañana descubrió que se había resbalado o caído al suelo sin siquiera despertarse.

Jueves, 27 de mayo

Se esperaba que los oficiales con destino a Kiev llegasen al aeródromo de Járkov con tiempo suficiente para salir a las 06:00 de la mañana en un Ju-52 que había conocido días mejores. Los compañeros de viaje de Bora incluían al teniente coronel Von Salomon, en representación de la 161.ª División de Infantería, dos miembros del 7.º Panzerkorp que estaban a punto de recibir la Cruz de Hierro de oro en la misma ceremonia y un general de división que iba a ser repatriado por motivos de salud. Los cazas que iban a escoltar el avión de transporte esperaban en la pista de aterrizaje, mientras que los pilotos bebían café y jugaban con dos perros pequeños y peludos.

Durante la espera cerca del monoplano, un tenso Von Salomon preguntó qué tiempo hacía en Kiev.

—Oh, creo que hay una tormenta entre donde estamos y Kiev, Herr Oberstleutnant —añadió el copiloto, alegremente—. Vamos a bailar un poco. —Bora reconoció el desdén teñido de humor que sienten por los marineros de agua dulce los amantes de la aviación, porque era el mismo que mostraba Peter.

A Bora no le importaba en absoluto el tiempo atmosférico, pero sí le preocupaba el cronológico. Aunque no era tan viejo como el que había traído a Bentivegni hacía unas semanas, el Junkers (que anteriormente había servido de remolcador de planeadores en Creta, como atestiguaban los dibujos que le decoraban el morro) podía tardar hasta tres horas en cubrir la distancia hasta Kiev. Además, el general de división y su úlcera llegaban tarde, y aunque ningún otro integrante del grupo tenía prisa porque la ceremonia estaba programada para las «dieciséis horas en punto», Bora empezó a impacientarse por atrapar a Weller antes de que el tren de Vinnitza llegase a la Estación Central de Kiev. Y siguieron esperando. Los pilotos de los cazas tuvieron tiempo de volver al borde recubierto de hierba de la pista de aterrizaje y lanzarles palos a los perros para que se los devolviesen; los cúmulos preñados de truenos al oeste se elevaron y desplegaron hasta formar un amenazador terraplén, como si quisiesen replicar el día en que Bentivegni había sufrido un retraso de camino a Járkov. Bora estaba inquieto, pero intentó que no se notase. Aunque tampoco es que nadie le estuviese prestando atención: los condecorados estaban radiantes de la ilusión, el piloto y el copiloto esperaban de pie sobre la pista con sendos cigarros sin encender y Von Salomon bebía de una petaca de metal demasiado pequeña como para contener agua.

Quiso Dios que el general de división llegase a las 06:30 y entrase en la pista de aterrizaje en un coche oficial negro y reluciente como una cría de ballena. Con él llegaron su ayudante de campo, un exceso de equipaje y recuerdos metidos en cajas, además de un cajón de vodka de primera («le va a venir de perlas a su úlcera», oyó Bora que el piloto comentaba en voz baja). El general repartió varios puros de calidad a los oficiales (dos a cada uno de los que estaban a punto de recibir honores) y ascendió la corta escalerilla para subir al avión. Mientras los cazas de escolta avanzaban hasta colocarse en posición y se preparaban para despegar uno detrás del otro, el resto de pasajeros fue tomando asiento. Bora, siempre atento como era costumbre en la Abwehr, fue el último en subir a bordo y aprovechó el momento para entregarle sus puros al joven aviador que esperaba para retirar la escalerilla.

Resultaba que a Von Salomon no le gustaba volar. La decisión de aplazar el informe sobre la misión hasta ese día había sido una excusa para distraerse durante el movido vuelo. En cuanto ganaron altitud, el antiquísimo avión empezó a obedecer al copiloto y a «bailar». Más de una vez se topó con una bolsa de aire y se desplomó durante unos cuantos segundos interminables, que hicieron que al coronel se le pusieran los nudillos blancos sobre los reposabrazos. Bora tuvo que resistirse con todas sus fuerzas para no mirar el reloj y dar la impresión de que él también tenía miedo a volar.

Con el viento en contra, el Junkers avistó la soleada Kiev cuatro horas más tarde, tras tomar un amplio desvío para evitar lo peor de la tormenta eléctrica y sobrevolar en círculos la ciudad hasta que el piloto se sintió seguro para aproximarse al campo de aterrizaje de Borispol desde el oeste. Quince minutos más y darían las once, la hora a la que el tren procedente de Vinnitsa debía salir de Kiew Hauptbahnhof. Bora no podía hacer más que confiar en la habilidad (o voluntad) de la Gestapo de retenerlo en el andén, como le había prometido Mantau. Bajo el avión se deslizaron los barrios del noroeste de la ciudad, azotados por la batalla de 1941. Los campos vacíos y el barranco, agitado hasta parecer una cicatriz, pasaron junto al cementerio judío abandonado, y también otros cementerios y parques. Mientras sobrevolaban el Dniéper a baja altura, Bora vio a varias personas tomando el sol en la playa de río que ofrecía la isla, señal de que incluso en una ciudad prácticamente despoblada y bajo severa administración alemana, de alguna manera, la vida seguía. Había chicas con llamativos bañadores tumbadas o sentadas sobre los guijarros, mientras que varios soldados alemanes con pantalón corto negro holgazaneaban a su lado. Incluso preocupado como estaba, Bora sintió una premonición, con un arrebato de envidia: «Dikta y yo nunca seremos como ellos, a nosotros no nos aguarda nada parecido».

Borispol estaba, en realidad, a cuarenta y cinco minutos de Kiev por lo menos, en la orilla este del Dniéper, y tendrían que ir al centro de la ciudad en coche. La peor noticia fue que los coches que debían recoger a los oficiales no estaban en el campo de aviación. Ni siquiera una furiosa regañina por parte del general de división (que no tenía demasiada prisa; simplemente no se hace esperar a un general) pudo cambiar este hecho. Ya eran más de las once. Los cazas que los habían escoltado sobrevolaron el campo de aviación y giraron el morro en dirección a la tormenta. Los que volviesen a Járkov al día siguiente no dispondrían de protección aérea, ahora que el pasajero de mayor rango había llegado sano y salvo a Kiev.

Tras descubrir la ausencia de transporte oficial, Bora procuró encontrar un medio de llegar a la ciudad. Ya sospechasen que actuaba por orden del general o no, los trabajadores del campo de aviación no le ayudaron. Nadie podía prestarle un vehículo ni el combustible para hacerlo funcionar. A Bora le hervía la sangre e intentaba mantener la calma al mismo tiempo. Si la Gestapo cumplía con su parte del trato en Kiev, puede que retrasasen la salida del tren; aunque era poco probable que pudiesen retener a voluntad a las tropas que se dirigían a su despliegue. Ni tampoco podía fiarse de la fanfarronada ni de las promesas de Mantau, lo cual no hacía más que aumentar su nerviosismo.

Por fin, a las once y veintiocho, los pasajeros pudieron amontonarse en un autobús oficial GAZ-03 soviético de antes de la Purga, en el que partieron para la ciudad. Ya que tanto los puentes de piedra como los de metal habían sido destruidos, cruzaron el Dniéper por un puente de pontones. Más allá, el alto acantilado boscoso sobre el que se levantaba la antigua Kiev, con las cúpulas y agujas que habían sobrevivido iluminadas por el sol, parecía una isla sacada de un libro de cuentos, aunque Bora reconoció los indicios de la guerra. El presentador de la ceremonia de condecoración, el general Kempf, debía de estar aterrizando con Peter en estos momentos. Volaba por decisión propia en un discreto avión de reconocimiento Henschel, capaz de cubrir la distancia desde Poltava hasta Kiev en una hora, y había seleccionado la pista de aterrizaje de Gostomel, al norte de la ciudad y más cerca de esta.

El grupo de Bora se dirigía a un hotel en lo que antiguamente había sido el barrio de la banca y mercantil antes de la Revolución, cuando se llamaba Europa. Cerca de un parque ribereño anteriormente conocido como Proletarsky y Parque de los Mercaderes a principios de siglo, el hotel presentaba las ventajas de encontrarse en el centro pero fácilmente accesible desde Gostomel y en el extremo más alejado de la asolada calle Kreshchatyk de Kiev. Aun así, el general de división decidió hospedarse en otra parte. Evitaba los hoteles rusos desde el día de 1941 en que los rojos habían hecho saltar por los aires una milla cuadrada de los alojamientos de los oficiales situados en Kreshchatyk, que ahora llevaba el oportuno nombre de Eichhorn Strasse, en honor al comandante prusiano asesinado en Kiev durante la Primera Guerra Mundial.

Las doce y cuarto. Bora literalmente dejó caer su escaso equipaje en el recibidor y se apropió del GAZ-03 para ir a la Estación Central de Kiev, a tres kilómetros largos en zigzag por envejecidos bulevares de aspecto francés y bloques de viviendas modernas reducidos a escombros. Crecían verduras en los parterres, habían abierto bares para las tropas en todas las esquinas y los fortines de hormigón y las casas de empeño alternaban con puertas atrancadas y ventanas rotas. Una babel de letreros en alemán señalaba los cuarteles generales, hospitales, teatros. Bora apremió al conductor para que fuera más rápido de lo que, siendo realistas, podía.

—Ya casi estamos, Herr Major.

En tiempos de paz, la Estación Central de Kiev, con su exótico cuerpo central en forma de tienda de campaña, había representado lo mejor y lo peor del barroco ucraniano. Se le habían ido añadiendo ampliaciones a lo largo de los años y ahora, además, mostraba el deterioro causado por setecientos días de guerra. En contundentes letras negras sobre los ladrillos, ponía: «KIEV HBF».

Tras entrar a toda prisa, Bora no vio ni rastro de un tren en las vías y asumió que había llegado demasiado tarde. Después de todo, eran casi las doce y media. Varios soldados con perros atados con correa patrullaban el andén, algo habitual. Reconoció a la policía militar húngara y (a pesar de su ropa de paisano) a los agentes de la Gestapo. Obviamente, no habían evitado que se marchase el transporte de tropas. ¿Habrían retenido a Weller, al menos? Se esforzó por no dejarse llevar por la frustración mientras caminaba hacia la oficina del jefe de estación.

La respuesta del oficial alemán lo animó de inmediato. Debido a un fallo técnico (lo cual normalmente quería decir problemas en la línea por actividad partisana), el tren procedente de Vinnitsa llevaba un retraso de dos horas. Ahora se esperaba que llegase a Kiev a las trece horas en punto y partiese media hora después. También informó a Bora de que los pasajeros con destino a Alemania tendrían que bajarse del tren en la intersección anterior a Konotop, donde la línea se cruzaba con el ferrocarril hacia Homyel/Gómel-Bobruisk-Minsk-Vilna-Kovno-Königsberg.

Era una suerte inesperada. Bora salió de la oficina y tomó perfecta conciencia de todo lo que le rodeaba: temperatura, sonidos, olores… porque la partida aún no había terminado. Se acercó a un policía de la Gestapo vestido de paisano, que no esperaba que lo reconociesen con su atuendo de obrero ucraniano y reaccionó con mal humor. Cambió de actitud cuando Bora se identificó y le explicó su misión. Sí, dijo, los que esperaban a ser repatriados todavía estaban en la sala de espera.

—Vinieron con tiempo suficiente para coger el tren de las once. Dado el retraso, algunos podrían haber decidido salir de la estación y volver después. Teníamos órdenes, así que los retuvimos aquí. Hay treinta y dos, procedentes de los Grupos de Ejércitos Sur y Centro. Nos dieron dos nombres a los que estar atentos: Weller y Lutz, pero ese tipo no está aquí. A lo mejor se enteró de que iba a producirse un retraso y llegará para coger el tren de las trece horas.

Bora respiró hondo para no volver a perder la esperanza. En el aire flotaba un olor a salchicha cocida, a los tejados de metal recalentados y a pintura descascarillada. Del balasto, entre las vías, asomaban hierbajos. El barrio de Solomenka no estaba lejos. En el mapa de 1918 de su padrastro, que llevaba entre sus muchos planos, parecía una prolongación de las vías de tren situada en una zona verde limitada por un cementerio y los cuarteles de las escuelas militares. Era un asentamiento en proceso de convertirse en un barrio de la ciudad que ahora se denominaba Sichnyevka; pero, por costumbre, todo el mundo lo llamaba por su antiguo nombre.

Pero primero sería mejor que hablase con los que estaban en la sala de espera. Allí una mirada le bastó para confirmar que Weller no se encontraba entre ellos. Cuando les preguntó por él, los que compartían alojamiento con el sanitario tuvieron poco que decir: más bien callado, guardaba las distancias. Daban por hecho que no habría llegado a la estación por la razón que fuese, pero que vendría conforme se acercase la hora de partida. Bora tenía sus dudas. El agente de paisano de la Gestapo tenía razón: ningún soldado que volviese a casa (y, especialmente, Weller) se arriesgaría a perder un tren por no estar en la estación con tiempo suficiente, ya que nunca se sabía cuándo y cómo iba a llegar el próximo en tiempos de guerra.

Al otro lado de las vías, un puñado de antiguos asentamientos (Solomenka, Primero de Mayo, Olexandrovskaya Sloboda…) flanqueaban una larga carretera que iba a morir en los campos a cuatro o cinco kilómetros de allí. Las casas de los obreros que había enfrente del cuartel húngaro ahora eran una residencia para militares retirados en tránsito dirigida por suboficiales administrativos de guarnición. Allí Bora averiguó que el sargento primero Weller se había presentado regularmente la noche anterior, como todas las noches. Había salido a las ocho de la mañana, a pie igual que el resto, con intención de tomar el transporte que partía hacia Alemania ese día.

—¿Todos se fueron tan temprano? El tren no iba a salir antes de las once.

—No, señor. Algunos esperaron hasta las nueve antes de dirigirse a la estación. Como mucho. Deseosos como están todos por volver a casa, Herr Major, ninguno quiso arriesgarse a perder el transporte. Y al sargento primero Weller ya lo habían dejado en tierra el domingo, así que sin duda se aseguraría de estar allí a tiempo.

—¿Llevaba equipaje?

—Sí.

El viento le trajo el silbido distante de un tren proveniente del suroeste, tembloroso en la lejanía. Bora miró el reloj de pared que había detrás del suboficial. Las 12:46. ¿Ya estaría llegando el transporte con retraso procedente de Vinnitsa? No podía hacer nada más allí, así que dijo:

—Si por alguna razón volviese Weller, reténgalo aquí, llame inmediatamente al Hotel Europa y pregunte por el comandante Martin Bora.

El transporte de tropas llegó un poco antes de lo esperado, a las 12:52, y para entonces Bora ya había vuelto a su puesto de observación sobre el andén. Las calles de alrededor de la estación y todas las entradas estaban vigiladas. Pero ni rastro de Weller. Con órdenes de no dejar bajarse a los que iban a bordo, la Gestapo y la policía militar acordonaron el lateral del tren que frenaba y llegaron con su despótico numerito de siempre, gesticulando y gritando cuando los viajeros, acalorados y deseosos de estirar las piernas tras el largo viaje, protestaron desde detrás de las ventanillas bajadas. Los pocos oficiales que había entre ellos se abrieron paso a codazos para expresar su enfado. Pero también había policía militar a bordo de los vagones, así que las quejas se calmaron poco a poco. Los rostros de los hombres que se dirigían a la futura batalla y a una muerte probable (Bora lo sabía, era el destino de un oficial saber esta clase de cosas y mantener un férreo autocontrol) se apiñaron para mirar al exterior, al andén inalcanzable. Era un largo convoy de vagones. Uno solo podía esperar que la Fuerza Aérea cuidase bien de él de allí a Konotov y que después vigilase a los que se dirigían de Konotov a la frontera alemana.

Sobre el andén, los perros ladraban, gruñían y tiraban de las correas mientras sus cuidadores recorrían la plataforma a rápidas zancadas, tras ellos. Cuando unas muchachas ucranianas llegaron revoloteando para vender blinis, rosquillas y cucuruchos de cerezas, los soldados que iban en el tren las silbaron y las llamaron en voz alta: brazos, manos y billetes se estiraron por las ventanillas. En cuanto el tren hubo aparecido en las vías, los treinta y tantos militares retirados que iban a ser repatriados (la mayoría de ellos con lesiones permanentes) salieron a empujones de la sala de espera y ahora aguardaban de pie donde los había acorralado la Gestapo, esperando a que se abriese la única puerta de su vagón. Entonces, uno a uno desfilaron ante los policías militares que les revisaron los papeles y subieron al tren. Pensando que Weller podría intentar colarse en el último momento, Bora se mantuvo a un paso de distancia, observando con los brazos cruzados, preparado para sacar la pistola en cuestión de segundos. Pero Weller no estaba en ninguna parte, ni nadie que se pareciese a Weller llegó corriendo en el último momento. A las 13:36, tras un asentimiento de cabeza de Bora, la puerta se cerró y, después del habitual silbido, el tren salió lentamente de la estación.

Lo que más enfurecía a Bora en su decepción era que (solo con una taza de café en el cuerpo desde aquella mañana) estaba muerto de hambre. La reacción física lo irritó, como si su presencia contaminase la pureza de su desagrado. En cualquier caso, no habría más trenes durante todo el día, ni más transportes con destino a Alemania hasta dentro de dos semanas. Dejó orden a los que se encargaban de la seguridad de la estación de que controlasen todos los pases y estuviesen atentos a Arnim Weller. Quedarse allí no serviría de nada. En este momento, las posibilidades se multiplicaban en vez de reducirse: era posible que Weller hubiese salido de Kiev de alguna manera (¿cómo?, ¿desde dónde?) y fuese a intentar subirse al transporte de tropas en una de las siguientes paradas; una posibilidad remota dados los frecuentes controles y la distancia que separaba las estaciones. Otra alternativa era que se hubiese olido la trampa al perder la plaza en el tren del domingo. Tal vez se hubiese refugiado en un escondite en esta ciudad grande y parcialmente en ruinas con la esperanza de capear el temporal; pero ¿en espera de qué? O quizá habría intentado contra toda esperanza coger cualquier otro medio de transporte para salir de Ucrania. «Por lo que sé, no va armado. Pero ahora es un desertor y se le puede disparar sin previo aviso».

La idea de que Arnim Weller pudiera estar ocultándose en Kiev era la más probable. Desde la oficina del jefe de estación, Bora telefoneó al comandante Stunde y al capitán Pfahl para alertar a la policía alemana y ucraniana de su dilema. No es que esperase que fuesen a resolverlo: le confirmaron que, dada la cantidad de edificios destruidos y semidestruidos en Kiev, las posibilidades de mantenerse oculto eran infinitas. Los Grandes Almacenes Centrales abandonados de la Eichhorn Strasse, el esqueleto del antiguo Edificio Ginzburg cerca de la calle Institute, el Edificio Gorodetsky en la calle Bismarck, pisos de la época imperial y bloques de apartamentos soviéticos… Había que revisar todos esos lugares por mera rutina, porque atraían a «los rezagados, los indeseables e, incluso, a los judíos que quedaban». Aun así, a diferencia de Bora, Stunde y Pfahl se mostraron optimistas: harían circular la orden, colaborarían y mantendrían vigilados los transportes públicos.

Bora salió de la estación. En el exterior, los de las SS al menos tuvieron el sentido común de no desfilar con sus vehículos y así alarmar a los que pudieran estar pendientes de ellos. En todo caso, era demasiado tarde. Hacía calor, era tarde y tenía hambre. Así que la Gestapo había perdido a su hombre después de todo. Por supuesto, era posible que Weller hubiese recurrido a varias estratagemas, incluido ocultarse bajo un nombre distinto. A no ser, por supuesto, que se hubiese decidido por la forma definitiva y más efectiva de escapar: quitarse de en medio, espontáneamente o con ayuda de alguien. Bora prefería no pensarlo. Desde su punto de vista, Stunde y Pfahl tenían motivos para ser optimistas: después de todo, esta era la ciudad en la que treinta y cinco mil personas habían recibido el «tratamiento especial» en dos días. ¿Qué importancia podía tener un desertor para el sistema?

Las muchachas que vendían dulces y cerezas salieron de la estación contando el dinero y parloteando como gorriones. Sobre la acera en la que estaba Bora, un quiosco de periódicos y revistas ofrecía diarios en cirílico, húngaro y alemán, además de retratos a lápiz y caricaturas encargados por soldados a artistas callejeros de la ciudad y una floreciente gama de material pornográfico. El olor a salchicha cocida cabalgaba en la brisa cálida desde un mesón de Shtepanovskaya, o desde el antiguo mando de la policía ucraniana, algo más allá. Quitarse a Weller de la cabeza por el momento y durante el resto del día era una tarea difícil, pero lo iba a tener que lograr. Bora zarandeó al conductor del GAZ-03, que estaba medio dormido, y le pidió que lo llevase de vuelta al Hotel Europa.

13:41. Von Salomon y los demás galardonados comían sin prisas en torno a la mesa del almuerzo, en el comedor. Había llegado el general Kempf y también el capitán Peter Sickingen, que esperaba a Bora en el recibidor. Los hermanos se cuadraron, sonriendo, y se estrecharon la mano.

—Siento haberte hecho esperar, Peter.

—En absoluto: acabo de volver. Tuve que ir corriendo al límite de la ciudad para ver la calle que han rebautizado en honor a los Héroes de la Estratosfera, los del accidente de globo de 1934: eran rusos, pero aun así eran pilotos. —Peter estaba radiante—. Pero me alegro de que hayas llegado: me muero de hambre. Mira, he traído mi nueva cámara. Pienso grabar la ceremonia para nuestros padres y para las chicas. La compré para grabar al bebé de Patita cuando nazca, pero la ocasión de hoy merece estrenarla.

Bora no le dijo que la calle que mencionaba Peter rodeaba Solomenka y no se habían encontrado por poco.

—Tonterías. Reserva la cámara para Margaretha y el bebé.

—No, no. Voy a grabar la ceremonia y no se hable más. Al rollo le pondré la etiqueta: «Mi hermano, galardonado con la Cruz de Caballero».

Excepto por los ojos color avellana y el pelo castaño rojizo de Peter, siempre se habían parecido; ahora para ambos era casi como mirarse en un espejo, solo que con un uniforme distinto. La altura y el porte eran los mismos, aunque Bora era algo menos afable y más introvertido. Ambos eran tranquilos, con la firmeza del primer oficial de línea y del comandante del escuadrón; pero los cuatro años y medio que se llevaban marcaban ciertas diferencias: Bora estaba sometido a una tensión moral constante, mientras que Peter estaba libre de dudas, como Bora en 1939.

Tras excusarse ante Kempf y el resto del grupo, los hermanos almorzaron juntos en la habitación con vistas al parque que compartirían aquella noche.

Si hubiesen sabido que a Peter le quedaban menos de dos semanas de vida, no habrían pasado el tiempo hablando de temas irrelevantes, o tal vez sí. Bora se preocupaba por su hermano pequeño como nunca se había preocupado por sí mismo, así que hacía todo lo posible por ocultar su inquietud. Le daba cierta libertad a Peter porque Peter era la viva imagen de la confianza, y poco a poco él también empezó a albergar esperanzas. «Uno de los dos volverá; de eso estoy seguro. Tiene que ser Peter, así que todo está bien».

—Neinz —era el apodo de Bora, que pocas veces utilizaban y que le había puesto Peter al no poder pronunciar «Martin Heinz» cuando eran niños—, ¿te acuerdas de cuando éramos pequeños y nos emborrachamos en Trakhenen? Nunca me había divertido tanto.

—¿No? Nos caímos de las bicicletas y los granjeros nos encontraron inconscientes a un lado de la carretera.

—Menos mal que nos encontraron y nos tuvieron con ellos hasta que volvimos a estar presentables.

—Bueno, nos terminamos media botella de su Bärenfang destilado en casa. Tú con ocho años, yo con doce, y ese brandy de miel tenía una graduación del noventa por ciento.

—Fue memorable, ¿verdad? ¡Cómo cantamos La guardia en el Rin a pleno pulmón mientras caminábamos en zigzag hacia Gumbinnen! Después cargaste con la culpa, igual que cuando le escribí al mariscal del aire Balbo.

Bora mostró una amplia sonrisa.

—Tuve que hacerlo. No hablabas italiano. —Desde la puerta acristalada de la habitación, más allá de la angosta y recargada barandilla, las exuberantes copas de los árboles del parque se mecían en la brisa. En este, al igual que en otros jardines de Kiev por los que paseaban las muchachas con sandalias de suelas de cuero, había enterradas hileras de soldados alemanes. Se sorprendió al pensar en ello. Pero es que, visto desde el aire, el barranco que había junto al cementerio judío abandonado era del mismo verde tierno que las copas de los árboles, y la zanja alargada que tenía debajo, detectable a pesar de estar cubierta de maleza y de haber sido arada, era de tierra clara con espesos penachos de hierba. Se llamaba la Garganta de la Vieja y era un monumento al «tratamiento especial». Bora siguió sonriendo por cortesía. Como todos los eufemismos, «tratamiento especial» eran palabras discordantes y vacías. O palabras demasiado llenas. En momentos como este, le pesaba y le dolía estar más informado que la mayoría. La alianza en la mano derecha de su hermano y su futura paternidad eran otra causa de sorpresa, como si estuviesen fuera de lugar aquí y ahora, en sus vidas: no tenían nada que ver con el parque verde, con el barranco al norte de Kiev ni con la infancia de la que hablaban.

—Tuve que hacerlo —repitió Bora—. Después de todo, era el traductor que le envió la carta.

—Pero fue a mí al que se le ocurrió eso de: «¡Excelencia! Como joven alemán entusiasta del vuelo transoceánico y ferviente admirador suyo…», sin pensar ni por un momento que Balbo contestaría y me invitaría a Roma. Padre casi te arranca el pellejo aquella vez, en sentido figurado.

—Podía permitírmelo: estaba en la Escuela de Caballería, fuera de su alcance. —No era propio de Peter recordar los viejos tiempos. Que hubiesen dado a Bora por desaparecido en combate e incluso por muerto en Stalingrado o, como era de esperar, el haber fundado una familia podían tener que ver con ello. Bora hizo chocar su copa de vino con la de Peter.

—Por su familia, comandante de escuadrón Sickingen.

—Y por la que tendrás tú. Eres un hermano estupendo, Martin.

—Tú también.

Después comieron en silencio, tras haberse acercado lo máximo que podían admitir que se preocupaban el uno por el otro.

La ceremonia de entrega de las condecoraciones transcurrió sin incidentes en la plaza Von Schleifer. La elección del lugar resultaba curiosa, aunque también simbólica: la antigua plaza de Espartaco, donde hasta la guerra habían convergido las calles bautizadas en honor a Marx y Engels. Adoquinada, rodeada de edificios respetables con recargados balcones, también era fácil de vigilar. Bora cumplió con las formalidades con el aplomo que se esperaba de él y sentimientos encontrados de orgullo y melancolía. Este era el final de Stalingrado para los supervivientes del gran Sexto Ejército que había sido aniquilado: apretones de manos, carpetas de cuero rojo y cajas negras laboriosamente talladas para las codiciadas baratijas de metal. Entre el público, detrás de Peter, cámara en mano, y de un puñado de oficiales del Panzerkorp vestidos de oscuro en primera fila, el Heeresrichter Kaspar Bernoulli asistía a la ceremonia sin hacer ostentaciones. Bora sintió una punzada de incomodidad renovada ante su ubicua presencia. El juez no hizo intento de acercarse a Bora tras la ceremonia, aunque más tarde se encontraron cara a cara por casualidad, durante la consabida pausa para socializar.

Bernoulli asintió con la cabeza a modo de saludo.

—Enhorabuena, comandante Bora.

—Gracias, señor.

—Todo un logro. El capitán de aviación detrás del cual estaba sentado debe de ser su hermano. Es hijo de Sickingen, mi antiguo colega del Freikorps, ¿verdad? Se parece mucho a usted.

—Sí, salimos a nuestra madre. —El día, con sus tensiones y la sensación de haberse dejado varios asuntos por resolver, iba tornándose cada vez más extraño. Bora dijo lo obvio, cosa que solo hacía cuando se sentía inseguro—: Es toda una coincidencia haberme encontrado con usted aquí, doctor Bernoulli.

Con los brazos relajados, el juez militar tenía las manos juntas frente al cuerpo, una postura profesional o sacerdotal.

—Menos de lo que parece. No es la primera vez que está en Kiev, así que debería saber que tengo algo que hacer aquí. —El barranco verde junto al cementerio, que surcaba la tierra como una cicatriz—. Veritas liberavit vos.

Einsatzgruppe C, Sonderkommando 4a. Finales de septiembre de 1941. Bora miró más allá del juez, hacia el lugar en el que su hermano charlaba, sin parar de reír, entre colegas; como un doble positivo y mejorado de sí mismo.

—La verdad no nos hace libres en absoluto.

—Todo lo contrario, en realidad. Pero no podemos ignorarla. —Con su sobrio uniforme de campo, Bernoulli era una figura ordinaria frente a sus colegas de rango, profusamente condecorados—. No hace falta que diga que no voy anunciando por ahí que el barranco de Babi Yar, que tan visible resulta desde el aire, es el motivo de mi presencia en Kiev. Digamos que me encantan las ceremonias de entrega de condecoraciones.

¿Querría esto decir que el juez había terminado su investigación en Járkov y ahora regresaba a Alemania, siguiendo el rastro de otras denuncias? Su tono evasivo no invitaba a hacer preguntas sobre sus futuros planes, así que Bora se contuvo. Pero sí le dijo:

—A pesar de un contratiempo grave, espero poder presentar mis averiguaciones preliminares al coronel Bentivegni acerca del asunto que, en palabras suyas, «me pidieron que investigase».

El teniente coronel Von Salomon se acercaba con un fotógrafo militar, sin duda para que le sacasen una fotografía junto a Bora. Después de todo, la 161.ª División de Infantería era la unidad madre del regimiento Gothland. Con aire indiferente, Bernoulli dio un paso al lado, no sin antes intercambiar un último y rápido diálogo.

—¿Quiere decir que ha descubierto quién mató a Tibyetskji?

—Y a Platonov.

—¿Y puede demostrarlo?

—No.

Aquella noche no hubo manera de evitar una cena oficial, después de la cual Bora se encerró para llamar por teléfono a los jefes de la policía alemana y ucraniana. No fue una completa pérdida de tiempo, ya que el comandante Stunde tenía un testigo alemán que había visto a Arnim Weller alejarse de la estación poco después de las ocho de la mañana. El «hombre en Kiev» de Lattmann, por otra parte, fue a visitarlo al Hotel Europa y permaneció con él hasta tarde.

A eso de la medianoche, mientras subía las escaleras dispuesto a retirarse, Bora se sintió algo menos pesimista en cuanto a las probabilidades de echar mano al sanitario del ejército para interrogarlo.

En cuanto a Peter, había traído un libro de poemas en francés, regalo de Patita, y estaba leyendo en la cama cuando su hermano se reunió con él.

—Nunca había leído a este tipo, Villon —dijo—. No está nada mal.

Bora se quitó la Cruz de Hierro que llevaba en torno al cuello y la colgó por la cinta del espejo del vestidor. Empezó a despojarse del uniforme.

—¿Es la «Balada de los ahorcados» o «Damas de antaño»?

—No sé. Esta se llama «Lamentos de la bella armera». —Que Peter leyese poesía era una novedad tan grande como que se metiese un puro en la boca—. ¿Te importa que fume? Sé que lo has dejado.

—Adelante. —Mientras su hermano encendía el puro (el distintivo de un piloto experimentado), Bora le echó una ojeada al poema, que había leído hacía años. «Lamentos de la bella armera» se lamentaba por la pérdida de la juventud y la belleza, y el comentario final del poeta era: «Así nos lamentamos por los viejos tiempos/las viejas insensatas…». Por lo visto, cuatrocientos años no habían conseguido cambiar gran cosa las lamentaciones, ni la insensatez objetiva de lamentarse.

Después de ducharse y afeitarse, Bora se dispuso a meterse en la cama. Sentado en la suya con el libro en el regazo, Peter fumaba (una marca rusa, ¡el tabaco aromático de Khan!) y observaba cómo su hermano se metía entre las sábanas en ropa interior.

—¿Qué te ha pasado en las rodillas y el codo?

—Nada, un contratiempo con el coche. No se lo digas a nuestra madre.

—No lo haré. ¿Recuerdas cuando juramos no llevar nunca pijama?

—Como ves, sigo sin ponérmelo. ¿Y tú?

—Bueno, Patita me ha pedido que me lo ponga en casa. Supongo que Benedikta te deja que no te lo pongas, eres un perro con suerte. Cambiará en cuanto esté embarazada. —Peter aplastó el puro, dejó el libro sobre la mesilla de noche y esperó a que Bora apagase la luz. Después de un momento, añadió—: Patita y yo queremos ponernos manos a la obra con el próximo para Navidades —añadió—. Queremos tener cinco, como su familia.

Bora sonrió en la oscuridad.

—Bueno, pues ya vais por buen camino. Dikta y yo vamos a tener que ponernos al día.

—Será divertido.

—Será divertido.

—Seguramente ya te lo imaginas todo. La abuela Ashworth-Douglas dice que tienes el don de la clarividencia, que te viene por tu sangre escocesa.

—Creí que mi sangre escocesa solo me servía para aguantar bien la bebida.

Esta ala del hotel estaba ocupada por los galardonados y otros que habían participado en la ceremonia. Algunos empezaban a retirarse ahora y se oían las pisadas de las botas en los pasillos y el sonido de las puertas al abrirse y cerrarse. Tras los muchos brindis y copas después de la cena, hablaban en voz bastante alta. En un momento dado, debió de aparecer Kempf, porque se quedaron callados de repente y se produjo una secuela de moderados Gute Nacht, Herr General por todo el pasillo.

Bora casi había terminado de idear una elaborada lista de razones por las que podía compartir la seguridad de Stunde y Pfahl de que atraparían a Weller cuando Peter, al que creía profundamente dormido, rompió el silencio desde el otro lado de la habitación.

—Todo va a salir bien, ¿verdad? Para ti, para mí y para las chicas, quiero decir.

A Bora se le encogió el corazón al oír estas palabras. De pronto se sintió pequeño y duro como una pieza de ajedrez, igual de fácil era ganar o perder.

—¿En qué estás pensando, cabeza hueca? Por supuesto que sí. —Pero se dio cuenta de que, a pesar de su alegre respuesta, pocas veces había sentido tanta tristeza. Durante toda la noche se había resistido a esta sensación, diciéndose que era la decepción de haber perdido a Weller o el anticlímax de después de la ceremonia o la fiebre que empezaba subirle. Pero no era así. No era así y no pensaba analizarlo, porque no tenía el don de la clarividencia y porque tenía miedo.

—Todo va a salir bien para todos, Peter.

—Buenas noches, entonces.

—Buenas noches.

Viernes, 28 de mayo

Por la mañana, como el general Kempf quería volver de inmediato a Poltava, los hermanos se despidieron apresuradamente en la escalera del hotel.

—Cuídate, Peter.

—Tú también.

Un deseo físico, casi doloroso, tentó a Bora a intercambiar un abrazo, algo poco habitual para alguien tan reservado, pero se resistió por no preocupar a Peter. Inexplicablemente, y aunque se lo negase a sí mismo, sabía que era la última vez que iban a verse en esta vida. En ese momento, y durante la semana siguiente, para poder seguir adelante tuvo que repetirse hasta convencerse del todo: «El que volverá será Peter, así que todo va bien». Hablarían una vez más por teléfono, y, como siempre, sin mencionar el afecto mutuo que se tenían. Diez días después le tocaría a Bora, cuando lo alertaron del accidente que había sufrido un avión alemán al norte de Bespalovska, descubrir cómo dejaba su marca la guerra de verdad.