Capítulo 9

Viernes, 21 de mayo, Járkov

En su oficina situada en la segunda planta del Hospital 169, el doctor Mayr se levantó de la silla que había detrás de su escritorio al oír las palabras de Bora. Daba la impresión de que el rayo de luz que se asomaba por entre los folios de papel encerado, pegados sobre la ventana rota, lo cortaba en dos. El ruido de martillos y el quejido de las sierras eléctricas en la misma planta añadían un aire de confusión adicional al momento.

—¿Está seguro?

—Completamente seguro. Descartando posibles accidentes, el Sanitätsoberfeldwebel Weller estará de camino a la patria, sano y salvo, el domingo que viene.

—¿Puedo preguntarle cómo lo ha averiguado?

—No puede. —«Como si no lo supiese». Bora esperó algún tipo de afirmación oficial de alivio y sorpresa, del estilo de «gracias a Dios» o «me quita un peso de encima». Pero la enigmática reacción del cirujano le molestó. Se fijó en que los medicamentos que había traído ya no estaban en la vitrina de cristal; el tablón de anuncios también estaba vacío, y en el perchero, a la camisa militar que colgaba de uno de los pomos le hacía falta una buena plancha. También el hombre que tenía delante parecía necesitar urgentemente un buen alisado, prensa, o algún proceso que le quitase las arrugas psicológicas y físicas. Aun así, le había pedido al Geko Stark que recomendase la repatriación de Weller por escrito. No respondiendo a un impulso, como se podría pensar, Bora se decantó por utilizar la provocación.

—Como he cumplido con mi parte del trato, estamos en paz, Herr Oberstarzt. Pero ya que estoy aquí y ya que me he enterado de que, casualmente, va a disfrutar de un permiso pronto… Solo por curiosidad: ¿En su opinión profesional, de verdad no cabe la más mínima duda en cuanto a que mi prisionero falleciese de muerte natural?

El cansancio que reflejaba la mirada del cirujano se avivó ligeramente.

—¿Qué? ¿Otra vez con esas, comandante? ¿Es que no piensa dejar el tema? ¿No le realicé la autopsia a petición suya, aunque no había motivo para hacerlo?

Recibir tres preguntas como respuesta a una pregunta enfureció aún más a Bora.

—Eso me dijo. Pero hace poco estaba hablando con alguien y surgió el nombre de Mijaíl Frunze. El bolchevique, sí, el fundador del Ejército Rojo. Murió de una sobredosis de cloroformo en un hospital soviético hace dieciocho años.

—¿Y? ¿Qué tiene eso que ver con nosotros?

—Por favor, no me malinterprete ni dé importancia a mis palabras más allá de lo que le estoy preguntando en concreto: ¿Existe alguna posibilidad de que a mi prisionero se le administrase accidentalmente un medicamento equivocado o un exceso de medicación?

El rayo de luz procedente del exterior trazó una línea dentada a lo largo de la figura del cirujano cuando este agitó las manos para descartar la idea.

—El Oberfeldwebel Weller está bien adiestrado y tiene experiencia…

—Sí, y usted también. Por favor, conteste a la pregunta que le he hecho.

—De verdad no lo entiendo. En una crisis cardíaca severa, con un paciente cuya salud general se encontraba tan gravemente deteriorada…

—¿Qué se le administró?

—Lo que tenía a mano: una solución de alcanfor al veinte por ciento.

Bora se sacó una libreta pequeña del bolsillo del pecho, la abrió y anotó algo a lápiz.

—Alcanfor al veinte por ciento. ¿Nada más? ¿Qué tal aconitina, por ejemplo?

—¡Aconitina! —estalló Mayr—. ¿Está loco? ¿En un paciente cardíaco? Además, un exceso de medicación resultaría detectable inmediatamente en una autopsia.

Inmediatamente. Y usted le realizó la autopsia, ¿cuándo? Veinticuatro horas después del fallecimiento, ¿verdad? ¿No es cierto que un intervalo de varias horas marcaría la diferencia a la hora de detectar y medir ciertas sustancias?

A la luz fragmentada de la ventana, el uniforme gris de Mayr, oscuro entre las solapas de su bata blanca, tenía el color del agua al terminar el invierno. Era un tono propio del deshielo que recordaba los arroyos que fluyen entre orillas cubiertas de nieve. Su rostro agitado se había vuelto de un color amarillo claro.

—¡Esto está completamente fuera de lugar! —alzó la voz—. ¡Es un comportamiento inadmisible!

«¿Por qué se alarmará tanto? Sabe más de lo que dice». Bora volvió a meter el lápiz fino de la libreta en su bucle de cuero. Procuró mantener el tono de voz bajo control.

—Le está dando demasiada importancia a mis palabras. Tomemos, por ejemplo, una sustancia como el nitrato de aconitina, que según tengo entendido es un remedio contra la neuralgia, administrado por inyección hipodérmica: ¿Un intervalo de varias horas lo haría indetectable?

—¡Rebato su supuesto! ¡Esto es algo inaudito, comandante Bora! ¿Por casualidad me está acusando de negligencia o conspiración, o algo peor?

—¿Bastaría con un intervalo de veinticuatro horas?

—No tengo ni idea. Tal vez. Pero…

La libreta volvió al bolsillo del pecho de Bora.

—Es todo lo que necesitaba saber por ahora, Herr Oberstarzt. Gracias.

Mayr temblaba de rabia cuando Bora salió de la oficina. Recorrió el pasillo y se encaminó a la planta baja. Allí, a través de una puerta abierta, entrevió a una enfermera con medias blancas que se inclinaba sobre la cama de un paciente, sus fornidos gemelos muy poco atractivos, y, al pasar junto a otro pabellón, vio a un capellán del ejército administrando la extremaunción. Sus manos, con las que se colocaba la estola sobre los hombros, tenían una apariencia cerosa y dedos largos. Todo apestaba a fenol, como si la limpieza fuese el único baluarte contra la muerte.

La provocación raras veces fallaba. La reacción del cirujano, oficialmente por Weller pero en realidad en defensa propia, resultaba al mismo tiempo admisible y curiosa. Tenía trapos sucios que ocultar, y cuántos. Los últimos detalles que Lattmann había conseguido averiguar sobre él no eran más que rumores, y después de la conversación telefónica con Mantau, Bora tenía que entender si también Platonov había muerto, casualmente, antes de que le llegase la hora. Un asesinato y un error o una sobredosis intencionada son harina de otro costal, pero tenía que saberlo.

Cuando abrió la puerta principal, un tufillo a fenol intentó seguirlo al exterior. Pero los tilos del jardín del hospital (algunos de los cuales estaban prematuramente en flor) se imponían a cualquier otro olor, de forma que a Bora le dio la impresión de zambullirse en el embriagador perfume a miel. En la casa familiar de Borna, el antiquísimo tilo florecía en junio y su aroma se filtraba día y noche hacia las habitaciones. Durante su infancia, su perfume había anunciado las vacaciones de verano y, después, había significado el placer de escaparse a esas mismas habitaciones con Dikta, antes de su matrimonio. «De verdad está hecha de amor —se sorprendió a sí mismo tarareando una melodía mientras caminaba hacia su vehículo aparcado—. De la cabeza a los pies, como dice la canción. No se puede negar… Benditos los tilos que me recuerdan a ella».

Ya se había sacado del bolsillo la llave de contacto cuando se lo pensó mejor y se giró sobre los talones. Bajó por un camino de gravilla removida que estaba en sombra en dirección a la tumba sin nombre en la que habían enterrado a Platonov, marido y padre de dos mujeres que se parecían a la mujer que amaba Bora. Allí pasó unos diez minutos, reflexionando bajo los racimos perfumados de árboles longevos.

Desde Járkov, el terreno entre las aldeas de Berosovoye y Babai se elevaba para volver a caer, surcado profundamente de barrancos y quebradas. Sobre todo verdes, a menudo cubiertos de árboles, en ocasiones se abrían hasta formar canteras de piedra que recordaban heridas de color pálido, invariablemente marcadas como karyer en el mapa. Bora, que siempre salía puntualmente cuando tenía una cita pero que siempre iba con prisa, pronto se vio bloqueado por un largo convoy de Panzer IV y vehículos semiorugas blindados que ocupaba la mayor parte del asfalto. Era imposible adelantarlos. Tras pasar casi diez minutos echando humo detrás de los lentos vehículos, decidió dar la vuelta y probar fortuna por un camino secundario, pero, procedente de Lednoye, a no más de cien metros a sus espaldas, otro convoy se incorporaba a la carretera principal.

Este también se estaba posicionando y volviendo a posicionar con vistas a la futura batalla. A punto de verse atrapado entre dos mastodontes, Bora pensó que ojalá hubiera sabido que iba a sufrir este contratiempo. Si la ladera que había a ambos lados de la carretera no hubiese sido tan empinada, hacía mucho que habría escapado hacia los campos. Tal y como estaban las cosas, la cola del convoy que tenía detrás aceleró (si es que a eso se le podía llamar acelerar) para unirse a los vehículos que iban a la cabeza. Así que tuvo que esperar pacientemente a treinta kilómetros por hora, aspirando vapores y tragando polvo hasta la siguiente salida, o hasta un lugar en el que el arcén izquierdo o derecho se allanase lo suficiente como para poder franquearlo sobre cuatro ruedas.

Igual que las vías que había no muy lejos de allí, la carretera seguía una cresta bastante larga entre dos balkas, de la misma anchura que el asfalto. Los pequeños estanques relucían muy lejos, a sus pies. Junto a estos, había desperdigadas unas cuantas cabañas, zonas boscosas y verjas, inaccesibles en coche al pie del barranco cubierto de hierba, o esparcidas por la ladera opuesta. Sobre su cabeza, dos cazas de escolta provenientes de Rogany recorrían el convoy de extremo a extremo.

Según recordaba Bora, llegado cierto punto la cresta se ensanchaba unos cien metros, y el espacio quedaba a la izquierda si uno se dirigía hacia el sur: lo suficiente como para atreverse a adelantar y, tal vez, tomar el desvío en dirección a Rshavetz. Impaciente, contó los minutos y prestó atención al más ligero signo que indicase que iba a abrirse un espacio para maniobrar por el que poder salir. El arcén de grava compacta siguió siendo escaso durante lo que le pareció un tiempo interminable, rodeado por el estrépito del acero y por las cercanas pasadas de los aviones alerta. Pasado un tiempo, Bora vio cómo la sedienta franja de tierra al borde de la carretera se ensanchaba y empezó a albergar esperanzas.

Justo entonces el tanque que tenía delante se detuvo en seco. El conductor del vehículo semioruga SPW que tenía detrás no se dio cuenta y siguió avanzando. Bora se estaba preparando para intentar su peligrosa fuga cuando la cubierta blindada del semioruga lo rozó ligeramente, ejerciendo una presión de siete toneladas contra la parte trasera de su vehículo de solo un décimo de su peso. El chasis pequeño aunque resistente del coche salió catapultado hacia delante mientras los neumáticos no buscaron con cuidado el borde de la bajada, sino que se dirigieron directamente hacia el vacío. Bora vio cómo el cielo, el horizonte y la tierra se inclinaban hacia abajo ante sus ojos y le resultó imposible impedir la caída durante los pocos segundos decisivos en los que el vehículo hizo una carambola, perdió el control y empezó a descender bruscamente. Por un momento, entrevió una alegre hilera de abedules, que desapareció enseguida. El impacto contra una superficie dura de la escarpa amenazó con poner de lado el vehículo, pero este rebotó y volvió a enderezarse de inmediato, de modo que, aferrándose al volante, Bora consiguió mantenerse más o menos sobre el asiento.

Siguió cayendo, más rápido de lo que podía imaginarse (no pensaba en nada, sino que simplemente registraba los acontecimientos desde un lugar de su mente reservado a la sorpresa), directamente hacia abajo. Los frenos resultaban inútiles, por no decir peligrosos, sobre la hierba larga y con ese ángulo. La hilera de abedules, blancos y de un verde tierno, parecía estar lejos y aun así al alcance de su mano. En cuestión de segundos, un abandono impasible y una necesidad frenética de actuar empezaron a competir por la mente de Bora, pero el intervalo fue demasiado breve como para influir en su reacción o en su ausencia de ella. Los papeles que había colocado sobre el asiento delantero empezaron a caer y todos los objetos que estaban sueltos volaron libremente. Dando saltos, el vehículo de transporte de personal se escoró mientras se precipitaba hasta golpear el fondo de la escarpa, donde una zanja más profunda marcaba el final del barranco. Allí se introdujo en este con el capó por delante, irguiéndose y deteniéndose en línea casi vertical. Bora se golpeó todas las partes del cuerpo que estaban en contacto con alguna superficie y salió dando volteretas, solo para volver a caer rodando al fondo de la zanja. Quedó atrapado por la puerta de la derecha, que se había quedado encajada, pero no lo suficiente como para no poder salir gateando por ella.

El codo izquierdo y ambas rodillas le sangraban profusamente en las zonas de piel magullada y cortada. Bora se dio cuenta de que se habría ahorrado parte de las lesiones si no hubiese llevado el uniforme de verano, con pantalones cortos y las mangas subidas; pero uno no puede vestirse para un accidente. El poco tiempo que tardó en volver a levantarse tras reptar hasta ponerse a salvo lo enfureció. «Como en Cracovia —pensó—, solo que peor. Malditos tanques. De todas las estúpidas maneras…». Entretanto, arriba en la cresta, avanzando lentamente, ambos extremos del convoy habían conseguido unirse. Varios rostros miraban hacia fuera desde las torretas y cabinas en medio del rugir de los motores y le hacían gestos con las manos, así que era probable que fuesen a enviar ayuda enseguida. Uno de los cazas sobrevoló el lugar del accidente a poca altura, como una enorme mosca sobre la leche derramada.

Bora miró a su alrededor. Al menos sabía exactamente dónde se encontraba sobre el mapa. No habría más de tres o cuatro kilómetros hasta una de las muchas comunidades cercanas: seguramente los conductores que lo habían visto caer darían orden de que fueran a recogerlo en el control de la salida de Artyomovka. Así que lo mismo le daba esperar allí.

Volvió cojeando hasta la franja y se arrastró hasta el interior del vehículo para recuperar su maletín, que estaba atascado bajo los pedales; la pistola, los mapas, unos cuantos documentos sueltos, su gorra y las otras pocas cosas que llevaba consigo estaban esparcidas por toda la ladera. Su reloj de pulsera, con el cristal de la superficie rayado pero no roto, marcaba las nueve y cincuenta y uno.

Ahora que lo miraba, el vehículo no parecía haber sufrido demasiados desperfectos: una vez lo hubiesen enderezado y sacado del barranco, seguiría haciendo su trabajo. Y lo mismo podía decirse de él, aunque empezaban a dolerle el codo y las rodillas a medida que iba recuperándose de la excitación del momento. Bora trepó por el empinado terraplén en busca de los objetos que habían salido disparados del vehículo y se habían desperdigado. Durante casi diez minutos inspeccionó la hierba, recogiendo esto y aquello, mientras la cola del convoy que tenía encima se dirigía hacia el sur con un traqueteo hasta que por fin dejó libre la carretera. Lo siguieron los cazas. En el silencio, oyó la llamada burlona de una cuckooshka desde lo alto de un pino y los abedules captaron un soplo de viento y se estremecieron, desde el primero hasta el último. Al borde de la carretera, hasta el que Bora trepó y fue a sentarse, al arcén parecía faltarle un mordisco en el punto donde las ruedas traseras se habían arrastrado un momento mientras el vehículo caía por la rampa.

Se estaba pegando una tira de piel ensangrentada sobre la poca carne que le quedaba en el codo cuando se produjo la explosión. Justo debajo de él, vio su vehículo volcado saltar por los aires como si le hubiesen acertado con un cohete, provocando una ráfaga y una onda expansiva espectaculares que lo hicieron encogerse donde estaba, en una reacción de defensa propia. Metal, goma y cristal salieron despedidos en todas las direcciones, los neumáticos y el asiento delantero, junto con partes menos reconocibles del motor y el chasis, un desmembramiento acompañado de fuego que envió algunos fragmentos hacia el cielo mientras otros golpeaban el barranco y la carretera como proyectiles. Varios tubos y trozos de metal pasaron volando junto a él y rebotaron a su lado, en tanto que los tornillos y los fragmentos retorcidos se arremolinaban en el aire. El volante cayó desde el cielo, seguido por la gastada rueda de repuesto que llevaba en el capó, para rodar de inmediato y caer por la ladera en dirección a la hilera de abedules. Se avivaron el humo y las llamas. Bora se incorporó en mitad del olor acre y no se le ocurrió nada mejor que mirar la hora. Eran las diez en punto y en el lugar de la zanja en el que hasta entonces había estado plantado su vehículo se abría un cráter.

Cinco minutos más tarde, procedentes de Artyomovka y Merefa, se acercaron a buen paso una ambulancia y un coche oficial. La primera pertenecía a uno de los muchos hospitales militares de Járkov y habían enviado la segunda desde el Kombinat del Gebietskommissar Stark, al que debían de haber transmitido la noticia del accidente los que se encontraban en el control. Bora, que entretanto había conseguido rodear lo que quedaba de su medio de transporte y acababa de volver a la carretera, apenas les prestó atención. Dijo lo mínimo que pudo, furioso y crispado hasta el punto de no sentir ni el más mínimo dolor cuando le desinfectaron y le dieron puntos en los miembros. No dejaban de formularle preguntas tontas para ver si estaba bien, hasta que por fin estalló:

—Estoy bien —gritó de malos modos—. Quítenme las manos de encima. Lo único que necesito es que alguien me lleve a Merefa.

De hecho, por el camino les pidió que se parasen en el Kombinat para dar las gracias por sus atenciones al comisionado y hacer una llamada telefónica al teniente coronel Von Salomon. Von Salomon estaba bajo de moral, así que le dio mucha importancia al accidente y aún más a la pérdida de un vehículo «en un momento como este, comandante Bora», como si hubiese sido culpa de este. Bora se mordió la lengua. Todo empezaba a dolerle en serio, y bajo la camisa de verano sentía el cuello y los hombros magullados y doloridos.

—No creo que este mando se encuentre en posición de proporcionarle otro vehículo, comandante. Será indispensable que recurra a uno de los vehículos que ya se le han asignado al Regimiento de Caballería Gothland o a su propia montura. Sinceramente, me sorprende viniendo de usted, ¡al que consideraba más lúcido que los demás!

Resultaba difícil no pensar que Von Salomon habría sentido exactamente lo mismo si Bora no hubiese sobrevivido al choque. Desde el otro lado del pasillo, el Geko Stark, que estaba ocupado, sentado a su escritorio tras una ordenada pila de papeles, levantó la cabeza lo suficiente para decir:

—A juzgar por su cara, en el cuartel general no se lo han tomado demasiado bien.

A Bora le pareció lo más prudente guardarse lo que pensaba del teniente coronel en este momento. Con pesimismo, colgó el auricular. El conductor de la ambulancia, que casualmente se encontraba en el Kombinat recogiendo suministros médicos cuando llegó la noticia del accidente, salió de la oficina que había frente a la de Stark con una caja grande en los brazos. Le dedicó a Bora lo que este interpretó como la mirada secretamente divertida de alguien de bajo rango hacia un oficial de capa caída. Bora sintió ganas de darle una patada. Stark no hizo más que empeorar las cosas cuando dijo en voz alta, mientras marcaba un número en su teléfono:

—Por lo menos, ¿consiguió reunir el kilo de mantequilla que andaba buscando el otro día?

—No.

—¿No?

—No. —Mentir simplemente por llevarle la contraria le proporcionó una pequeña satisfacción. Bora pensó que ya había pedido suficientes favores por ese día y decidió recorrer a pie los pocos kilómetros que lo separaban de la escuela. La fortuna quiso que Kostya volviera de Yakovlevka en su droshky después de haber robado un bidón de gasolina y algo de equipo de Dios sabía dónde. Adelantó a Bora a menos de doscientos metros del Kombinat.

Yisouse! Povazhany Major, ¿qué le ha pasado?

Bueno, era mejor que recorrer la carretera cojeando y con un maletín, una pistola y vendajes por todas partes. Bora lo tiró todo al interior del carro y se colocó junto a su preocupado asistente.

—¿Qué ha pasado, povazhany Major? ¿Dónde está el coche?

—Oh, cállese, Kostya.

Merefa, 6:27 p. m.

Aquella noche tuvo que tomarse cuatro aspirinas y un vaso del vodka de Lattmann para que la fiebre dejara de molestarle, aunque no llegó a bajarle. Kostya y el centinela estaban fuera, al borde del campo frente al sol, jugueteando con el bidón de gasolina, mientras los caballos de tiro, con sus enormes cabezas y patas, pastaban cerca del edificio. Dentro de la escuela, Bora comenzó su apunte del día en su diario.

«En un día en el que podía haber muerto, escribo bajo un círculo de moscas. Mi bisabuelo, el mariscal de campo, hablaba en sus cartas de las moscas durante la Guerra de las Siete Semanas contra los austríacos, por no mencionar los insectos que se encontró en Camerún cuando Camerún pertenecía a Alemania. Y sin duda las moscas se amontonaron sobre la cabeza cortada de mi bisabuelo escocés en Jartún. Es curioso que a algunos llega a obsesionarnos la limpieza mientras que otros se dan por vencidos y simplemente conviven con los insectos. Los caballos sacuden la cola, se azotan los costados, escarban en la tierra con las pezuñas y giran la cabeza hacia atrás para morder los tábanos (tabanum o tabanus, no recuerdo el nombre exacto en latín). Los hombres las aplastan con cualquier cosa que sirva para matarlas (un periódico, un mapa o un cuaderno doblados, con la mano abierta…), las encierran en el puño, las atrapan bajo un vaso o una taza y por fin las ignoran.

»Desde gran altura, seguramente nosotros mismos parecemos moscas sobre el gran cuerpo de Rusia. Y Dios sabe que intenta sacudirnos o aplastarnos. Yo lo sé bien: fui uno de los insectos alemanes atrapados en el papel matamoscas de la trampa sofocante que era Stalingrado. Uno de los pocos puñados de moscas que consiguieron escapar. Dicen que las moscas tienen diez mil ojos, o unos ojos compuestos que equivalen a la misma cantidad de visión fragmentaria pero inmensa y complementaria. ¿Acaso no ven la mano que se acerca a aplastarlas? Y cuando cientos o miles de ellas caen machacadas a su alrededor, ¿por qué siguen volando en círculos?

»Besprizornye (o besprizorniki) es un término ruso…».

El ruido de un motor al detenerse en el patio cubierto de grava que había frente a la escuela y el chasquido apagado de una puerta al abrirse mientras alguien se bajaba del vehículo le obligaron a hacer una pausa y ponerle el capuchón a su pluma con punta de oro. Hace semanas había sido la llegada inesperada del Heeresrichter, pero también podía tratarse de otros visitantes. Con cautela, Bora se abrió la pistolera y rodeó la P38 con los dedos.

—Comandante, soy Bernoulli.

Bora espiró. Una mirada a través de la puerta y el juez fue lo suficientemente humano como para no hacer ningún comentario sobre la escasa seguridad que ofrecía el lugar.

—He encontrado a varios testigos oculares que confirman lo que me contó de Alexandrovska y los demás lugares —añadió, cuando el joven oficial se puso en pie para saludarlo—. Aquí tiene el papeleo para que pueda revisarlo antes de firmarlo.

Aunque a Bora no le apetecía recibir visitas, de todas las intrusiones posibles, la del juez militar era la que menos podía molestarle.

—Tome asiento, doctor Bernoulli. Póngase cómodo. —Entonces mencionó el accidente de coche (aunque habló con mal humor y vagamente) solo porque tenía que justificar la presencia de cortes y cardenales visibles.

Sentado frente a él, Bernoulli evitó hacerle preguntas. Se limitó a apretar los labios, aparentemente poco convencido, esbozando una sonrisa casi comprensiva.

Si intentaba quitarle importancia al accidente, ¿resultaría creíble? Bora cerró el diario sobre la tinta que aún se estaba secando. Era consciente de la impresión de obstinación que causaba. Sin modificarla, dio vueltas a varios pensamientos en su mente, poniendo cuidado de no expresarlos. Si cerraba los ojos, podía ver la esbelta hilera de abedules al pie del barranco, dibujada como a lápiz blanco contra la sombra verdosa y delicada en comparación con su vehículo, que se precipitaba bruscamente. «Qué árboles tan hermosos y femeninos —pensó, sometido al escrutinio sereno de Bernoulli—. Los testigos más encantadores de un accidente que podría haber deseado». Pero también pensó: «No pienso compartir el resto con él, así que ¿por qué darle detalles?».

Los jueces, por necesidad, están acostumbrados a enfrentarse a la reticencia. Bernoulli dejó el maletín en el suelo, apoyándolo contra la pata de su silla. Permitió que su atención vagase del diario gastado y encuadernado en lona hasta la foto enmarcada que Bora tenía sobre el escritorio del maestro. El retrato pareció intrigarlo: como tenía astigmatismo, se quitó las gafas y se lo acercó a la cara para examinarlo.

—Una joven muy guapa —comentó—. ¿Su mujer?

—Benedikta, sí.

Cualquier hombre de mundo se daría cuenta enseguida de que el accidente de la mañana, del que había escapado por un pelo, había influido en su decisión de sacar del baúl aquella foto. Bora se sintió débil. Se dio cuenta con inquietud de que se arriesgaba a entrar en uno de esos estados de humor en los que uno es incapaz de mentir aunque quiera. Su obstinación tenía como fin mantenerlo callado, porque hoy necesitaba hablar.

Lo único que hacía Bernoulli era contemplar el retrato de Dikta con interés casi paternal.

—Enhorabuena. Parece ser la pareja alemana perfecta para usted, como se nos enseña a pensar en estos tiempos.

Bora apretó la mandíbula. Su tozudez era más que un barniz que enmascaraba otros sentimientos. Le venía de familia y los Von Bora la habían cultivado hasta llegar a convertirla en un arte, sin faltar jamás a los modales. Por tanto, le sorprendió su impulso de capitular y hablar, tan solo porque un vehículo de siete toneladas lo había sacado de la carretera y evitado que ahora estuviese muerto con tanta seguridad como cualquiera que tuviese una cita con la parca. Lenta pero celosamente, tomó la fotografía enmarcada de manos del juez. Dikta era y seguía siendo su ideal estético y atlético. Si de verdad era amor, bueno… él estaba convencido de que lo era; un amor pasional, aunque, por lo que sabía, también podía ser mera atracción física, ya que no había tenido mucho tiempo que dedicar a construir una relación sólida. Y Dikta lo adoraba en la medida en que ella podía adorar algo.

Estaba lloviendo en otra parte, pero no cerca de allí. En Pomorki, tal vez, sobre los granados y los jacintos silvestres de Larissa. El frescor de principios de la tarde le aliviaba la fiebre, aunque las moscas también disfrutasen de él. Bernoulli parecía haberse olvidado del papeleo, y el riesgo de abrirse un poco a él le pareció pequeño en comparación con cosas más importantes.

—Ella y yo —dijo—, no sé cómo expresarlo… Somos, por así decirlo…, perfectos en este momento.

—Ya lo veo.

—Me preocupa pensarlo. O, mejor dicho, me preocupa pensar que no seguiremos siéndolo por mucho tiempo. Que puede que yo no, debido a la guerra… —al apartar el diario a un lateral de la mesa, el sobre cerrado con la foto de Dikta desnuda dentro, que Bora se había sentido tentado de abrir y adorar esta noche, cayó de entre las páginas y se posó sobre la superficie, entre ambos hombres. Se sintió como un idiota—. Perdóneme, doctor Bernoulli. No sé ni lo que digo, ni por qué lo he dicho.

La mirada del juez pasó de la fotografía enmarcada al sobre con el nombre de Bora escrito a pluma.

—Porque es algo que tiene en mente, como es comprensible. Pero la perfección como estado o condición es, en sí misma, una cuestión de ausencia: ausencia de errores, de defectos o taras. Puede que usted y su mujer identifiquen demasiado su relación con la ilusión de dicha ausencia de defectos. Las parejas jóvenes y guapas a menudo viven atadas al borde del miedo a perder lo que tienen, lo que son.

—Lo sé, soy consciente de ello. —Bora miró fijamente el sobre. Resultaba demasiado complicado explicar que esta inseguridad realzaba lo valioso de su relación con Dikta y al mismo tiempo la erosionaba. El amor se mantenía en medio de todo esto como una semilla dentro de su cáscara, completamente dependiente de la calidad del suelo para marchitarse o dar fruto—. Pero eso no me ayuda.

Dos personas jóvenes y guapas y, hasta ahora, sin haber experimentado el tedio de la rutina diaria. Dikta siempre impecable: la sonrisa, la piel, el pelo, las uñas. No podía imaginársela menos que perfecta. Y seguramente ella tampoco podía imaginárselo a él no siendo el pulcro, completo y apuesto oficial de caballería. Un mundo cortés, sensible pero estético, de rutinas ordenadas, en el que incluso los divorcios eran corteses y pocas veces se alzaba la voz. Hogares en los que el desayuno se servía en bandejas de plata, en los que había que cambiarse para la cena y donde las habitaciones mantenían siempre su apariencia impecable y libre de polvo; ni siquiera la brusquedad de los deportes masculinos ni la indefectible práctica de la hípica ensuciaban ese mundo. La disciplina, el respeto, los horarios de vacaciones, el rango y las propiedades siempre en mente; la generosidad y la caridad formaban parte de ese mundo como manifestaciones del deber. Flores frescas sobre la mesa, siempre había que conservar los modales. Sin llamar la atención (pensó), Bora volvió a guardar el sobre azul en su diario.

—¿Una carta sin abrir de ella?

Bora pocas veces se había sentido tan vulnerable. Le daba la impresión de que todo lo que tenía alrededor podía magullar su cuerpo ya de por sí maltrecho.

—No. Es… una fotografía que me ha enviado.

—¿Y la ha vuelto a cerrar? —Bajo la danza de las moscas, Bernoulli permaneció sentado pacientemente al otro lado de la mesa, limpiando las gafas. Su expectativa de obtener una respuesta era directamente proporcional a la predisposición de Bora a dársela.

Resonó un trueno, tan a lo lejos que el rugido grave parecía provenir de otro mundo, mucho más lejano que Pomorki. Con cautela, Bora volvió a cerrarse la pistolera.

—Sigue habiendo demasiados vínculos, doctor Bernoulli, demasiados apegos. Después de Stalingrado, pensé que iba a liberarme de todos y de todo; por mi propio bien, siendo egoísta; de lo mucho que me dolía seguir queriéndolos tras haber presenciado el desastre. Pero me bastó con volver a verla en Praga, con ver a mi madre… Estoy seguro de que usted también se enfrenta a sentimientos de este tipo, o se ha enfrentado a ellos en el pasado.

—Me deshice de mi afán de perfección hace mucho, comandante, lo cual no quiere decir que no sufra: es mi destino como ser humano. Pero ya no sufro el terror a la caída. Perder algo de perfección (lo cual, por supuesto, quiere decir perderla toda) abre el camino a la sabiduría. —El juez dobló con esmero y se guardó el pequeño paño que utilizaba para limpiar las gafas—. Si me permite observarlo, usted también la busca, aunque de forma más precipitada: corteja el desastre al arriesgar demasiado, al arriesgar incluso más de lo que exige su carrera como militar. Acepte el hecho de que los problemas vendrán por sí solos aunque no los busque. A no ser que prefiera ser partícipe de su propia caída. —Bernoulli hizo una pausa, sentado muy recto en su silla, pero sin rastro de rigidez—. Es eso, ¿verdad? La perfección perdida por la autoinmolación alcanza una cualidad heroica que los accidentes no pueden proporcionarle. Es usted (perdóneme) un joven arrogante.

—Sí. Y no es excusa decir que me criaron para ser arrogante. Arrogante y cortés, que en mi familia no es ninguna contradicción, como podría parecer. —Le avergonzaba que alguien lo hubiese calado con tanta exactitud, pero también le procuraba una sensación de libertad, casi cercana a la comodidad. Bora sintió ganas de apartar la mirada, pero se resistió.

El juez lo hizo por él, cambiando de tema para hacérselo más fácil o porque (después de todo) había venido a hablar de cuestiones muy distintas.

—He traído las declaraciones juradas de varios testigos ucranianos, uno de ellos médico, en las que se confirma lo que observó en Dobritski Ovrag.

—Bien.

—Si usted lo dice. —Bernoulli abrió su maletín—. En cuestión de meses —añadió, hablando lentamente—, todo nos lleva a creer que van a reemplazar el servicio de contraespionaje del ejército. Su amicus curiae los presenta ante la Oficina de Crímenes de Guerra, mientras que los nuevos y los que envió desde Polonia y Rusia a lo largo de los últimos tres años podrían caer en las manos equivocadas. —Sacó de una carpeta varios folios escritos a máquina con las fotografías que había tomado Bora sujetas con clips, con los títulos: «Alexandrovska-Merefa», «Dobritski Ovrag», «Bosque de Pyatikhatky»—. Piénseselo bien, comandante.

—Ya lo he hecho. Quiero enviarlos. Quiero que alguien les preste atención.

El juez dio la vuelta a los papeles para que Bora pudiese leer lo que ponían, aunque este se limitó a echarles un vistazo.

—Entonces, a no ser que cambie de opinión, la suerte estará echada para siempre.

—Hace mucho que lo está.

Bernoulli tensó los labios antes de decir:

—Firme aquí, entonces.

Bora obedeció, con un oído atento al murmullo del trueno distante. Vio cómo el juez metía los folios en una carpeta, y esta, en el maletín. Por la puerta abierta, del exterior les llegaba un delicado pero penetrante perfume de flores. Bernoulli lo inhaló.

—¿Hay tilos en la zona?

—No muy cerca de aquí. Lo que los hace perceptibles a tanta distancia es el aire húmedo de la tarde.

—Hacen que uno se sienta afortunado de estar vivo, ¿no le parece?

Bora asintió con la cabeza. Decir: «No me veo envejeciendo, doctor Bernoulli» era impensable. Todos estaban en manos de Dios, todos y cada uno de ellos: el juez, su hermano, sus seres queridos. Para él, haber firmado con su conciso nombre estaba estrechamente vinculado a este momento de aire perfumado, igual que el resto. «Llueve en Pomorki y sobre la antigua amante de mi padre, que volaba por toda Rusia en trineo sobre la nieve para llegar hasta donde estuviese él, porque su amor físico era excesivo, como el mío y el de Dikta. Me siento afortunado de estar vivo, pero solo porque he firmado esos papeles».

Pronto las nubes cada vez más espesas adelantarían el final del día. Aunque la presencia de un visitante era garantía contra interrupciones, un chaparrón obligaría a Kostya y al descuidado centinela a refugiarse en el cobertizo que había detrás del edificio, al alcance de sus voces.

—Doctor Bernoulli —prosiguió Bora—, le agradecería que me diese su opinión sobre algo relacionado con la muerte de Khan Tibyetskji. ¿Tiene prisa?

Bernoulli le contestó que no. En silencio, escuchó el resumen que Bora le hizo de su entrevista con el personal médico de las SS y su conversación telefónica con Odilo Mantau, diciendo «ya veo» de vez en cuando.

—Ya veo. Todo apunta a varios escenarios posibles. ¿Se le ha ocurrido la posibilidad de que le dijesen la verdad en el puesto de primeros auxilios de Sumskaya?

—¿Cómo? Llevaron el cadáver de Khan hasta allí pero me lo negaron rotundamente.

—No me refiero a lo del cadáver de Khan, sino a lo de que no enviaron un médico a la prisión de la RSHA la noche antes de que muriese. Si es verdad que no lo hicieron, puede que nos enfrentemos a un escenario completamente distinto.

Con todo el cuerpo dolorido, Bora cambió de posición en la silla, incómodo.

—Bueno, ¿qué otra cosa pudo haber pasado? ¿Me está sugiriendo que un intruso se infiltró en el sistema sin saberlo la RSHA? —Le había insinuado eso mismo a Mantau, pero se hizo el asombrado para guardar las apariencias—. ¡Sería algo atroz!

—Vivimos tiempos atroces. Todo depende de lo que supiese Khan sobre ciertos asuntos o personas y lo importante que fuese silenciarlo. ¿No le dijo el Hauptsturmführer Mantau que el prisionero pidió a gritos que volvieran a ponerlo bajo custodia de la Abwehr?

—Desde el momento en que lo llevaron a la prisión. Por lo visto, se enfadó muchísimo por este motivo la noche del 6 de mayo.

—En ese caso… —Por un momento Bernoulli pareció absorto en el eco del trueno que retumbó en el exterior, o en el perfume cada vez más intenso de los árboles en flor. Se le posó una mosca en el puño inmaculado de la camisa y la apartó tranquilamente con la mano—. En ese caso, una vez llegase a la cárcel, sería concebible que un agente, pagado por el enemigo o no, se ganase la confianza de un prisionero receloso si decía venir enviado por usted o por el coronel Bentivegni. La RSHA no es del todo impermeable: alguien podría haber interceptado y aprovechado la solicitud de intervención médica. ¿No se produjo también una confusión con las limpiadoras rusas? El hombre adecuado podría haber conseguido que Khan creyese que se estaba llevando a cabo un plan para volver a ponerlo bajo custodia de la Abwehr.

Sí. Por increíble que pareciera, Mantau ni siquiera tenía un nombre. Era imposible saber lo que había ocurrido en la celda de Khan Tibyetskji la noche del 6 de mayo. Bora se debatió entre el deseo de hacer caso omiso de la sugerencia y el de aferrarse a ella con todas sus fuerzas.

—Pero estamos en Járkov en 1943, doctor Bernoulli, ¡no en la isla de Montecristo!

—… ni en la Verona de Shakespeare. Sí. Pero no tenemos por qué suponer que el plan consistía en que Khan fingiese su propia muerte, como Edmundo Dantés o la hermosa Julieta, para poder escapar, sino, tal vez, en enfermar lo suficiente como para que lo sacasen de la cárcel.

—Eso implicaría administrarle algún tipo de medicación con anterioridad. Ya lo había pensado. Pero lo cierto es que la ración D contenía suficiente nicotina como para matarlo en el acto.

—O eso dice la autopsia. —Bernoulli se inclinó para cerrar las presillas de su maletín—. Existen precedentes en la historia criminal. Si se tiene la confianza de alguien, comandante, es posible convencerlo de que se coma una ración D envenenada. Pero también es posible convencerlo de que ingiera una píldora mortal después de una chocolatina completamente inofensiva. De esa manera, tanto el chocolate como el veneno estarían presentes en la boca y en el estómago.

Pronto estaría demasiado oscuro como para que conducir resultase seguro, sobre todo yendo solo. Bora decidió invitar a su huésped a pasar la noche y cederle el catre. Reflexionó sobre las palabras del juez y tomó conciencia del escozor de las suturas que tenía en las rodillas y el codo, en un estado de completa consciencia de cuerpo y mente.

—Esa posibilidad resolvería el dilema con el que me encontré —admitió—. Es decir: ¿Cómo pudo la víctima haber escogido una ración envenenada de entre las muchas que tenía disponibles en la celda? Como usted sugiere, puede que no lo hiciera. Si damos por hecho que pidieron a Khan que ingiriese una cápsula o píldora después de comerse la chocolatina al amanecer y que este obedeció, es posible que ni las babushkas ni ninguna otra persona llegasen a envenenar ninguna de las raciones. Puede que todo el montaje estuviese encaminado a ocultar el hecho de que la única persona en la que confiaba, alguien que según creía había sido enviado por la Abwehr, le había pasado el veneno la noche anterior. Pero tuviesen algo que ver o no los del puesto de primeros auxilios de Sumskaya, no puedo demostrar nada de esto.

Bernoulli dejó el maletín sobre la mesa y se levantó de la silla, gesto que Bora imitó de inmediato.

—No puede demostrar nada de esto a no ser que atrape al asesino.

—Exacto. —Más alto que el juez, la bombilla desnuda y apagada (no había electricidad en el edificio) quedó a la altura de los ojos de Bora. Cuando entró por primera vez en la escuela hacía semanas, sobre la lámpara colgaba un papel matamoscas ennegrecido, casi saturado. Le asqueó oír y ver zumbar el enjambre de moscas mientras morían de hambre atrapadas en la espiral pegajosa, así que no colgó otra. Ahora, a pesar de la limpieza de Kostya, las moscas y los mosquitos entraban continuamente, ya que hacía demasiado calor como para no tener la puerta y las ventanas abiertas la mayoría del tiempo. Pensó que debía decir:

—Le pido disculpas por las moscas, doctor Bernoulli.

—Hacemos nuestro trabajo y los insectos hacen el suyo… que es el que es. A mí tampoco me gusta el papel matamoscas. ¿Alguna otra cosa, antes de que me marche?

—Pues sí. No estoy seguro de que el cirujano militar del Hospital 169, el Oberstarzt Mayr, me esté contando todo tal como fue. Me pidió que localizase a su ayudante, un suboficial que fue trasladado a un nuevo puesto tras la muerte del general Platonov. Pero, al mismo tiempo, tiró de los hilos con el Gebietskommissar Stark para conseguir que lo enviasen a casa lo antes posible.

—Ah. —Bernoulli volvió a sentarse—. ¿Puedo preguntarle cómo lo averiguó?

Era la misma pregunta que le había hecho Mayr por la mañana, a la que no había recibido respuesta. Esta vez Bora dijo:

—Sí. El viernes pasado, después de la conversación nocturna que tuvimos usted y yo en el centro especial de detención, se me presentó la oportunidad de leer lo que el comisionado recomendaba en una carta dirigida a la Inspección Médica de la Oficina General del Ejército, departamento de Personal. —Era una manera de admitir que había abierto la correspondencia que Stark le había confiado. Bernoulli frunció el ceño, pero no dijo nada—. Al principio, hasta sospeché que el comisionado podría haber desempeñado algún papel siniestro, y sorprendí a un colega echando unos cuantos tragos para aclararme las ideas en relación con este asunto. Lo único que hizo el Geko Stark fue cumplir la petición del doctor Mayr, supervisor directo del sanitario, de que lo reasignasen, y después ocultarme este detalle. Comprensiblemente: después de todo, oficialmente estaba intentando enrolar al Sanitätsoberfeldwebel Weller en mi regimiento. Esta mañana, el cirujano reaccionó de forma extrañamente fría cuando le informé de la próxima repatriación de Weller. Por implicación, prácticamente le sugerí que sabía que había habido maniobras políticas por su parte. La pregunta es: ¿Por qué quiere el doctor Mayr que saquen a Weller de aquí lo antes posible? Lo primero que se viene a la mente es que puede que el cirujano tuviese miedo de que el joven lo delatase o algo por el estilo.

La penumbra, la humedad y la electricidad que impregnaban el aire perfumado del exterior a esta hora de la tarde crearon un extraño ambiente en torno a la habitación. No obstante, el juez detuvo con la mano el movimiento con el que Bora se disponía a encender una lámpara de queroseno.

—¿Que lo delatase en cuanto a qué, comandante Bora? Siéntese, por favor. ¡No sospechará que también mataron a Platonov!

Los puntos tiraron y se resintieron al sentarse Bora.

—Yo mismo me pregunto qué no sospecho a estas alturas, doctor Bernoulli. Sé por una fuente creíble que el Oberstarzt Mayr recibió una evaluación bastante negativa de su trabajo cuando se encontraba en el Frente Occidental por haberse negado abiertamente a seguir tratando a un piloto que había sufrido graves quemaduras y mutilaciones. Durante la estancia de su unidad en las inmediaciones de Piatigorsk, varias víctimas que no podían ser transportadas casualmente murieron la víspera del día en que iban a abandonarlas a su suerte.

—¿Y qué? Como licenciado en filosofía con interés en la ética, usted más que nadie debería saber que existe una ley superior… superior incluso al juramento de un médico.

—También sé que el doctor Mayr esperó veinticuatro horas o más para realizarle la autopsia a Platonov. Durante nuestro adiestramiento médico, nos enseñaron que algunas sustancias se vuelven indetectables en un cadáver transcurrido cierto intervalo de tiempo. El nitrato de aconitina, por ejemplo, que un cirujano que sufriese de neuralgia podría tener a mano, o algunos derivados del ricino. Todos resultan altamente tóxicos solo con variar un poco las cantidades y proporciones.

Bernoulli entrecerró los ojos detrás de las gafas.

—Pero si fue Mayr el que realizó la autopsia, ¿qué necesidad tenía de esperar? Podría haberle mentido sobre los resultados toxicológicos desde el principio.

—Solo que yo podría haber pedido una segunda opinión y haberlo pillado en un renuncio. Al esperar un tiempo prudencial, daría lo mismo.

—Cierto. Pero, aun así, aquí viene al pelo la regla de cui prodest: ¿Quién se beneficia del asesinato de cualquiera de los dos oficiales soviéticos de alto rango? Por lo que me ha dicho, no me parece convincente que ninguno de los dos cirujanos tuviese un móvil.

—A no ser que actuasen por orden de otra persona o sean susceptibles al chantaje. —Bora miró fijamente la blancura que se entreveía a través del cuello del juez, que indicaba una camisa perfecta bajo su casaca—. El doctor Mayr mencionó el chantaje en un momento dado.

—¿Espontáneamente o en respuesta a algo que dijo usted?

—Por algo que dije yo. Pero se rumorea que políticamente no es de fiar.

—Políticamente poco de fiar… Igual que lo somos nosotros dos, por así decirlo. Me refiero a cuando nuestras averiguaciones tienen que ver con crímenes de guerra alemanes. —Bernoulli esbozó una sonrisa con los labios tensos—. ¿Se siente incómodo cuando le digo esto?

—Me siento muy incómodo, su señoría.

—Y, seguramente, menos que perfecto. En cualquier caso, ¿por qué iba el personal médico del puesto de primeros auxilios de las SS a enviar a alguien para asesinar a Khan Tibyetskji? La política tiene poco peso por esos lares.

—Bueno, uno puede excederse en su celo político. Según la información de la que dispongo, el cirujano de las SS en Sumskaya, lejos de ser un «matasanos», como parece pensar el Hauptsturmführer Mantau, anteriormente era un experto en eutanasia en la Oficina Central para la Raza y el Asentamiento.

—Lo cual no explica por qué iban a querer deshacerse de Tibyetskji, que ni siquiera era un eslavo infrahumano. ¿Son las únicas pruebas que tiene, comandante?

«Si fuese un acusado en el tribunal, no podría apañárselas mejor para hacerme hablar. ¿Me arrepentiré de haber confiado en él?». Bora tuvo que obligarse a mirar a Bernoulli a los ojos.

—El accidente que sufrió mi vehículo esta mañana… Fue causado por una bomba de relojería. No me cabe la menor duda: sé reconocer una explosión cuando la veo. Por lo que he podido reconstruir, el explosivo fue colocado bajo el chasis y programado para explosionar cuando seguramente estaría dentro del coche. Y lo habría estado si no me hubiese salido de la carretera tan poco tiempo después de dejar el hospital. Tengo piezas del mecanismo de relojería aquí mismo.

Bernoulli miró hacia donde señalaba Bora, en dirección a su baúl. No dio señales de querer examinar los fragmentos. Lentamente, dijo:

—Y supongo que no cree que se tratase de un sabotaje soviético.

—No lo sé. El explosivo detonó exactamente media hora después de que mantuviese una conversación bastante acalorada con el doctor Mayr en el Hospital 169.

—¡Piense en lo que está diciendo, comandante! ¿Solo visitó el Hospital 169 esta mañana?

—No.

—Bien, ¿dónde más se paró?

Bora bajó la miraba hasta el pequeño retrato de Dikta. Su rostro joven y sonriente era de una claridad cegadora bajo la visera estrecha e inclinada del sombrero de verano. Bajo la sombra sedosa, estaba radiante. Había sacado la foto en Berlín hacía dos años y seguía siendo su preferida, aunque no la de ella.

—Después de firmar el recibo de un cargamento de monturas, me pasé por el puesto de primeros auxilios de Sumskaya, por el cuartel general de la división y después por el almacén de combustible que hay junto al río. Allí, lo admito, dejé el vehículo sin vigilar tal vez durante un cuarto de hora, porque me pusieron problemas por no llevar cartillas de gasolina. Tengo una autorización especial para recibir combustible extra firmada por el coronel Bentivegni, pero no conseguí que la aceptasen hasta que hice un par de llamadas. En todos esos sitios, exceptuando por supuesto el cuartel general y el hospital, donde debí de haberme ausentado del vehículo durante una media hora en total, permanecí solo cuestión de minutos.

—Que es lo único que necesita una mano bien adiestrada para colocar una bomba. No soy ningún experto, pero según tengo entendido los explosivos de este tipo pueden programarse para explosionar transcurridas varias horas. En teoría, podrían haberle puesto el artefacto ayer. ¿Cuántos lugares ha visitado desde entonces y cuántas veces ha dejado el vehículo sin vigilar? Son solo pruebas circunstanciales. La justicia exige más que eso, y no puedo ayudarle.

—Supuse que habría oído el tictac si hubiese llevado horas allí, pero tiene lógica. —La idea de haber ido de un economato militar de Járkov a otro en busca de mantequilla y azúcar y después a casa de Larissa, por carretera y a campo traviesa, con una bomba literalmente esperando a hacer explosión bajo su asiento el día anterior le dio que pensar. Bora intentó en vano imaginarse en Berlín con Dikta el día en que tomaron la foto.

—Gracias por escucharme, doctor Bernoulli. Me ha sido de gran ayuda.

La hora tormentosa del atardecer subrayaba la palidez de la cabeza rasurada del juez, y las venas que se le marcaban en las sienes lo hacían parecer más frágil de lo que era. Se colocó el maletín sobre el regazo y jugueteó con las hebillas de latón, abriéndolas y cerrándolas.

—¿Qué piensa hacer ahora, sin medio de transporte?

—Le he pedido a mi suboficial superior que lleve de Bespalovka a Borovoye un GAZ-64 que habían asignado al regimiento. Para reunirme con él allí, a no ser que encuentre una montura en Merefa, tendré que montar uno de los caballos de tiro del droshky de mi hiwi. Incluso un caballo de tiro es preferible a ninguno.

Bernoulli se puso en pie. Acompañado por Bora, llegó hasta el umbral, donde se paró para inhalar el aire. Pero el viento había cambiado y, en vez del perfume de los árboles, las ráfagas de aire húmedo azotaban la escuela, anticipándose a la lluvia.

—Puede que busque más detalles acerca de los menonitas de Alexandrovska por razones personales. Si necesito volver a verlo, ¿lo encontraré aquí?

Bora asintió con la cabeza.

—Si no recibo órdenes contrarias, al menos hasta final de mes. Se está haciendo tarde y está a punto de ponerse a llover. ¿Puedo sugerirle que pase la noche con nosotros, doctor Bernoulli?

—Gracias, pero no. Con mal tiempo o sin él, quiero llegar a Járkov antes de que oscurezca.

Una vez se marchó Bernoulli, Bora (por mucho que fuese un amante de la disciplina) decidió no dar mayor importancia a la falta de atención del centinela. Esto era, a su vez, una negligencia por su parte, pero después de Stalingrado tenía pocos momentos en los que se sintiese invencible, y este era uno de ellos, sobre todo después de haber sobrevivido al incidente de la mañana. Volvió a abrir su diario, porque estaba verbalizando algo importante cuando el juez entró en la habitación.

«Besprizornye (o besprizorniki) es un término ruso que designa a los expósitos y niños pobres y sin hogar.

»La primera vez que lo leí fue en Reise in Russland, de Josef Roth, una recopilación de los artículos que escribió mientras viajaba por la Unión Soviética en los años veinte. Entonces me llamó la atención porque al describir a estos niños el autor dijo que vivían solo “de aire y desdicha”. Resumiendo lo poco que he oído decir de los misteriosos habitantes de Krasny Yar (el hecho de que no tengan armas de verdad, la espantosa torpeza de los asesinatos, la elección de víctimas débiles o mayores, los robos, que casi parecen bromas pesadas), he llegado a la conclusión de que no son partisanos soviéticos. También es muy poco probable que se trate de desertores (ya sean nuestros o de los rojos) o civiles escondidos, que harían todo lo posible para pasar desapercibidos. La sandalia pequeña que encontró Nagel parecía llevar mucho más que unas cuantas semanas en el Yar: podría pertenecer tanto a una joven como a un niño. Además, ¿llevarían sandalias los niños Kalekin durante la estación del deshielo?

»Por exclusión, queda la posibilidad de que se trate de uno o más locos (véase, por ejemplo, la cabeza de Kalekin empalada en una estaca) que se ocultaron en el Yar durante la pasada generación, o (dada la naturaleza cíclica de los asesinatos, que suelen producirse coincidiendo con períodos de crisis graves) de distintos grupos, tal vez de jóvenes perdidos o besprizornye, que frecuentan el bosque de forma periódica. Después de todo, el hombre de la 241.ª Compañía de Reconocimiento me dijo que había visto a un chico que lo había seguido cuando estuvo en Krasny Yar.

»No pienso dar mi opinión oficial hasta que tenga pruebas concluyentes. Mientras pongo por escrito estas notas esta noche (por fin está lloviendo), puedo imaginarme fácilmente a una banda de jóvenes brutales y sin ley que sobrevivieron como pudieron a los últimos dos años de guerra y que no vacilarían ante nada para proteger su territorio. ¿Por qué no? Algunos de los mejores y más crueles luchadores de Rusia tienen alrededor de diecisiete años. Si tengo razón, los que ahora se encuentran en Krasny Yar no tienen nada que ver con los crímenes cometidos antes de 1941, ni mucho menos con las violaciones y el caos de los días de la guerra civil (eso tiene que ver con Majnó y los objetos de valor ocultos).

»¿Y si los niños Kalekin (huérfanos de padre y consentidos por su abuelo, como me dijeron sus madres) se aventuraron en el bosque y fueron asesinados por sus coetáneos por miedo a que revelasen su escondite? O ¿y si los niños Kalekin se unieron a la banda y estuvieron involucrados directa o indirectamente en la muerte de su curioso abuelo? Eso explicaría la presencia del botón de madera en el lugar en que lo atacaron.

»Convertir una cabeza cortada en un trofeo no es más aberrante que algunas de las prácticas que se están llevando a cabo en el frente ruso por parte de ambos bandos. El coronel Von Salomon se escandaliza ante el fetichismo, pero se niega a andar por el lado en sombra de la calle por pura superstición. Aquí todos tenemos que hacer lo posible por mantenernos cuerdos: ¡La cordura, no la falta de ella, es la excepción!

»Besprizornye o no, pienso entrar en el Yar al frente de mi regimiento, sin alertar de la posible presencia de jóvenes a los oficiales ni a los hombres, como si fuese una operación de barrido normal. Como mínimo, será un ejercicio excelente.

»Nota: si no me equivoco, la fábrica de cámaras FED de Járkov, en la que Taras Tarasov trabajó durante un tiempo, empleó a expósitos rehabilitados bajo la dirección de Anton Makarenko, el educador y empresario. Debería echar otro vistazo al contenido del maletín del contable para ver si encuentro referencias a los besprizornye de Krasny Yar entre la mano de obra de los años 1920-1930.

»Addendum, escrito esta misma noche, algo más tarde: he vuelto a repasar los papeles con olor a humedad de Tarasov. Y como de vez en cuando tengo que tener suerte, encontré la copia en papel carbón de una carta escrita por el propio Makarenko, con fecha de 1928, en la que se recrea en una curiosa parrafada de autopropaganda para su Comuna de Trabajo. Dice haber reinsertado, desde 1920, a varios jóvenes para la vida civilizada, para la Unión Soviética y el trabajo artesanal, provenientes de muchos (once) lugares situados en la región de Járkov, incluido “el bosque arrasado que últimamente les servía de refugio, y antes que a ellos, a los enemigos de la revolución y el Estado”.

»No menciona el nombre del lugar, pero apostaría a que es Krasny Yar. Posiblemente, el mismo proceso tuvo lugar en los años treinta, cuando la Hambruna motivó otra redada de expósitos por parte de los organismos gubernamentales ucranianos. ¿Por qué no iba a haber otro grupo de jóvenes salvajes que se refugiaron en el bosque cuando invadimos esta región?

»Todo esto no resuelve mis problemas… Es decir, no me dice qué estaba oculto en el Yar ni si los besprizornye tuvieron o tienen algo que ver con ello. Ni tampoco me ayuda a resolver el asesinato del tío Terry, descartar ni confirmar mis sospechas en torno a la oportuna muerte de Platonov; ni mucho menos comprender quién habrá intentado enviarme al otro barrio. En cualquier caso, debería enviar una nota de agradecimiento a la tripulación del vehículo semioruga SPW que, al sacarme de la carretera, me salvó el pellejo».

Poco antes de la medianoche, mientras Bora intentaba sin éxito conciliar el sueño, llamaron del Hospital 169. Era el doctor Mayr, la última persona de la que Bora esperaba tener noticias. «Tiempos atroces», como diría el juez Bernoulli. El cirujano militar no habló en tono más amistoso del que había utilizado cuando se habían despedido con cajas destempladas por la mañana. «Qué curioso que me llame —pensó Bora—. O bien es muy inteligente, o muy estúpido: si anda detrás del accidente, preguntarme por él lo delataría, así que no lo hará. Por otra parte, acudió una ambulancia al lugar del incidente, así que tal vez finja haberse enterado por boca del conductor».

Mayr dijo que llamaba movido por el sentido del deber y nada más.

—Se lo agradezco, Herr Oberstarzt.

—Si ni siquiera sabe lo que voy a decirle.

—Sea lo que sea, le agradezco que llame a estas horas de la noche.

—Estoy de servicio, comandante. —En la oscuridad, mientras caía la lluvia en el exterior, el tono del cirujano le llegó distante y resentido. Los relámpagos creaban electricidad estática y los sonidos se intensificaban para volver a apagarse. Lo que dijo a continuación le pilló a Bora completamente desprevenido.

—Hace una hora, cuando fui a coger glucosa de la vitrina de mi oficina, siguiendo una corazonada, decidí revisar el resto del contenido. Como sabe, estamos de obras en el edificio y hace semanas que entran y salen trabajadores de la zona. La vitrina de mi oficina (no sé si lo habrá notado) no tiene llave y no cierra. Sí, y lo mismo puede decirse de la mayoría de los muebles que heredamos cuando nos trasladamos al hospital. No tienen llaves y los cierres no funcionan. —Mayr hizo una pausa, pero Bora no intervino con ninguna observación—. Bueno, pues falta un frasco de nitrato de aconitina de fabricación rusa de mi reserva personal. —Una vez más, Bora se mantuvo en silencio—. Esta tarde comenzaron a trabajar para instalar nuevos cristales en la ventana de mi oficina. Estaba sentado a mi escritorio, pero debo admitir que salí cuando el ruido se volvió especialmente intenso. Según creo, sabe que padezco neuralgia… En cualquier caso, me molestan los ruidos fuertes. En el pasillo, no llegué a separarme más de tres pasos de la puerta mientras los trabajadores descolgaban las viejas contraventanas de las bisagras a martillazos. El caso es que esta noche descubrí que faltaba el nitrato de aconitina.

Bora tomó aliento. «Una jugada arriesgada: sabe mantener la cabeza más fría de lo que yo pensaba. Sea cierta o no, la historia le permite quedar como un espectador inocente y servicial cuando en realidad no cambia en absoluto lo que sé del final de Platonov».

—¿Falta alguna cosa más?

—Un paquete de tabaco casi vacío que me había dejado en el bolsillo de la bata, que estaba colgada del perchero.

—Quiero decir de la vitrina, doctor Mayr.

—Nada más.

—¿Y cuándo tuvo su último ataque de neuralgia?

—El último… a mediados de abril. Sí, marqué la fecha en mi calendario de escritorio: el 16 de abril.

—Entonces, en realidad, no podemos saber cuánto tiempo hace que falta la sustancia de la vitrina. ¿Me equivoco?

La voz de Mayr le llegaba en oleadas, ahogada en ocasiones por un crepitar grave, y su respuesta confirmó solo en parte la suposición de Bora.

—Los cigarrillos se los llevaron esta tarde. Es cierto que hace casi dos meses que tenemos a trabajadores de la zona en el hospital. Han desaparecido cosas aquí y allá. De poco sirve registrar a los hombres cuando se marchan al final del día: en otros casos, suponemos que tiraron lo que habían robado por la ventana a un cómplice que lo esperaba abajo. Después de todo, aunque el nitrato de aconitina puede ser peligroso, sigue siendo un antineurálgico eficaz, sobre todo en los tiempos que corren.

Bora pensó que de nada serviría hacer ningún comentario. Este anuncio de que de toda la medicación que había en la vitrina solo se habían llevado la aconitina era demasiado oportuno y parcial. A pesar de su brusquedad, cierta tensión en la voz del cirujano delataba su ansiedad por hacer las paces, cuando en realidad había sido Bora el que había hecho ciertas preguntas que iban más allá de los límites de los buenos modales. «Me está sondeando. No le basta con fingir que no tuvo nada que ver con la repatriación de Weller, sino que ahora está cargando las tintas. ¿Acaso contaba con el bien colocado explosivo y ahora no sabe qué hacer? Mayr tiene miedo de que pueda obstaculizar la vuelta a casa de su protegido este domingo… Algo que ya estoy intentando activamente. Y más, dado que justo una semana después el propio Mayr va a pasar una semana de permiso en Alemania».

Era preferible no precisar nada por el momento, y Bora era todo un experto. Dijo:

—Bueno, Oberstarzt, le agradezco la información. Buenas noches.

—¡Ni buenas noches mi niño muerto, comandante! ¿Es lo único que tiene que decir? Esta mañana dejó caer una bomba con sus conjeturas y ahora no puede fingir indiferencia.

Los truenos se oían cada vez más fuertes provenientes del lado de Oseryanka, a medida que la tormenta giraba en sentido contrario a las agujas del reloj en torno a un polo ideal centrado sobre Járkov. Bora escuchó la lluvia. «Si quiere jugar, jugaré; pero se arrepentirá».

—¿Por qué no me dijo que le había pedido al comisionado de Stark que escribiese a la Inspección Médica de la Oficina General del Ejército para que repatriasen al sargento primero Weller?

—¡No le habría pedido que lo localizase si hubiese sabido que iban a enviarlo a casa!

—A no ser que, por alguna razón, le interesase mantener la boca cerrada en cuanto a su solicitud.

—¡Tonterías! Esperaba poder tener a Weller bajo mi protección para ayudarle a recuperarse del trauma que sufrió en Stalingrado. No tengo la más mínima confianza en que puedan o quieran ayudarle una vez haya vuelto junto con miles de soldados igual de traumatizados que él. Si va iniciar una carrera profesional como médico, necesita permanecer en este campo con un buen mentor, no huir a casa y recrearse en la melancolía… y sé que es una tentación para él.

Herr Oberstarzt, en una carta enviada a la Inspección Médica se menciona específicamente su nombre.

El tartamudeo confuso proveniente del otro extremo de la línea no tenía nada que ver con la mala calidad de la conexión. Mayr intentaba dar con las palabras adecuadas, o pensaba en voz alta. Las únicas frases inteligibles que oyó Bora fueron:

—Es libre de pensar lo que quiera. No tengo nada que ver con esto; ni siquiera estoy satisfecho de que Weller vaya a volver a casa.

—Perdone que lo dude, doctor Mayr. Está hablando con alguien que estuvo en Stalingrado de principio a fin. He visto a colegas, incluido un cirujano, quitarse la vida. Tengo amigos cuyos parientes fueron abandonados a su suerte en sus propias heces cuando sus unidades se retiraron. Los supervivientes vimos de todo, sirviéramos en el Cuerpo Médico o no. Y estoy seguro de que es mucho mejor que el personal médico te ayude a morir que pudrirte en tu propia pus y en tus excrementos. Va a haber una investigación, Oberstarzt, así que igual le da contármelo. Sé guardar secretos mejor que la mayoría. —La estática suplió la ausencia de respuesta por parte del cirujano. Bora contó mentalmente hasta diez antes de decir—: Permítame que le reformule la pregunta, doctor Mayr: ¿Envió a Weller de vuelta a Alemania porque descubrió que se había utilizado nitrato de aconitina en mi prisionero?

Algunas de las palabras de Mayr resultaron inaudibles.

—¿Por qué hace esto? Weller es un buen sanitario. Desesperado por volver a casa como estaba (admito que lo está, y desde hace mucho), nunca se arriesgaría a meterse en un aprieto ni a ser sancionado. ¿Me habría ayudado de haber sabido que había transgredido las reglas de la buena praxis por compasión? Sí. ¿Lo hizo? No. —Más estática siguió a las vivas ráfagas de rayos en el exterior—. No sé adónde quiere llegar, comandante Bora, pero le recomiendo encarecidamente que no nos involucre ni a mí ni al sargento primero Weller.

Los consejos no solicitados, como las amenazas (o incluso los coches bomba), tenían la peculiaridad de provocar justo el efecto contrario en Bora.

—Lo siento, pero no puedo.

Mayr colgó el auricular de un porrazo.