Capítulo 8

Miércoles, 19 de mayo, granja Kalekina, cerca de Krasny Yar

Al borde del bosque, el cornejo de tallo rojo que en Ucrania llaman dyeren estaba en flor. El polen de otras plantas, agitado por el viento, caía a la luz de los rayos de sol donde los árboles crecían dispersos, aunque en otros lugares la sombra era espesa y de un verde azulado. A lo largo del camino de tierra, los álamos blancos se despojaban de su pelusa. En ciertos lugares recordaba a una tormenta de nieve, allí donde el vello blanco quedaba atrapado en las espigas de trigo aún por madurar hasta dejar los campos cubiertos de una capa blanca que disfrazaba su verdor, tierno y frágil, de algodón. Bora y Nagel llegaron a caballo. Se detuvieron junto a la granja desolada que en los mapas aparecía marcada como «Kalekina». Hacía mucho que había sido colectivizada bajo el nombre de «Amistad entre los pueblos» y no era más que un grupo de edificios destartalados donde la malva real crecía exuberante hasta alcanzar la altura de un hombre y las verjas habían sido quemadas como leña. Era posible que el escaso trigo que habían plantado antes de la última batalla por Járkov no llegase a madurar antes de que tuviese lugar la siguiente.

Nagel observó el estado ruinoso de la granja.

—Tienen el bosque a menos de medio kilómetro —comentó—, pero han quemado las cercas y las puertas. De verdad tienen miedo de entrar en Krasny Yar.

—No se les puede culpar por ello, Nagel. Tienen miedo de Krasny Yar, de nosotros y de todos los demás, en los tiempos que corren. Ya viste a las mujeres junto a la tumba del viejo: nos hicieron una reverencia como cuando pasaba el zar o el terrateniente.

Las mujeres que estaban junto a la tumba eran las que habían enviado los alemanes a la granja Kalekina. Según ellas, el cadáver decapitado pertenecía al viejo Kalekin, que tenía dos nietos adolescentes y se había aventurado a entrar en Krasny Yar «solo por los niños, porque fueron los primeros en desaparecer cuando empezó a derretirse la nieve». ¿Dónde habían desaparecido? En el Yar, por supuesto. Después de su muerte, dos hermanas cuyos maridos habían muerto en el frente se trasladaron a la granja Kalekina. Era a ellas, porque se suponía que conocían otros detalles, a las que buscaban Bora y Nagel antes de entrar en el bosque.

Bora nunca se comportaba de manera formal ni predecible en estas ocasiones y por eso quería llevar consigo a Nagel, que era el que mejor lo conocía y el que siempre lo acompañaba, en cualquier misión. Se aproximó al edificio principal desde un lateral, donde una pequeña ventana de cuatro paneles, teñida de azul por el reflejo del cielo lejano, se fue tornando más oscura y transparente a medida que se acercaba. Bora golpeó el cristal con los nudillos, discretamente, en parte porque no quería alarmar a los que estuviesen dentro (aunque Nagel tenía preparada una pistola) y en parte porque el frágil cristal surcado de burbujas, más allá del cual se adivinaban sombras recortadas contra el resplandor del ventanuco que había al otro lado, separaba el mundo cotidiano de un reino interior. Reflejos e imágenes transitorias: si Bora movía ligeramente la cabeza, podía ver al sargento que montaba guardia a sus espaldas, y si la inclinaba un poco, aparecía el interior de la casa en la penumbra líquida de un depósito de agua. Era igual de posible que vivieran hechiceras, brujas y hadas en la granja Kalekina que campesinas cuyos hombres habían ido a morir. A Bora no le recordaron a Larissa Malinovskaya (que, incluso en su soledad, era prosaica), sino a Remedios, la española, a la que había amado físicamente como a ninguna otra («Martin-Heinz Bora… murió y fue al cielo», había escrito él en su diario el día en que la conoció) y cuya esencia seguía intrigándolo hasta el día de hoy. Para él era algo que no era para otros hombres: otros hombres la veían y la saboreaban de formas completamente distintas. Lo que le había entregado a él no se lo había dado a ningún otro. Circe, Calipso, Melusina: Remedios era la hechicera que está apartada de todos y a la que los hombres deben acudir suplicando o llegar, maltrechos, de tierras extranjeras.

Llamó al cristal tres veces, un número mágico, y las sombras del interior parecieron estremecerse sin llegar a moverse. Un rostro de mujer flotó a dos pasos de la ventana y miró hacia el exterior. Aunque ambos eran conscientes de que podría haber roto la ventana o entrado sin permiso, le hizo un discreto gesto con la mano izquierda que lo invitaba a doblar la esquina para llegar al umbral.

Tenían treinta y muchos años, o puede que fuesen más jóvenes pero aparentasen treinta y muchos; limpias, con aspecto sencillo y el cabello tan claro que el nacimiento rubio del pelo que se entreveía bajo los pañuelos blancos que llevaban en la cabeza parecía cano. Una de ellas era alta y fornida y olía a alcohol barato, y la otra era diminuta; ambas tenían los ojos de ese gris azulado tan peculiar, oscuro hasta el punto de parecer negro. Cuando Bora les dijo lo que había venido a hacer (averiguar detalles sobre los que no necesariamente habían muerto, sino desaparecido en el Yar), ambas parecieron apenarse de repente, como si su pregunta les hubiese robado las fuerzas. Se dio cuenta de que los niños perdidos eran suyos antes de que se lo dijesen y se enfureció por un momento con las otras mujeres, las que estaban junto a la tumba, por no haberle proporcionado este dato. Pero las hermanas no lloraron. «Son como manantiales que ya han dado todo el agua que podían dar —pensó—, y aquí estoy yo, cavando en busca de humedad». Decidió no entrar en la casa, sino hablar con ellas bien a la vista, desde el umbral. Una vez les dejó claro que su compañero y él no venían en busca de obreros ni reclutas (por si hubieran encontrado a los niños y los tuviesen escondidos), le contaron la historia.

Durante media hora tal vez los tres hablaron, en mitad de la tormenta de pelusa que descendía desde los álamos. Los penachos cubiertos de semillas, cegadores bajo el intenso sol, se mecían en el aire y quedaban atrapados en todas las superficies, tanto verticales como planas. A Bora le recordaron las motas de ceniza que flotaban, impalpables, en torno al acero del T-34 de Khan; el triunfo de la ligereza sobre las dificultades y el peligro, como ahora. El ser humano lo complica todo y la naturaleza literalmente se lo toma a la ligera, haciendo que la carbonilla y las semillas lanosas describiesen piruetas. Nagel montaba guardia mientras Bora interrogaba con tacto a las mujeres, asintiendo con la cabeza ante lo que le decían, hasta que la más fornida se retiró y siguió conversando a solas con la hermana más bajita.

Kalekin era su suegro. Sus hijos, que tenían trece y catorce años respectivamente, nunca habían vuelto de una excursión al río Udy, al otro lado de Krasny Yar. El viejo se había llevado un golpe aún más duro que las madres: cuando sus propios hijos cayeron en el frente, sus nietos se habían convertido en una razón para vivir. Los adoraba y les consentía todo lo posible dadas las circunstancias. Habían ido a pescar al Udy para no volver. El ejército ruso estaba estacionado en Papskaya Ternovka por entonces, y Kalekin había ido hasta allí para preguntar a su comandante si por casualidad habían reclutado a los niños o si los había herido una mina. El oficial, que era de la zona y un buen hombre, le dijo al viejo que no habían visto a los niños. Sí, era posible que se hubiesen perdido en el bosque, pero los camaradas no tenían tiempo de ir a buscarlos, como seguro que entendería, ¿verdad? Kalekin dijo que sí, pero no era cierto. La pérdida lo hizo enfermar, se obsesionó con buscar a sus nietos, a pesar de las batallas que se libraban por todas partes en las inmediaciones, hasta que el uno de mayo por la mañana temprano salió de la granja en dirección al bosque y murió allí.

—Pero no hay pruebas de que sus hijos fueran a Krasny Yar —objetó Bora—, y menos aún de que los mataran. —Le mostró el botón de madera que todavía llevaba en el bolsillo—. ¿Era de su suegro?

¿Cómo iba a saberlo? La hermana pequeña se quedó conmocionada y le devolvió la mirada mientras se tapaba la boca con la mano, como para asegurarse de que su familiar estaba fuera del alcance del oído.

—Es del abrigo de mi sobrino, el abrigo que antes era de su padre. ¿Dónde lo encontró, poshany comandante?

Bora sintió un escalofrío. Se negó a decírselo.

—No hay pruebas de que lo mataran —modificó su afirmación, porque parecía obvio que al menos uno de los niños había acabado en el bosque, y posible que mataran a su abuelo justo cuando había encontrado la pista—. No asuste a su hermana por ahora. No se acerquen al Yar, ninguna de las dos, y cuénteme todo lo que sepa sobre el bosque.

Le susurró el resto a cierta distancia de la casa, adonde se dirigió la campesina para que no la oyese su hermana y donde, por iniciativa propia, Bora enderezó una endeble puerta que se había descolgado de la última cerca desvencijada y llena de agujeros.

Escuchó cómo en los días de Majnó, la hermana mayor, que por entonces tenía doce años, había sido raptada de la granja de sus padres en Sharkov, llevada a Krasny Yar y violada, y por eso tenía otra hija, una chica de veintidós años de edad, que ahora era enfermera en el ejército.

—Padre fue a buscarla y los hombres de Majnó lo mataron de un tiro. Mi hermana se niega a hablar de aquellos días, poshany comandante, ni siquiera con nosotros. Incluso ahora, sigue teniéndole tanto miedo a la oscuridad que tenemos que dejar la vela encendida toda la noche. —«O bien se emborracha para poder conciliar el sueño», se dijo Bora—. Se niega a acercarse al bosque, no le quepa duda, ni siquiera por su hijo. Cuando vino el sacerdote de Losukovka hace unos días y caminó en torno al Yar con su procesión, no quiso ni mirar por la ventana.

—¿Vivían aquí durante los años posteriores a la guerra?

Negó con la cabeza.

—Nos mudamos. Nuestros maridos trabajaban en el almacén de Smijeff. Volvimos a casa de nuestro suegro al quedarnos viudas, pero estábamos en Sharkov cuando murió.

Después, mientras le resumía la historia al sargento, Bora se preguntó en voz alta:

—En cuanto al secuestro, ¿qué puede tener que ver con la oscuridad? El Yar no es un bosque oscuro, ni siquiera en las partes más tupidas. ¿Violarían a la chica durante la noche? Pero la noche es oscura en todas partes.

—Puede que le cubrieran la cabeza con un paño o que le pusiesen una capucha durante el tiempo que estuvo con los hombres de Majnó. ¿Cómo escapó, Herr Major?

—Su hermana era muy pequeña por entonces y no lo recuerda. Sabe que los bolcheviques reemplazaron al Ejército Negro, pero no supo decirme con seguridad si fueron ellos los que liberaron a la chica o si ella consiguió encontrar el camino de salida del bosque. Por otra parte, en la misma época desapareció un niño que ambas mujeres conocían. Lo encontraron colgando de un árbol al borde del bosque, desnudo.

Nagel lanzó una mirada a la casa, al bosque y otra vez a la casa.

—Es todo muy extraño, Herr Major. Parece que lo que todos se empeñan en dejar bien claro es que nadie debe entrar en el Yar. Pero hay pueblos y granjas colectivas que podrían haber organizado expediciones durante todos estos años, por no mencionar al gobierno o al Ejército Rojo. Podrían haber solucionado el asunto de haber querido. ¿O acaso se prohibió la entrada al bosque por alguna razón?

—Es lo que creo. Pero, si se hizo, no fue de manera oficial. Por eso le pedí que viniese hoy: aunque no tengo autorización, pienso echarle otro vistazo antes de entrar con el regimiento.

Aprovechando el privilegio que le concedía ser un suboficial superior, Nagel negó con la cabeza.

—Bueno, señor, no pienso quedarme aquí fuera, esperando. Juntos hemos sobrevivido a cosas peores que una parcela de bosque ruso. Y si las mujeres vigilan nuestras monturas, estaré preparado en cuanto lo esté el comandante.

Teniendo en cuenta lo irregular de la misión, era una prueba del aprecio que le tenía Nagel. Y Bora, normalmente tan poco dado a las efusiones, hasta se permitió darle una palmadita amistosa al sargento en el hombro.

—Adelante, entonces.

Si se entraba a Krasny Yar desde los confines en otro tiempo bien cuidados de la «Amistad entre los pueblos», se entendía de inmediato cómo la acumulación de hojas a lo largo de los años podía llegar a ocultar la irregularidad del suelo del bosque. Días después de haber llovido, las zonas más bajas seguían estando húmedas, por no decir empapadas, mientras que otras, recubiertas de piedras, permanecían secas y tapadas por la maleza. Varios árboles frutales descuidados, que hacía mucho habían vuelto a su estado silvestre, habían sobrevivido a las granjas extintas (los primeros colonos habían llegado al lugar a finales de 1700 y lo habían destinado a pasto), mientras que en otras partes uno se tropezaba con tablas y tocones podridos que antiguamente habían sustentado cobertizos o cabañas, antes de lo que nadie podía recordar. No quedaba ni rastro de los senderos construidos por el hombre. Aun así, las estructuras desmanteladas apuntaban a una posible razón por la que la gente de los alrededores habría acudido en busca de comida durante la Gran Guerra y más adelante, durante los años de la hambruna: restos de madera para quemar o reutilizar, manzanas pequeñas, bayas, setas. La habilidad del campesino ruso para sustentarse con lo mínimo imprescindible convertía incluso al Yar en un lugar prometedor aunque aterrador al que acudir en caso de necesidad. Había que recordar que no todos los que se habían adentrado en Krasny Yar habían muerto, a pesar de los sueños y los cuentos sobre criaturas salvajes y fantasmas del padre Victor.

Por delante de ellos, el trino agudo de los verdecillos desplegaba guirnaldas de sonido, tan verdes como su plumaje de rayas, entre árbol y árbol, mientras que en lo profundo del bosque las llamadas de los pájaros carpinteros recordaban a alguien que silbase insistentemente a sus perros. Los alemanes avanzaron sin perderse de vista el uno al otro, atajando a través del Yar en un ángulo de noventa grados con respecto a la primera visita de Bora, cuando se había encontrado con el padre Victor. Aunque sus brújulas funcionaban por el momento, ambos iban cortando ramas o señalando los árboles jóvenes con las navajas de bolsillo para marcar su rastro. Intentando detectar signos de presencia humana, siguieron un rumbo norte-noroeste, en dirección al árbol caído donde los de la 241.ª habían recuperado los restos de Kalekin. Examinaron los lugares donde había barro en busca de huellas y los montones de hojas por si alguien los había revuelto.

La ausencia de rastros reconocibles no significaba nada en los bosques rusos: los que los frecuentaban sabían cómo enmascarar su paso. Los partisanos rusos se ocultaban bien, por no mencionar a las pequeñas unidades de razvedchiki, que sin duda efectuaban incursiones en este lado del Donets, igual que lo hacían sus homólogos, los exploradores alemanes, en el otro. Dependiendo de su inteligencia y adiestramiento, los partisanos podían ser más o menos cuidadosos que los soldados del Ejército Rojo a la hora de borrar su rastro.

El árbol caído y la oscura hilera de abetos aún estaban lejos. Los abedules, los árboles de frutos secos y los arbustos sin nombre se alternaban a su alrededor. Una frontera legible en el mapa y en las notas de Bora, marcada sobre el terreno solo por una hondonada estrecha y poco profunda que ocultaban por completo las hojas caídas, indicaba que el campo minado alemán se encontraba a unos trescientos pasos a la derecha de los hombres. Dependiendo de los planes de Von Manstein, o bien lo levantarían, o bien le añadirían más minas el mes siguiente.

Aunque no se lo había parecido desde la dirección por la que había entrado la primera vez, al aproximarse desde este ángulo Bora se dio cuenta de que el terraplén donde el árbol había sido alcanzado por el rayo y habían encontrado a Kalekin en realidad estaba delimitado. Al rodearlo, daba la impresión de ser una elevación o montículo con una zanja en tres de sus lados, en vez de lo que en Rusia solían llamar (dependiendo de sus dimensiones) un yar, balka u ovrag. Hoy su forma le recordó a Bora a ciertas excavaciones antiguas o medievales. Hasta las trincheras de la Gran Guerra que su hermano y él habían explorado durante las vacaciones en los bosques de Prusia Oriental cuando eran niños tenían más en común con este tipo de fosa que con una grieta natural en el terreno.

Le hizo a Nagel un gesto de que se parase y tomó varias fotografías del terraplén y del hueco sobre el que se inclinaba, como un puente, el árbol caído. Este también resultó ser de interés al examinarlo más de cerca. Bora se puso en cuclillas para ver si era solo una hendidura que se abría al pie del tocón o si ocultaba algo más. Se inclinó, apoyándose en las manos y las rodillas, y apartó las enredaderas y la maleza. Parecía no ser más que una depresión del terreno, abarrotada de hojas muertas y cubierta por arbustos espinosos de ramas largas. Pero si uno separaba la espesura (y los guantes de jinete le resultaron muy útiles), se podía entrever una madriguera que se abría como un bostezo en el lateral del terraplén. Mayor que una madriguera de zorro pero no mucho más, obstruida por las zarzas, mediría unos cuarenta centímetros de arriba abajo, y poco más de lado a lado.

Bora hizo otro signo, esta vez para indicar a Nagel que montase guardia mientras él seguía explorando. Nagel, que sentía inclinación por preocuparse por él, no pareció demasiado entusiasmado, pero obedeció.

Cuando enfocó el agujero con su linterna a pilas, no vio más que terrones de tierra apretada y un revoltijo de raíces velludas. A juzgar por la textura compacta de la repisa de tierra, el animal al que servía de hogar debía de haber pasado por el agujero hacía poco. Era imposible que un hombre de la estatura de Bora pudiese entrar. Estaba a punto de resignarse a escudriñar hasta donde pudiese estirar el cuello, tumbado boca abajo, cuando, siguiendo una corazonada, decidió retirar las ramas espinosas donde colgaban más tupidas, a la izquierda de la pequeña abertura. Entonces quedó visible un hueco no tan estrecho que resultó ser lo bastante grande como para permitir, aunque no sin esfuerzo, el paso de alguien que no tuviese claustrofobia. Bora metió la cabeza y después el brazo con el que sostenía la linterna y se arrastró hacia adelante justo lo necesario para iluminar el espacio a oscuras. Apenas con este movimiento, el bosque que tenía encima, Nagel y el mundo en general súbitamente se volvieron lejanos y extraños. Era irresistible. Bora salió del agujero, se dio la vuelta para introducir primero las piernas calzadas con botas y desapareció.

Los primeros objetos que reconoció, tirados por el suelo, fueron varias latas de comida del ejército alemán abiertas, la funda de una cuchilla del tipo que llevaban los soldados soviéticos, descosida, y una caja o cajón de embalar sin tapa de madera a medio pudrir apoyada contra la pared de tierra, sin nada dentro. Bora no podía ponerse en pie en el espacio reducido, que tendría quizá metro y medio de altura y el doble de ancho y estaba parcialmente revestido de madera. Un derrumbe de tierra y tablas allí donde había cedido la bóveda, hacia el centro del terraplén, reducía aún más el espacio disponible. A sus pies, sobre la tierra oscura y húmeda, Bora descubrió la parte cóncava de una cuchara tallada a mano, típica del ingenioso soldado de infantería ruso. El punto donde se había roto el mango estaba afilado, lo que indicaba que la fractura era reciente. Un harapo empapado resultó ser una bolsa de lona triangular parecida a una pistolera, a la que le faltaban el bucle superior y la hebilla inferior, y que identificó como una cubierta de hacha del Ejército Rojo. La lata redonda cuyo contenido se había sacado con una cuchara, como si se tratase de comida, en realidad contenía grasa alemana para botas. Recordó que los soldados de la 241.ª Compañía de Reconocimiento le habían dicho que en Krasny Yar habían desaparecido equipos y material.

Lamentó que su cámara Kodak no tuviese flash. Con el pie, le dio la vuelta a las latas para iluminar las fechas impresas, examinó la desvencijada caja de madera en busca de marcas e inspeccionó todo lo que pudo la mezcla de madera y tierra que formaba el derrumbe. Una vez terminó, tuvo que admitir que, como ocurre en muchas otras iniciativas, era más fácil entrar que salir. No había nada a lo que aferrarse para trepar al exterior y la tierra se desmoronaba y se deshacía en terrones. Cuando Bora por fin consiguió salir, el verdor del exterior y la figura robusta de Nagel a pocos pasos de distancia le dieron la bienvenida a un mundo peligroso pero menos opresivo.

—Ha sido utilizado hace poco, Nagel; aunque el agujero lleva aquí mucho tiempo. La caja de madera (un cajón de municiones, según creo) se remonta por lo menos a la Gran Guerra. Uno no puede evitar preguntarse si retendrían a la hermana mayor en un escondite parecido hace veinte años. Está muy oscuro, incluso durante el día. —Describió el refugio y enumeró los objetos que había en su interior—. Todas las latas de nuestro ejército llevan la fecha de 1942, así que podrían ser los objetos robados de los que me habían hablado los hombres de la 241.ª Compañía. ¿Qué piensas de todo esto?

Nagel lo miró con el ceño fruncido, como de costumbre. Uno tenía que conocer su rostro marcado por la preocupación tan bien como había llegado a aprenderlo Bora para entender que no sentía una inquietud real.

—En cualquier caso, no hay muchos, Herr Major. Cinco como mucho, por lo que ha dicho. O eso, o tienen otros agujeros parecidos en el bosque. ¿Que intentaron comerse la grasa para botas? Puede que fuesen irregulares sin adiestramiento o civiles que se ocultan por la razón que sea. Tal vez fuesen judíos escapados.

Ninguno de los dos pronunció la palabra «desertores». Ninguno de los dos mencionó los excesos a los que los asedios y el hambre habían llevado a los soldados alemanes y rusos durante los últimos dos años. Nagel evitó el tema.

—Si resulta ser alguien que lleva escondiéndose desde la guerra civil, debe de tener al menos cuarenta y tantos años y a estas alturas seguramente habrá perdido la cabeza.

—Justo la combinación que podría hacer que descuartizase o desmembrase a sus víctimas.

—Si no se las comió, Herr Major. También hemos visto casos de esos en este frente.

Ya estaba, Nagel lo había dicho.

—Cristo, esperemos que no. —Irregulares, civiles, desertores. Judíos. ¿No andaba el Servicio de Seguridad buscando Dorfjuden? Bora se planteó la idea, que le resultó sumamente desagradable. «¿Comerían los judíos rurales, ocultos y desesperados, carne de cerdo enlatada? Seguramente. ¿La robarían, sabiendo que era cerdo? Si no leen alemán, sí. ¿Y por qué no iban a matar?»—. Los judíos harían todo lo que estuviese en su mano por evitar que los descubriesen —razonó.

—Sí, señor. Aunque, mientras no ataquen a los soldados alemanes, no tendríamos por qué intervenir. Hasta ahora nos hemos mantenido al margen.

Juntos, subieron al terraplén y miraron alrededor, hasta donde se lo permitía el telón de árboles. El viento, que seguía soplando sobre el bosque, imitaba el sonido fresco del agua corriente. Bora le señaló dónde había encontrado el botón de madera y el lugar en que los soldados habían recuperado el cadáver de Kalekin.

—Me pregunto qué harían con la cabeza del viejo —se lamentó—. Lo cierto es que puede que nos enfrentemos al mismo individuo (o individuos) que lleva ocultándose en este agujero y cometiendo asesinatos los últimos veintitantos años, o a personas completamente distintas que han encontrado refugio en el Yar más recientemente. También podría tratarse de alguien que solo frecuenta el bosque ocasionalmente. Como dices, Nagel, si hay alguna pauta, el objetivo parece ser mantener alejada a la gente. ¿Para qué? ¿Qué protegen?

—Tal vez su propia piel.

—Cierto.

Siguieron avanzando hacia el norte en zigzag, atentos a cualquier indicio en el suelo del bosque que pudiese revelar socavones, cuevas, trincheras. A partir del cuadrante en el que los árboles se iban espesando, comenzaron un descenso imperceptible, que bajaba gradualmente en dirección al río Udy y sus orillas minadas. Por un momento, a Bora le pareció olfatear un fuego abierto. La abstinencia de tabaco desde el comienzo de la Operación Barbarroja le había proporcionado un agudo sentido del olfato, muy útil sobre el terreno aunque una decidida desventaja en un alojamiento poco limpio (por no mencionar el espantoso hedor de la muerte en Stalingrado, cuyo recuerdo aún lo ponía enfermo hasta el día de hoy). Dependiendo de la dirección del viento sobre el Yar, que agitaba las copas de los árboles más altos y hacía que la sombría hilera de abetos resonase como un acantilado junto al mar, el olor a humo podía provenir de una de las granjas situadas en dirección a Krassnaya Polyanka o Schubino, o incluso del otro lado del Donets, como el día en que llegó Khan y las cenizas de los rastrojos a los que él mismo había prendido fuego cayeron a su alrededor como copos de nieve.

Bora recordó el bosque en la orilla enemiga, donde la anciana medio ciega lo había tomado por un recluta ruso, y cómo había pensado entonces que se parecía a la peligrosa bruja del cuento, Baba Yaga. Khan se había comparado a sí mismo con la bruja, que volaba en su mortero mágico de acero y remaba con una escoba, barriendo el aire a sus espaldas. Pero ni Baba Yaga ni los koldun ni los fantasmas ni los duendes hacían fuegos. Nagel le hizo signos de que él también lo había notado; aunque el olor a madera quemada en un día caluroso no necesariamente indicaba un fuego encendido por el hombre, ni mucho menos un hogar. Sobre los peñones rocosos, la maleza seca podía empezar a humear por sí sola.

De vez en cuando, uno u otro lanzaban una mirada rápida en la dirección en la que algún sonido, aparentemente producido por un animal pequeño al escabullirse, alteraba el aire. No llegaron a ver nada. Si había partisanos ocultos al acecho, observándolos, serían igual de invisibles: el chasquido implacable y pocas veces errado de los fusiles SVT habría marcado la diferencia hacía mucho. O la marcaría pronto. Bora se arrepintió de haber permitido que Nagel fuese con él. «El riesgo es mío, ¿por qué inmiscuir a un hombre con familia en todo esto?». En cuanto a sí mismo, se sentía extrañamente en paz. «Si me pegan un tiro ahora, mi espíritu volará inmediatamente lejos de aquí, de vuelta a Merefa, para meterse en mi baúl y en el sobre en el que está la foto de Dikta desnuda. Si existe el cielo, es ese. En un sobre sellado con mi mujer, porque lo que más deseo es ponerle la mano entre las piernas como hice en Praga… solo la mano, para que mis dedos puedan apartar la delgadísima seda del manantial tierno de su carne». Le sorprendió lo sobrio y lúcido que conseguía mantenerse mientras pensaba, consciente del detalle más insignificante a su alrededor, y, aun así, verdaderamente en la habitación de Praga en la que habían pasado la mitad de la noche tocándose y saboreándose con lascivia, para hacer el amor durante la segunda, y larga, mitad. En un momento dado, el olor a madreselva le llegó, abrumador, desde un grupo de árboles muertos y Bora lo aspiró hasta el fondo de los pulmones (uno nunca sabe qué olor será el último que va a inhalar). La llamada interrogativa desde su rama de una cuckooska, que tanto se parecía a la del pájaro mecánico de un reloj alemán, le resonó, familiar y al mismo tiempo molesta, en los oídos.

La figura de Nagel iba y venía entre los árboles, manteniéndose a la derecha de Bora. A pesar de su presencia, la sensación era de soledad. «Podríamos perdernos y no darnos cuenta hasta pasado un tiempo —pensó Bora—. Podría estar muerto y no saberlo. Si Dios me amase, habría muerto en Praga, con Dikta sentada a horcajadas sobre mis rodillas con el rostro hacia mí, mientras me permitía recorrerla con la mano y me besaba. Pero aquí estoy». En la brújula, que había funcionado bien hasta ahora, la aguja había empezado a temblar y perder el Norte. Bora señaló la cajita redonda que tenía en la mano y el sargento, mirando en dirección a él, asintió con la cabeza para indicarle que también se había dado cuenta.

Siguieron avanzando, orientándose exclusivamente con ayuda de los puntos de referencia. Una zanja insignificante que los mapas señalaban como Oryechovoy cobró importancia, rodeada por el grupo de avellanos que le daba nombre. Para la brújula, el Norte parecía estar en todas partes y en ninguna, pero la zanja de los avellanos permaneció donde estaba. El terreno se elevó para volver a bajar, revelando unos montículos más pequeños que no aparecían en el mapa. Bora los marcó en su plano, sin detenerse a explorarlos en ese momento. Llegados a cierto punto, tuvieron que cruzar la zanja para continuar, y fue como atravesar un umbral. La hora central de la mañana, en la que empezaba a sentirse el calor, se revistió de un nuevo ropaje, un nuevo rostro: el viento amainó, se instaló un silencio en el que primero enmudecieron los pájaros que rodeaban a los hombres y después, como las ondas al extenderse en un estanque, dejaron de cantar los que se encontraban cada vez más lejos, hasta que el bosque entero se quedó callado.

Herr Major —dijo Nagel, y nada más.

Una tormenta de moscas bramaba en silencio más adelante, donde se adivinaba un pequeño claro de luz verde. A pesar de lo imperturbable que creía ser, Bora sintió que le invadía la ansiedad, una especie de repugnancia supersticiosa ante la idea de seguir avanzando. «Pero iré, iré. Y, sea lo que sea, lo registraré con mi cámara. Podría ser cualquier cosa, desde una criatura que haya fallecido de muerte natural hasta un sacrificio animal realizado por el gilipollas del sacerdote, si es que se atreve a adentrarse tanto en el Yar». Como si no supiese lo que probablemente iba a encontrarse.

Por su parte, Nagel supo prever por completo lo que iba a pasar, porque se detuvo tras llamar la atención de Bora sobre las moscas. Bora siguió caminando.

Se dio cuenta de que era una cabeza humana putrefacta empalada en una estaca cuando todavía estaba a seis o siete pasos de distancia, lo suficientemente cerca como para ver que pertenecía al viejo Kalekin. Algo aterradoramente primitivo, como sacado de una Danza de la Muerte medieval: acercarse resultaría morboso. Bora lo hizo solo para buscar pruebas en torno al macabro trofeo.

Lo que había dicho Bruno Lattmann («¿cómo volveremos con nuestras familias después de esto?») seguía siendo cierto. Bora se tapó la nariz y la boca. Abrazar a su madre, acostarse con su mujer después de esto, ¡después de todo lo que había ocurrido durante los últimos cuatro años! «No es solo lo que hemos hecho ni lo que nos han hecho, sino lo que hemos visto hacer a otros, aquello de lo que no hemos podido apartar los ojos». Reprimió las náuseas, no sin esfuerzo. Se le vino a la boca una saliva amarga y tuvo que escupirla mientras fotografiaba los jirones de carne y los mechones de pelo que colgaban de los turbadores restos. «Para esto utilizaron el hacha cuya cubierta empapada vi en el refugio subterráneo». Se giró para no oler ni ver más y marcó con una X el lugar aproximado en el mapa. A Nagel, que se había acercado más y fruncía el ceño con fuerza, le dijo:

—Lleva aquí casi tres semanas. No tiene sentido llevárnosla ni obligar a las nueras a que vean esto.

Nagel, que nunca hablaba a no ser que fuese necesario, insinuó un movimiento de cabeza que no llegó a ser un asentimiento. Habían recorrido dos tercios del camino hasta los meandros del Udy, donde se habían perdido los niños. Varios falsos ríos y meandros ciegos convertidos en estanques con forma de hoz ceñían el límite del bosque por ese lado. A no más de cien pasos de distancia, el agua se filtraba y volvía a salir a la superficie en ciertos puntos, y más allá, aunque no mucho más lejos, el campo de minas ruso formaba un ancho cinturón, según las notas de Bora. El Ejército Rojo lo había colocado durante su retirada en marzo, así que era posible que las minas antipersona hubiesen hecho saltar por los aires a los niños, si no los habían matado antes.

Bora y Nagel, que seguían buscando rastros, se pararon al borde del campo minado, dejando a sus espaldas el terreno inclinado. Como todavía no podían fiarse de sus brújulas, desanduvieron el camino siguiendo los troncos marcados y los avellanos que crecían a lo largo de la zanja. En cuanto los instrumentos se pusieron de acuerdo sobre dónde estaba el Norte, se permitieron desviarse unos cien metros del camino por el que habían venido para cubrir terreno nuevo. La tensión los mantenía en un estado de alerta espasmódica, aunque ninguno de los dos dejaba traslucir más que la cautela propia de un soldado. Vieron abedules que ya habían florecido, hierba nueva, tocones recubiertos de maleza, musgo: ninguno delataba ni presencia ni contacto humanos. Pero alguien había matado y decapitado al viejo Kalekin; alguien había convertido su cráneo decapitado en una advertencia o un altar.

Bora avanzaba con expresión hosca y la boca cerrada. Aunque parecía atento a su alrededor, sus pensamientos vagaban de un sitio a otro. «Espero que el Mahdi embalsamase la cabeza de mi bisabuelo y que lo que su esposa reclamó y se llevó en su baulito victoriano fuese un pulcro fardo de huesos. ¿Por qué será que un miembro cortado, un fragmento ensangrentado es más pavoroso que un cadáver completo? Perder un miembro debe de ser doblemente espantoso, porque se entierra o se deja en el suelo para que se pudra una parte del hombre antes que al hombre». A su derecha, donde el irregular suelo del bosque le hizo sospechar la existencia de excavaciones parecidas a la que había investigado, solo que de un tamaño menor, se detuvo en busca de agujeros y pasajes. Un bosquecillo de dyeren en flor, no muy lejos de allí, se correspondía con el lugar en su mapa en el que había trazado a lápiz una marca y añadido, en el margen: «Aquí, según el sacerdote, encontraron a la chica con la garganta cortada hace un año. Era una refugiada sordomuda que vivía cerca de Schubino».

Por fin, al pie de un arbusto bajo, el sargento señaló heces humanas, un puñado cubierto de moscas y punteado de bayas y pequeñas plumas sin digerir, como si la dieta incluyese carne de ave cruda y pequeñas frutas engullidas enteras. Mientras las atizaba con un palo que había desprendido del arbusto, parecía excesivamente ensimismado.

—No dejo de pensar que podría ser un chiflado de los viejos tiempos, Herr Major.

Bora no asintió, pero tampoco dijo que no. «Moscas por todas partes —pensaba—. Molestan a los hombres y las monturas, como la plaga bíblica que son. Piel, alimentos, excrementos, heridas, basura: para ellas todo es lo mismo, todo es apetitoso. No sirve de nada espantarlas: son como un pensamiento nocivo que uno puede relegar pero no eliminar. Ni siquiera la limpieza las mantiene a raya, igual que la virtud no basta para mantener a raya los malos pensamientos. Ya veo por qué llaman a Satán el Señor de las Moscas. Esto es, y siempre fue, la guerra. Estamos, en el año del Señor de 1943, igual que nuestros homólogos en el año 1943 antes de nacer Cristo, en Sumeria o en Egipto: espantando moscas y matando piojos».

—¿Qué cree, Herr Major?

—Nada que valga la pena. Salgamos.

Habían retrocedido hasta volver a ver la sombría hilera de abetos (el viento, que aún barría el bosque, bramaba en esa dirección) y estaban franqueando una difícil escarpa cuando el sargento tropezó con una raíz y perdió el equilibrio.

—¿Todo bien, Nagel? —gritó Bora.

—Todo bien, señor. —Medio en cuclillas entre las hojas que había revuelto al tropezar y apoyarse, Nagel tanteó a su alrededor con la mano—. Espere. Me ha parecido ver algo, un zapato, un cinturón o algo.

Bora se acercó a su amigo. Permaneció en pie, echando un vistazo a los alrededores, mientras Nagel peinaba el lecho de hojas con un palo con varias puntas, hacia adelante y hacia atrás, hasta levantar por la tira deshilachada una pequeña sandalia rota, cosida a mano.

—Me temo que también mataron a los niños, Herr Major.

Salieron de Krasny Yar no lejos de donde habían entrado, en el límite de la granja comunal «Amistad entre los pueblos». El sol estaba alto y las ráfagas de una brisa rabiosa alternaban con la más absoluta calma. A Bora el paisaje ruinoso de cobertizos y graneros vacíos le pareció algo novedoso, como si hubieran pasado siglos desde que les había dado la espalda para internarse en el bosque. Habían transcurrido dos horas por su reloj, pero se preguntó si en ocasiones los relojes mienten.

Nagel caminó con aire despreocupado pero, como el soldado experimentado que era, con la pistola siempre preparada.

—¿Le pareció oler un fuego en el bosque, Herr Major? No cabe duda de que olía a humo en el bosque.

—Yo también lo percibí. Si Dios quiere, volveremos a entrar con el regimiento en cuanto recibamos todas las monturas.

Fueron a desatar sus caballos, Frohsinn y Totila, que pastaban dientes de león detrás del viejo caserío Kalekina. Mientras lo hacían, las granjeras escudriñaban ansiosamente a través de una grieta en la puerta. Nagel miró a Bora, preguntándose si pensaba decir algo de la sandalia y de la cabeza del viejo, pero Bora mantuvo la boca cerrada y miró hacia otro lado mientras se subía armónica e impecablemente a la silla.

«Jueves, 20 de mayo, 05:00 horas, Bespalovka. El mapa topográfico que tengo, de escala 1:25.000, no dice que en Krasny Yar haya un barranco, a pesar de su nombre. De eso ya me había dado cuenta. La leyenda sí indica la elevación moderada que hay en el bosque como una mogila, que nuestros cartógrafos traducen como “montículo”. Es la pequeña colina con el árbol derribado por el rayo encima y el escondite subterráneo debajo. No obstante, me pregunto si el término correcto en el mapa ruso no debería ser kurgan, y en el nuestro, “túmulo”. Es cierto que, según la información de la que dispongo, estas excavaciones antiguas son más típicas del sur de Ucrania, pero no son exclusivas de esa zona. En Stalingrado, un día después de que nuestra división llegase al centro de la ciudad, otros camaradas lucharon con uñas y dientes por tomar la Colina 102.0, que según los rusos era y es un gran túmulo, Mamayev Kurgan.

»¿Cambia esto en algo las cosas? Tal vez. El “hueco” junto al árbol caído del que hablaron los hombres de la 241.ª Compañía de Reconocimiento en realidad es artificial. Podría tratarse del acceso parcialmente derrumbado de una cámara interior (hace mucho tiempo que se produjo el derrumbe), tal vez ampliado por los que entraron a saquearla Dios sabe cuándo. Se necesitaría equipo para retirar las vigas y la tierra caída, y una linterna más potente que la que llevé para inspeccionar el revoltijo.

»Se rumorea que los túmulos de los antiguos pueblos de las estepas contienen objetos preciosos, sobre todo de oro. Podría ser esto lo que motivó la decisión de Majnó de establecer su mando en Krasny Yar. Cuando lo expulsaron en 1920, quizá se viese obligado a abandonar los bienes a los bolcheviques. No quiero salirme por la tangente, pero la presencia de objetos de valor (de cualquier tipo, incluidos documentos importantes) justificaría los viajes de Platonov y Khan al bosque, tanto juntos como por separado (y, en al menos una ocasión, con un extraño sin identificar). ¿Estarían sacando bienes? Ni Tarasov ni Larissa lo mencionaron, y está claro que alguien ha estado custodiando el Yar, disuadiendo a la gente de entrar en él desde entonces. Puede que Khan y Platonov discutieran por el destino y el uso que debía darse a dichos objetos de valor. La Revolución Bolchevique es rica en historias parecidas, ¡como por ejemplo la fábula de que el almirante Kolchak hundió o perdió las toneladas de lingotes de oro del zar Nicolás en un lago de Siberia!

»Pregunta (vuelvo a ella, pero con variaciones): sea lo que sea lo que atrajo a los generales a Krasny Yar, ¿llegarían a sacarlo de allí, por completo o en parte? ¿Tuvo que ver, y cómo, en la muerte de Khan? Según mi hipótesis, el asesino habría actuado en solitario, cuando en realidad la presencia del general de carros de combate como desertor en esta zona podría haber alarmado a todos los que conociesen la historia de Krasny Yar. ¡Ojalá hubiese dejado que Platonov me explicase lo que quería ofrecerme!

»En cuanto a la sandalia rota que encontró Nagel, podría haber pertenecido a una mujer o a un niño, y parece que lleva más de un par de meses allí. Sea como fuere, Nagel deduce de ella que alguien mató a los niños Kalekin en el Yar. Yo empiezo a formarme una idea muy distinta.

»Las piezas comienzan a encajar poco a poco, aunque puede que ande completamente desencaminado. Como solo soy un investigador autodidacta, tiendo a sacar conclusiones de pistas muy dispares, por intuición más que por lógica. El tío Terry me habría ahorrado un montón de quebraderos de cabeza si hubiese confiado en mí, si me hubiese dejado un mensaje y me hubiese dicho de quién tenía miedo a este lado del Donets.

»Me estoy preparando para salir de Bespalovka. Antes de volver a Merefa, haré una parada en Borovoye para recuperar mi vehículo, consultarle cierto asunto a Bruno Lattmann y ver si tiene más noticias para mí. Dependiendo de lo que me diga, después volveré a Járkov o a la oficina del Gebietskommissar Stark para que me proporcione la mantequilla que necesito para mi siguiente recado».

20 de mayo, 7:15 a. m., Borovoye

El éxito de Bruno Lattmann a la hora de hacerse con, entre otras cosas, el número de teléfono del nuevo puesto de Odilo Mantau (una tarea incómoda y poco glamurosa con el Sonderkommando 4a en el quinto pino, al sur de Járkov) fue una agradable sorpresa. Bora la aprovechó de inmediato y utilizó las instalaciones espartanas bien equipadas de su colega.

Muy pronto oyó el tono resentido de Mantau al otro lado del auricular.

—Sé que es usted, reconozco su voz. ¿Qué quiere, comandante?

—Solo pretendo ser útil.

—No me hace falta su ayuda.

—Mire: no he tenido nada que ver con su traslado. Ni aunque hubiese querido, habría podido influir en él.

—No me apetece hablar con usted. Además, ¿cómo ha conseguido dar conmigo aquí?

En la cabaña hacía un calor abrasador y Bora se sintió agradecido cuando Lattmann le pasó una cantimplora.

—Nos dedicamos a lo mismo. Y a ambos nos vendría bien tener una solución a la muerte de Khan. Écheme una mano y yo le echaré todo el brazo.

Un «váyase al infierno» entre dientes no desalentó a Bora, que se mantuvo al teléfono, contando en silencio los segundos que transcurrirían antes de que Mantau le pidiese detalles.

—Antes deme el brazo, Bora.

—No puedo, si no me da primero la mano… es algo psicológico. ¿Sigue ahí?

—Sigo aquí.

—Necesito saber si estaba presente cuando le tomaron la tensión a Khan después de su berrinche, la noche anterior a su muerte. Lo estaba, bien. ¿Vinieron del puesto de primeros auxilios de Sumskaya? ¿Sí? Extraño; en Sumskaya lo niegan. Bueno, Hauptsturmführer, no sé si aceptarán su sugerencia de dejar que les follen; el caso es que lo niegan. Usted sospechó que los soviéticos habían enviado a una babushka, pero ¿y si hubiesen enviado a otra persona? Parece que alguien está jugando con nuestros sanitarios: yo perdí a uno por la muerte de un prisionero y puede que a usted le enviasen a uno que no había pedido. Estoy buscando al mío. Tal vez usted debería buscar al suyo. ¿Tiene su nombre?

—Aquí, no. Tampoco me llevé los pases de prisión y el resto de documentos cuando me fui de Járkov.

—Yo, en su lugar, haría lo posible por averiguar al menos el nombre de aquel hombre.

Más palabras entre dientes, seguidas de: «póngase en contacto conmigo el sábado. Puede que tenga la información».

Bora colgó del auricular.

—Ese imbécil —le dijo a Lattmann—. Tiene más neuronas en las uñas limadas que en la cabeza. ¿Cómo nombrarían oficial a alguien tan estúpido?

Su amigo, que para variar lo había escuchado comiendo, le ofreció a Bora un puñado de pipas de girasol, que este rechazó. Antes de contestar, cruzó el reducido espacio de suelo de la cabaña para encender la radio. Tras sintonizar una cadena de música para tener más privacidad, dijo, en tono desdeñoso:

—Para lo que hace ese bobo en su puesto actual, lo único que hace falta es no tener escrúpulos.

—Bueno, como estoy seguro de que controlan estas llamadas, Mantau no va a quedar precisamente como el más avispado, ni siquiera ante su jefe, Theodor Christensen. —Bora destapó la cantimplora y bebió con avidez. La vieja canción proveniente de la radio gorjeaba: «Solo ocurre una vez, no volverá a pasar…»—. Hablando de escrúpulos y de la falta de ellos —añadió—, por si sientes curiosidad por el contable que tenía una cita con el pelotón de fusilamiento, se me adelantó al morirse primero. Llegué justo cuando la madre del sacerdote del pueblo lo estaba preparando para el entierro.

—Bien. Te ahorró una decisión difícil.

—Pero comprenderás que alguna lección tenía que darle al pueblo, así que ordené que prendieran fuego a su casa. Y luego me enteré de que esa bruja le había robado una maleta al muerto como recompensa por su deber cristiano, así que la requisé. Dentro no había nada de interés, solo libros de contabilidad de los días que Tarasov pasó en la fábrica de cámaras FED y la Fábrica n.º 183 de Járkov: comisario político y contable hasta la sepultura. Dime, Bruno, ¿dónde puedo encontrar gallinas por los alrededores? Necesito una docena de pollos para mi asistente ruso.

Lattmann se echó a reír y se atragantó con las pipas de girasol.

—¿Qué pasa? ¿Piensas montar una granja en Merefa?

—Podría contestarte que tenemos que hacer como si fuésemos a estar aquí para siempre, pero lo cierto es que solo quiero hacerle un favor al pobre hombre. Los de la Leibstandarte mataron a tiros a su último averío.

Esta afirmación ensombreció considerablemente al colega de Bora. La radio repetía: «Solo ocurre una vez, no volverá a pasar…». Cogió la cantimplora que le tendía Bora y tragó las pipas con el agua tibia.

—Gallinas muertas, un tiro de francotirador en tu parabrisas: Martin, nos estamos rebajando a métodos propios de auténticos gánsteres. ¿Crees que es buena idea contar al doctor Mayr la información de la que dispones? Después de todo, lo que he conseguido averiguar sobre él y sobre el cirujano de las SS en Sumskaya son sólo indicios fragmentados; aunque es lo más que he podido hacer.

—Me pasaré por el hospital en cuanto me convenga y al diablo con lo demás. No pueden hacer nada peor que dispararme un tiro al azar.

—¿No?

—Ahora mismo, no.

«No volverá a pasar, es demasiado bueno para ser verdad», cantaba Lilian Harvey. Lattmann apagó la radio.

—Espero no tener que decirle a Benedikta que esas fueron tus últimas palabras. ¿Cómo te fue con Larissa?

—Es una mujer formidable, no me sorprendería que le hubiese echado mal de ojo a mi inconstante padre para que muriese.

20 de mayo, 11:49 a. m. Kombinat de Merefa

—Es broma, ¿no? —El Geko Stark habló recostado en su asiento, con los brazos sobre los reposabrazos y las gafas sobre la frente lisa—. ¿Es para dar una fiesta o para alguna amiguita suya?

—Simplemente la necesito, señor.

—¿Un kilo de mantequilla?

—Sí, Herr Gebietskommissar. Estoy dispuesto a entregarle todas estas cartillas de racionamiento a cambio y a pagarle en divisa de ocupación o en Reichsmarks.

—Así que va en serio, ¿eh? —Detrás de Stark, el mapa de pared del Reichskommissariat Ukraine, que muy oportunamente no estaba protegido por un cristal, mostraba los últimos cambios. Habían pintado la línea de puntos que indicaba la anexión de la región de Járkov con acuarela de un naranja claro y marcado la ubicación del Kombinat con una banderita de papel.

—Vaya, ¡así que se trata de una mujer! —añadió, frunciendo el ceño en broma—. Creí que era de esos hombres casados que respetan la abstinencia in venere cuando están fuera de casa. ¿Ve? ¡Yo también sé algo de latín! ¿Qué va a decir el Standartenführer Schallenberg?

—Ni él ni mi mujer tendrían nada que decir al respecto.

—No va ser fácil… es una cantidad desorbitada. Tenemos reglas. —Stark tamborileó con los dedos sobre el reposabrazos y frunció los labios—. Debe de ser una mujer muy especial. Pero nada de ruskis. No está permitido dar alimentos de primera categoría a los ruskis.

Bora se guardó las cartillas de racionamiento.

—No importa, Herr Gebietskommissar. Ya me las apañaré de alguna otra forma.

—En este distrito no hay ninguna otra forma. Así que, además, es rusa. Fascinante. Fascinante. —Del piso superior, donde las oficinas se iban llenando una a una, les llegó el tecleo y el repiqueteo frenético de los timbres de los carros, un duelo entre máquinas de escribir—. Supongo que podría hacerse una excepción, ya que me va a quitar el karabaj de las manos y lo va a salvar de la olla de estofado. —Sacó un papel con membrete y le quitó el capuchón a la pluma.

Bora volvió a albergar esperanzas.

—Es mayor que mi madre, si tanta curiosidad tiene.

Stark empezó a escribir con una sonrisa de suficiencia en los labios.

—¿Y tiene diez chiquillos a los que alimentar?

—Engulle la mantequilla como si fuera agua.

Una pausa en la escritura y Stark dejó escapar una estruendosa carcajada. El comisionado se giró en su silla con ruedas sin dejar de reírse de espaldas al escritorio y al ofendido visitante. Tuvo que limpiar la plumilla y volver a empezar en un folio en blanco para poder continuar.

—¡Ustedes, los jinetes, son la monda! La próxima vez que tenga noticias del Standartenführer Schallenberg no olvide mencionar mi generosidad: tiene el oído de Bormann. Sus cartillas de racionamiento se quedan aquí, junto con mil karbovanets. Y le retiraré la asignación de combustible durante un mes. Deme también esas cartillas de racionamiento.

Era un precio exorbitante, pero Bora obedeció. «Gracias a Dios, tengo la autorización especial para recibir combustible adicional firmada por Bentivegni».

—Tenga en cuenta que no puede recoger todo un kilo en un solo lugar. Mi poder no se extiende desde los economatos militares hasta los mandos de división, que es donde cabría la posibilidad remota de que pueda encontrar esa cantidad. En sus manos está dar con la forma de conseguirla.

Tras dos paradas decepcionantes en sendos economatos militares de Járkov, Bora probó suerte con el intendente de la 161.ª División, donde, después de una larga negociación, obtuvo la mantequilla. Además, tras negarse a desprenderse de sus gafas de sol Ray-Ban, tuvo que intercambiar su elegante encendedor de fabricación británica para obtener medio kilo de azúcar blanca refinada.

3:00 p. m., Pomorki

Desde su última visita, los granados habían empezado a florecer en el jardín descuidado de Larissa. Los capullos escarlata eran inconfundibles en medio del verdor de esmalte de sus relucientes hojas. Los árboles y el fruto de los muertos, según la mitología, a pesar de su alegre color. Bora respondió al saludo de Nyusha («otra viuda joven… ¿es que solo voy a conocer viudas en este país?»), le entregó la caja de comida que había traído y le pidió que se la llevase inmediatamente a Larissa Vassilievna. Ya había conseguido quitarse de la cabeza que había pagado por ella en karbovanets el equivalente en divisa alemana al salario mensual de un obrero.

A la habitación que había más allá del salón, donde lo recibió esta vez, poco le faltaba para ser un relicario; una caja reluciente, tres de cuyas paredes estaban recubiertas de iconos de colores vivos, sobredorados, revestidos de metales en tono cobre o plateado, tachonados de joyas: un rincón de iconos (un «rincón hermoso», como lo llamaban los rusos) llevado al extremo del ridículo. Bora había visto capillas ortodoxas con menos de la mitad de los iconos que Larissa tenía en su dormitorio.

Reclinada en una tumbona de mimbre, vertió azúcar generosamente sobre la tarrina de cartón de mantequilla.

—Ha cumplido su palabra —dijo. El chaleco sin mangas que llevaba no hacía justicia a la piel de la parte superior de los brazos y el cuello. Bora no la miro, sino que dejó que sus ojos vagasen por el carrusel bíblico que rodeaba a su voluminosa persona. Nuestra Señora de Kazan, Nuestra Señora de Oseryan, Nuestra Señora de Vladímir… Bora reconoció todas estas. Los tres ángeles visitando a Abraham, la dormición de la Virgen, todos los santos-soldado de la Iglesia oriental: Jorge, Dimitri, Adriano… y así, hasta llegar al arcángel san Miguel. Con la lámpara eléctrica encendida, o a la luz de las velas, el sobredorado y plateado de sus revestimientos despedía reflejos si alguien se inclinaba hacia adelante y hacia atrás, como una tormenta eléctrica silenciosa.

En la cuarta pared, sobre la cama, varios retratos al óleo y fotografías de su padre formaban un altar en toda regla. Aunque se había imaginado algo por el estilo, se quedó desconcertado. Ni siquiera en Trakhenen, donde sus padres habían convertido la casa en un monumento al difunto Friedrich von Bora, podía verse tal proliferación de retratos. La barba recortada, los ojos oscuros y pensativos que algunos Bora habían heredado de la línea Salm-Nogendorf (supuestamente, lo que había fascinado a su madre a sus diecisiete años, junto con la fama mundial del director de orquesta) le devolvieron la mirada con la misma indolencia elegante que podían haber mostrado al observar a sus admiradoras de Moscú en los palcos de lujo que costaban quince rublos de los antiguos, o a los celosos camareros del afamado restaurante Strelnia.

Larissa introdujo una cuchara en la mezcla mantecosa, separando terrones de color marfil que se fue metiendo en la boca y tragando de una pieza. Resultaba imposible ignorar el voraz movimiento de los labios, a medio camino entre aspirar y mascar. De pie en el borde de un gastado kilim, Bora miró hacia donde estaba Larissa, pero pronto tuvo que apartar los ojos. «Bueno, Friedrich —se dijo—, gracias a Dios que hace mucho que estás muerto y no puedes ver nada de esto. ¿Esa vieja vaca, una antigua seductora? Mi padre la besó, se acostó con ella durante siete años. Como los héroes de Homero, era su esclavo. De haber tenido un hijo con ella, le habría puesto el mismo nombre que me puso a mí». Estar presente lo avergonzaba, pero Larissa no le había pedido que se marchase mientras comía, y había venido con trabajo que hacer. «Por favor, que se harte ya; me asquea pensar en lo que fue y lo que es». Bora se olvidó de su robusto y decoroso abuelo, de su abuela, con su sobria elegancia, y de su enérgico padrastro. «Si la vejez es así, no quiero envejecer».

Cuando volvió a mirar, la cuchara había abierto un hoyo en la mantequilla. Con la boca llena, la anciana observó el cristal de su mesita de té con la mirada fija e irreflexiva de un rumiante que saborea su pienso. La grasa le delineaba los labios y se había tornado rosa al mezclarse con la capa de carmín que se había puesto apresuradamente al llegar Bora. Solo cuando se sintió satisfecha con el tentempié, se enjugó el mentón con una servilleta arrugada. Aparte de que seguía teniendo los dientes pegajosos de grasa cuando sonrió y le invitó a sentarse frente a ella, había conseguido recobrar una apariencia soportable, e incluso coqueta.

Bora vio que solo quedaban disponibles una otomana o la cama de ella, así que prefirió quedarse de pie.

Gospozha, necesito el resto de la información por la que vine. Como verá, se lo digo honestamente.

Sin contestarle, Larissa se comió con los ojos la mantequilla. Por fortuna, no volvió a estirar el brazo en dirección a esta. Bora estuvo a punto de perder la paciencia cuando empezó a menear un dedo frente a él, recordando.

—La voz de Felia Litvinne en el cuerpo de Ganna Walska. Talento y, además, belleza. ¿Sabe quién dijo eso de mí?

—No, Larissa Vassilievna; no lo sé.

Khan Tibyetskji. Fue el año después de perder a Frunzik, al que vi por última vez durante la primavera del 24. Cuando perdí a Frunzik, quise morir. Cuando su padre me abandonó, fue aún peor: entonces no solo quise morir, sino que quise morir para el mundo y seguir viviendo convertida en monja. Y lo habría hecho si no me hubiesen distraído la guerra y la Revolución. Khan venía a visitarme a sugerencia de Frunzik y siguió haciéndolo incluso después de la muerte de su mentor. Lo pasábamos bien y, aunque éramos solo amigos, disfrutaba de cada minuto que pasaba con él. Hasta aguantaba a Gleb «el Antagónico» Platonov.

Bora no pudo evitar sentirse impresionado. Sus malos hábitos alimentarios aparte, recordaba exactamente dónde habían dejado la conversación. Hablaba de 1926, cinco años después de la guerra civil ucraniana. Tuvo que escuchar más detalles accesorios sobre los vigorosos comandantes de la guerrilla que fueron incorporándose poco a poco al sistema político soviético y haciendo carrera. Khan estaba siempre en movimiento cuando se encontraba en el área de Járkov, mientras que Platonov se concentraba en su trabajo en la oficina… Taras Tarasov le había insinuado lo mismo.

Bora también continuó con la pregunta que había dejado sin respuesta la primera vez.

—¿Y alguno de los dos trajo a alguien más o viajaba con otra persona, Larissa Vassilievna?

Se humedeció el índice con la lengua. Mientras recogía los granos de azúcar que habían caído sobre la superficie de la mesita de té, cruzó los tobillos hinchados y estiró los dedos de los pies.

—Si daba una velada en la que cantaba o tocaba el violín, Khan traía a los ingenieros, hombres de negocios y capitalistas de Europa y América. Jamás vi a nadie tan capaz de hacer amigos. Era generoso, traía regalos. Bebíamos hasta que los hombres caían bajo la mesa. No puedo ni describir lo encantador que se volvía Khan entonces. Las historias que contaba, las anécdotas, las bromas… hablaba demasiado. Sus invitados lo escuchaban. No me sorprendería que algunos se fueran derechos a Platonov y avivasen el fuego de su pelea de gallos. En realidad fue Platonov el que un año volvió con algunos de ellos… y sin Khan.

—¿Quiénes eran esos hombres? ¿Lo sabe?

Habló con el dedo en la boca, mirándolo fijamente. Había sido una belleza morena con unos relucientes ojos azul claro que ahora contrastaban con la gordura y el deterioro de su rostro. Se le vino a la mente Madame Blavatsky, con su mirada magnética, como de rana.

—Oportunistas extranjeros, todos ellos. No venían por la música, sino por el caviar y la bebida. Y por el koulibiak de salmón, que Khan hacía que trajese un correo militar a caballo desde Tschugujev. Hombres que representaban… todo lo imaginable: compradores interesados en la fábrica de cámaras FED, gerentes de la Oficina Económica que ustedes llamaban Wirtschaftskontor, de la Sociedad de Transportes ruso-germana, de empresas mineras americanas… No recuerdo sus nombres; no eran nombres de los buenos, nombres rusos. Y con Platonov el Sombrío, Platonov el Honesto, el Antagónico, ni siquiera había bebida; ni mucho menos koulibiak ni caviar. Veo que está casado, Martyn Friderikovitch. ¿Es un marido fiel?

—Sí.

—Si no lo es, no se lo diga.

—Pero lo soy, Gospozha.

Ya fuese porque no lo creía o porque prefería hacer caso omiso de su lealtad, Larissa se encogió de hombros.

—Algunas cosas solo se cuentan a las amantes, ¿sabe? En fin. Después, cuando Ucrania dejó de ser independiente, llegaron los tiempos del hambre. Kiev sustituyó a Járkov como capital y colectivizaron las granjas. Se acabó el pastel de salmón. No había mantequilla, azúcar ni pan. La gente moría en plena calle, Martyn Friderikovitch. Y dejaron de venir los visitantes. Se acabó.

—Es un detalle secundario, Larissa Vassilievna, pero, que usted sepa, ¿tiene la expresión Narodnaya Slava algún significado relacionado con Khan o con Platonov?

—No. Por aquellos días había demasiados eslóganes y consignas como para recordarlos todos.

—¿Alguna vez le mencionaron Khan o Platonov en qué consistían los «fondos para la Revolución» que le quitaron a Majnó y lo que motivó la acusación de «ladrón de ladrones»?

Negó con la cabeza.

—Los hombres prefieren a las mujeres que no hacen preguntas. Y lo mismo puede decirse de las mujeres, ¿sabe?

«Como si me importara ganarme su aprecio».

—Siento tener que hacerle tantas preguntas, Gospozha.

Nyusha había volcado el azúcar en un azucarero de porcelana con forma de concha.

—Antes de contestar a nada más —dijo Larissa, mientras metía el índice en el cuenco—, le pondré un ejemplo de las cosas que solo se dicen a las amantes. A finales de la década de 1870, cuando su padre era cadete en Dresde y alumno de Friedrich Wieck, ocurrió algo que le cambió la vida.

Bora lo sabía. El padre de Clara Schumann, entusiasmado con el talento del joven, lo alabó ante el gran Von Bülow, que poco después, siendo Hofkapellmeister en Meiningen, habló con Johannes Brahms.

—Sí, Gospozha. Pero mi madre sabe todo eso.

—Espere. Brahms conoció a su padre y quedó impresionado. Recordó que un año antes, mientras dirigía Un réquiem alemán con motivo del décimo aniversario de la victoria en la guerra contra los franceses, su abuelo, que tenía rango de general, estaba presente. Quedó tan conmovido que le preguntó a Brahms cómo podía agradecerle un homenaje tan precioso a los veteranos.

—Fue una actuación célebre, Larissa Vassilievna.

Ella lo silenció.

—Brahms podía ser muy ingenioso en ocasiones. Contestó: «¿Puedo pedirle cualquier cosa?». Y su abuelo le respondió: «Cualquier cosa». Así que en 1882 Brahms le recordó su promesa y le pidió que liberase a su joven hijo de una carrera en el ejército y le permitiese seguir sus dotes musicales. «Puede que Alemania tenga en su hijo a otro valiente oficial, pero el mundo entero perdería un músico irrepetible». ¿A que nunca había escuchado esa historia?

Bora la conocía (había sido un escándalo en la sociedad de Leipzig, hasta que culminó en una fama y riqueza sin precedentes), pero tuvo la cortesía de decir que no. Sus ojos se posaron sobre un pequeño icono de «María, la que ablanda los corazones duros», revestido de una riza sobredorada que solo dejaba entrever el rostro y las manos a través de unas ventanitas abiertas en el metal grabado. «El padre de Larissa podía haberse deshecho de estos chismes religiosos antes de suicidarse en Marienbad», razonó. Hasta sus abuelos habían hecho sacrificios a expensas de su enorme colección durante la gran crisis económica para mantener a flote la editorial familiar a pesar de los malos tiempos: más que nada, para no tener que despedir a trabajadores en unos momentos en que el número de desempleados ascendía a seis millones en Alemania. Pero al viejo Malinovsky no le habrían dado gran cosa por estos chillones iconos y, además, puede que fuese igual de excesivo que su hija (schirokaya natura, superabundancia de espíritu), incluso en su apego a los bienes materiales.

Larissa se recreó.

—¿Lo ve? Sé cosas de su padre que su madre ignora. Fue a mí, no a ella, a la que escribió desde América para decirme que se estaba muriendo. Se lo ocultó a La Pequeña, y su última carta fue para mí.

Solo era verdad a medias. Bora bajó la vista del icono. So pretexto de una gira por ultramar, el maestro le había ocultado su enfermedad terminal a Nina, pero la nota que había dejado en su lecho de muerte iba dirigida al Oberst Edwin Sickingen, para encomendarle a su esposa e hijo. No es que el coronel necesitara que lo animasen a luchar por su primer amor, pero por entonces estaba casado con Donna Maria Ascanio. E incluso después de que pidiese la nulidad, la viuda Nina lo había hecho esperar dos años más antes de acceder a casarse con él.

Con una energía inesperada, Larissa bajó las piernas de la tumbona y palpó el suelo con los pies regordetes hasta introducirlos en un par de zapatillas bordadas.

—Écheme una mano para poder levantarme, vamos al salón. Antes de volver a tocar temas aburridos, tenemos que hacer música. Usted al piano y yo, al violín. Sabe tocar la música de su padre, pero ¿toca a Mozart? ¿Toca a Schumann?

—Yo diría que sí, Gospozha.

Lo guio hasta la otra habitación. Mientras abría la funda del violín, se giró a medias hacia él.

Narodnaya Slava… me preguntó qué significaba. Es una expresión, como se suele decir, una frase hecha. Pero para los que vivíamos en Járkov en aquella época era un cine cerca de la avenida Voennaya, junto al Mercado de Caballos. Si quiere decir alguna otra cosa, no estoy familiarizada con ese significado. ¿Dónde la oyó?

—Eso no importa, Larissa Vassilievna. Esperaba que tuviese un significado más profundo.

«20 de mayo, 19:20 horas, en Merefa. Fue una bendición. No habría podido soportar que tocase mal. Pero es una violinista consumada. Tocamos una Kinderszene de Schumann y una fantasía de El cazador maldito de César Franck, que mi padre había transcrito para piano y violín (leí directamente de su manuscrito). La tercera obra fue el encantador conjunto de variaciones de Mozart sobre Hélas, j’ai perdu mon amant, de Antonio Albanese. Larissa lloró mientras la interpretaba: es una pieza conmovedora y nostálgica; no hace falta haber perdido a alguien ni encontrarse lejos de la persona a la que se ama para sentirlo. Aunque físicamente deteriorada, hubo un momento en que la vi como debió de ser por aquel entonces. No sé cómo, pero los kilos y la piel flácida desaparecieron e hizo que me se me acelerase el corazón de la emoción. Por un momento entendí a Friedrich von Bora cuando la amó.

»“Fuimos dioses” es el controvertido capítulo de su biografía en el que describe su relación con él. Si cantaba igual de bien que toca, y si él dirigía todo lo bien que sabemos que lo hacía, el hubris de sus palabras resulta más fácil de perdonar. Al igual que la descripción subida de tono de su mutua pasión, que tanto me turbó a los diecisiete años, cuando lo leí por primera vez, a escondidas. Una conocida de la familia, R. v. Ch., soltera, hermosa y con mala reputación, me lo prestó de su biblioteca privada, porque, por supuesto, no teníamos un ejemplar en casa. ¿Qué es lo que escribió Dante sobre los amantes seducidos por la historia de Tristán e Isolda? Como el precoz chico de uno ochenta que era, me jacté de mi descaro y me declaré a la dama junto a la estantería, que era la intención que R. v. Ch. tenía desde el principio. Breve pero intenso, y sin duda más entretenido para mí que para ella. Por suerte, seguía disponible seis años después, porque entonces le llegó el turno a Peter, y mis padres (primero el general y después Nina) me hicieron comprender que, como hermano mayor, tenía que pensar en ello. Así que lo llevé conmigo con un ramo de rosas y lo dejé allí con cualquier excusa. ¡Gracias a Dios que ella tenía sentido del humor!

»En fin, en cuanto Larissa y yo terminamos de tocar, el breve encanto se desvaneció por completo. Me alegré de poder marcharme de su casa. No creo que vuelva. Se mantuvo firme en su decisión de no darme ninguno de los objetos que pertenecieron a Friedrich y que se las ha apañado para conservar durante estos treinta y dos terribles años. Ni su varita de director (la de ébano que Brahms mandó hacer para Gaspare Spontini y que se aseguró que recibiese su alumno después), ni sus partituras ni la fotografía en la que se los ve juntos en Tsárkoye Seló… Pero también es cierto lo que dije de que no quería ninguna de esas cosas. Friedrich von Bora es una leyenda musical para mí, como para todo el mundo. En realidad, mi padre es el Generaloberst Edwin Sickingen, sólido como una roca. Me convirtió en lo que soy y le estoy agradecido.

»Al fin y al cabo, me separé de La Malinovskaya con las siguientes observaciones (que he integrado en el testimonio de Tarasov):

»1. En 1920, Khan y Platonov conquistaron Krasny Yar y durante un mes establecieron un mando provisional allí (recordemos el cajón de madera de la Gran Guerra que vi en el escondite). También se apoderaron de lo que había dejado Majnó, que pensaban destinar a “fondos para la Revolución”, y empezaron a discutir por este asunto. Por lo que sé hasta el momento, podría tratarse de cualquier cosa, desde letras de cambio hasta joyas o lingotes de oro: dinero en efectivo no, porque habría perdido su valor. También podrían ser documentos, si tienen valor en el mercado.

»2. A partir de 1926, cuando sus respectivos deberes revolucionarios se relajaron y la NEP de Lenin abrió Rusia a las inversiones extranjeras, los dos camaradas (que, aparentemente, se habían reconciliado) volvieron a Járkov; a través de su amistad con el gallardo Mijaíl Frunze, empezaron a frecuentar la casa que Larissa tenía en la ciudad. Oficialmente, tenían misiones en Járkov o sus alrededores. Según Tarasov, Khan visitaba el Yar, posiblemente porque los bienes seguían escondidos allí. Lo que es seguro es que Khan gastaba a manos llenas y Platonov se lo echó en cara. Su nuevo desacuerdo fue más allá de meras discrepancias en cuanto a su estilo de vida (recordemos la acusación de que era un “ladrón de ladrones”), así que es posible que Khan echase mano de dichos fondos.

»3. En el sube y baja de su relación, los dos oficiales parecían estar atados por una imposibilidad mutua de romper el vínculo: Khan, tal vez porque fuese víctima de un chantaje, y Platonov, por sus ambiciones de hacer carrera, que Khan le ayudaba a cumplir.

»4. Poco antes de la Hambruna, cuando las aguas empezaban a ponerse peligrosas en Ucrania, que ya no era independiente, Khan fue el primero en dejar de visitar a Larissa. Platonov fue solo alguna vez, según Larissa con “extranjeros” y oportunistas. Al menos uno de ellos podría ser el hombre que lo acompañó a Krasny Yar. ¿Quién sería? ¿Uno de los ingenieros, gestores y técnicos occidentales (americanos incluidos) que, en palabras de Tarasov, “vinieron a arramblar con los recursos naturales rusos, como los minerales de Krivoy Rog y el carbón de Lugansk”? No sé si esto cambia nada, pero Tarasov dijo nyesnakometz (extraño), que no es igual a inostranyetz (extranjero), el término que utilizó Larissa. Un extraño no tendría por qué ser de fuera de Rusia necesariamente. En todo caso, ¿tendrá este hombre algo que ver con todo esto? ¿Daría nuestro honesto Platonov su brazo a torcer e intentaría favorecer sus ambiciones comprando a un inversor extranjero? Me parece poco probable, no veo cómo. ¿O tendría pensado castigar a Khan, el “ladrón de ladrones”, haciendo que le resultase imposible seguir utilizando los fondos? Pero ¿cómo? Hasta he pensado que puede que solo interesase amedrentar a su colega con la existencia de un visitante para que Khan tuviese miedo de volver a por los bienes.

»5. Los juicios de la Purga comenzaron en 1936. De repente, se acabaron los jueguecitos. Los dos camaradas, atados de pies y manos el uno al otro, se vieron arrastrados a una vorágine que mataría a más de un millón de rusos. Los juicios ejemplares se sucedían sin cesar. Por fin, Khan vio su oportunidad de liberarse, y bien directa, bien indirectamente, provocó la caída de Platonov. El resto es historia: cuando rehabilitaron a Platonov, quebrado en cuerpo si no en alma, Khan lo había sobrepasado en gloria y fama y se había convertido en la estrella que era cuando lo vi saliendo del T-34 que tanto entusiasmó a mi colega Scherer.

»Preguntas: ¿estarán conectados los asesinatos de Krasny Yar con los acontecimientos que acabo de enumerar? ¿Qué objetos de valor (si es que hay alguno), qué secretos permanecen ocultos allí? Si hay uno o más guardianes (y utilizo este término a falta de una palabra mejor) en el bosque, su alcance y habilidad deben de ser limitados, ya que algunos de los que se aventuran en el Yar lo hacen sin ser molestados: el sacerdote, los hombres de la 241.ª, Nagel y yo mismo…

»Nunca he llegado a convencerme de que la muerte de Khan fuese una vendetta del NKVD ni de los ucranianos: simplemente se están aprovechando de un hecho consumado. Pero entonces, ¿quién anda detrás de su asesinato? Solo se informó de la presencia de Khan en Járkov a la RSHA y a la Abwehr. El coronel Bentivegni, Mueller de la Gestapo… ¿sabrán de qué va el asunto pero prefieren mantener la boca cerrada? Puede que Mantau y yo no seamos más que peones en una partida mucho más importante.

»Si el viejo Platonov siguiese vivo, ahora mismo colgaría por la ventana a su bonita hija de los tobillos para hacerlo hablar.

»Nota sin relación: ¡Hurra! Las monturas para el regimiento llegarán mañana. Lippe y Nagel ya están en la estación de ferrocarril de Smijeff-Gottendorf para supervisar la operación y me reuniré con ellos el sábado como muy tarde para inspeccionar con mis propios ojos la calidad de los caballos.

»Otra nota: a Kostya poco le falta para besar el suelo que piso por la docena de pollos que le traje de Borovoye (fue interesante volver a Merefa en coche con los pollos piando dentro de una cesta en el asiento delantero). Le dije que se ahorrase los agradecimientos y que mejor me consiguiese una ducha que funcione».