Capítulo 7

Viernes, 14 de mayo, antiguo centro especial de detención de la Abwehr en Járkov

Cuando dieron las doce y media de la noche, Bora ya se había quedado dormido. Lo que lo despertó fue el chasquido de la puerta principal al abrirse, cuatro plantas más abajo. Oído a pesar de la distancia, no imaginado, lo desveló por completo, haciéndole pasar de un descanso profundo y sin sueños a un estado de alerta y lucidez. La oscuridad era absoluta dentro del edificio. En el exterior, un relámpago difuso dibujó brevemente el rectángulo de la reja de la ventana sobre la parte superior de la pared, contra un cielo nocturno en el que las nubes se deslizaban frente a las estrellas. En el lado opuesto de la habitación Bora percibió, gris sobre negro, el borde torcido de la puerta desvencijada, abierta ante el pasillo.

Alargó el brazo izquierdo, buscando a tientas la pistolera que estaba en el suelo junto a la cama; la levantó silenciosamente y abrió el cierre. El peso del acero le endureció la muñeca cuando se pasó el arma a la mano derecha. Con un único movimiento, sus dedos se amoldaron a la culata y quitaron el seguro. Tenso, enumeró mentalmente todo lo que necesitaba para estar preparado ante cualquier eventualidad sin entregarse a fantasías peligrosas. El edificio entero estaba vacío, eso lo sabía. El bloque al que pertenecía, que había resultado dañado durante la batalla de la primavera, había sido evacuado y la autoridad alemana se lo había apropiado para usarlo en el futuro.

Procedente del piso de abajo, le llegó otro sonido distante, coherente con el anterior: el chasquido del cerrojo de una puerta al cerrarse automáticamente. Bora se incorporó. Hay una diferencia entre el ruido que hace alguien al salir y cerrar la puerta tras de sí y el sonido discreto del mecanismo cuando alguien lo empuja suavemente para cerrarlo desde el interior. El ruido era del segundo tipo. Si la ventana iluminada por el rayo hubiese sido una boca jadeante por el suspense, no podría haberse correspondido mejor con su estado de ánimo. El trueno era como los truenos de los sueños. Bora repasó mentalmente la distribución de la entrada, que tan bien conocía, para establecer y anticiparse a los movimientos que tendría que hacer alguien para alcanzar esta planta.

Su sentido de la dignidad del soldado en ocasiones podía resultar poco práctico. «No pienso permitir que me disparen en ropa interior —pensó, y en un gesto absurdo tanteó a su alrededor en busca de sus pantalones—. El tiempo que tarde en subir hasta este piso procurando que nadie lo oiga es el tiempo que necesito para abotonármelos y ponerme los tirantes».

Había conseguido vestir la mitad inferior de su cuerpo y recuperado la pistola cuando se encendió la luz del pasillo de la tercera planta. Descalzo, Bora se puso en pie de inmediato, demasiado tenso como para notar la esquirla de cristal que había pisado, un resto del recargado cáliz de Khan. Abajo, unos pasos se desplazaban por el piso, describiendo el avance de alguien que camina de habitación en habitación y mira en su interior, en busca de algo. Un solo hombre que calzaba botas. Bora alcanzó el umbral y se paró a escuchar. «Yo hacía el mismo ruido cuando me acercaba a la puerta de Platonov… a la que se dirige es a la puerta de Platonov. Es como si mi propio fantasma vagase por el piso de abajo».

Tras haber completado aparentemente su búsqueda en la planta inferior, el hombre que calzaba botas retomó su ascenso. Con paso firme, recorrió los escalones que llevaban a este nivel, con el sonido seco y discreto de unas pisadas cautelosas pero seguras. Bora contó. Cada tramo de escaleras tenía ocho escalones y había dos tramos por planta.

«Alguien con un sueño más pesado que el mío no habría notado ni el resplandor en el piso de abajo ni el ruido que hace al subir. Será mejor no revelar que estoy aquí. Está registrando el edificio, pero no necesariamente sabe que hay alguien dentro». Bora se inclinó hacia adelante y sacó el cuerpo de la habitación de Khan apuntando el final de la escalera con la P38, dispuesto a abrir fuego.

—Comandante, Bora, ¿está aquí arriba?

El cañón de la pistola de Bora se elevó cuando soltó el gatillo.

—¡Doctor Bernoulli! ¡Por el amor de Dios, poco me ha faltado para dispararle!

Bernoulli encontró y encendió la luz del pasillo de la cuarta planta.

—Me parece increíble que no cerrase con llave la puerta de la calle, comandante. Es una imprudencia enorme.

—Creí… habría jurado que la había cerrado con llave. Pero ¿cómo ha podido…?

—¿Cómo? Me alojo aquí. Este edificio ahora se utiliza como alojamiento temporal, ¿no se lo habían dicho? De lo contrario, no habría encontrado electricidad ni agua corriente. En la segunda planta todas las habitaciones están amuebladas… Diría que estaría más cómodo en una de ellas. —Aunque mantuvo un tono cortés, el juez pareció bastante divertido al ver la confusión de Bora—. Ni tampoco es todo lo misterioso que cree. Pasé en coche junto a usted cuando estaba entrando desde la calle esta misma tarde. Usted no me vio y no me apeteció darme a conocer. Hasta hace pocos minutos, estuve cenando con unos colegas. Cuando volví y me encontré el edificio abierto… Bueno, me imaginé que usted o algún otro oficial de los que se alojan aquí se había olvidado de echar el cerrojo. Había aparcado un vehículo militar con una matrícula diferente de la suya en el patio de abajo, así que deduje que podría tratarse de usted, o quizá no. Pero después vi que ninguna de las habitaciones de la segunda planta estaba ocupada excepto la mía, lo cual hizo que me picase la curiosidad por averiguar dónde estaría el otro inquilino. No pensé que habría elegido dormir aquí arriba, en una cama sin hacer. Siento haberle alarmado.

—En absoluto. No… no sabía que habían renovado las habitaciones de abajo. —Le dolía el pie. Bora miró hacia abajo y vio sangre sobre la baldosa.

Bernoulli negó con la cabeza.

—Se ha llevado un buen sobresalto, ¿verdad? Va a necesitar un algodón con esparadrapo para ese talón. Venga, hay un botiquín abajo.

El incidente se convirtió en una ocasión para hablar. Bernoulli tenía un termo lleno de café cargado y, tras beber un par de tazas cada uno, a ambos dejó de parecerles importante dormir. Se sentaron en lo que anteriormente había sido la sala de los guardias en la planta baja, una habitación cuadrada y encalada que también hacía las veces de cocina, con una mesa y varias sillas. El juez parecía estar bien informado acerca del antiguo destino y los residentes del edificio. Sin preguntarle, Bora llegó a la conclusión de que habría hablado con el coronel Bentivegni, y además hacía poco. «¿Y por qué no? Ambos sirven en el área de Berlín y sus deberes son, hasta cierto punto, contiguos. Quiere decir que sabe mucho más sobre mí de lo que me imaginaba: por eso me preguntó por la paradoja de San Petersburgo». Dependiendo de las circunstancias, esto podría resultar peligroso o reconfortante.

A diferencia de Bora, que bebía de una taza de aluminio del ejército, Bernoulli sorbía el café de una de cerámica adornada con una cenefa griega. Dijo:

—Estoy investigando los episodios de los que hablamos el día en que nos conocimos, comandante Bora. He solicitado el apoyo del juez Knobloch, pero está ocupado con el supuesto asesinato de los prisioneros alemanes en Grischino en febrero y el asesinato y violación de las enfermeras de la Cruz Roja. Va a tardar su tiempo, y puede que nunca llegue a enterarse de las averiguaciones que hagamos.

—No me encuentro en situación de exigir que se den prisa, doctor Bernoulli.

—Pero la oficina, sí. Aun así, me parece justo confiarle que su superior inmediato de la Abwehr no parece especialmente complacido por su afición a la fotografía.

Bora no esperaba que el discreto Bentivegni fuese a decir algo así ante un juez militar, pero cosas más raras pasaban en el entorno de la oficina central.

—Lamento oír eso —comentó— porque tengo intención de seguir con ella.

La sala de los guardias no tenía ventanas. De esta falta de aberturas se derivaba una sensación de privacidad y aislamiento (una vez más, se le vino a la mente la imagen de un confesionario). El sonido de los truenos les llegaba amortiguado desde el exterior, mientras que de vez en cuando la lámpara que colgaba sobre sus cabezas parpadeaba al caer un rayo sobre la línea en alguna parte. Con la taza de café entre las manos, Bernoulli estaba sentado frente a Bora, que había insistido en vestirse del todo en presencia de un superior. Ya fuese una reacción a las palabras del joven o al tono en que las había pronunciado, Bernoulli adoptó el ceño fruncido de un maestro decepcionado.

—Permita que aproveche el privilegio que me conceden la edad y la experiencia: son esas ideas elitistas propias de la caballería, ese modo de pensar propio de los junkers el que nos mete a muchos en aprietos en momentos en que lo que se exige es prudencia. Ni tampoco es usted todo lo prístino que pretende. Escuché con atención su informe el día en que nos conocimos y me di cuenta de que se siente provocado cuando las cosas no van como usted cree que deberían.

—Sigo mi sentido de la ética.

—¿Ética? ¿Tengo que recordarle cuál es la raíz de la palabra? Ethos es la actitud del hombre ante la adversidad. No tome esa palabra en vano, comandante Bora.

—Sé lo que quiere decir la ética en filosofía, señor. Y entiendo lo que significa en el sentido religioso. Por favor, no me sea condescendiente hasta ese punto.

Por impertinente que fuera, la respuesta de Bora debió de delatar cierta preocupación de que no fueran a tomarlo en serio. El juez podría haberle reprendido por ella. Pero, en vez de eso, decidió permitirse la condescendencia que había desencadenado la reacción de Bora en un primer momento.

—Según me han dicho, recorre grandes distancias usted solo en un país ocupado…

—He observado que el Heeresrichter hace lo mismo.

—… y no rehúye un desacuerdo abierto con sus colegas políticos. Existe una diferencia entre amar el riesgo e ignorarlo: ¿Acaso no le educó su padrastro en ese sentido?

—El general y yo no estamos de acuerdo en muchas cosas. No hablamos mucho.

Bernoulli sirvió lo que quedaba del café, primero en la taza de Bora y después en la suya.

—Siempre que sea consciente de que el valor del objeto, su utilidad, en ocasiones exige un precio muy alto. Entregar a otros alemanes a las autoridades por lo que parece haber ocurrido en el bosque de Pyatikhatky y en el Ovrag de Dobritski va más allá del riesgo: pero tal vez sea su forma de seguir su sentido de la ética. En cuanto al coronel Bentivegni, creo que empieza a aburrirse de su tarea y que puede que solicite que lo envíen al frente antes de terminar el año.

—Bueno, llegará siendo general.

—Sí. Pensándolo bien (técnicamente, no es asunto mío, pero los jueces también somos aficionados a la ética), resultaría usted más creíble ante sus superiores si pudiese ofrecerles una teoría clara acerca de la muerte del comandante Tibyetskji, que fue una grave pérdida para su agencia. Cómo lo he averiguado es irrelevante: basta con decir que estoy plenamente informado. Y, según tengo entendido, le animaron a investigar el caso.

«Me dijeron que resolviese el problema y arreglase las cosas». Bora dejó de intentar desentrañar las fuentes del juez. La temblorosa bombilla, un recordatorio de lo precario de los días que había pasado escondiéndose en Stalingrado, cuando un hombre no podía contar con nada y la oscuridad era aterradora, lo dejó en un extraño estado de sumisión. Dijo:

—Me temo que no hay gran cosa sobre la que construir una teoría. Hay dos grupos que se atribuyen su asesinato, y ambos resultan creíbles. La supuesta culpable está muerta, y sus compañeras, fuera de mi alcance. Esta noche vine hasta aquí porque… No sé qué esperaba descubrir, comprender. Ojalá Khan Tibyetskji me hubiese proporcionado alguna pista.

—¿Una pista de qué? ¿Y por qué iba a dársela? Un desertor sabe muy bien que renuncia a su vida.

—Precisamente. Un hombre que jugó una partida tan complicada como la que creo que jugó, y probablemente durante bastante tiempo, es un hombre que, por una parte, pide garantías y, por otra, se queda con algo que le proporcione seguridad, que sea un seguro de vida.

—Tengo entendido que el modelo de tanque en el que vino era la seguridad de Tibyetskji.

—Su «caballo de acero», tiene razón.

«Los jueces tienen algo (si son jueces competentes) que invita a hacer revelaciones. No debería fiarme de él hasta que conozca las razones que lo mueven». El hule que cubría la mesa, clavado con chinchetas, estaba surcado por un débil entrecruzado de hendiduras practicado por quienes habían cortado pan u otros alimentos sobre su superficie. Siempre atento a los signos y los significados (y, en ocasiones, a los portentos), Bora recorrió con los ojos las líneas desdibujadas. El mundo era legible, o al menos tenía el hábito mental de pensar que podía leerlo. Todo tenía un significado, las coincidencias dejaban de ser tales cuando salía a la luz el trasfondo latente. Sentado allí, con las defensas bajas… Sintió el débil escozor de la herida del talón como una especie de marcador. «También sobre mí se ha escrito». Dijo:

—Tal vez sepa que Tibyetskji era pariente lejano mío.

Bernoulli asintió con la cabeza. La sombra del vello incipiente sobre la cabeza rasurada delataba sus entradas, la antítesis del cráneo recubierto de espeso pelo oscuro de Bora.

—Me lo dijeron, sí. No se nos puede considerar responsables de nuestros parientes. Vaya, en ocasiones no se nos puede considerar responsables ni siquiera de nuestros amigos. ¿Está seguro de que Tibyetskji no le dio ninguna pista durante su estancia aquí?

—Si lo hizo, no las entendí. Ninguno de los dos estaba dispuesto a admitir nuestro parentesco.

—¿Cree que le mencionaría su garantía a la RSHA?

—Lo dudo. Allí se negó en redondo a hablar. Que preguntase por el coronel Bentivegni y por mí mientras se encontraba bajo su custodia me llevó a albergar esperanzas. Ahora es demasiado tarde.

La tormenta se encontraba justo sobre Járkov. Los truenos retumbaban lo suficientemente cerca como para indicar que debían de estar cayendo rayos sobre el vecindario. Se le vinieron a la cabeza los cobertizos con techo de metal en los que Kostya había robado la gasolina, que flanqueaban el río al sureste. En la sala de guardias hacía bochorno y Bernoulli se desabrochó el cierre del cuello de una camisa deslumbrantemente blanca.

—No necesito recordarle a un investigador que la falta de comunicación oral puede suplirse con la palabra escrita.

—Tibyetskji no tuvo tiempo. Cuando se lo llevaron por la fuerza de este centro…

—Sí, pero aunque esté sometido a una presión terrible, si alguien desea dejar una pista intentará garabatearla rápidamente sobre prácticamente cualquier superficie, con cualquier medio a su alcance. Le hablo por mi experiencia en la sala de justicia, y usted mismo me enseñó la plegaria escrita a lápiz en el trozo de papel de los menonitas de Alexandrovska.

—Registré a fondo la habitación de Khan, esta noche por tercera vez. El papel pintado, los muebles, hasta la puerta: no hay ningún mensaje escrito en ninguna parte.

Bernoulli suspiró o dejó escapar el aliento.

—Ya veo. Y la habitación no era su garantía. Lo era su tanque.

Con algo de suerte, habría empezado a caer la lluvia en el exterior, interrumpiendo la tormenta eléctrica. Lentamente, los dos hombres se terminaron el café y, cuando se fue la luz, se quedaron sentados en silencio, absortos en sus pensamientos. Bora se preguntó si debía mencionar a Tarasov y decidió no hacerlo.

—He vuelto al punto de partida, juez Bernoulli.

Por la mañana, el juez militar se marchó antes de levantarse Bora. Cuando se despidieron cinco horas antes, le había dicho que tenía varios asuntos que investigar y que saldría temprano. A las ocho, tras abrirse paso por las calles inundadas, Bora se dirigió al cuartel general de la división, donde un Von Salomon todavía medio adormilado lo recibió, le firmó no una sino dos autorizaciones y lo despidió sin intercambiar con él más que un «buenos días».

Una vez fuera de la oficina del coronel, el teniente chupatintas le entregó a Bora el mapa más reciente de los campos de minas situados entre Járkov y el río.

—Respondemos de las que colocamos nosotros, Herr Major. Las zonas boscosas cercanas al Donets siguen siendo dudosas, incluso después de haberlas despejado. Se sabe que las bandas de partisanos a menudo intercambian nuestras señales de campos minados auténticas con las que son meros señuelos, así que no puede fiarse de ellas. Y lo mismo hay que decir de la orilla derecha del Udy.

—Supongo que no se refiere al Udy a su paso por Járkov.

—No, señor. Mucho más abajo, más allá de Borovoye y Schubino.

El curso serpenteante y pantanoso del afluente del Donets, lleno de isletas y falsos ríos, bordeaba Krasny Yar en dirección oeste-norte-oeste. Bora examinó el mapa y se dijo que ya se preocuparía cuando llegase al bosque. Entretanto, antes de dirigirse al Kombinat, aún le quedaba tiempo suficiente para acercarse al barrio residencial de Pomorki, al norte de la ciudad.

Justo antes del desvío hacia la carretera de Bélgorod, al otro lado de un campo ahogado en jacintos silvestres, vio la colina cubierta de árboles sobre la que se elevaba un grupo medio oculto de pequeñas villas novyi burzhuy, construidas en los años veinte para los miembros de una clase media comercial y artística renacida. La mayoría habían ido deteriorándose, pero la de Larissa menos que las demás. Bora redujo la marcha y entró en su jardín descuidado, delimitado por un estrecho camino de troncos gracias al cual no se quedó atascado en la hierba embarrada. Habían añadido un cobertizo de troncos sin pintar a la dacha de una sola planta que contrastaba intensamente con esta. El lateral de la casa original estaba decorado con una terraza de madera. Solo parte de su enrejado seguía en pie, pero hasta el tramo que se había derrumbado estaba cubierto de enredaderas en flor.

Frente a la cabaña de troncos, una rubicunda joven con un pañuelo blanco cuidaba de las gallinas. La llegada del vehículo alemán hizo que se quedase paralizada, con las manos llenas de pienso. Para no alarmarla aún más, Bora se detuvo a varios metros de distancia y se dirigió a ella en ruso. La chica tardó unos cuantos minutos en sentirse lo suficientemente segura como para contestar a sus preguntas y dejarlo pasar.

En el Kombinat, varios prisioneros rusos vaciaban cubos de ladrillos machacados al borde del césped que había frente a la oficina de Stark, allí donde se abrían charcos en la tierra del aparcamiento.

—Límpiese las botas en el trapo que hay ahí fuera, ¿quiere? —fue lo primero que dijo el comisionado en cuanto oyó abrirse la puerta principal. Leyó la autorización que le entregó Bora, le pidió a su ayudante que la tramitase y siguió con lo que estaba haciendo: aplicar su firma con lápiz indeleble a unos documentos en blanco.

—No tengo mucho tiempo, ya que estamos empezando a prepararnos: estoy esperando a que mis especialistas en agricultura y silvicultura me presenten por fin sus informes. Pero siéntese un momento. Hoy está de suerte por partida doble. El envío incluye doscientos caballos, buena parte de ellos de raza Budenny y Chernomor puros o mestizos, las monturas resistentes y esbeltas que más convienen en este terreno. Aunque tendrá que agradecérselo a ese viejo cabrón del mariscal ruso: la verdad es que de caballos entiende lo suyo.

Bora rechazó el asiento que le ofreció el comisario.

—De poco le sirvió cuando los polacos lo derribaron en Komarov, con Konarmyia o sin ella. Pero le estoy muy agradecido a Budenny por criar las monturas que utilizaremos contra él.

—Y esa no es la mejor noticia. O mejor dicho: ya que la muerte de alguien siempre beneficia a otra persona… ¿cómo se dice en latín? Ustedes, los jóvenes oficiales, tan intelectuales, tuvieron oportunidad de estudiar todas esas frases rebuscadas, mientras que en mis tiempos teníamos que conformarnos con la escuela de empresariales.

¿Mors tua vita mea, Herr Gebietskommissar?

—Exactamente. La mors en cuestión es la del Brigadeführer Reger-Saint Pierre. Su coche oficial tropezó con una mina antitanques cerca de Mirgorod hace dos días. Ya ha terminado su paso por este valle de lágrimas, caballos incluidos: el mayor pedazo que quedó de él fue un pie derecho, con bota y todo.

—Qué desgracia.

—¿Por qué? ¿Acaso lo conocía? Antes de darme el pésame, tenga en cuenta que pienso ordenar que envíen el semental de Karabaj, que apenas acababa de llegar a Mirgorod, de vuelta hasta aquí. Puedo, puedo… ¡por supuesto que puedo! ¿Para qué soy comisionado si no puedo tirar de los hilos como crea conveniente? Los dos altos oficiales que estaban a la cola para recibirlo no tienen por qué enterarse. Turian-Chai va a tener un jinete olímpico que lo monte o, de lo contrario, se convertirá en estofado de caballo.

—No lo diga ni en broma. ¿Cuándo llegará, como pronto?

—Tardará entre diez días y dos semanas. —Stark introdujo el lápiz en un sacapuntas de sobremesa y giró rápidamente la rueda—. Tengo influencia, pero tampoco hago milagros. Y para que no se sienta tentado de tomárselo como un favor: espero que usted y sus colegas del ejército piensen y hablen bien de esta administración. Ahora que el Grupo de Ejército Kempf va a trasladarse a Járkov, los políticos necesitamos todo el apoyo militar que podamos conseguir.

Bora no había recibido la noticia, un signo inequívoco de que el ataque sobre el saliente de Kursk estaba cada vez más cerca. La posibilidad lo electrizó secretamente.

Mientras echaba una mirada a la cesta de correo, el Geko Stark comprobó la mina del lápiz con la punta de la lengua.

—¿Por casualidad se dirige a la ciudad? Si es así, le confiaré la entrega en mano de estas cartas lo más pronto posible en el Feldpost de la Estación de Ferrocarril del Sur. Son importantes y, como verá, una de ellas está destinada a la Inspección Médica de la Oficina General del Ejército, departamento de Personal, para intentar localizar a ese sanitario suyo.

Bora no tenía previsto darse otra vuelta por Járkov, pero nadie jamás lo habría notado por la prontitud con la que asintió.

—Lo haré, comisionado. Gracias por su confianza.

«Confianza» era un término que los oficiales de la Abwehr utilizaban en un sentido muy elástico. Desde el Kombinat, Bora fue directamente al cuartel general de la división; allí abrió las cartas, las leyó y volvió a sellarlas hábilmente antes de llevarlas a la estafeta militar. Como no era un hombre dado a perder el tiempo, a continuación llamó al puesto de primeros auxilios de las SS en Sumskaya y pidió reunirse con el cirujano.

«Merefa, catorce diez horas. De verdad he vuelto al punto de partida. En el puesto de primeros auxilios de las SS en Sumskaya volvieron a mentirme, fingiendo ignorancia; así que no pude hablar con el hombre al que enviaron a la prisión de la RSHA la noche del 6 de mayo. Y peor aún: cuando les dije que sabía a ciencia cierta (de labios de Odilo Mantau) que su sanitario fue una de las últimas personas que vio al prisionero con vida, lo negaron rotundamente. Empiezo a entrever una solución. El cadáver de Khan estaba en sus instalaciones el 7 de mayo, cuando me mintieron en plena cara diciéndome que no sabían nada de él; su autopsia la realizó su cirujano jefe, y solo gracias a una estratagema conseguí hacerme con una copia. Esta reticencia, junto con mis dudas sobre el papel del UPA y el NKVD (con o sin las babushkas), me lleva a preguntarme hasta qué punto el Servicio de Seguridad puede estar involucrado en esta operación. Lo único que admitieron es que encontraron el envoltorio de una chocolatina en el bolsillo de la víctima, ¡y lo tiraron! Por otra parte, ¿de verdad sé qué se propone el doctor Mayr, del Hospital 169? ¿Será cierto que estaba demasiado ocupado como para realizarle la autopsia a Platonov cuando se lo pedí? ¿Desconoce el destino de Weller, como dice, o (como sospecho) andará detrás de él, por motivos que solo él sabe? Lo que es seguro es que enterró al viejo a toda prisa y, además, en el jardín del hospital. Puede que le esté dando demasiada importancia a todo esto, pero no tengo gran cosa por la que guiarme.

»Según parece, Khan ingirió el veneno horas después de que el hombre al que enviaron desde Sumskaya le tomara la presión (fue su rabieta la que motivó el chequeo médico). Alguien introdujo una dosis mortal de nicotina en una ración D del programa de ayuda de Estados Unidos, idéntica a las que Khan trajo consigo cuando desertó. ¿Estamos seguros? ¿Es posible que las cosas ocurriesen de otra manera, y qué quiere decir “de otra manera”?

»Estas son algunas de las posibilidades:

»a) El veneno se administró de otra forma, por ejemplo con una inyección o por otros medios, la noche antes de la muerte de Khan. Objeciones: ¿existe un veneno de efecto tan retardado y tuvo alguien más acceso a la celda aparte del sanitario de las SS? Y, sobre todo, se detectó veneno en el estómago de Khan, y por tanto debió ingerirlo.

»b) Por cualquier otra razón sin relación con su muerte, Khan se puso enfermo poco después de levantarse el 7 de mayo y, de manera oportuna, le administraron la dosis letal mientras le proporcionaban los primeros auxilios. Objeciones: si podemos creer lo que dice Mantau, ya no se podía hacer nada por Khan cuando llegó el personal médico de Sumskaya. Y en cualquier caso, ¿cómo iban a saber los asesinos que Khan se pondría enfermo? ¿Y qué ocasionaría su indisposición?

»c) Khan se suicidó, y no hago más que darme cabezazos contra la pared. Objeción: ¿Se decantaría un hombre de su temperamento por el suicidio, y encima pediría ayuda?

»En cualquier caso, los labios de todos están sellados en Sumskaya, y no consigo entender por qué alguien de dentro del Servicio de Seguridad ni de la RSHA iba a querer asesinar a un elemento tan valioso como Khan Tibyetskji.

»La semana pasada un antiguo colega de los días que pasé con la 1.ª División de Caballería me dio una mala noticia por correo. Nuestro antiguo sargento del regimiento volvió a casa hace tres meses con un permiso urgente porque a su mujer, que había resultado gravemente herida en un bombardeo, le habían amputado ambos brazos. No tenían hijos, llevaban veintidós años casados y estaban muy enamorados. Él llevaba su fotografía consigo a todas partes (solíamos tomarle el pelo por ello). Bueno, pues en el aniversario del día de su boda el pasado febrero la mató de un tiro y después se disparó en la clínica donde ella estaba recuperándose.

»Aunque empiezo a acostumbrarme a las malas noticias, me ha afectado mucho, ya que conocía al sargento y jamás me habría esperado que fuese a derrumbarse hasta ese punto. Tal vez, como dice el cardenal Hohmann, todos nos estemos volviendo frágiles en nuestros “delirios de gloria creada por el hombre”. No me siento frágil, aunque tal vez porque procuro centrarme solo en el trabajo y no me permito dejarme llevar por la melancolía. Pero la tragedia de nuestro antiguo camarada me inspiró a sentarme con Bauml durante mi última estancia en Bespalovka para hablar con él de hombre a hombre sobre la muerte de su hermano en Stalingrado. Es mejor que hable de ello a que se lo quede dentro, como nuestro antiguo sargento del regimiento.

»Fue difícil, y ambos tuvimos que reprimir las emociones para poder continuar con la conversación. Al fin y al cabo, espero que el encuentro le sirviese de ayuda. En cualquier caso, Bauml me dio las gracias. En cuanto a mí, solo puedo rezar para que no me ocurra nada parecido. Es todo lo que puedo decir al respecto. Por cierto, lo que me cuenta de aquel día terrible en que dejaron atrás a su hermano con los heridos de muerte me llevó a replantearme en ciertos sentidos las circunstancias de la muerte de Platonov».

Merefa, 3:38 p. m.

—Por Dios, Martin, es el cuarto trago que te terminas en diez minutos. ¿Qué es lo que pasa?

—Estoy pensando.

De regreso después de haber entregado el dossier Platonov en la oficina de Kiev, Lattmann se había pasado con unas cuantas cartas y noticias para su amigo. Ahora sopesó la botella que había traído de la ciudad.

—Es un vodka jodidamente fuerte como para utilizarlo para pensar.

—Bueno, esta es para el camino. —Sentado frente al mapa que mostraba los campos minados, Bora vació otro vaso—. Sangre escocesa, ya sabes: aguantamos bien la bebida.

—Ah, sí. Cuando no te deja atontado.

—¿Y eso quién lo dice?

—Tu hermano Peter, por ejemplo. —Aprovechando la bajada de defensas que suele causar el alcohol, incluso en Bora, Lattmann se lo soltó de sopetón—. Espero que lo que dice no sea cierto: que le hiciste jurar que pedirá que lo transfieran fuera de Rusia si tú mueres.

—No es cierto.

—Entonces, ¿Peter se lo ha inventado? Pues para alguien que se ha inventado un cuento, parecía preocupado.

—Los pilotos lo exageran todo.

La hostilidad de Bora, como todo lo demás en su persona, era hasta cierto punto cortés y huraña. Su amigo era perfectamente consciente de que podía rayar en la crueldad, incluso contra sí mismo. Y, además, era impenetrable. Con alcohol o sin él, cuando Bora se negaba a hablar, mantener una conversación coherente con él era una causa perdida. Lattmann sabía que no iba a llegar más lejos con Bora. Bebió un trago directamente de la botella.

—¿Así que estás planeando ir de caminata por el bosque minado?

—Estoy planeando ir de caminata por un bosque donde los campos de minas están marcados. No estoy estudiando este mapa para entretenerme. Bruno, dispongo de dos semanas porque después tendré que pasar las veinticuatro horas del día con el regimiento. Para finales de mayo debo estar preparado para presentarme con todos mis hombres y equipos, así que, cualquier otra cosa que quiera hacer, debo hacerla ahora. ¿Cuándo viste a Peter?

—Ayer, cuando hicimos una parada para repostar en el campo de aviación de Poltava. Está allí, con sus colegas del KG55, haciendo horas extras y deseando contra toda esperanza, dependiendo de cuándo comience de la campaña, cogerse un permiso de dos días en Leipzig cuando nazca el niño.

Bora estaba copiando datos en un pequeño cuaderno de bolsillo; letras y números que solo significaban algo para él, para utilizarlos sobre el mapa topográfico como claves de los puntos peligrosos.

—Apuesto a que se saldrá con la suya. Kempf va a trasladarse a Járkov, pero no veo signos de que nosotros vayamos a avanzar antes de la segunda mitad de junio. ¿Qué tienes para mí acerca del Ejército Insurgente Ucraniano y de Tibyetskji?

—Un detalle interesante: los panfletos que circulaban por Poltava, Zaporozhye y Kiev estaban redactados de manera idéntica a la atribución de los soviéticos de haber ejecutado a Khan bajo custodia alemana. Está claro que se derivan de ella. Todavía no sabemos cuándo se filtró su presencia en Járkov. Es posible que el asalto que llevó a cabo la Gestapo en el centro de detención, a plena luz del día, alertarse al UPA o al NKVD. Los dos grupos están utilizando la muerte del desertor como propaganda interna, pero es imposible que ambos estén detrás de ella. O bien lo hicieron los soviéticos, o bien no fueron ellos pero se las apañaron para atribuírsela de manera oficial antes que los ucranianos. Y tengo otra noticia: han puesto a Odilo Mantau de patitas en la calle por la muerte de Tibyetskji. Cortesía de Hans Kietz, el director de la Gestapo en Kiev, que lo envió a Kiev con la carta de destitución. En nuestra oficina lo estaban celebrando, porque pasará un tiempo antes de que le encuentren un sustituto.

—Son buenas noticias. Me pregunto cuánto tiempo me queda antes de que me cesen por el ataque al corazón de Platonov.

—No creo que lo hagan, una vez vean lo que conseguiste sacarle. Ya se habían dado por vencidos con el viejo.

—En fin, tampoco es que mi único trabajo sea interrogar a los altos cargos. —Bora le tendió la botella a Lattmann. Cuando su colega le dijo que no, le puso el corcho y la guardó—. Nos estamos guiando por lo que dicen los rusos y los ucranianos acerca de Tibyetskji, pero hay una tercera posibilidad: tal vez nos equivoquemos en suponer que hubo un complot enemigo organizado. Es posible que el asesino actuase solo o, como mucho, por encargo de alguien. Escucha lo que me dijo un hombrecillo llamado Tarasov ayer, plantado ahí mismo donde estás tú ahora.

El resumen le ocupó poco más de diez minutos, después de los cuales Lattmann no cambió perceptiblemente de opinión.

—¡Yo creo que ese hombre delira! ¿Y tienes pensado ejecutarlo?

—Sería lo más humano. Está en el último estadio de la enfermedad, tosiendo sangre y tan demacrado que casi se puede ver a través de él. No lo sé, aún no he decidido cómo voy a cumplir mi parte del trato sin quebrantar las reglas militares, así que le di tres días para que volviese y pidiese clemencia.

—¿Y si no vuelve?

—Puede que haga oídos sordos y deje que la naturaleza siga su curso. Pero si alguien en Merefa le pregunta por sus estrafalarias afirmaciones y lo cree, tendré que imponerle un castigo ejemplar.

—Un castigo ejemplar. Por supuesto, por supuesto. —Lattmann apartó la mirada del rostro severo de Bora—. ¿Cuántas veces he oído decir lo mismo? Y ahora también de tu boca. No soy ningún filósofo, Martin, pero si existe la normalidad en alguna parte, está claro que no es aquí.

—No nos alistamos para llevar una vida normal. Te ofreciste voluntario para el Este igual que hice yo. Elegimos luchar contra «los que llevan las camisas por fuera de los pantalones». Ahora debemos esforzarnos por mantener la coherencia, no la normalidad.

—¿Ah, sí? —Con el uniforme de verano, los desvaídos pantalones cortos color caqui y las botas por los tobillos, con cuatro de las cinco yemas de los dedos vendadas, Lattmann causaba la incongruente impresión de ser un boy scout demasiado crecidito, a pesar de estar casado y tener dos hijos (y, además, ser primo de la mujer de Peter)—. Envidio tu frialdad, Martin. A veces me pregunto… bueno, más vale que lo diga a las claras: me pregunto cómo vamos a volver con nuestras familias después de todo esto.

—Los que volvamos tendremos que apechugar. —Bora sonrió para aligerar la conversación—. Y para demostrarte que soy más prudente de lo que dices: dentro de poco voy a reconocer a fondo Krasny Yar. Le saqué una autorización al mando de la división: dudo que el teniente coronel Von Salomon ni siquiera leyese lo que estaba firmando esta mañana. Es una zona delimitada, de tres kilómetros por cada lado, así que utilizaré el enfoque de tela de araña, porque aunque los alemanes hasta ahora no se han topado con ningún problema en la zona, la muerte de seis civiles apunta a algún tipo de actividad hostil, y el empleo de métodos contraguerrilla está justificado. Y si no encontramos nada, nos habrá servido de práctica.

—¿Acaso esperas encontrar algo o a alguien allí que explique la muerte de Khan Tibyetskji? No sé cómo se planeó el asesinato, pero ¡no se originó en ese bosque diminuto!

Bora siguió escribiendo en su pequeño cuaderno.

—No lo sabré hasta que averigüe más sobre el lugar. Ese imbécil de Mantau habría jurado que sus babushkas eran las culpables. Yo no. Y hablando de mujeres: después de todo, voy a pasar algo de tiempo con Larissa.

—Ya iba siendo hora.

—Sí. Otra cosa más que no puedo mencionar cuando escriba a casa. —Bora le entregó el trozo de papel con el nombre del cirujano de las SS—. A ver si puedes efectuar una comprobación rápida sobre este oficial, para averiguar si es todo lo que dice ser. Y, por favor, sigue investigando lo de ese tal Weller, el sanitario del ejército. Cualquier cosa podría servirme de ayuda. Mayr, el cirujano del Hospital 169, se niega a olvidar el asunto. Espera: investígalo algo más a fondo también a él, ya que estás. Sus puestos previos, citaciones, permisos recientes y futuros, cosas así. Averigua si de verdad padece neuralgia e ictericia. Dice estar expuesto a mucho sufrimiento, etc.; algo ineludible en su profesión y en tiempos de guerra. Puede que vaya desencaminado, pero… investiga los rumores.

—¿Qué clase de rumores?

—No sé. Estrés, fatiga de combate… eutanasia.

Lattmann tomó nota y se guardó el papel.

—Espero que te equivoques, Martin.

Pronto, Lattmann y Bora iban en el coche de camino a Borovoye. Desde allí, Bora continuó hasta Bespalovka, donde iba a entrevistar a más posibles integrantes del regimiento y a planear la operación de Krasny Yar.

«Lunes, 17 de mayo, cerca de Bespalovka

»04:30 horas. Dos días intensos con el regimiento. ¡Ha llegado Nagel! Podría haberlo abrazado de la alegría que me dio verlo. Pero simplemente nos estrechamos la mano con afecto durante medio minuto. Gracias a Dios que tengo a Nagel. Pondría mi vida en manos de ese hombre tantas veces como fuese necesario. Estoy seguro de que reunirá un cuadro de suboficiales que me seguirían hasta el infierno. Si no fuese por el sargento primero Nagel, me habrían volado la cabeza un par de veces solo en Stalingrado. Resulta que se había enterado de que estaba creando el regimiento y había comenzado los trámites para solicitar su admisión al mismo tiempo que yo lo estaba buscando.

»Estamos de acuerdo en que debemos dejar bien claro a todos los solicitantes que nuestra tarea no va a ser ningún paseo. La mayoría de los que tenemos experiencia antiguerrillera somos conscientes de que los riesgos que corremos son mucho más elevados que en un frente habitual. Si entre nosotros hay alguien (oficial, suboficial o tropa) que, por la razón que sea, haya tirado la toalla, o, aun peor, alguien al que ya le hayan fallado los nervios en alguna ocasión, será mejor deshacernos de él ahora. Este no va ser lugar para ellos.

»A los recién llegados que crean que partisano = bandido = luchador improvisado tendremos que quitarles pronto esa idea de la cabeza. Les he entregado unos diagramas del típico regimiento partisano, igual de estricta y jerárquicamente organizado que una unidad militar convencional pero sin ningún respeto por las reglas del combate limpio. Les expliqué que a menudo van seguidos de escuadrones similares a los Einsatzkommandos, con libertad para exterminar a todo el que sea necesario. Esto no quiere decir que no haya tenido ocasión de negociar con los líderes partisanos: algunos de los que proceden del ejército regular no están desprovistos de educación. Pero este verano, a medida que avancemos, el regimiento debe estar preparado para realizar una tarea poco agradecida. Tengo intención de mantener al margen a los civiles siempre que sea posible (es buena política y moralmente preferible), pero si queremos asegurar los flancos de nuestro ejército mientras avanza, tendremos que estar dispuestos a hacer cualquier cosa. Mateo el evangelista escribió: estote parati. Y debemos estar preparados.

»Mientras escribo, están informando a mis oficiales de que toda la unidad llevará a cabo un ejercicio la semana que viene. Calculo que necesitaremos dos escuadrones montados para patrullar el lado del bosque que da al río, más tres nidos de ametralladoras fijos; los otros dos lados de Krasny Yar requerirán un escuadrón cada uno, además de ametralladores apostados cada sesenta metros. El lado de entrada, por donde penetraré en el bosque, llevará dos escuadrones y dos pelotones. Técnicamente, esto quiere decir que cada uno de nosotros “cubrirá” unos once metros cuadrados de terreno: a no ser que el asesino sea un troll o una criatura que habita en las entrañas de la tierra, deberíamos ser capaces de hacerlo salir. Y si no, sin duda encontraremos pruebas de que ha estado allí.

»Por ahora, tengo que volver a Merefa, donde Kostya me pondrá al día sobre Taras Tarasov: ¿Habrá ido a pedir clemencia durante estos dos días? Se le ha acabado el tiempo. Taras Tarasov tiene una cita con el destino (o con Martin Bora, que desempeña este papel en lo que respecta a ese delgaducho contable)».

Tras recorrer cinco kilómetros, en el cruce de carreteras de la granja Diptany, Bora se encontró con una patrulla del Servicio de Seguridad y tuvo que parar. Varios vehículos blindados y semiorugas, seguidos de camiones de la Leibstandarte y del ejército, obstruían la polvorienta bifurcación de la carretera. Llevaban pegado barro negro en las ruedas. Este detalle, aunque no se viese humo en el horizonte por el noreste, indicaba que volvían de una operación de barrido a orillas del río Mosh.

—¿Adónde se dirige? No hemos terminado —le dijo el Haupsturmführer que estaba al mando. Y añadió—: ¿Cómo es que va solo, comandante?

Bora contestó a la primera pregunta, y en cuanto a la segunda, señaló la pistola que siempre llevaba a mano. Le molestaba (siempre volvía a molestarle, sin importar cuántas veces le hubiera ocurrido desde 1939) que se llevasen sus documentos a unos cuantos pasos de distancia para examinarlos. Invariablemente, se los devolvían con una inclinación de cabeza, como ocurrió también ahora.

—Muy bien. Manténgase a la izquierda. Y recuerde que sigue por su cuenta y riesgo.

Unos campos abiertos, un terreno ondulado y varios barrancos llenos de hierba llevaban hasta el río.

—¿A mi izquierda?

—Es lo que le he dicho. Espere aquí si tiene miedo.

Bora pisó el acelerador y desapareció en la dirección que le habían indicado. En cuanto se encontró fuera de su vista, tras la subida y la bajada que había de por medio, giró a la derecha en el siguiente cruce. La brisa de la mañana traía el olor a humo de los cobertizos en llamas, indicios y marañas de distintos aromas: madera, grano achicharrado, cutí. Todavía se oían disparos en esa dirección, a menos de un kilómetro de distancia, a ráfagas breves de ametralladora. Los fusiles de los tiradores y los francotiradores crujían a intervalos, al parecer desde el otro lado del río. Aunque no dejaba de ser una imprudencia, le pareció natural frenar hasta detener el vehículo por completo. Bora sacó los prismáticos para observar. El mundo se convirtió en una bruma verde mientras enfocaba las lentes, y a continuación observó la nitidez de los movimientos cuando se hicieron visibles los soldados, que se acercaban furtivamente a un racimo de edificios pertenecientes a una granja. No sabía muy bien lo que estaba ocurriendo, pero estaba claro que nadie, de ninguno de ambos bandos, le estaba prestando atención.

Lo cual era interesante, porque alguien disparó un tiro justo en su dirección. Bora lo sintió y oyó cómo rozaba la esquina superior izquierda del marco de metal de su parabrisas, fallando el lugar donde se encontraba, detrás del volante, por un palmo como mucho. Se quedó paralizado el instante de sorpresa necesario para realizar una comprobación mental y asegurarse de que no le habían alcanzado. De alguna manera se las apañó para no dejar traslucir ninguna reacción externa. Simplemente, bajó los prismáticos. «No es ni una Tokarev ni un Mosin. Nada soviético. Y no disparan desde la granja ni desde el otro lado del río». El pensamiento aún estaba tomando forma en su mente cuando se giró lentamente y volvió a enfocar los prismáticos sobre la colina que había subido y bajado para llegar a donde se encontraba. La firmeza de su pulso le resultó extraña incluso a él, porque estaba furioso. Y aunque no consiguió dar con el francotirador, sí vio cómo temblaban los matojos de festuca allí donde este estaba tumbado entre la hierba. «Me tiene en el objetivo mientras lo observo. No va a dispararme ahora que sabe que lo he visto, y no me habría disparado para empezar si no me hubiese parado a mirar. “Por mi cuenta y riesgo”: ¿sería a esto a lo que se refería? Podría volver a la bifurcación de Diptany y pedirle cuentas a su comandante, pero bastaba con haberles demostrado que no tengo el más mínimo “miedo”. Tengo montones de cosas más importantes que hacer».

Cuando llegó a la escuela de Merefa, Bora estaba comprensiblemente molesto. Una vez allí, Kostya no hizo más que empeorar las cosas al contarle que Taras Tarasov, lejos de haberse presentado con el sombrero en la mano en los últimos dos días, había estado fanfarroneando por toda Merefa. Bora no necesitó que le explicase sobre qué. «Dispararé con mis propias manos a ese cabrón, lo sacaré a rastras de su casa y le pegaré un tiro». Supiesen en el pueblo que venía a ajustarle las cuentas o no, una vez allí, Bora no encontró ni un alma en la calle que le dijese dónde vivía Taras Tarasov. Su furia fue aumentando a medida que llamaba a las puertas, exigiendo una respuesta. Ver acercarse al padre Victor Nitichenko por la carretera que conducía a Oseryanka tuvo el increíble efecto de hacer que la furia de Bora alcanzase su punto más alto y, al mismo tiempo, devolverle cierta calma.

—Es esa de allí, povazhany Major, esa casa con las contraventanas descoloridas al final de la calle. —Y viendo que Bora echaba a andar hacia el lugar indicado, el sacerdote añadió (por rencor, por alivio o a modo disculpa)—: Pero llega tarde, bratyetz. Taras Tarasov tuvo una hemorragia durante la noche y murió en pecado, como vivió. Mi madre, santa mujer, está en su casa, lavándolo para el entierro. Creímos que vendría antes para fusilarlo por lo que dice haber hecho.

Ya no se podía hacer gran cosa. Pero en vista de que Tarasov había ido por el pueblo jactándose de haber matado a Tibyetskji, cruzarse de brazos no era una alternativa. Bora ordenó a la madre del sacerdote que volviera a vestir al desdichado Tarasov y mientras el padre Victor hacía circular la noticia de las represalias que iban a producirse por orden suya, obligó a punta de pistola a los vecinos del contable a sacar el cadáver a la calle y a prenderle fuego a su casa. No se movió del sitio hasta que el edificio ardió lo suficiente como para que los testigos no pudieran recuperar nada. Y solo eran las nueve de la mañana cuando tomó la carretera de camino a Járkov.

«En otras partes —se dijo mientras se detenía, malhumorado, en el inevitable control— matan a tiros a todo el pueblo y arrasan aldeas enteras por menos que esto. Entonces, ¿por qué me siento mal por lo que acabo de hacer?».

En Járkov, en el economato del ejército, tuvo que esperar la llegada de un carro pesado de suministros tirado por mulas para hacerse con lo que necesitaba para su visita a Larissa Malinovskaya. Exprimiendo al máximo cada momento, aprovechó el inoportuno retraso para abrir la carta del cardenal Hohmann.

Recibía una al mes, como sin duda también lo hacían otros antiguos estudiantes de filosofía; un mensaje de su antiguo profesor de ética. Escrita en latín (el latín de un erudito, no el de un sacerdote), las misivas reunían en espíritu a los estudiantes universitarios que ahora servían a su patria en distintos lugares del mundo: al menos, a los que no habían caído en combate. No es que enviase la misma carta a todos: Hohmann no era dado a repetirse ni, aun peor, a pedirle a su secretario que redactase un único texto para todos. Escribía personalmente, a pluma, y con cada oficial se dirigía al niño que se sentaba frente a él en aquel aula de Leipzig, a pesar de que no podía ignorar el enorme cambio que se había producido en él desde aquellos días.

El uso de una lengua muerta contribuía poco a suavizar la severidad de sus comentarios morales, que solo se salvaban de ser directamente políticos porque utilizaba citas de los Evangelios: aun así, siempre pedía a algún capellán castrense que las entregase en mano para esquivar la censura. Bora a veces guardaba la carta cerrada durante más de una semana, molesto ante la idea de tener que mirar en su interior desde el momento en que la abriese para leerla. Después, sin excepción, cortaba el borde del sobre y sacaba los dos folios de siempre, escritos en una caligrafía elegante e inclinada, que nunca exigían una respuesta. No la necesitaban porque eran sermones y porque contestar por escrito podía poner en peligro a los jóvenes que pertenecían a un ejército ideológico.

No obstante, Bora siempre respondía, utilizando si lo necesitaba el diccionario de bolsillo que la empresa de su familia había publicado a finales de la década de 1800: el Léxico para correspondencia en latín, con ejemplos sacados de los clásicos. Contestaba como lo había hecho durante sus días de estudiante, con argumentos lógicos de una tozudez casi desagradable, más inquebrantable si cabe porque, en el fondo de su ser, intuía que Hohmann tenía razón y él no. A la carta que había recibido después de Stalingrado, exasperado por las llamadas angustiadas del cardenal a la fe, había contestado traduciendo al latín una única frase lapidaria de Oswald Spengler, seguro de que irritaría al cardenal: Factum mutat facientem. Todo acto cambia al que lo comete. Solo añadió la firma junto con su rango militar.

Esta mañana, mientras esperaba a que el carro tirado por mulas bajase repiqueteando por la calle desde la estación de tren, leyó las palabras del cardenal y las encontró tan hermosamente irrelevantes (o, tal vez, demasiado relevantes) para su difícil situación actual que rompió la carta en pedazos.

«Pomorki, 1:45 p. m., al norte del aeródromo de Járkov.

»Todas las casas de los ancianos huelen igual. Seguro que Tolstói diría algo parecido. Escribió que son las familias felices las que se parecen unas a otras, y es cierto, pero… Es ese olor a alfombras polvorientas, cañerías atascadas y leche que rebosó al hervir».

Al entornar la puerta principal, unos cuadrados de un verde intenso se abrieron como bocas que bostezasen en la penumbra del interior cuando las fotografías y los cuadros acristalados reflejaron el resplandor proveniente del jardín silvestre que quedaba a espaldas de Bora. Entró en una pequeña antesala con las paredes recubiertas de paneles de madera que recordaba un armario o una cabina de baño. El espacio que se abría más allá era el salón. Bora tomó conciencia de lo absurdo que era encontrarse allí con una porción de mantequilla en la mano, ocho horas después de que otros alemanes le hubiesen disparado en un cruce y menos de cinco horas después de haber ordenado que prendieran fuego a la casa de un muerto.

¿Cómo volveremos con nuestras familias después de esto?, se preguntaba Lattmann. Para Lattmann, como para todos los demás, no era más que un ejercicio de retórica. En cuanto a Bora, Dikta no quería ni oír hablar de la guerra; su padrastro sabía todo lo que se podía saber sobre ella y prefería ocultarle todos los detalles a su madre. «Además, ninguno “volveremos” de verdad. El que vuelve es alguien nuevo y distinto, si es que vuelve. Factum mutat facientem».

Desde el interior del salón, oyó decir a una sonora y bien adiestrada voz de mujer:

—Así que es el hijo de Friderik Vilgemovitch Bora, Martyn Friderikovitch. No se parece en nada a él. Qué decepción.

—Buenas tardes, Gospozha.

—Ah, veo que habla ruso. Pase.

A medida que sus ojos se acostumbraban a la penumbra que reinaba en la casa, Bora se dio cuenta de que no había nadie en el abarrotado salón; o, mejor dicho, que la mujer que se había dirigido a él se encontraba detrás de un biombo plegable. El papel forrado de tela del biombo mostraba unas grullas japonesas en pleno vuelo sobre un fondo dorado.

—Debe de pesar unos cinco puds —observó, sin ser vista—. ¿Y de altura, cuánto?

Tenía razón en cuanto a su peso, que estaba tres kilos por debajo de la norma después de Stalingrado y de la pulmonía.

—Uno noventa y dos la última vez que me medí —le dijo Bora al biombo.

—Su padre medía algo menos, pero el peso es el mismo. ¿Y los ojos?

—Verdes.

—Verdes. De La Pequeña, de su madre. Ih. No son oscuros como los de su padre. Los ojos oscuros… encierran más pasión. No soy una de esas rusas que desconfían de los ojos oscuros. Pero debí haber desconfiado. Sin bigote ni barba, todos parecen niños. Acérquese, Martyn Friderikovitch. Colóquese donde pueda verlo.

En el ojo de una de las grullas pintadas había un agujero del tamaño de una moneda, aproximadamente. La mujer debía de estar sentada para poder asomarse a través del orificio. Bora, que había venido sin saber qué esperar, se esforzó por no adelantarse a los acontecimientos.

—Le he traído mantequilla, Gospozha.

Cierta agitación detrás del biombo y una mano pequeña y regordeta enfundada en un guante de encaje se extendió desde detrás de este.

—Deme. Deme.

Bora dio un paso adelante y la mano agarró el paquete envuelto en papel encerado.

—¡Nyusha! ¡Nyusha!

La llamada iba dirigida a la chica rubicunda del pañuelo blanco, con la que Bora había hablado tres días antes para averiguar qué podía traer para complacer a Larissa Malinovskaya. La misma chica que hoy, mientras Bora apartaba las ramas y enredaderas bajas para poder acercarse a la casa, le había abierto la puerta y se había tocado la sien con una sonrisa cómplice.

Nyusha entró con prisas en la habitación.

—Un plato, Nyusha. Rápido.

La chica siguió un laberinto por la sala repleta de muebles hasta una vitrina de cristal, de la que sacó un plato de postre. Se lo entregó a la mujer que había detrás del biombo y volvió a salir.

Transcurrió un intervalo, durante el cual solo se oyeron los sonidos discretos e impacientes de unas manos al abrir el envoltorio desde detrás de la barrera de papel y seda. Bora esperó. Llevaba planeando visitar a la antigua amante de su padre desde 1941 y, ahora que por fin estaba aquí, no podía dejarse llevar por la impulsividad.

Paseó la mirada por el salón, prestando atención a los detalles. En varias filas, los muebles y los muchos cacharros se arracimaban en torno a un piano de cola, como chozas alrededor de una catedral. Adornado con pañuelos y cubierto de imágenes enmarcadas de todos los tamaños, había llamado la atención de Bora desde el momento en que había entrado. Mirara donde mirase, veía una redundancia casi gloriosa. Aunque disfrazado como estaba, el piano representaba a su padre, su vínculo con la mujer invisible; lo llamaba desde dentro del arrecife de mesillas y estantes, figuritas de yeso y plantas de interior que ocultaban los rincones y reducían el espacio de suelo disponible. Tampoco quedaba libre ni una sola pulgada cuadrada de las paredes empapeladas. Numerosos retratos de estudio antiguos mostraban a Larissa como la belleza de pechos generosos que, en su momento, tanto apreciaron sus admiradores masculinos, por no mencionar a los entusiastas de la ópera de principios de siglo. Las blusas que estaban de moda durante la época eduardiana la hacían parecer toda busto, como un hermoso pichón, con la cabeza pequeña y una pluma de garceta entre el pelo oscuro. De hecho, toda ella recordaba a un glorioso pájaro en esos retratos ya algo desvaídos. En 1911 tenía treinta y seis años cuando Friedrich von Bora se marchó de Rusia después de una aventura de siete años. Un retrato de estudio de Karl Bulla muy reproducido (y poco creíble) de la amante de su padre con el hábito de una monja ortodoxa y una calavera entre las manos, tomado poco después de la muerte del director de orquesta en 1914, era el de mayor tamaño.

Bora observó sin juzgar: era de esperar una cierta teatralidad en sus poses y expresiones, tanto sobre el escenario como fuera de él, ya llevase trenzas para la Isolda de Wagner o un gorro de encaje para la Margaret de Fausto. Allí estaba, Amelia en Simón Boccanegra, Jimena en El Cid, posiblemente Natasha en Rusalka y muchas más, en otros papeles protagonistas de óperas menos conocidas (¿de Rubinstein?, ¿de Tchaikovski?) con las que no estaba familiarizado. Y luego estaba la Malinovskaya de su última época, violinista y revolucionaria, con Frunze y sin él, con Trotsky y sin él y después sin ningún acompañante masculino, retratada junto a su instrumento frente a un fondo pintado en acuarela que mostraba el mar a la luz de la luna.

La voz de detrás del biombo sonaba pastosa, como si la mujer estuviese masticando un bocado grande.

—Sí, es más alto… y tiene un aspecto moderno. Solo las manos son como las de él. Su padre, para ser un aristócrata, era un intelectual. Y tenía muchísimo talento. ¿Tiene usted talento?

—No mucho.

—¿Tiene hermanos o hermanas?

—No de él, Gospozha. Tengo un hermano pequeño por parte de mi padrastro.

—¿Cómo pudo La Pequeña, su madre, volver a casarse después de él?

—Bueno, se quedó viuda con veinte años, y mi padrastro ya había pretendido su mano antes que Padre.

—¿Es artista, al menos?

¿El Generaloberst Sickingen? Menuda ocurrencia. Bora sonrió para sus adentros.

—Es soldado. Un muy buen marido para mi madre y un buen padre para mí.

—Por supuesto, es mucho más fácil ser hijo de un soldado que de un genio. Su madre debió haber permanecido fiel a su recuerdo, como hice yo.

Bora no dejó entrever lo que pensaba: todo aficionado a la ópera sabía que Larissa Malinovskaya había tenido numerosos compañeros de cama antes y después de su padre: Debussy, Mucha… Mijaíl Frunze, un nombre para todos. En cuanto a la exclusividad de esa aventura, puede que el maestro viviese durante años con su primera soprano, pero al final había vuelto a Alemania y se había casado con su joven prima. Las pretensiones de lealtad por parte de una amante abandonada resultaban conmovedoras, pero eran completamente innecesarias.

«Ni siquiera ha pedido una cuchara. ¿Estará engullendo la mantequilla, ahí detrás?». Parecía tan obvio que era así que Bora no supo cómo interpretarlo. La guerra creaba en las personas antojos desesperados, lo sabía bien, pero la extrañeza de este recibimiento, la vanidad del biombo que había colocado entre ellos dos y, ahora, los sonidos producidos por unos labios ansiosos desde detrás de este lo pillaron desprevenido. Había penetrado, no por primera vez, en un espacio suspendido al margen de la experiencia diaria, una dimensión peligrosamente cercana a la normalidad pero donde las reglas cotidianas no tenían validez.

—Me recuerda a Frunze —dijo la voz pastosa.

—¿Al fundador del Ejército Rojo, Gospozha? Espero que no.

—No en los rasgos. Sino por la mirada y por cómo coloca la cabeza. Frunzik era escandalosamente guapo.

Ah sí, ahí estaba. Uno de los retratos sobre el piano de cola mostraba al joven agitador ruso-rumano, un amante de la disciplina con los ojos brillantes y bigote. Bora había estudiado las campañas e innovaciones de Mijaíl Frunze («El Ejército Rojo fue creado por los obreros y campesinos y está liderado por la voluntad de la clase trabajadora. El Partido Comunista lleva a cabo dicha voluntad…»). Parecía lógico que, si conseguía seducirlo, una soprano comprometida con el antiguo régimen buscase mantener una relación con Frunze para demostrar que había cambiado de ideología. Pero a pesar de todo su valor y de sus virtudes como organizador, Frunze había chocado con Stalin y muerto oficialmente de una úlcera, aunque los agentes de la Abwehr sabían a ciencia cierta que le habían administrado intencionadamente un exceso de anestesia antes de una operación. Si Frunze había sido el protector de Larissa Malinovskaya a principios de los años veinte, uno no podía evitar preguntarse cómo se las habría apañado ella para sobrevivir a su desgracia. ¿Se habría distanciado de él al final de su vida o habría encontrado otros apoyos dentro del partido? Y lo más importante: ¿Habría llegado a conocer a Khan Tibyetskji en Járkov? Esta era la consideración que más peso había tenido sobre la decisión de Bora de ir a visitarla.

—Así que también se llama Martyn. «Martynka, el hijo de la viuda», como el personaje del cuento ruso. Su padre me escribió un lied con ese título. Todo un triunfo. Estaba pensando en mí cuando le puso ese nombre.

Bora se dirigió al agujero del biombo.

—Da la casualidad de que nací el día de San Martín.

—Antiguamente solo se les ponía el nombre del santo del día a los hijos ilegítimos y a los expósitos. Su padre estaba pensando en mí cuando lo bautizó Martyn, que era el nombre que pensábamos ponerle a nuestro hijo, de haber tenido uno. Naturalmente, para nosotros, habría sido burgués casarnos. Ambos lo veíamos así. Yo lo veía así. Y entonces volvió a Alemania en 1911 con ocasión de la muerte de su padre. Y allí conoció a su primita, a su prima pequeña, La Pequeña, que por edad podría haber sido su hija. Era una niña cuando él se marchó a Rusia. Tenía diecisiete años cuando volvió. ¿Qué quiere de mí, Martyn Friderikovitch? Los hombres de la familia Bora no acuden a una mujer a no ser que quieran algo.

—Perdóneme por intentar proteger el buen nombre de mi padre, Larissa Vassilievna. No creo que buscase nada en usted aparte de su cariño. Y tengo entendido que era correspondido.

El entrechocar de cerámica amortiguado desde detrás del vuelo de las grullas delató una mano vacilante que colocaba el plato en el suelo.

—No ha venido en busca de cariño. Aunque entonces, lo habría buscado; no le quepa duda. Su padre tenía edad suficiente por aquel entonces como para tener un hijo de sus años. Padre e hijo, ambos habrían «buscado mi cariño» entonces. No habría sido la primera vez. Padre e hijo. —La regordeta mano enguantada surgió por el lado izquierdo del biombo con el índice y el pulgar levantados en una especie de bendición laica—. Padre e hijo. Un rico mercader de Nizhni Nóvgorod y su primogénito se arruinaron por mí. El hijo le prendió fuego a los almacenes que tenían en Odessa para hacerle daño a su padre y el padre entregó a su hijo a la Ojrana acusándolo de actividades subversivas.

«Debo alabarla con prudencia. Es inteligente y cautelosa, y con razón, dadas las circunstancias. Es cierto que Padre se enamoró perdidamente de Nina, como si nunca hubiera convivido con su prima donna como marido y mujer. Si quiero sacarle información, esta conversación podría hacerse muy larga». Consciente de que lo estaba observando, Bora indicó el piano con un asentimiento de cabeza.

—¿Ya lo tenía por entonces, Gospozha?

—¿Cuando vivía en Moscú? Sí. Lo que quiere saber es si su padre lo tocó. Era suyo. Lo tocó. ¿Toca usted?

—Sí.

—¿Quién fue su maestro?

—Weiss, de Leipzig.

¡Ih! Weiss, el mejor. Es el mejor de toda Alemania.

«Sí, y lo intercambié por un piano de cola Petrof como si fuese un mueble, pero era la única forma de entregárselo a la Cruz Roja».

—Eso creían mis padres, Gospozha.

—¿Sus padres? ¡No son «sus padres»! La Pequeña, La Petite, es su madre. Su padre está muerto. —El biombo se estremeció. Puede que se estuviese levantando, o tal vez solo hubiera cruzado las piernas o cambiado de posición detrás de este—. Está deseando tocar, se pregunta si estará afinado. Está afinado. Quiero oírle. Y tenga en cuenta que todavía tengo un oído excelente.

—¿Qué quiere que toque?

—Algo compuesto por él.

Había una composición breve, de menos de dos minutos, llamada Las campanas de Nóvgorod, que Friedrich von Bora le había dedicado a su antipático pero genial colega Balákirev. Tan difícil como breve, Bora se la sabía de memoria, incluida el ossia tan fatigoso para los dedos que decidiría si conseguía ganarse su confianza o no.

Liberó el piano de los chales y los ribetes de flecos, consciente de su propia impaciencia. Incluso a él (y sin duda a ella), sus movimientos le recordaron la prisa de un pretendiente por desvestir a su amada. En la habitación cubierta de polvo, ni una mota salió volando de las sedas que separó, levantó y echó hacia atrás para descubrir el reluciente teclado.

Después no se percibió ni el más mínimo signo de vida desde detrás del biombo durante un tiempo que excedió la duración de la pieza. Bora bajó lentamente la cubierta del teclado. Volvía a colocar los llamativos mantones sobre el instrumento cuando la soprano observó, por fin:

—Así que es verdad que tiene talento después de todo, Martyn Friderikovitch. Toca… toca mejor que su propio padre. Era un dios ante la orquesta, pero tocaba el piano bien, y nada más. Usted toca mejor que bien: Weiss fue un buen maestro. Las campanas de Nóvgorod, nada menos: igual de difícil que Islamey, un digno tributo al viejo Mily Balákirev. Verlo de uniforme es todo un desperdicio.

—En absoluto, Larissa Vassilievna. Me gusta ser soldado.

—Paparruchas que le infundió el segundo compañero de cama de su madre. Verlo de uniforme es un desperdicio.

—Con el debido respeto, no tengo la más mínima intención de dedicarme a la música.

Un crujido de telas y de detrás del biombo surgió una mujer fornida de aspecto autoritario y ojos grises, con bucles y la mandíbula a lo reina Victoria, enfundada en un vestido negro con cuello de encaje que le llegaba hasta los pies. Tenía los pies pequeños, hinchados y descalzos. Bora procuró no exteriorizar respuesta alguna, más allá de un asentimiento de cabeza: sabía que tenía sesenta y muchos años y esperaba que ya no fuese hermosa. La mantequilla que acababa de comer le enmarcaba los labios con una mancha grasienta, y los pliegues de grasa de sus mejillas también estaban relucientes. Este detalle le hizo sentir vergüenza, pero no se dejó conmover.

—Supongo que es mejor dedicarse a matar. —Larissa sorteó los muchos trastos hasta acercarse por fin a un sillón de mimbre cuyos cojines demasiado rellenos tiró al suelo antes de sentarse pesadamente—. Venga, ¿qué es lo que quiere? Aparte de su deseo de conocerme, sí, sí. A pesar de esos dedos tan ágiles que tiene, es un Bora y anda detrás de alguna otra cosa.

Se giró sobre los talones para encararla. Resultaba todo un desafío mirarla a los ojos y no pensar en las manchas grasientas que tenía en la cara.

—Muy bien, Larissa Vassilievna, pero ando detrás de algo insignificante. En varios artículos sobre usted leí que la habían trasladado a Járkov durante la Gran Guerra y sobre su trabajo con Lysenko y la Ópera del Pueblo Ucraniano. Era la estrella de la escena musical. Así que me preguntaba si recordaría haber conocido a un célebre oficial revolucionario que se hacía llamar Khan Tibyetskji. Durante los años veinte frecuentó a las personalidades más brillantes y artísticas de Járkov. Es posible que también utilizase el nombre de…

Larissa lo interrumpió.

—Conocía a todo el que era alguien, por entonces.

«Sí, y Vidas superfluas es el título de las memorias que escribió en 1915, tan escandalosas que solo los franceses se atrevieron a publicarlas. Después de la Revolución, debió de autoimponerse una cura de humildad para que la perdonasen por ellas, y lo único que queda es este salón abarrotado de recuerdos. No veo ningún retrato de mi padre, pero si conozco a las mujeres de su clase, le tendrá dedicado un altar el en algún sitio de esta casa».

¿Khan, ha dicho? —Sentada como una reina bárbara en mitad de sus trofeos, hizo un esfuerzo visible por recordar—. Khan Tibyetskji… Khan Tibyetskji. ¡Khan! ¡Mi sibarita pelirrojo! —Se sacó otro cojín de detrás de la espalda y lo tiró sin mirar, derribando un aguamanil de metal de un frágil estante y haciendo que ambos cayeran al suelo con estruendo. Durante el tiempo que Bora tardó en recoger el aguamanil y volver a poner en pie el estante, una alarmada Nyusha apareció desde el jardín, preguntando si Gospozha necesitaba algo.

—No, querida, gracias. No necesito nada. —Larissa despidió a la chica con un gesto de la mano. Y dirigiéndose a Bora, añadió—: Nyusha perdió a su marido en la guerra. Me es fiel, se encarga de las cosas. Le dejaré todo lo que tengo, aunque no sea más que una campesina, una campesina de pies a cabeza. Pobre palomita, gota de sangre de mi corazón, no sabrá qué hacer con lo que le deje. Pero a usted no le daré nada, ni siquiera las cosas que pertenecieron a su padre, si es por eso por lo que ha venido.

—No he venido por esa razón, Larissa Vassilievna.

—Ya veremos. Bueno, me ha preguntado por Khan Tibyetskji. ¿Por qué? ¿Qué pasa con él? Vivía a lo grande. Me pareció delicioso volver a tener champán y mantequilla después de los difíciles años de la guerra civil y los meses que siguieron a la muerte de Frunzik. Había cubos de mantequilla en la despensa, por entonces.

En medio del calor sofocante del salón abarrotado, Bora se mantuvo completamente inmóvil, proyectando una imagen de comodidad que no se correspondía ni remotamente con lo que sentía en realidad. La idea que tenía de su padre, formal, sin afectos, se vio dañada al contemplar el descuido reinante mezclado con los despojos de la vanidad de esta mujer. «Aquí donde estoy, con el uniforme que llevo, tengo autoridad para hacer lo que quiera. Podría dar orden de que prendiesen fuego a esta casa con ella dentro. Podría. Vivo en un mundo en el que un hijo puede destruir a la amante de su padre con toda impunidad». Pero cuando ella arremetió, en vez de furia, sintió casi un exceso de compasión.

—¿Por qué quiere saberlo? ¿Por qué me hace estas preguntas? Los Bora siempre tienen segundas intenciones.

—Estimada Larissa Vassilievna, Gospozha, le traeré toda la mantequilla que consiga encontrar si me habla de Khan Tibyetskji.

—Y azúcar.

—Y azúcar.

Aunque debía ser consciente de que no iba a sentarse hasta que se lo indicasen, Larissa dejó que siguiese en pie.

—Fue en los días de Majnó, cuando su Ejército Negro robaba en las ricas haciendas, los conventos, los cuarteles, las granjas. Lo sé porque solía pasar tiempo en Járkov antes incluso de que la Revolución me comprase una casa en la calle Kusnetschnaya. Los kulaks y otros terratenientes confiaron sus objetos de valor a sus antiguos criados, pero Majnó buscó y encontró las cosas en sus cabañas. Majnó era como un tamiz aventando grano. Lo bueno se quedaba en el tamiz. Solo tiraba las cáscaras.

—Pero me está hablando de Majnó, no de Tibyetskji.

—Bueno, ¿qué sabe de los asuntos de Tibyetskji? Él se hizo cargo donde paró Majnó. Cuando vino, lo pasamos bien. Tomamos cubos de mantequilla y cubos de champán.

—No lo entiendo, Larissa Vassilievna: ¿Cómo que él se hizo cargo?

—De los objetos de valor, de los fondos para la Revolución. Todo fluía a través de Járkov el año en que murió Frunzik.

En 1925. Sí. Tarasov le había contado que a lo largo de los años veinte, Khan a menudo visitaba la fábrica de tractores de la Komintern de Járkov; pero puede que ese no fuese el único interés que tenía en la región.

—Cuando lo pasaban bien, Gospozha, ¿también estaba presente un hombre llamado Platonov?

La mano enfundada en encaje le indicó con un gesto que se sentara y Bora sacó el taburete del piano y obedeció.

¡Ih! Gleb Platonov: cuánto tiempo hacía que no oía ese nombre. «Platonov el Honrado», «Platonov el Recto». Gleb el Antagónico, lo llamaba yo. Apenas sonreía, apenas bebía; era el camarada más tedioso que una pueda imaginarse. Ya ve que tengo un oído y una memoria excelentes, Martyn Friderikovitch. Pues bien, Platonov se comportaba sobriamente, pero a mí no me engañaba. Era como ustedes, los Bora: ambicioso, despiadado. Lo que lo movía no era la riqueza, sino el éxito. Sabía exactamente cómo conseguirlo. El bueno de Khan le tenía miedo.

Era difícil imaginarse a Tibyetskji con miedo.

—¿Le tenía miedo físicamente?

—¡Eso no lo sé! Le tenía miedo, eso es todo. Platonov sabía cosas. Guardaba secretos.

«Y cómo», pensó Bora.

—¿Qué clase de secretos, Gospozha?

—No serían secretos si lo supiese. Si lo supiese, querría decir que no sabía guardar un secreto. Secretos sobre Tibyetskji. Secretos sobre Frunze, incluso.

Khan no nació en Rusia: ¿Sería su pasado uno de sus secretos?

Donde estaba su sillón, el ángulo de una alfombra deshilachada formaba un triángulo sobre el suelo de madera. Dio un golpecito con el pie donde la alfombra y el parqué se encontraban, un tamborilear de dedos hinchados.

—¿Conoce el dicho ruso: «Lo que es bueno para un ruso mata al extranjero»? ¿Sabe qué quiere decir schirokaya natura? Tenemos una «superabundancia de espíritu», Martyn Friderikovitch. La manera de vivir de Khan en Járkov me dice que era más ruso que yo misma, nacida en Moscú y criada por un padre del noveno rango administrativo, cuya colección de iconos era famosa en el mundo entero, capaz de saldar una deuda de un millón de rublos y de beber más que un cosaco.

—Hábleme de Platonov, por favor.

—Es un tema aburrido. Platonov hizo carrera, superó a Khan, pisoteó a Khan. Y Khan tenía que congraciarse con él. El trabajo de Khan ayudó a Platonov a llegar a ser miembro del Consejo Militar Revolucionario. De los dos, santo y pecador, me quedaría con el pecador sin dudarlo un instante.

Era lo mismo que había oído de boca de Tarasov, expresado más o menos con las mismas palabras. Bora alisó una arruga del mantón que cubría el piano, cerca de la fotografía de Frunze.

—Pero esos «secretos», ¿puede que tuviesen que ver con ciertas mercancías? ¿Con los bienes requisados durante la Revolución, tal vez por Majnó, que alguien le habría robado y ocultado? ¿Alguna vez ha oído hablar de un lugar llamado Krasny Yar?

—No. No me suena de nada ese lugar. Debe de ser muy pequeño para que nunca haya oído hablar de él. Por aquellos años, Khan y Platonov se peleaban como perros callejeros, pero nunca mencionaron Krasny Yar.

—¿Los vio discutir, Gospozha? ¿Y por qué iba un hombre con el ego de Khan Tibyetskji a permitir que un colega aparentemente menos brillante lo sobrepasase? ¿Es cierto que, como dice, Platonov conocía secretos sobre él?

—¿Por qué, si no? Una vez, cuando tuvieron una riña en mi casa de Járkov, llamó a Khan «ladrón de ladrones», y si no llego a interponerme entre los dos, se habrían matado. Hicieron las paces, como siempre. Pero Khan era como las brasas bajo las cenizas. Pasado un tiempo, dejaron de visitarme juntos.

—¿Y alguno de los dos, según recuerda…?

Larissa se hundió en su sillón, asintiendo con la cabeza.

—Lo recuerdo todo, siempre que quiero. Pero ahora no. Ahora estoy cansada. Me cansa mirarlo a usted, es un Bora: cinco puds de arrogancia masculina. Conozco a los de su sangre. Váyase. Vuelva cuando tenga mantequilla de sobra. Y azúcar.

Puede que estuviese fingiendo o puede que no. Era poco probable que fuera a sacarle nada más, en todo caso. Bora vio cómo permanecía sentada mirando hacia otra parte (o hacia ninguna parte) en la habitación, ignorándolo; la típica técnica de las personas mayores para deshacerse de los jóvenes. Salió del salón y de la casa y del jardín descuidado, y no consiguió volver a sentirse como Martin Bora del todo hasta que llegó al vehículo militar y se sentó al volante. Se sintió aliviado al ver la muesca en el marco del parabrisas, una prueba de que seguía siendo el mismo día y la misma vida que cuando le habían disparado cerca del cruce de carreteras de Diptany.

«Martes, 18 de mayo, en Merefa. Menos mal que me acordaba de Las campanas de Nóvgorod, con el “acorde de Tristán” y todo. Como compositor, mi padre biológico sentía predilección por la escala pentatónica y el cromatismo. Weiss me dijo que no tenía nada más que enseñarme cuando conseguí dominar esa pieza. Dudo que fuese cierto. Pero estábamos en 1934 y habían empezado a obligar a los residentes de Leipzig a mostrar los documentos acreditativos de su raza. Acababa de graduarme con honores de la Escuela de Caballería de Hannover y estaba a punto de entrar en la Escuela de Infantería Militar de Dresde. Apenas pasaba tiempo en casa, hubiese recibido lecciones de piano de un judío o no.

»En cuanto a La Malinovskaya, ¿qué esperaba? ¿Qué impresión me ha causado? Creo que fue Séneca el que dijo: Nullum magnum ingenium sine mixtura dementiae, apuntando al vínculo entre el genio y la locura. Aunque no la mencionábamos mucho en casa por razones obvias, siempre sentí curiosidad por su vida y su carrera. Es posible que su padre, experto en arte, saldase su desorbitada deuda, como dice; pero también era jugador y se pegó un tiro en un casino de Marienbad unos años después. Prefirió no mencionar este detalle, mientras que culpó de su ruina a “esos dos mercaderes arribistas, Ostruchov y Tetryakov” (como si fuera a conocerlos; pero no le pregunté para que no me enviaran a otra búsqueda inútil). Las peleas de Larissa fuera del escenario con Maria Kuznetsova la de Odessa, que también era muy hermosa, llegaron a los titulares. Por no hablar de sus celos (recíprocos) por Salomea Kurshceniska (espero haber escrito bien el nombre), al menos hasta que Salomea se vio obligada a huir al extranjero por razones políticas hará unos cuarenta años. El año 1925 debió de ser difícil para Larissa porque, aparte de Frunze, también perdió a su joven amiga Jurjevskaya en un espectacular suicidio por ahogamiento en un torrente de montaña suizo. Pero por mucho que suspirase por el desleal Friedrich von Bora y por Mijaíl Frunze, Larissa ni siquiera se planteó el suicidio. Por supuesto, habría sido una pérdida para la música mundial, ya que su admirable coloratura era y es poco común entre las voces potentes. De su generación, solo se me viene a la mente Felia Litvinne.

»Ha añadido una pieza posiblemente importante al puzle de Tibyetskji: la pelea abierta entre Khan y Platonov se debió al robo, o a la idea del aburrido de Platonov de lo que era robo. No dejo de preguntarme si la lujosa vida que Khan llevaba en Járkov (¡Larissa lo llamó un sibarita!) se financiaba por completo por la gratitud que el partido le debía a un héroe o si además tenía otras fuentes (sus atrevidos tratos de negocios con los extranjeros). La expresión que utilizó, “ladrón de ladrones”, apunta a que se apropió de los bienes de alguien que se había hecho con ellos de manera ilegal o injusta. ¿Majnó? ¿La clase terrateniente? Tengo intención de volver a Pomorki en cuanto sea posible para sonsacarle todo lo que recuerde de esos días. Tiene razón en cuanto a mis motivos para visitarla: lo hice con segundas intenciones.

»Nota: no lejos de su casa, en los terrenos pertenecientes al Instituto de Biología, que están completamente abandonados, hay varios pozos que dan a tuberías de gas subterráneas, etcétera. Según pude observar cuando me detuve un momento durante el camino de regreso (“curiosidad” es mi segundo nombre), me di cuenta de que, exceptuando una, las tapas de acero estaban atrancadas con cerrojo. Hacen bien, ya que de lo contrario serían un escondite perfecto para los indeseables. Si todas son como las que estaba destapada, ¡tienen siete u ocho metros de profundidad!

»Otra nota: a mi regreso a la escuela, Kostya estaba todo lo malhumorado que puede estar una persona como Kostya; seguramente porque había ordenado quemar la casa de Tarasov. Bueno, ¿qué quieren estos rusos? ¿No pueden agradecerme que intente ahorrarles problemas peores? Campesinos de los pies a la cabeza, Larissa tiene razón».