Miércoles, 12 de mayo
Bora no sabía lo proféticas que iban a resultar sus palabras. Moscú se atribuyó el asesinato transcurridos dos días, que Bora pasó en el bosque al sur de Bespalovka con tres cuartos de su unidad de caballería reunidos y la asignación de los puestos de oficial y suboficial casi completada. Bruno Lattmann fue el primero en interceptar por radio el comunicado ruso, aunque durante la noche en Járkov también aparecieron panfletos publicados por el movimiento partisano organizado desde Moscú en los que se celebraba el «ajuste de cuentas severo pero justo del pueblo». En ellos se decía que Khan era un traidor trotskista y zinovievista y un espía enemigo cuya muerte mientras se encontraba en manos de las «hordas de verdugos nazis» demostraba lo largo que era el brazo de la justicia soviética.
El miércoles por la mañana temprano, durante una parada en Borovoye mientras iba de regreso a Merefa (oficialmente, para ver a Lattmann antes de que este partiese para la oficina de Kiev con los papeles de Platonov, y extraoficialmente, para ver si tenía noticias del traslado del sanitario), lo único que pudo hacer Bora fue tomar nota.
—Demonios, Mantau dio en el clavo. Todavía no me explico cómo se las apañaron, y habría apostado cualquier cosa a que el UPA, el Ejército Insurgente Ucraniano, daría con Khan antes que ellos, dada su prolongada carrera como bolchevique. Pero en Ucrania ya casi tienen más acrónimos que en España, hace seis años. Me pregunto desde cuándo sabía el NKVD que Tibyetskji estaba en Járkov.
Lattmann se lo tomó con filosofía.
—Debieron de averiguar muy pronto dónde se había pasado a nuestro bando. Da gracias de que las babushkas le echasen el guante cuando ya no estaba bajo tu custodia.
—Eso también es desconcertante. Quien quiera que las desviase hasta Mantau lo hizo antes de que nos arrebataran al desertor. O los partisanos organizados desde Moscú de Sydor Kovpak tienen una bola de cristal, o cuentan con un topo dentro del SD de Mantau, lo cual sería lo nunca visto. Me encantaría. Por cierto, ¿te dicen algo las palabras Narodnaya Slava?
—«Gloria nacional» o «gloria del pueblo». ¿Qué es? ¿Un eslogan?
—No lo sé. Khan las había escrito a lápiz al dorso de una fotografía en la que se lo veía en su tanque, con el pecho cubierto de medallas.
—Puede que se refiriese al T-34.
—O a sí mismo, conociéndolo. A ver qué más puedes averiguar sobre esas afirmaciones, Bruno.
—No será fácil, pero haré lo que pueda. El comunicado no especifica los nombres de los patriotas que ejecutaron la acción punitiva. En sí, no quiere decir nada; pero sería de esperar que lo mencionasen.
—Sí, sobre todo porque tenemos una lista que incluye los patronímicos de las mujeres. Si eran agentes, esos nombres podrían haber sido alias. Pero, aun así, ¿por qué no identificar al menos a las dos que fueron ahorcadas públicamente? En cuanto al lenguaje utilizado, no puedo discutir la autenticidad del comunicado: «¡Abajo la plaga parda para la humanidad y la cultura! ¡Las hordas de verdugos perecerán!». Incluye toda la retórica típica. —Aquí, en el exterior, hacía calor, y ambos hombres sudaban profusamente. Bora se había quitado la casaca de camuflaje que utilizaba cuando estaba de patrulla y desabotonado el cuello de la camisa de verano—. ¿Se ha producido alguna reacción oficial por parte alemana?
—Y que lo digas. Culparon a los trabajadores del ferrocarril ucranianos de que las babushkas hubiesen llegado a Pokatilovka en vez de a Merefa. Ayer el Servicio de Seguridad fusiló a todos los que trabajaban en ambas paradas, desde los ayudantes de los jefes de estación alemanes hasta el último guardavías y guardagujas. En Pokatilovka, comprensiblemente, intentaron oponer resistencia, y un hombre del SD resultó herido. Ahora están sacando a rastras a personas al azar de las colas del pan y les meten una ráfaga de ametralladora en el cuerpo a las que intentan escapar. Y como hay varios gendarmes ucranianos que nos echan una mano aquí y allá, deben de estar realizando ajustes de cuentas en toda regla. —Lattmann siguió a Bora mientras este se encaminaba con prisas al vehículo de transporte de personal y lo vio tirar la casaca al asiento delantero—. Te detendrán al norte de Koroschevo si continúas a partir de aquí. Yo en tu lugar no iría a Járkov, Martin.
Bora le estrechó la mano a su amigo, que llevaba las yemas de los dedos vendadas, una sí y una no.
—Sí que irías, Bruno, y lo mismo haré yo.
Lattmann había sido conservador al advertirle. Era imposible penetrar en la ciudad por ninguno de los lados; ni siquiera se podían transitar los habituales caminos de tierra entre fábricas desmanteladas. Probando fortuna desde Merefa, Bora descubrió que los cortes de carretera comenzaban en el Kombinat, donde se echaba atrás a los vehículos sin importar el motivo que los llevase a Járkov. Decidió entrar y pedirle permiso al comisionado para llamar por teléfono al cuartel general de la 161.ª División, desde donde esperaba recibir información de última hora. Pero las oficinas estaban desiertas, a excepción del ayudante de Stark y de algún que otro montón de suministros médicos que nadie había podido pasar a recoger. Bora recibió autorización para hacer la llamada. Cuando sonó el teléfono de Von Salomon, la respuesta del coronel le llegó ronca y angustiada.
—No tengo tiempo de hablar con usted, comandante. Esto es espantoso… ¡Justo debajo de mis ventanas! Espantoso, espantoso.
Bora no pudo sacarle más información y en el resto de extensiones del cuartel general nadie cogía el teléfono. Sin saber si el nerviosismo de Von Salomon se debía a acciones realizadas por tropas alemanas o dirigidas contra estas, durante una hora intentó sin éxito que lo dejaran pasar por el control. A media mañana, siguiendo la estela de un coche oficial cuyos irritados pasajeros consiguieron salirse con la suya, por fin le permitieron pasar frente a la patrulla fuertemente armada, pero el trayecto solo se prolongó hasta el siguiente control de seguridad, situado a cinco kilómetros de los límites de la ciudad. Mientras los pasajeros del coche oficial, uno de ellos el edecán de un general, renovaban su acalorado enfrentamiento con los hombres del Servicio de Seguridad, Bora retrocedió furtivamente un buen trecho, volvió a ponerse la casaca de camuflaje, dejó el vehículo de transporte de personal a un lado de la carretera y, por su cuenta y riesgo, rodeó el control a pie.
Atajando por el campo sin ser visto, atravesó una zona húmeda y surcada de profundas zanjas, la distancia necesaria para volver a salir a la carretera más al norte, fuera del alcance de la vista de la patrulla. Aquí, pronto consiguió que lo llevase el conductor de un camión del ejército, que en un principio se dirigía hacia el sur y al que habían obligado a volverse en el mismo control. El destino del conductor era Yasna Polyana. Bora se apeó allí, cruzó las vías hasta el parque que había más allá y, veinte minutos más tarde, llegó al centro de Járkov. A sus espaldas quedaban las calles desoladas y vacías. Aquí y allá, alguna que otra tienda al estilo tradicional ruso, construidas por debajo del nivel de la calle y accesibles tras bajar unos cuantos escalones, tenía las ventanas rotas y no se veía a nadie en el interior. Bajo el sol, con la prenda de lona de camuflaje que multiplicaba el calor del día, Bora sudaba copiosamente. Los disparos de fusil (un sonido seco como «poc, poc» que reverberaba entre los edificios) lo guiaron hacia la avenida curvada y la plaza que hasta el desastre de Stalingrado había estado dedicada al general Von Paulus, cerca de la catedral de la Anunciación, con sus franjas de mármol. Se estaba realizando una detención colectiva. Bora no podía negar que estaba acostumbrado a escenas así. Pensó que ojalá pudiera decir que lo turbaban, pero lo cierto es que ya nada parecía turbarle. Ya lo había visto, hecho y experimentado todo. Las multitudes perdían su individualidad, todo se reducía a los empellones y las culatas de los fusiles que empujaban, separaban o golpeaban, a los rápidos giros sobre los talones cuando alguno salía corriendo para escapar y alguien enderezaba, apuntaba y disparaba el arma sin fallar el blanco. Todos jugaban al mismo juego, incluidas las víctimas. Había cadáveres tirados bajo los que se acumulaba la sangre. Solo se le removió la furia, como un líquido espeso que necesitase que lo mezclasen y sacasen a cucharadas pero que al final se agitaba solo, lo cual no era lo mismo que sentir compasión. El principio, no las personas; no sentir lo que no sentía. La virtud no tenía nada que ver con esto. Bora se acercó al suboficial del SD que dirigía la operación y que le lanzó una mirada de impaciencia antes incluso de que le hiciese la pregunta.
—¿Quién ha autorizado esto?
—Órdenes del Gruppenführer Mueller, autorizadas por el Gebietskommissar.
—¿No son civiles ucranianos? El asesinato se lo han atribuido los soviéticos rusos.
—Fueron los trabajadores del ferrocarril ucranianos los que atacaron a un soldado alemán. Y de todas formas, comandante, debería revisar sus fuentes. El UPA se atribuyó el acto terrorista esta mañana.
Era una novedad, pero ahora no podía investigarla. Ya que la oficina de Von Salomon no estaba lejos, Bora se acercó a pie. No vio nada «espantoso» ni que justificase la angustia del coronel en la calle a la que daban sus ventanas, así que cambió de opinión y decidió no malgastar el tiempo con la aprensión de otro. Hasta que se giró hacia la callejuela cercana a la catedral, entre la fábrica textil y el antiguo Palacio del Trabajo, no lo entendió. Allí varias unidades del ejército se habían desplegado junto al Servicio de Seguridad y acorralado a hombres y mujeres aterrorizados hasta llevarlos a los camiones que esperaban para la deportación, o algo peor.
Aunque la jerarquía valía muy poco cuando se trataba con las SS y el SD, sí tenía peso en el ejército. Bora recordó que aún llevaba consigo una copia de la lista de los nombres de las babushkas. Vio a un teniente de artillería bastante joven que estaba ocupado formando a los civiles sobre la acera, se acercó a él y, sin mediar palabra, sacó a una mujer al azar de la larga fila.
Sin vacilar, el teniente devolvió a la mujer a la cola de un empujón.
—¿Qué hace, Herr Major?
Bora le mostró durante un segundo el papel con los nombres de las mujeres que llevaba el sello de la oficina de Stark.
—No: ¿Qué hace usted, teniente? Tiene a mis cinco obreras. Si no consigo llevármelas, lo haré responsable a usted.
El subordinado leyó la firma del comisionado (no la fecha, ya que el pulgar de Bora la ocultaba) y, aunque resentido, dio un paso atrás.
—A sus órdenes, mi comandante. Pero dese prisa en llevárselas. Tenemos trabajo que hacer.
Mientras recorría la fila de civiles dando zancadas, Bora reclamó a la primera mujer que había elegido y sacó a otras cuatro, instintivamente, sin saber por qué seleccionaba este rostro angustiado o aquella muñeca que no oponía resistencia, en lugar de otro rostro asustado u otra muñeca temblorosa. No había la más mínima amabilidad en sus gestos; simplemente se sentía furioso e incómodo. «¿Es así como morimos? ¿Al azar? ¿Es así como se nos elige para nacer? ¿Qué papel desempeño a ojos de Dios cuando estiro mecánicamente el brazo para salvar a una y condeno a las demás?».
Después, a pie como iba, no supo qué hacer con las mujeres. Se prohibió a sí mismo involucrarse emocionalmente, hasta el punto de que no habría podido decir cuáles eran sus rostros ni sus edades. No era relevante. Las condujo a empujones hacia una esquina, por una calle flanqueada por las vías del tranvía, hasta llegar a un cruce, donde se detuvo. Como llevaba abierta la pistolera, las mujeres se mantuvieron frente a él formando una apretada piña y llorando, y hasta que les gritó ¡Voy! Davai!, no entendieron que debían salir corriendo.
En la confusión, Bora consiguió realizar el truco de la lista con los nombres con otras patrullas del ejército dos veces más, en la retícula de callejuelas y edificios públicos en ruinas que se extiende entre la catedral y el Parque de los Gremios. Intentarlo una cuarta vez habría sido demasiado arriesgado. Cuando subió las escaleras que conducían a la oficina de Von Salomon, no tenía ni ganas ni paciencia de escuchar una retahíla de lúgubres recriminaciones.
Los pasos nerviosos del coronel se oían desde el final del pasillo. No cesaron cuando Bora apareció en el umbral y se cuadró. Por el contrario, su recorrido se amplió para incluir la ventana.
—La situación es terrible, comandante. Terrible. —Von Salomon no preguntó cómo se las había apañado Bora para entrar en Járkov y este prefirió no decir nada—. En estos momentos es terrible.
Los tiroteos esporádicos continuaban en el exterior y los cristales de las ventanas repiqueteaban débilmente en sus marcos. Bora aún estaba furioso. Ocultarlo no era la parte difícil; lo difícil era deshacerse de la furia. Vio como Von Salomon se llevaba las manos a las mejillas sin dejar de andar de acá para allá.
—Psicostasis. —Lo oyó murmurar—. Psicostasis. El temible pesaje de las almas después de la muerte. ¿Acaso se puede escapar a ella?
Las palabras, que parecían compartir un sentimiento de culpa, resonaron elegantes y vacías. A Bora el parecido del coronel con un perro grande y tristón le resultó más evidente y creíble que su agitación interior. Al bajar la mirada, se dio cuenta de que, al sacar a una de las mujeres de una de las filas, se le había quedado pegado un trozo de hilo de su blusa raída a la manga derecha. Se dio prisa en recogerlo y ocultarlo con el índice bajo la presilla abotonada del puño de la camisa. Aunque era posible que la pregunta de Von Salomon fuese meramente retórica, Bora la contestó.
—Si uno cree en la psicostasis, Herr Oberst, nadie puede escapar a ella.
—Sí. —El coronel se detuvo junto a la ventana y se apoyó sobre el alféizar—. Soy de la misma opinión. ¿Sabe? He oído de fuentes de confianza que el general Von dem Bach-Zelewski, de las SS, que organizó operaciones especiales en Riga, desde entonces no ha dejado de tener alucinaciones con judíos. Algunos dicen que es porque sus hermanas se casaron con judíos. Ambas circunstancias podrían… ¿eh? ¿Qué cree usted?
El dilema parecía sincero. Von Salomon podía preguntarse si habrían sido las ejecuciones en masa o el tener sangre judía en la familia, aunque fuese por vía política, lo que había causado el agotamiento mental del general de las SS. Bora permaneció con la mirada más allá del coronel, fija sobre el cristal de la ventana, que temblaba de vez en cuando. Hacía años había perfeccionado la cautela hasta llegar a convertirla en un arte. Y aunque últimamente había momentos en que, sin razón aparente, lo abandonaba por completo, este no era uno de esos instantes. Dijo, impasible:
—Creo que no necesito recordarle al coronel el decreto del Führer de 13 de mayo de 1941 que hace referencia a lo sumario de las medidas colectivas de represalias en este frente. Y si me permite señalarlo, el general Erich von dem Bach renunció a su apellido polaco, Zelewski, hace dos años.
Ya habían levantado la mayoría de los controles de seguridad cuando Bora salió de Járkov en compañía de un oficial de suministros que se dirigía a la oficina del comisionado. Estaban desmantelando el retén situado al norte del Kombinat, en el que aún había soldados, en ese momento, y les permitieron pasar. Algo más allá, Bora pidió que lo dejaran bajarse del coche donde todavía estaba aparcado su vehículo, que se encontró tal y como lo había dejado excepto por el trozo de papel doblado que estaba encajado entre la luna delantera y el limpiaparabrisas. Sobre una firma ilegible trazada a lápiz verde, ponía: «Se ha anotado la matrícula de este vehículo. Abandonar objetos propiedad de la Wehrmacht sin vigilancia en territorio ocupado no solo es poco recomendable, sino que va contra las reglas. Se tomarán medidas disciplinarias contra el conductor».
De todas las cosas que habían ocurrido durante el día, tal vez porque en esta de verdad tenía una responsabilidad objetiva, la amonestación fue la que más cerca estuvo de hacer estallar a Bora. Como los hombres del Servicio de Seguridad lo estaban observando, se limitó a volver a plegar cuidadosamente el papel por los dobleces y metérselo en el bolsillo, pero estaba que echaba humo mientras se dirigía a Merefa sin mayores incidentes.
«Merefa, 19:15 horas. Las palabras que se me vienen a la mente son “sustitutivo” y “metonimia”. En momentos de estrés, sustituir un sentimiento por otro, o tomar una cosa por otra, nos permite apaciguar y calmar la ansiedad. El objeto que se cruza en nuestro camino en ese momento queda imbuido de un significado mayor y desencadena una respuesta proporcional a su papel.
»El sacerdote Nitichenko, el padre Victor, no pudo haber elegido una manera mejor de precipitar los acontecimientos hace media hora, aunque desde fuera lo ocurrido no pareciese más que el retorno de la procesión para realizar quién sabe qué galimatías supersticioso que comenzó hace dos días. Las noticias se extienden mucho más rápidamente en esta campiña de lo que cabría esperar tras la supuesta eliminación de todos los aparatos de radio, así que, cuando pasaron los campesinos, iban cantando y gritando de alegría por las represalias que se habían tomado en Járkov a lo largo de las pasadas veinticuatro horas. Comunistas, rusos, judíos; lo mismo le da a ese primitivo e intolerante Nitichenko: Dios los quiere muertos, y que se pudran.
»Si no me hubiese visto sometido a tres horas de música de acordeón anoche, y si los ucranianos no hubiesen utilizado el mismo acompañamiento a todo volumen, creo que me habría tomado mejor las cosas. Pero, al no ser así, salí hecho una furia de la escuela, detuve la procesión y les ordené que me entregasen los instrumentos. A estas alturas, ya han aprendido que si llevo la pistolera abierta, no hay discusión que valga. Conseguí que los ancianos amontonasen los acordeones en mitad del campo estéril que flanquea la carretera y les ordené que se marchasen. Se negaron, o, mejor dicho, caminaron hasta encontrarse a una distancia prudencial como para atreverse a parar y mirar qué iba a ocurrir. El sacerdote, que llevaba en la mano un icono bastante grande, se colocó a medio camino entre ellos y el lugar en donde me encontraba yo.
Como ya había preparado las cosas de antemano, rápidamente y con gran eficiencia coloqué la mina rusa que había desenterrado de la orilla del canal en el hueco que forma el fuelle y el teclado derecho del instrumento al pie de la pila. Después lo rellené de guijarros y tierra, le quité el alfiler al fusible y me alejé a una distancia conveniente. Entonces, a diferencia de su rebaño, el padre Victor ya había entendido lo que se estaba cociendo, así que dejó caer el icono y salió corriendo tras los demás. Solo me hizo falta un disparo para hacer volar el montón por los aires y asegurarme de que incluso el menos desmembrado de los acordeones nunca volvería a funcionar.
»¿Qué pensarán los campesinos de Merefa? Aunque no es que me importe. ¿No saben que, según el decreto del Führer de mayo del 41, párrafo 4, “deben llevarse ante un oficial los elementos sospechosos lo más pronto posible”? Como oficial alemán, me corresponde decidir no solo quién es sospechoso, sino también qué es sospechoso y cómo deshacerme de ello. Sin duda el centinela ha presenciado castigos peores entre los rusos, porque ni siquiera pestañeó. Y en cuanto a Kostya, no es la clase de persona que cuestiona ni a los oficiales ni a los alemanes. Además, no estaba presente. Lo envié a la aldea a que buscase alguien que de verdad hubiera visitado Krasny Yar y vivido para contarlo.
»Y hablando de sospechas, cuando regrese de la oficina de Kiev, es posible que Lattmann pueda ponerme al día sobre la nueva atribución de la UPA, el Ejército Insurgente Ucraniano. Tal como están las cosas, me hice con uno de sus panfletos recién impresos en el Kombinat, donde me reuní durante unos instantes con el comisionado Stark después de volver de Járkov con las pruebas. Él mismo había llegado de la ciudad hacía poco y lamentaba (según dijo) “haberse visto obligado a autorizar la operación policial antes de haber tenido oportunidad de plantearse lo acertado de las medidas”. “Inquieta vive la cabeza”, etcétera. Hice dos cosas: mantuve la boca cerrada ante este comentario y apunté que hay muchas imprentas oficiales y clandestinas en la ciudad, así que el Servicio de Seguridad no va a tenerlo fácil a la hora de rastrear los panfletos hasta la fuente adecuada. Stark no sacó el tema de la muerte de Khan Tibyetskji, ni yo tampoco.
»Me intriga que la atribución del UPA no mencione los detalles concretos del asesinato (todos damos por hecho que fue tal, pero eso aún está por ver), como tampoco lo hizo el comunicado ruso. Además, es posterior, no anterior, a la atribución soviética. Es genuina (en el sentido de que ha debido de originarse en los círculos del UPA), menciona el golpe de Estado apoyado por Prusia contra la República Nacional Ucraniana de 1917 y promete vengarse del general Skoropadski, que, en sus días de juventud, capitaneó dicho golpe; el mismo destino que sufrió Khan. La referencia resulta obvia porque en este momento Skoropadski se encuentra en Alemania; aunque también hay que decir que eligió su residencia después de perder el poder.
»Al fin y al cabo, si uno quiere buscar responsabilidades por la muerte de Khan, Mantau se las lleva todas. Desde su punto de vista, hace lo correcto en fijarse como objetivo a los jarkovianos tanto ucranianos como rusos para que ningún culpable quede impune. El destino de las babushkas que aún están bajo custodia del SD no es envidiable: el peligro es que seguramente dirán lo que crean que Mantau quiere que digan.
»Una última nota: había correo para mí en el cuartel general de la división. Una carta de Dikta, que había llegado por los canales habituales del correo militar, y un sobre del padre Galette, cura castrense, que habían entregado en mano. Todavía no he leído ninguno de los mensajes, porque no estoy de humor para recibir noticias de mi mujer ni de mi antiguo maestro, el cardenal Hohmann.
»Post scriptum: el Servicio de Seguridad debe de creer que estoy peor preparado para ciertas eventualidades de lo que garantiza mi adiestramiento: siempre llevo conmigo matrículas de repuesto y pienso cambiarlas mañana a primera hora».
Jueves, 13 de mayo
A primera hora de la mañana los campesinos de Merefa volvieron a recoger los pedazos de sus acordeones. La animosidad de Bora había disminuido considerablemente, así que le pidió a Kostya que repartiese entre ellos unos puñados de karbovanets. Como el dinero era escaso, Kostya volvió con el mensaje de que si había otros instrumentos que el mayor quisiese ver volar por los aires, tenían también concertinas y violines.
Después de cambiar las matrículas, Bora se estaba aclarando las manos en una exquisita jofaina que había dejado allí el maestro de escuela ruso cuando dijo, sin sonreír:
—No les haga caso. ¿Hay alguien en el pueblo que pueda hablarme del Yar?
—Da-s i nyet-s, povazhany. Sí y no. Hay un hombre de Schubino que ha venido a verlo.
Bora alzó los ojos al oír la mención de una aldea cercana a Krasny Yar.
—¿Schubino? Está a treinta kilómetros de aquí.
—Dice que es de Schubino, pero que ahora vive en Merefa.
Dejando a un lado el recipiente de esmalte adornado con ramilletes de flores rojas en torno al borde, Bora se secó lentamente las manos con el paño que le tendía Kostya.
—¿Y ha venido para hablar de Krasny Yar?
—Eso no lo ha dicho, señor. —Kostya cogió la jofaina, rehuyendo la mirada del oficial—. Aunque creo que seguramente le sacará de sus casillas.
Taras Lukjanovitch Tarasov no necesitaba ni abrir la boca para indisponer a un oficial alemán. Iba vestido con sus mejores galas y se había puesto la insignia de honor soviética sobre la que podía leerse: «Proletarios del mundo, ¡uníos!». Se fusilaba a civiles por mucho menos.
Bora examinó al hombrecillo huesudo que se presentó como un rajivnik, y la idea de un contable con pinta de tísico que se atrevía a desafiar a todo un ejército de ocupación le resultó irresistible.
—Bueno, Tarasov —comenzó—, así que vivía en Schubino. Está cerca de Krasny Yar. ¿Ha venido a hablarme del bosque?
La pregunta pareció ofender al visitante.
—¿Del bosque? No. Estoy aquí para entregarme por el asesinato del traidor Tibyetskji.
Ocultar todo lo que se le pasó simultáneamente por la cabeza (sorpresa, duda, incredulidad, hilaridad) obligó a Bora a dosificar su autocontrol para que no pareciese artificial. «Viejo idiota, póngase a la cola: tiene a muchos otros por delante» fue lo que sintió ganas de aconsejarle, pero con toda seriedad dijo que le agradecía el gesto. Y nada más.
Tarasov, con su rostro grisáceo, se quedó plantado donde estaba, con aspecto de incomodidad, expectación y miedo. Observó cómo el alemán sacaba del cajón un folio en blanco, junto con el panfleto del UPA que había recibido de manos de Stark, girado sobre la superficie de madera para que resultase legible a alguien que se acercase al escritorio del maestro.
Bora esperó. Había aprendido a no permitirse pequeños gestos que pudiesen delatar desconcierto o impaciencia. Nada de tamborilear los dedos sobre el escritorio ni juguetear con la alianza de boda, nada de miradas directas. Se quedó sentado, muy recto, en la silla, mirando con indiferencia un punto entre el mentón y el pecho de Tarasov, donde la insignia que llevaba prendida al viejo traje, de casi ocho centímetros de ancho, mostraba a una joven pareja frente a un fondo de banderolas ondeando sobre el que destacaba la llamada a las armas de Marx. Olfateó el miedo en este hombre enfermizo, junto con otra emoción menos patente y comprensible. Una mosca, que había entrado por la ventana, se posó suavemente sobre el panfleto, en el que una línea en negrita rezaba Slava Ukrainy, gloria a Ucrania.
Intuyendo que Bora le estaba pidiendo que justificase su afirmación, Tarasov se humedeció los labios.
—Como comisario político en la Fábrica n.º 183 de Járkov y, más tarde, en la empresa de cámaras fotográficas FED hasta mi jubilación, contribuyo activamente a moldear desde el punto de vista ideológico a los patriotas que ejecutan la venganza del pueblo.
Otra vez se hizo el silencio. La mosca se elevó del panfleto y aterrizó sobre el hombro derecho de Tarasov. Miedo, sí. Era de esperar. Pero la otra emoción… ¿de qué se trataba? No era ni hostilidad ni arrogancia. Ni tampoco locura. ¿Resentimiento? ¿Desesperación? «Odilo Mantau daría un brazo y una pierna por encontrarse en mi lugar». Bora saboreó la extrañeza del momento, fuera o no a llevar a alguna parte. Tranquilamente, se sacó la pluma del bolsillo del pecho y le quitó el capuchón. Acercando la plumilla al folio en blanco:
—¿Y quiénes son los patriotas? —preguntó—. Deme nombres.
Tarasov se tragó las ganas de toser. Entre los cincuenta y sesenta años de edad —resultaba difícil decirlo por su cuerpo demacrado—, parecía confuso ante este extraño recibimiento.
—No tengo intención de delatar a mis compatriotas rusos.
—Ah. Entonces, nada de Slava Ukrainy. Slava Rossiy. Los excelentes jefes partisanos soviéticos Sydor Kovpak y Semyon Rudniev, quien según tengo entendido fue nombrado general hace un mes.
—Comandante, pensé…
—¿Por qué ha venido a verme? —Preparada para escribir, la pluma de Bora se mantuvo firme, a pocos milímetros del folio—. Hay otras autoridades alemanas a las que debió haberse entregado.
Tarasov le dedicó una mirada de frustración.
—Soy residente en Merefa. Usted es la autoridad militar alemana en Merefa. ¿A quién iba a acudir? Esto es realmente… inaceptable.
—¿Inaceptable? ¡Me importa un comino lo que usted considere aceptable! Le he pedido información sobre Krasny Yar, ¡y entra pavoneándose con afirmaciones que no puede respaldar y suponiendo que una insignia de hojalata va a hacer reaccionar a un oficial alemán! ¿No le habían dicho que de lo que busco información es del bosque?
Un ataque de tos seca sacudió a Tarasov. Incomodada, la mosca abandonó su hombro y voló en busca del techo trazando un semicírculo serpenteante.
—Me lo habían dicho. —Una vez recuperó el aliento, habló con voz ronca—. Es lo que me animó a venir en un primer momento, pero… me dio la idea de… la oportunidad de…
—¿Hacerse el fanfarrón con la muerte del general Tibyetskji? No me ofenda, contable.
De forma totalmente inesperada, el hombrecillo golpeó el escritorio con el puño.
—¡Bueno, no me ofenda usted a mí, comandante! ¡Después de todo, fui camarada del traidor Tibyetskji!
Bora no movió ni un músculo. «Y yo que solo intentaba salvarle la vida a este idiota». Transcurrió una pausa en la que no mediaron palabra, muy distinta del silencio anterior, antes de que Bora le pusiese el capuchón a la pluma y se la guardase. «Sea lo que sea lo que pretende, independientemente de lo que haya hecho o no, ahora estamos en camino».
La conversación con Tarasov duró más de hora y media. Bora lo escuchó con absoluta atención, mientras apuntaba unas cuantas notas sencillas pero indicativas que se convirtieron en un memorando extenso en cuanto el contable salió de la habitación. Escribió furiosamente para no omitir ni una sola pista ni un comentario, rellenando varias hojas por ambas caras. Si no le hubiese prometido a Mayr, del Hospital 169, que le informaría de cualquier noticia que tuviese sobre el Sanitätsoberfeldwebel Weller, habría seguido dándole vueltas a la «confesión» de Tarasov. Pero primero tenía varias cosas que hacer en Járkov, y también estaba el asunto de la autopsia de Khan Tibyetskji, sus recados del día.
En el hospital, seguía oyéndose el sonido de los martillos, las sierras y las reparaciones tras las puertas cerradas. Mientras esperaba a que el cirujano terminase sus rondas, Bora sacó su diario del maletín y buscó la carta de Dikta, que había colocado entre las hojas como marcapáginas. Con los hombros apoyados contra la pared, la abrió con agitación. Era corta, porque Dikta no solía permitirse efusiones: prefería enviar tres cartas cortas que una larga. Aunque había recibido la mejor educación suiza, en su correspondencia raras veces explicaba en detalle lo que sin duda sentía por él (o por otros, o por el mundo). Para tratarse de una mujer de veintiséis años, siempre había algo de inmadurez en sus palabras, una impaciencia adolescente por terminar la tarea de escribir.
Después de los saludos cariñosos del principio, escribía:
«Nos hemos hecho buenas amigas, la mujer de tu hermano y yo. El médico le dijo a Patita que tenía que andar, así que la llevo a conciertos, conferencias, exposiciones, reuniones de caridad… y de compras, porque ya no le cabe la ropa. Por las noches, nos sentamos a charlar en la cama de su habitación y nos reímos como niñas pequeñas, ella en camisón y yo en sujetador y ropa interior de volantes, un conjunto nuevo que le pedí a mamá que me enviase de París. La verdad es que es bastante indecente, pero te va a encantar. ¡Si papá Sickingen me viera con él puesto! Con tres mujeres en la casa anda exasperado, no sabe dónde meterse. Imagínate: aunque no le gustan los perros, saca a Wallace todos los días a dar un paseo por el Parque Rosenthal o se va él solo a la sala de fumar, bajo las balalaicas y esos espantosos trofeos con los ojos de cristal.
»Es increíble la cantidad de cosas que ignora Patita sobre su propio cuerpo. Aunque se sonroja, siente mucha curiosidad por las cosas que pueden hacer las personas casadas y con experiencia. Creo que está un pelín envidiosa de nosotros. Me preguntó si algunas de esas cosas son pecado, la buena de Patita. Le contesté que no me criaron como católica romana pero que a ti sí y que nada parece plantearte un problema. Creo que, en cuanto nazca el bebé y ella vuelva a estar en forma, Peter me estará muy agradecido por nuestras conversaciones de chicas.
»Por cierto, mamá, tu madre y yo nos hemos ofrecido voluntarias para domar caballos para el ejército. ¿Quién mejor que tres chicas como nosotras, con nuestras habilidades como amazonas y ese encanto que saben entender incluso mis queridos animales?
»Te echo de menos… te echo de menos… ¡te echo de menos! Vuelve pronto, mi querido Martin, y de una sola y gloriosa pieza.
»Dikta
»P. D. ¿Recibiste la foto del Estudio Ziemke? Estaba mirando un par de botas de montar tuyas que Ziemke me pidió que colocase sobre la alfombra, a mi lado. Por supuesto, adoro al hombre que calza esas magníficas botas».
La voz de Mayr lo sobresaltó desde el final del pasillo.
—Comandante Bora, ¿no ha venido a verme? No tengo todo el día.
Bora se guardó la carta. Aturdido como siempre se sentía después de leer los mensajes de su mujer, a lo largo de los pocos pasos que lo separaban de la puerta del médico consiguió recobrar una actitud distante aunque cortés, en apariencia perfectamente seria y a prueba de tormentas.
Compartió con el cirujano lo que había averiguado por medio de Bruno Lattmann, que no era gran cosa.
—Es todo lo que he conseguido hasta ahora, Herr Oberstartz. Tengo la confirmación de que el sargento primero Weller no pidió que le asignasen un nuevo puesto. Fue trasladado por órdenes directas del Cuerpo del Ejército desde este hospital el 6 de mayo. En el cuartel general del Destacamento de Ejército Kempf en Poltava, donde tendría que haberse presentado tres días más tarde para que se le asignase un nuevo puesto, no les consta su llegada. Lo cual no quiere decir que no haya estado allí: ya sabemos que a veces los burócratas hacen una chapuza en cuanto el papeleo no se ajusta exactamente a la norma a la que están acostumbrados. Otra alternativa es que aún esté en camino.
—¡Pero si ya ha pasado una semana!
—Esto es Rusia. El transporte por ferrocarril es poco fiable. Y las carreteras son aún peores. Un pinchazo y te quedas tirado; dos pinchazos y vas andando.
A la bata blanca del cirujano le faltaba un botón. Al ver que los ojos de Bora se posaban sobre el trozo de hilo que aún colgaba en su lugar, se quitó la prenda y la arrojó al perchero que había junto a la puerta.
—Bueno, he hecho algunas comprobaciones por los alrededores, y Weller no está sirviendo en ninguna de las otras unidades médicas de Járkov. Lo que me preocupa es por qué le habrán hecho esto.
Bora examinó la habitación con cierta frialdad, prestando atención, pero sin comentar nada. La manta y la almohada estaban amontonadas junto al cabecero del catre, la vitrina de cristal aún contenía algunos de los analgésicos que había traído la primera vez. Alguien había quitado la fotografía de la familia del cirujano del tablón que había en la pared. Las cuatro chinchetas que la habían mantenido en su lugar le parecieron a Bora especialmente abandonadas, marcas de prudencia o de dolor. A menudo se tomaba su tiempo antes de contestar, y no solo porque se lo hubiesen enseñado durante su adiestramiento. También le permitía advertir, como ahora, pistas y signos del nivel de comodidad de su interlocutor. O de la falta de ella.
—No sabemos con seguridad que le hayan hecho nada a su sanitario —observó por fin—, aparte de trasladarlo. Y en cuanto al incidente que parece considerar el motivo, si hay alguien a quien pueda reprenderse por la muerte de un prisionero sería a mí mismo, no a Weller.
—Estará de acuerdo conmigo en que es más fácil castigar a un suboficial que al comandante de un regimiento.
«O a un cirujano». Era de esperar que fuese a emplear cierto sarcasmo. Bora no tenía ganas de discutir. Además, en la oficina de la Abwehr en Kiev se habían tomado mal la muerte de Platonov, y no podía descartar la posibilidad de que hubiesen despedido a Weller en represalia. «Tampoco me lo comunicarían, necesariamente».
—Como le prometí, seguiré buscándolo, Herr Oberstartz. Hay otros canales que puedo investigar. ¿Y usted? ¿Ha tenido suerte?
Mayr se colocó un cigarrillo sin encender entre los labios, posiblemente para evitar que se le escapase lo que tenía en mente. Le entregó un resumen de la autopsia de Tibyetskji, copiado a mano, ya que al colega que lo había rellenado le estaba, sin duda, prohibido compartirlo con nadie.
Bora le dio las gracias.
—Solicité una versión actualizada del número de víctimas fallecidas en la región —creyó conveniente añadir—. Por si Weller hubiese sufrido un accidente de camino a Poltava. Con todas las minas que colocan de la noche a la mañana, no siempre nos da tiempo de retirarlas. No es que crea… pero nunca se sabe. —La bata que Mayr había arrojado sobre el perchero empezaba a deslizarse del pomo superior. Sin mirarla directamente, Bora la mantuvo en su visión periférica, secretamente impaciente porque llegase al suelo—. En cuanto a la autopsia, ¿puedo preguntarle si ha detectado algo fuera de lo común?
Como estaba de espaldas a la puerta, el cirujano no podía ver el lento descenso de la prenda blanca que tenía detrás. El cigarrillo que se había metido en la boca se mantuvo en su sitio mientras hablaba, un cilindro de papel sin encender pegado a su labio inferior.
—No tuve acceso al cadáver, pero los resultados parecen coherentes. Aunque regurgitó una pequeña parte de la comida que había ingerido, el contenido del estómago reveló nicotina suficiente como para provocarle la muerte en cuestión de minutos. Concentrada, es más mortal que la estricnina, y no resulta difícil encontrarla. Las granjeras de la zona utilizan una solución de hoja de tabaco para matar los parásitos de jardín.
En el perchero, tras resbalarse sin ruido del pomo superior, la bata del cirujano cayó y acabó por posarse sobre la barra transversal de un pomo más bajo, donde volvió a comenzar su descenso. Bora la observó con algo que iba más allá de la impaciencia y rayaba casi en el malestar físico.
—¿La nicotina es inodora e insípida?
—Tiene un sabor muy amargo, por lo que la mayoría de las muertes se deben a un envenenamiento cutáneo. Es increíble que la víctima se comiese toda la chocolatina. ¿Fumaba?
—Sí.
Junto a la puerta, continuaba el drama inanimado. La elección estaba entre esperar a que la bata se deslizase hacia abajo hasta caer por completo del soporte o intervenir para interrumpir el proceso. Bora decidió no interponerse porque hacerlo delataría su impaciencia, pero se negó a seguir observándolo. Bajó la vista hacia las notas que había tomado, escritas a mano.
—Perdone una última pregunta: ¿Cuáles son los síntomas de este tipo de envenenamiento?
—La toxicología no es mi ámbito. Los alcaloides en general (el cornezuelo, la cicuta, la atropina, la estricnina; son una familia muy extensa) pueden causar cualquier síntoma, desde agitación extrema, o incluso alucinaciones, hasta una parálisis lúcida y progresiva, vómitos, diarrea o convulsiones. No es una buena muerte, a pesar de Sócrates.
Bora asintió con la cabeza. Cuando alzó los ojos, la bata por fin había llegado al suelo y formaba un montón al pie del perchero.
Ignorando la distracción que indirectamente había provocado, Mayr se sacó un mechero del bolsillo de los pantalones y por fin encendió el cigarrillo.
—He cumplido con mi parte del trato, comandante. En estos tiempos difíciles, el Oberfeldwebel Weller era un ayudante cuidadoso y atento, cuyo bienestar tenía presente y que esperaba tuviese oportunidad de sacarse el título de medicina. Siento de corazón que ya no esté aquí. Y lo hago a usted responsable de lo que haya podido ocurrirle.
«¿Por qué tolero a Mayr? Ya no necesito su ayuda». Fue el pensamiento egoísta que se le pasó por la mente a Bora mientras se cuadraba.
—No hay necesidad de hablar de él como si hubiese muerto, Herr Oberstartz. Puede que Weller haya llegado a Poltava mientras manteníamos esta conversación.
Su segundo encargo en Járkov era en el cuartel general de la división, donde debía recoger la autorización para recibir un envío especial de monturas para su unidad, el cual llegaría por ferrocarril desde Smijeff a mediados de la semana siguiente. Pero Von Salomon no estaba en la oficina. En un principio, Bora supuso que su ausencia tendría que ver con la debacle de Túnez: la noticia de los más de cien mil prisioneros alemanes que habían caído en manos de los aliados había causado un revuelo considerable en el edificio. El teniente que se encargaba del papeleo del coronel no le dijo ni que sí ni que no, pero se ofreció a ayudarle. No obstante, al no disponer de autorización para firmar en lugar de su comandante, solo pudo invitar a Bora a que volviese por la tarde.
—¿Cree que encontraría al coronel en su alojamiento?
—Podría intentarlo, Herr Major.
Von Salomon se alojaba en un espacioso apartamento con vistas al río en la calle Pletnevsky, el mismo en el que Bora había sido su huésped la noche del baile folclórico. Dado que el piso era demasiado espacioso, según él mismo reconocía, el coronel a menudo tenía visitas, por lo general colegas de paso por Járkov por asuntos de trabajo, y se sabía que llevaba a cabo parte de su labor desde allí. Bora decidió ir. Aquí el río Járkov fluye hacia el oeste para unirse al Lopany no lejos de allí. En la otra orilla, más allá de unos edificios a medio demoler, la estación del Donbass marcaba la última parada de la línea de ferrocarril que traería las monturas para el regimiento desde el sur de Ucrania. Debido a la presencia de oficinas y alojamientos de oficiales alemanes, la policía militar patrullaba este distrito de encantadoras casas de finales de siglo, pintadas de colores cálidos y con guirnaldas de estuco sobre las ventanas y fachadas clásicas. Hacía mucho calor y el cielo otra vez amenazaba lluvia.
En el piso de la segunda planta perteneciente a Von Salomon sonaba música: una radio o un gramófono, Bora no consiguió distinguirlo desde el otro lado de la puerta. Tuvo que llamar dos veces antes de que alguien lo oyese y se acercase a abrir. Un coronel con el uniforme de la OT, Organización Todt, al que no le faltaban ni el brazalete ni la insignia del puño, se plantó frente a él con el ceño fruncido. Era obvio que no esperaba visita y dijo, en tono brusco:
—¿Sí? ¿Quién es? —y cuando Bora se presentó y le explicó la razón de su presencia, añadió—: El teniente coronel Von Salomon estuvo levantado hasta muy tarde anoche, comandante. Ahora mismo está descansando.
Había alguien más en la habitación, alguien que resultaba invisible a Bora porque el oficial de la OT mantenía la puerta entornada. Detrás de este, sobre la pared, la acuarela enmarcada y acristalada de la hacienda de Von Salomon reflejaba la figura de una mujer de mediana edad en traje de mañana. Con la convicción de que había interrumpido algo, Bora se disculpó.
—Perdóneme si le parezco demasiado insistente —dijo—. Se trata de un asunto importante y es bastante urgente. Necesito la firma del coronel tan pronto como le sea posible. ¿Puedo volver después del almuerzo?
El oficial miró el reloj.
—No antes de las dos y media.
Las esposas y prometidas con buenos contactos políticos visitaban a los altos mandos de vez en cuando, y los amigos literalmente les hacían un hueco a sus colegas para esos momentos especiales. Seguramente Von Salomon le había dejado su piso a este colega, que, a pesar de las noticias de Túnez, estaba aprovechando al máximo la oportunidad. Después de todo, estaban en Rusia y en tiempos de guerra. Y honestamente, incluso antes de la guerra, Bora se acostaba con Dikta siempre que tenía oportunidad. Se cuadró y se marchó. «Pero las pocas veces que tuve esa suerte —se dijo, no sin cierta envidia— al menos alquilé una habitación de hotel y no molesté a ningún colega».
La hora del almuerzo se le hizo interminable. Antes de regresar a la calle Pletnevsky a la hora acordada, Bora volvió a la oficina de la división, pero de poco le sirvió.
—Podría intentarlo a eso de las cuatro y media, Herr Major.
Cuando llamó al timbre del piso de Von Salomon (aunque podría haber apostado dinero a que iba a pasar, todavía le molestó), nadie contestó a la puerta. Así que decidió completar al menos uno de sus recados y se acercó al Kombinat, que quedaba algo más cerca de Járkov que regresar a Merefa.
Tras la puerta cerrada, el comisionado Stark regañaba a alguien en ruso. Por teléfono, a juzgar por la ausencia de otras voces y por los breves silencios durante los cuales, seguramente, escuchaba las excusas que le ponían desde el otro lado de la línea. Las palabras «mercado negro», «máquinas de escribir» y «antigua Escuela de Infantería Starshin» destacaban entre las demás. Una pausa más prolongada se vio seguida por una conversación menos airada en alemán. Bora esperó y algo más tarde el ayudante de Stark anunció su presencia a su superior.
—Bueno, dígale que pase —fue la respuesta de Stark—. No podría estar más furioso de lo que ya lo estoy, comandante Bora —añadió, serio, al entrar Bora—. Entre la faena que nos han hecho en el norte de África y los incordios de aquí… Así que si quiere fastidiarme, es tan buen momento como otro cualquiera. Los ruskis siguen como siempre: trabajan para ti pero te robarían hasta los pantalones en cuanto te dieses la vuelta. Y luego están este calor tan impropio de la estación y esta maldita humedad. Ha venido por las monturas, ¿cierto? ¿Trae la autorización firmada?
Sin dar detalles, Bora le explicó que se había producido un retraso en el papeleo, que esperaba poder obtener antes de la hora de cierre de la oficina.
—Entiendo lo que me dice, comandante, pero no podemos hacer excepciones. Tendrá que volver cuando tenga la autorización firmada. Pero ahora que lo tengo aquí, permítame que le diga que no nos hemos olvidado de sus babushkas y que estamos investigando la confusión que se produjo. Tanto usted como el Hauptsturmführer Mantau solicitaron personal femenino al mismo tiempo. ¿Está seguro de que no intercambió su lista con la de él?
—Completamente. ¿Por qué iba hacer tal cosa, comisionado? Ni siquiera sabía que había solicitado obreras hasta que usted lo mencionó, el día en que discutimos.
Stark apartó unas cuantas carpetas, cerró las cubiertas y las aseguró con los elásticos.
—En ese caso, el error debió de producirse después de que ambas solicitudes salieran de esta oficina. Imagínese: las mujeres que en un principio habíamos asignado a Mantau llegaron esta mañana. A la vista de todo lo que ha ocurrido, creo que lo justo sería asignarlas a su unidad.
A su alrededor, poco a poco y a medida que su función iba tomando forma, iban apareciendo los objetos y signos propios de su estatus político. Una bandera, un retrato del Führer, un mapa reciente en la pared.
—Y hablando del rey de Roma, comandante Bora, ¿no sabrá por casualidad dónde está Mantau, verdad? No devuelve las llamadas y acabo de enterarme de que no se ha pasado por la oficina desde que lo requirieron en Kiev el miércoles por la noche.
Lo más probable era que «Kiev» quisiese decir el cuartel general de la Gestapo. Bora tuvo que hacer un esfuerzo por no esbozar una sonrisa maliciosa al escuchar la noticia.
—No sé dónde está, Herr Gebietskommissar. ¿Me permite que le eche un vistazo a la lista de las obreras?
Stark le mostró una hoja escrita a máquina con los nombres de pila y patronímicos y se levantó para abrir la ventana.
—Ojalá lloviera, este bochorno es insoportable. —Se hizo visible el panorama de la vieja fábrica más allá de la zona recubierta de gravilla y de la maquinaria y los materiales amontonados; el edificio de ladrillo en el que Bora había visto al semental de Karabaj se recortaba contra un cielo tormentoso—. Como verá por los nombres de pila, son un grupo más joven que el de la última vez: «Barrikada» y «Revolutsya» no eran los típicos nombres de mujer en los viejos tiempos. No tiene nada en contra de que sus lavanderas sean jóvenes, ¿verdad?
—En absoluto. ¿Cuándo puedo enviar a alguien a que las recoja?
—En cuanto informe a Mantau… por eso quería localizarlo.
Bora le devolvió el folio. En realidad, se lo había pedido para buscar el nombre de Avrora Glebovna en la lista, sin saber muy bien si deseaba encontrarlo allí o si habría solicitado que lo quitasen de haber sido así.
Mientras negaba con la cabeza, el comisionado colocó un pisapapeles (en realidad era un guijarro grande) sobre el folio.
—Dado que, en efecto, Ucrania sigue estando administrada por el ejército —continuó, meciéndose en su silla giratoria y mirando fijamente su escritorio—, es posible que me haya atribuido un papel que no me corresponde, pero exigí que bajasen de la horca improvisada a las dos mujeres que fueron ejecutadas el viernes pasado. ¿Sabe? Nunca autoricé ese ahorcamiento.
Era justo lo que le había recriminado Bora a Mantau. Ahora dijo, con tranquilidad:
—Se cazan más moscas con miel que con vinagre, incluso en Rusia.
—Hum. Me guste o no, al menos nominalmente, el bienestar de la población es parte del ámbito de mi puesto.
Quedaba por ver (Bora sintió curiosidad pero no preguntó) si Stark también habría protestado contra la decisión de Mantau de tomar represalias sin seguir el protocolo. Era posible que Hans Kietz, el director de la Gestapo en Járkov, hubiese dado parte de él de todas formas. En cualquier caso, si Mantau ahora mismo estaba en la picota en el cuartel general de la calle Vladimirskaya de Kiev, no pensaba derramar ni una sola lágrima por él.
—Hay otro asunto del que me gustaría hablar, Herr Gebietskommissar.
Detrás del escritorio, bajo la fotografía de Hitler, un mapa enmarcado del Reichskommissariat Ukraine mostraba los distritos generales y regionales y, con una línea de puntos, las futuras anexiones a la administración, incluidas Járkov y su región. Con esto en mente, Bora añadió:
—Estoy intentando localizar a un suboficial del Servicio Médico que ha sido transferido hace poco. El nombre es Weller, Arnim Anton. Estos son sus datos. Con algo de suerte, estará en ruta desde Járkov hasta su nuevo puesto, pero me sería de ayuda saber adónde lo han trasladado, ya que en el cuartel general del Destacamento de Ejército Kempf no disponen de esa información. Llegué todo lo lejos que pude por medio de los canales militares. Dado que Poltava se encuentra bajo el Reichskommissariat Ukraine, pensé que no perdía nada por probar por vía administrativa.
Stark se levantó las gafas por encima de las cejas y examinó de cerca la tarjeta que le había entregado Bora.
—¿Este hombre es amigo suyo? ¿Un pariente, tal vez?
—No.
—¿Lo habían destinado a su unidad, entonces?
—Sí.
Bora estaba mintiendo, pero Stark no le hizo más preguntas. Moderar la curiosidad era algo natural para ambos, incluso a los niveles más elevados. Colocó la tarjeta junto a su teléfono.
—No le prometo nada. Como sabe, hay miles de hombres a los que les han cambiado el destino en estos momentos. Veré qué puedo hacer y pediré que se pongan en contacto con usted si surge este nombre.
—Se lo agradecería, Herr Gebietskommissar. ¿Puedo hacer una llamada desde la oficina de su ayudante?
Stark asintió.
—Y procure que le firmen esa autorización hoy mismo.
La última hora del cuartel general de la división era que Von Salomon todavía no se había pasado por la oficina. Cuando llegó a la calle Pletnevsky, mientras los truenos retumbaban desde el otro lado del río y sin una gota de lluvia (bajo un cielo todavía en su mayor parte despejado), el sonido de una conversación en el interior del apartamento de la segunda planta indicó a Bora que no iba a interrumpir una escena íntima. De hecho, la puerta, al abrirse, reveló a varios oficiales con sus respectivas bebidas y no a una sino a dos mujeres. El coronel de la OT, más molesto que la primera vez, por fin le confesó que Von Salomon se había tomado un somnífero y que no se despertaría antes de las seis o las siete de la tarde.
Lo cual, efectivamente, equivalía a tener que pasar la noche en Járkov. Un malhumorado Bora recorrió la calle despejada de regreso hasta la avenida Donskyi, donde había dejado su vehículo junto al puente. Entre dos orillas de tierra que formaban un terraplén, el río Járkov arrastraba restos de hojas sobre la mansa corriente, signo de que en algún lugar al noreste habían caído abundantes lluvias. Los mosquitos se apiñaban en nubes danzarinas sobre el agua. «Un mes más y nos estaremos masacrando unos a otros entre estas casas estucadas, por pueblos y ciudades, a lo largo de todo este frente. Esta aparente calma, este silencio, son como pararse un momento antes de pegarse un tiro».
Con tiempo de sobra, Bora se dirigió al límite oeste de la ciudad para comer algo en el mesón del callejón Kubitsky, no lejos de la prisión de la RSHA. Junto a una mesa alargada, varios oficiales de las SS y de la Leibstandarte estaban a punto de terminarse el café. Algunos ya estaban levantados y dispuestos a marcharse, pero se giraron para mirarlo cuando entró. Entre ellos se encontraba el capitán con una marca de nacimiento que había amenazado a Bora el sábado anterior. Tras dejar atrás a los demás, se acercó con paso vacilante a la mesa del comandante y tiró la factura de la cena sobre el tablero.
—Aquí tiene. Los del ejército nos deben una por haberles devuelto Járkov después de que la perdieran.
A Bora se le vino la sangre a la cabeza, hasta el punto de que empezó a ver la habitación a través de un velo tembloroso. Pero sabía lo que tenía que hacer y se resistió a las ganas de contraatacar el tiempo necesario como para recobrar la calma. Mientras el capitán volvía con sus colegas, cogió la factura de su plato aún vacío, la dobló cuidadosamente, realizó un segundo pliegue y, con ella en la mano, se levantó tranquilamente de la silla. Ignorando a los tensos camareros, cruzó el local hasta la mesa alargada donde el grupo esperaba a ver qué ocurría. Una mirada alrededor para ver quién era el oficial de rango superior, una cortés inclinación de cabeza en su dirección y la factura se encontró sobre el mantel, junto a la servilleta arrugada del capitán.
—Perdone, pero creo que esto es suyo. El ejército no acepta lecciones de oficiales que recibieron sus heridas mientras conducían borrachos tras una noche de juerga en un burdel de París. Pero si el Sturmbannführer que preside la mesa lo permite, incluso en este día de revés temporal, beberé a la salud de la División Leibstandarte Adolf Hitler por su victoria en Járkov durante el mes de marzo. ¿Vino ruso o champán alemán?
Solo se consiguió evitar un incidente porque el Sturmbannführer sabía apreciar una broma y el restaurante de verdad servía champán alemán. Bora permaneció sentado a su mesa hasta ser el último que quedó en el local. Su agitación tardó todo ese tiempo en calmarse. La tos discreta del camarero, un prudente recordatorio de que iban a cerrar pronto, devolvió a la mente distraída de Bora a Taras Tarasov, que menos de diez horas antes se había plantado frente a él con la atrevida afirmación de que había asesinado a Khan Tibyetskji. «Algunos días son interminables —se dijo—. Aunque no consigas resolver gran cosa, se alargan eternamente».
En el cuartel general de la división, el teniente chupatintas se disculpó.
—Tendrá que ser por la mañana, Herr Major. El teniente coronel Von Salomon ha mandado recado de que no piensa recibir a nadie esta noche. Y mañana tendrá que ser antes de las ocho y media, porque el teniente coronel estará fuera de la oficina después de esa hora.
Bora se dio por vencido. Le dejó un mensaje a Stark en el que le contaba lo ocurrido y, aunque en caso de apuro podía alojarse en el cuartel general, decidió utilizar el juego de llaves que conservaba e ir al centro especial de detención de la calle Mykolaivska, donde, según le constaba, habían dejado las cosas tal y como estaban cuando lo cerraron por órdenes de Bentivegni. Si la cama de la habitación de Khan (que le servía de dormitorio temporal durante los interrogatorios que se prolongaban durante más de un día) seguía en su sitio, era preferible con mucho a cualquier catre militar o al sofá de un colega.
El mobiliario de la habitación de Khan no solo estaba intacto, sino que la electricidad y el agua seguían conectadas, un lujo que permitió a Bora darse una merecida ducha en el calor de la noche. Con el cambio de tiempo, el pasillo y las escaleras olían a pelo de perro, como si Mina aún custodiase el edificio en vez de pasarse el día sentada, bien gorda, en un cuartel de Járkov. La puerta de la habitación de Khan, hecha trizas por las culatas de los fusiles y casi desvencijada de las bisagras, colgaba inútil, pero en la cama (a la que solo le faltaban las sábanas y la funda de almohada) podría tumbarse cómodamente.
Cuando Bora, recién lavado y afeitado, encendió la lámpara de la mesita de noche, el papel pintado con motivos de fábricas y chimeneas volvió a la vida con sus líneas en zigzag, igual que lo había hecho para los ingenieros y hombres de negocios occidentales de la pasada generación, y para su extraordinario pariente hasta hacía una semana. Con la aguda sensibilidad que le proporcionaba su fiebre nocturna, le pareció olisquear uno de los puros Soyuzie de Tibyetskji, que contenía una fracción de la nicotina que acabaría matándolo. Y aunque no tenía ningún motivo emocional para lamentar su pérdida, Bora sintió pena por la manera en que había muerto, tan lejos de sus gloriosas hazañas. Sacó su diario del maletín y, tras sentarse en ropa interior con las piernas cruzadas sobre el colchón, se dispuso a poner por escrito la historia que el viejo Tarasov le había contado aquella mañana a cambio de la promesa de que lo ejecutarían como a un héroe.
«Jueves, 13 de mayo, por la noche, en el antiguo centro especial de detención de la calle Mykolaivska, el lugar más adecuado para resumir mi extraño encuentro con Taras Lukjanovitch Tarasov, rajivnik y comisario político retirado por motivos de salud después de haber trabajado en la fábrica de cámaras FED y en el Zadov n.º 183, anteriormente conocido como la Fábrica de Locomotoras de la Komintern de Járkov.
»A pesar de su estrafalaria afirmación de que había cometido el asesinato, este hombre es tan inocente de la muerte del tío Terry como lo soy yo. Es un soviético convencido y, como tal, cercano a los que posiblemente llevaron a cabo el asesinato. Pero más que nada, tiene un pie en la tumba (ver más abajo) y enormes cantidades de rencor. Nuestras últimas represalias, la dudosa reputación de fusilamientos en masa de la que goza mi escuela de Merefa y, sobre todo, el que hiciese volar por los aires los acordeones ayer lo convencieron de que soy el hombre más adecuado para proporcionarle una muerte rápida y gloriosa. Lo cual, a sus ojos, es preferible a padecer el último estadio de una tuberculosis que le hace escupir sangre.
»Tarasov dejó a un lado su insostenible confesión en cuanto le aseguré que su lealtad política y su insignia soviética bastaban para hacerlo fusilar. A pesar de los dos años de guerra en su patria, tiene una visión bastante romántica de la ejecución, de la que decidí desengañarlo. Sé de lo que hablo, ya que cuando vamos de patrulla no hacemos prisioneros, y cuando nos atacan los partisanos, los ahorcamos. Después procuré (¿a que tengo el alma negra?) exacerbar su animosidad contra Khan Tibyetskji a cambio de la promesa de hacerlo fusilar dentro de tres días. “A menos que —dije— vuelva antes con el sombrero en la mano para decirme que ha cambiado de opinión”.
»Tras una larga conversación intercalada por su enfermiza tos, empecé a darme cuenta de lo mucho que me había equivocado al ver coincidencias donde no había ninguna. Muy pocas veces, los objetos y las personas se encuentran en el mismo lugar al mismo tiempo por casualidad. Puede que Khan tuviese un motivo para desertar donde lo hizo, para insistir en que lo mantuviesen detenido en Járkov, para sonreír cuando se enteró de la muerte de Platonov e incluso para querer morir (Mantau tiene razón en este punto). Y puede que Platonov tuviese otros motivos aparte de los militares para sobrevolar esta región con unos mapas tan detallados, y tal vez incluso para ofrecerse a sobornarme. Ni siquiera que Tarasov acudiese a mí fue coincidencia, ya que lo que lo impulsó en un primer momento fue mi solicitud de información acerca de Krasny Yar.
»El papel de Yar, esa parcela de bosque que consideraba accesoria a los grandes acontecimientos, empieza a parecer vital. Aunque todavía no lo comprenda, de alguna manera es fundamental. El ojo del huracán, el centro del laberinto. Podría darme de tortas por no haber dejado que Platonov detallase su oferta de soborno, en vez de lo cual me faltó un pelo para fusilarlo.
»Resumiendo, Tarasov describió las hazañas de Khan durante la Revolución Bolchevique, y aunque resulta difícil imaginarse a este contable con pescuezo de alambre en el papel de un agitador, por lo que dice parece que de verdad estuvo allí. O su historia es cierta o se ha aprendido el pequeño volumen de memorias que Khan escribió en torno a 1938, Del Báltico a Mongolia, del que adquirí un ejemplar en Moscú poco antes de la guerra. Pero Tarasov añadió detalles que yo no conocía, detalles que me huelen a verdad y que no hacen más que demostrar que a veces, en nuestra bendita ignorancia como compiladores de información, los árboles no nos dejan ver el bosque. Literalmente.
»Un ejemplo: Khan y Platonov se conocían ya en 1919. Dado que las memorias de Khan fueron publicadas durante la Purga, es lógico que evitase mencionar a un colega que había caído en desgracia, si es que en alguna ocasión su ego le permitía hacerles un hueco a los demás. Tarasov solo mencionó a Platonov (que, según cree, se encuentra en libertad y en buen estado de salud) porque formaba parte del mismo grupo cerrado de luchadores revolucionarios.
»Menos sorprendente (pero esto tampoco lo sabía) es que Khan y Platonov operasen en el óblast de Járkov en 1920-1921, en contra del mismo Nestor Majnó, cuyos hombres supuestamente violaron y mataron a varias jóvenes en Krasny Yar. De hecho, ambos camaradas lucharon contra los anarquistas ucranianos, bajo el mando de Mijaíl Frunze, mítico fundador del Ejército Rojo, por entonces comandante del frente sur. Se enfrentaron a una feroz guerrilla en el área de Voronezh-Járkov hasta que Majnó, derrotado y gravemente herido, se vio obligado a retirarse y huir al extranjero. Por aquella época, Tarasov trabajaba como contable para la imprenta de K Svetu (“Hacia la luz”, una publicación respaldada por la Cheka) en Járkov y practicaba el pluriempleo en la Librería de la Hermandad Libre, que los bolcheviques utilizaban como señuelo para atraer y capturar a majnovistas.
»Sobre el terreno, se producían todo tipo de emboscadas y represalias violentas, con lindezas por ambas partes, como cortarle y meterle los genitales en la boca a uno, quemar las granjas y los campos del enemigo, secuestros, etc. Con que solo la mitad de la historia sea cierta, todos merecen que los cuelguen. Como era de esperar, muchos ucranianos se aprovecharon de la ideología para saldar las cuentas con los vecinos con los que habían tenido alguna disputa, un panorama habitual durante la guerra. Lo vi en España con mis propios ojos.
»Y ahora viene lo verdaderamente interesante, porque Krasny Yar desempeña un papel en esta parte de la historia. Tarasov volvió a hablarme de la mala reputación que tenía Majnó y me dijo que, después de que los bolcheviques tomaran el bosque (donde algunos de los anarquistas tenían su guarida), Khan y Platonov establecieron un mando provisional en Krasny Yar. La ocupación se prolongó un mes, durante el cual “vivieron de la tierra”. Después Platonov abandonó repentinamente el Yar, tras un furioso desacuerdo con Khan que creó una división en el grupo. Más detalles sobre este punto a continuación. Lo que me desconcierta es que los dos volvían a ser buenos camaradas cuando empezó la Purga. Como es bien sabido, Platonov ascendió rápidamente de rango y se convirtió en el protegido del legendario héroe revolucionario Tuchatchevski (que resultó ser el caballo equivocado, en vista de la Purga que se produjo después), mientras que Khan, aparentemente, se mantenía en un segundo plano.
»Tarasov está firmemente de parte de Platonov. Pero según todo lo que he oído, me pregunto si Platonov estaría utilizando despiadadamente a su amigo para medrar o si Khan se vio obligado a apoyarlo porque Platonov sabía algo de él que podía costarle caro. Si este fuese el caso, sería lógico que después inventase acusaciones contra Platonov: en aquella época, era bien fácil. Pero ¿por qué Platonov no tiró de la manta cuando fue juzgado por Stalin? Acusar a Khan de cualquier cosa podría haberle servido de ayuda. O, al menos, ambos habrían acabado en la Lubianka. Pero no abrió la boca.
»Aunque todo esto me lo tomo con reservas, según Tarasov, durante la década de los veinte, Khan se encontraba a menudo en Járkov, debido a su interés en la Fábrica de Locomotoras (y después, de tractores) de la Komintern, donde empezaron a construirse tanques en 1928. Por entonces Tarasov era contable en la fábrica. Khan disfrutaba de un buen sueldo y de toda clase de privilegios burgueses, incluidos una dacha en Moscú con criados y coche propio. En la ciudad frecuentaba lo más selecto de la sociedad posrevolucionaria, incluidos los artistas y la nueva clase intelectual. Platonov también visitaba Járkov de vez en cuando, pero se limitaba a los asuntos relacionados con el ejército y su estilo de vida era mucho más sobrio. Como el hombre emprendedor que siempre fue, cuando la Nueva Política Económica (NEP) de Lenin abrió Rusia a las concesiones extranjeras, Khan utilizó la fábrica de la Komintern como base para cerrar tratos semiprivados con técnicos y hombres de negocios europeos y americanos que venían a asesorar o a arramblar (es la expresión que utilizó Tarasov) con los recursos naturales rusos, incluidos los minerales de Krivoy Rog y el carbón de Lugansk.
»Hasta ahora, toda esta información puede resultarme útil, aunque no demasiado: si se puede tomar a Tarasov como ejemplo, es posible que el resentimiento prolongado contra el estilo de vida de Khan estallase hasta convertirse en odio ideológico una vez se pasó al enemigo. Aún más: tanto los bolcheviques como los nacionalistas ucranianos tenían suficientes razones para asesinarlo.
»Un último detalle: durante los años de la NEP, al menos una vez cada verano, Khan visitó Krasny Yar. ¿Que cómo lo sabe Tarasov? Su familia vivía en Schubino por aquel entonces, a solo un paseo del bosque. Puede que hiciera esas excursiones para recordar los días de gloria del Octubre Rojo, pero lo dudo. Tarasov no lo sabe. Y entonces, un buen día a mediados de los años veinte, fue Gleb Platonov el que llegó sin Khan a Krasny Yar, en compañía de un extraño. Dada la mala fama que ya tenía el Yar, aunque la gente del lugar sentía curiosidad por esta incursión y por las otras, todo quedó ahí. No se han podido identificar ni al extraño ni el motivo de su viaje a Krasny Yar. Tarasov está convencido de que Khan (y tal vez también Platonov, podría añadir) se beneficiaron durante la guerrilla contra Majnó o justo después de ella. Es esto lo que lo tiene indignado hasta el día de hoy. Cuando le pregunté por qué no había actuado si albergaba tantas sospechas, no me respondió. Parece obvio que tenía miedo: dos oficiales con una carrera brillante tenían mucho más peso que un antiguo camarada que había vuelto a ejercer la contabilidad.
»Volviendo a mi observación inicial: ¿Sería solamente por motivos militares por lo que Platonov estaba sobrevolando en avión esta zona cuando realizó el aterrizaje forzoso? ¿Sería un accidente lo que llevó a Khan a cruzar el Donets a no más de veinte kilómetros de distancia de Krasny Yar? ¿Qué hay (o qué había) en ese bosque que llevó a los oficiales a regresar a la zona a lo largo de los años? ¿Tendrán algo que ver las muertes que se producen allí? ¡Lástima que no se conozca la fecha de la última visita de ninguno de los dos! No quiero construir hipótesis sobre premisas poco firmes, pero me siento intrigado. ¿Intrigado hasta qué punto? Lo suficiente como para hacerme con un mapa actualizado de las zonas minadas del bosque y planear realizar yo mismo un viaje a Krasny Yar.
»Entretanto, si el tiempo lo permite, investigaré por qué durante los años de la NEP Khan frecuentaba a los actores de teatro famosos, estrellas de la ópera de Járkov y al puñado de extranjeros acaudalados residentes en la ciudad, incluidos algunos americanos. Este detalle aparentemente accesorio en realidad me proporciona una pista muy valiosa, gracias a la cual, si consigo sacarle partido, podría averiguar mucho más de lo que espero. Como dice Bruno Lattmann: no debo seguir posponiendo mi visita a Larissa Malinovskaya».