Sábado, 8 de mayo
Por la mañana, Bora se sentía ebrio. No podía atribuirlo al alcohol, y la noche anterior no había tomado nada más fuerte que una aspirina. Pero sí había tenido, por primera vez en mucho tiempo, un sueño húmedo… y no era de extrañar. No había llegado a manchar el catre, aunque solo fuese porque se había acostado con el uniforme puesto. «Y ni siquiera me he masturbado», pensó, irritado. La necesidad de lavar la ropa interior y los pantalones de montar le recordó a las babushkas, las vivas y las muertas, la promesa de Stark de conseguirle «otras cinco» si fuese necesario y toda la confusión ocasionada por la muerte de Khan, las de Platonov, Mantau y sus colegas de las SS. «Bueno, Kostya es un hombre y está casado: si remojo la ropa y dejo que él se encargue del resto, sabrá apañárselas. Más vergüenza me daría permitir que una anciana tocase lo que he ensuciado». Por la noche, ya había metido la fotografía de Dikta en el sobre en el que venía y había vuelto a sellarlo pegando una tira de papel encolado a lo largo del borde que había cortado al abrirlo. Ahora, el sobre reposaba en el fondo de su baúl, aunque no pensaba dejarlo allí cuando abandonase el puesto de mando.
Si por la noche su infelicidad no había conseguido aplacar su deseo, esta mañana una sensación parecida a un resentimiento justificado luchó por resistirse. ¿Por qué, en el nombre de Dios, le ponía las cosas tan difíciles? Sin ningún alboroto, sin complicaciones, la novia de su hermano había dejado que Peter se casase con ella y que la dejase embarazada, y ahora enviaba a su marido fotos en las que se describía como «Patita gordita» («Patita» era su apodo, y salía de cuentas a finales de junio). Peter se las enseñaba a todo el mundo, con la misma alegría que había sentido al ver la luna llena a través del telescopio cuando eran niños, en Trakhenen.
No era en absoluto el estilo de Dikta, y Bora lo sabía. Su imagen seductora no tenía nada que ver con la fecundidad. En lo más profundo de su ser, la idea de una Dikta con un niño en el vientre le resultaba inimaginable, incluso a él. Ni siquiera habría sabido decir si se alegraría, dados los tiempos que corrían. Decía que sí, pero era lo que se esperaba de un joven marido nacionalsocialista. Y aunque antes de Stalingrado su preocupada madre había recurrido a escribirle que «Dikta no se encontraba bien» —una obvia alusión a un posible embarazo, como si la idea fuese a hacer que se comportase con más prudencia o a convencerlo de pedir un traslado y abandonar Rusia—, Dikta nunca se lo confirmó. Todo había quedado en agua de borrajas. Y si no la había dejado embarazada antes de Stalingrado, cuando estaba seguro de haberlo hecho, o en Praga, hacía unas cuantas semanas… No.
No, no. Hacerle el amor a su esposa era un fin en sí mismo, y, como tal, no era estéril; no era necesario crear una vida. Su deseo imposible pero innegable era que ambos siguiesen siendo jóvenes para siempre, para siempre en lo más profundo de su vigor, llenos de energía para derramarse el uno en el otro de forma incomparable, por la feroz alegría existencial que les causaba hacerlo. No necesitaba la fotografía que Dikta le había enviado a través del amante de su madre para recordar todo eso.
El fluido seminal que empapaba la tela militar había tenido tiempo de secarse, pero había dejado un halo delator. Bora se asomó a la puerta para ver si Kostya aún andaba cerca. No estaba, y el centinela estaba sentado girado de medio lado, liándose un cigarrillo. Decidió salir al patio de la escuela y aventurarse más allá de las tumbas y la verja, donde un pequeño canal rebosaba de agua después de la lluvia. Allí podría bañarse con los pantalones puestos y realizar así un primer lavado.
Habían despejado de minas las orillas del canal al llegar a las inmediaciones, pero nunca se estaba seguro. Bora entró, resuelto y sin cuidado, mientras se quitaba la camisa del uniforme. Las precipitaciones habían teñido el barro de negro. Este resultó estar muy blando y resbaladizo una vez se quitó las botas en la pendiente, dispuesto a entrar en el agua turbia. Lo temprano de la hora, en que el aire nítido parecía casi de cristal, hacía que los objetos, tanto cercanos como lejanos, resultasen visibles al más mínimo detalle. Donde quiera que hubiese ido Kostya, volvería pronto, y pronto comenzaría a oírse el ruido de los motores y de todo lo que aún funcionaba en la campiña ucraniana en estos tiempos; pero, por el momento, el silencio no tenía precio.
Fría y perezosa, la corriente le llegaba hasta la cintura. En ambas direcciones, el estrecho lazo de agua fluía sin prisas, reflejando el turquesa intenso del cielo de mayo. Aturdido como estaba, le daba la impresión de encontrarse de pie en mitad de un torrente de aire líquido. Ahuecando las manos, Bora se inclinó hacia delante para frotarse la cara y el cuello. Sintió en la lengua el sabor amargo de las partículas de tierra diluida suspendidas en el agua y una arenilla fina entre los dientes. La correa de cuero de su tarjeta de identificación, que llevaba colgada al cuello de un cordón trenzado, se oscureció por la humedad y los tirantes grises formaron dos bucles que flotaron a ambos costados de su cuerpo. El agua fría despertó su piel a través de la tela empapada. Qué lejos quedaban las babushkas ejecutadas sumariamente, que jamás conocerían al hacer la colada la textura del uniforme que había manchado este hombre. Qué lejos se encontraban el cadáver de Platonov en el Hospital 169, el cuerpo imposible de obtener de Khan, el tanque, a salvo en el cuartel general del mariscal de campo, Mantau, el caballo karabaj, las gallinas sacrificadas, los muslos de Dikta, los muertos de Krasny Yar…
Cuando, aún doblado por la cintura, Bora inclinó la cabeza para frotarse el cuello, su mirada se topó con el borde cuadrado de una mina rusa revestida de madera que sobresalía del barro algo más allá, en la orilla. La lluvia la había dejado parcialmente al descubierto, como una extraña lengua geométrica o una desquiciada seta mortal. Se dio cuenta de que su presencia lo dejaba completamente indiferente. «Bueno, ya la quitaremos en algún momento»; el pensamiento se formó en su mente sin la más mínima alarma. «Después de todo, este es su sitio». Ya no estaba acostumbrado a ver paisajes donde no se apreciasen las marcas de la guerra, y el riesgo hacía que mereciese la pena darle un buen mordisco a la vida.
En marzo, tras salir del hospital de Praga, le había sorprendido ver la ciudad intacta. Las casas, palacios, torres y campanarios aún en pie parecían artificiales a sus ojos; la perfección de los edificios antiguos tenía algo del telón de fondo de un teatro o de un decorado de cine. Despejadas de escombros, las calles se extendían, amplias y vacías. Las ventanas con los cristales intactos y los marcos en su lugar parecían fuera de lugar. Bora recordaba haber mirado a su alrededor intentando no aparentar sorpresa, aunque había rozado furtivamente la esquina que formaba una pared maciza y la superficie sólida de un portal para comprobar que eran reales. La admiración solo le había durado unos minutos. Pero durante ese puñado de minutos Bora se había imaginado la caída de la ciudad (no de esa ciudad, sino de cualquier ciudad) según las reglas de la guerra. Así, la Torre de la Pólvora comenzó a desmoronarse empezando por el remate y fue desplomándose piedra a piedra, un ángel de oro ennegrecido tras otro; la catedral de la colina de Hradschin se disolvió como un nido de termitas bajo una lluvia violenta. Las calles se llenaron de escombros, recreando el conocido circuito de obstáculos, la sensación familiar y claustrofóbica de no poder pasar.
Solo entonces había podido aceptar esa Praga aún intacta, a condición de que no fuese a permanecer así para siempre, y sabiendo que esto lo consolaba. Dikta, que caminaba a su lado, no había notado nada. Le rodeó el brazo con todo su cuerpo perfumado y altivo, en última instancia inalcanzable, aunque estuviese a punto de ser poseída enérgicamente. La mujer presente y al mismo tiempo inalcanzable, la dicha prolongada a través del tiempo. Incluso la belleza absoluta de su esposa, su perfección física, su incomparable atractivo carnal, por un momento le resultaron aceptables solo a la vista de su fugacidad. «Solo lo que tiene fin es precioso», había pensado, y se paró a darle un beso en plena calle.
En Praga se había dado cuenta de cuánto lo querían. Su mujer, su madre, su padrastro, su hermano. Peter, de camino a un permiso que iba a pasar en casa, pasó por la ciudad para preguntarle si quería que se quedase. Bora le había dicho: «¿Te has vuelto loco? Ve a ver a Patita, cabeza hueca, que no me estoy muriendo».
Le sorprendió ver que recordaba aquel episodio. Solo había conseguido reconstruir sus últimos días en Stalingrado gracias a las entradas de su diario, ya que una fiebre altísima le había hecho olvidar muchos detalles. Recordaba vagamente el final de la larga marcha para escapar del sitio, por la nieve caída, cuando alcanzó las líneas alemanas con todos los que había conseguido arrastrar consigo, y que un coronel con un abrigo de piel de carnero le había estrechado la mano, gritando: «¡Gracias a Dios, gracias a Dios!». Pero también era posible que lo hubiese olvidado y que alguien se lo hubiese contado después. De su estancia en el ala de enfermedades infecciosas en Praga solo recordaba con claridad dos o tres días, aunque había durado casi un mes.
El rumor de los aviones al despegar de Rogany lo devolvió a la realidad. Bora se preguntó qué estaba haciendo, medio desnudo y con el vello de punta en un canal, cuando tenía tantas tareas que atender.
Después de secarse y cambiarse el uniforme, se sintió peor. «Espero que no sea otro brote de neumonía», se dijo. Pero la sensación de fiebre e intenso dolor de cabeza era la misma. A pesar de todo, se enfrentó a la rutina del día, que comenzó con una petición a Bruno Lattmann de que comprobase la veracidad de los hechos. Lattmann tenía acceso directo a sus colegas de las oficinas III D y III Q, y una capacidad increíble de recopilar datos rápidamente. Después pasó tres horas enteras con un oficial de origen ruso que anteriormente había pertenecido al Quinto Regimiento de Cosacos del Don. Respecto a Odilo Mantau y los tipos de la Leibstandarte, completo silencio. Era posible, como había dicho Bentivegni, que Mantau fuese a tener que responder ante Mueller, la «Gestapo» de la Amt IV y la RSHA, por haber perdido a Khan Tibyetskji, y que los de las secciones blindadas de las SS aún estuviesen registrando la fábrica de tractores en busca del T-34 que hacía mucho se habían llevado de allí.
Al mediodía estuvo en el Hospital 169. Le dijeron que el doctor Mayr no podía salir de la sala de medicación, pero le permitieron esperar en su consulta.
Era una habitación pequeña y oscura, con un tendedero junto a la puerta y un catre que no parecía más cómodo que el que Bora tenía en Merefa. Dentro de una caja de cartón había amontonados un uniforme mal planchado y varios calzoncillos enrollados, y sobre un estante había equipo médico, sin duda heredado de los inquilinos soviéticos, al igual que algunos de los medicamentos, con las etiquetas en cirílico o en inglés, si se trataba de materiales enviados por el programa de ayuda de Estados Unidos. Habían reparado la ventana después de una explosión y reemplazado los cristales con hojas de papel encerado que temblaban, agitadas por la brisa, y ocultaban la vista del exterior. Tan solo una limpieza extrema mitigaba la impresión de miseria que causaba este interior. Había varias fotos de familia (una esposa, un niño de uniforme, una escena de jardín) sin enmarcar clavadas con chinchetas en un tablón de anuncios de madera prensada que colgaba de la pared frente al escritorio. Por costumbre, y debido a su adiestramiento, Bora examinó lo que tenía alrededor, pero puso cuidado en que el cirujano lo encontrase de pie sin hacer nada en mitad de la habitación cuando entró para unirse a él.
—Le recetaron toda esta medicación, ¿verdad, comandante? ¿Por qué quiere devolverla?
—Porque ya no necesito analgésicos, Herr Oberstarzt. Puede que le resulten más útiles a otra persona.
Mayr se acercó los frascos a la cara para leer qué contenían.
—Dudo que haya venido hasta aquí para traerme un puñado de medicinas o devolverme la bata de hospital. ¿Anda detrás del cadáver?
Bora se sobresaltó. «No entiendo cómo ha podido saberlo», estuvo a punto de decir, pero entonces se dio cuenta de que Mayr se refería al cadáver de Platonov, no al de Khan.
—Exactamente. —Corrigió el tiro—. Quiero que lo entierren mañana.
—Llega tarde. Ya está hecho. Ahí afuera, en el parque. A la tumba se le asignó un número, puede atribuirle un nombre o dejarla tal como está. Tengo por costumbre dirigir este hospital como una máquina bien engrasada, comandante, aunque le aseguro que no es tarea fácil, dadas las circunstancias. ¿Puedo ayudarle con alguna otra cosa? De lo contrario, le deseo un buen día.
«Ya está enterrado. Otra promesa que les hice a las Platonov y que no voy a poder cumplir». Bora no hizo ningún comentario en voz alta. No había tiempo que perder, así que se decidió a mencionar aquello para lo que había venido: pedir acceso al cadáver de Tibyetskji o información sobre él. En cuanto terminó la frase, las cejas canas del cirujano se juntaron al fruncir el ceño, y la sorpresa prestó a sus ojos amarillentos por la ictericia un aspecto mate, propio de un reptil.
—¿Por qué iba a hacer tal cosa?
—Porque puede, y yo no.
—Permítame que lo exprese de otra manera, comandante Bora: ¿por qué espera que lo haga? Ni siquiera me cae bien.
Bora era consciente de que seguramente iba a salirle con una respuesta parecida. Aquí es donde iban a resultarle útiles las averiguaciones apresuradas que Lattmann había realizado a través de sus contactos de la Abwehr, que ahora le permitieron mantener el rumbo que se había propuesto.
—Herr Oberstarzt, tal vez no sepa que el hijo de su esposa, el cadete Karl-Philipp Neuhaus, se encuentra bajo vigilancia. Unos comentarios imprudentes en presencia de ciertos colegas de la academia militar podrían traerle complicaciones, pero, si se porta bien de ahora en adelante, saldrá del aprieto con una simple amonestación. Le sugiero que le ordene que se porte bien.
Mayr aspiró una bocanada de aire, que le resonó, sin llegar a ser un jadeo, en la garganta.
—¿Me está chantajeando?
—En absoluto. Le estaría chantajeando si tuviese algo que ver con el problema del cadete Neuhaus. Pero no es así. Además, lo que le estoy pidiendo es un favor, no algo a cambio del consejo que acabo de darle.
El cirujano apretó la mandíbula. Una vez más, bajó los hombros en un gesto de abatimiento, rindiéndose ante la evidencia. Sin prisas, abrió la vitrina de cristal para guardar los medicamentos que había traído Bora. Al desplegarse del todo la puerta, sobre ella se reflejó una imagen de la habitación, como una mirada pasajera a un mundo alternativo desde debajo del agua.
—Está acostumbrado a que la gente lo aprecie; lo noto. Por su aspecto, su sonrisa. Me molesta que lo dé por hecho.
Bora quedó fascinado por el reflejo sobre el cristal, en el que una copia decapitada de sí mismo disfrutó de una existencia efímera.
—Si eso es cierto, últimamente no me ha servido de gran cosa. Le agradecería mucho que me comunicase los resultados completos de la autopsia del fallecido en cuestión si es que están disponibles, aunque en caso de apuro estoy dispuesto a conformarme con la causa de la muerte, o incluso con el paradero del cadáver del oficial ruso. Por si le ayuda a la hora de identificarlo, puedo describirle las cicatrices reconocibles de las heridas que el prisionero recibió durante la Gran Guerra.
La puerta de la vitrina se cerró, destruyendo el mundo alternativo. Tras girarse para encararlo, Mayr sacó y se encendió un cigarrillo. Los repetidos lavados e inmersiones en alcohol le habían secado y desgastado la piel de las manos hasta dejarla en carne viva. Daba la impresión de que la pequeña llama de una cerilla podría haberles prendido fuego.
—Me informaron de que alguien llamó ayer a este hospital preguntando por una víctima de envenenamiento. ¿Fue usted?
—Sí.
—Ya que dice que su consejo ha sido gratuito y que lo que me está pidiendo es un favor, comandante Bora, creo que tengo derecho a que usted también haga algo por mí. Daré los pasos necesarios para averiguar lo que me pide. A cambio, encuentre una forma de anular el traslado injustificado del Sanitätsoberfeldwebel Weller.
«Gracias a Dios que solo me ha pedido eso», pensó Bora.
—Haré lo que pueda, Herr Oberstarzt.
Un convoy con destino a la estación del Donbass obligó a Bora a tomar un desvío al salir del hospital. Pasó por calles secundarias en las que aún no habían reparado del todo los cráteres creados por las bombas y donde los puestos de defensa antiaérea habían dejado surcos y tajos sobre el asfalto al retirarlos. El dolor de cabeza empezaba a volverse agobiante; debió haberle pedido un remedio al cirujano, pero, después de decirle que ya no necesitaba analgésicos, no hubiera sido buena idea. ¡Si al menos se hubiese quedado con el Dolofin! Apretar los dientes no le aliviaba del todo el dolor y enumerar lo que tenía que hacer a continuación lo distraía, pero no lo suficiente como para olvidarse de las molestias. «Así que ahora, además, tengo que empezar a buscar al Sanitätsoberfeldwebel Weller —pensó—, otro incordio, aunque tengo a Bruno Lattmann para ayudarme. Me mordí la lengua cuando el Oberstarzt me vino con la cantinela de que el sanitario padecía una depresión grave (a mí simplemente me pareció taciturno) y de que “este traslado repentino, que él ve como un castigo, podría ponerlo en el disparadero”. Bobadas. Pero, impaciente como estaba porque me prestase su ayuda, tuve que darle la razón. Pude haberle contado la historia del hermano de Bauml, o cómo en Stalingrado vi a un cirujano del Panzerkorp volarse la cabeza de un disparo o que tuve que revisar el interior de un refugio abarrotado después de que las tropas siberianas lanzasen granadas de mano para acabar con todos los que estaban dentro. Debemos mantener la calma, todos. En cuanto a los actos espantosos de los que tantos fuimos testigos, pude haberle dicho al padrastro del cadete Neuhaus que cometimos crímenes comparables a los de los rojos en toda Rusia, Járkov incluida. Si de verdad viene alguna vez el juez militar, tengo un par de cosas que contarle».
Más adelante, la tarde lo llevó hasta Oseryanka y las Platonov. El dolor de cabeza de Bora fue empeorando a lo largo del día y, cuando registró el escritorio del maestro en busca de aspirinas en Merefa, era insoportable. El pequeño tubo de color naranja estaba medio lleno de pastillas y las engulló todas.
Kostya, que seguía llorando a sus gallinas, había lavado y tendido los pantalones y la ropa interior de Bora. A través de la ventana abierta, con su uniforme de faena sin forma definida, parecía una figura sacada de Petrushka mientras palpaba los calzoncillos de lino del oficial para ver si estaban secos y después los doblaba. Había pedido permiso para presentarle un informe, así que Bora esperó a que el dolor amainara lo suficiente para escucharle. Con el estómago vacío, el medicamento debía hacer efecto, reforzado por el trago de aquavit sin marca que había encontrado en la despensa en tiempos bien abastecida de Lattmann. En Polonia su amigo había podido compartir coñac francés y whisky americano, pero ahora tenía que apañárselas con las bebidas que sacaba Dios sabía de dónde, poco mejores que un vodka o un kvas baratos.
Cuando creyó poder soportar el sonido de una voz humana, Bora pidió a Kostya que pasase.
El asistente se limpió las botas cubiertas de barro antes de entrar en el aula que hacía las veces de oficina de Bora.
—Povazhany Major, hay pollo para cenar.
—Sí, sí. —Con las náuseas que le causaba el dolor, Bora no podía soportar pensar en comida—. ¿Y qué más, Kostya?
—Me pidió que hiciera averiguaciones sobre Krasny Yar y eso hice. —Kostya hablaba en posición de firmes, con la gorra en la mano, como el obrero de una fábrica ante su superintendente—. El sacristán del padre Victor, en Oseryanka, tiene familia. Como tenemos tanta carne de pollo de la que deshacernos, esta mañana a primera hora le llevé dos de mis pobres gallinas. ¡Mis pobres gallinas, estimado comandante! Eran mi consuelo en este mundo. Cuando las abres, ves que dentro llevaban un árbol de huevos, algunos blandos y muy pequeñitos, y otros, casi listos para ponerlos.
—Le conseguiré otras gallinas. Dígame qué pasó en casa del sacristán.
—Kapitolina Nefedovna, la madre del padre Victor, es la que se lo dijo a la mujer del sacristán, y ella se lo contó a él. Y él dice que los problemas del Yar comenzaron cuando las tropas contrarrevolucionarias de Majnó llegaron al óblast de Járkov, hace veintitrés años. Causó mucho dolor ese Majnó. La vieja Nefedovna por entonces era una alcahueta y le dijo a la mujer del sacristán que los Blancos tomaban a las chicas en el bosque y después las mataban. Nadie sabe a cuántas.
Era plausible. Sentado sobre un ángulo del escritorio, resuelto a disimular lo indispuesto que se encontraba, Bora asintió. Majnó era una especie de hombre del saco en Ucrania, pero era un anarquista, no un contrarrevolucionario propiamente dicho. Lideradas por Frunze, las fuerzas de Trotsky se habían sublevado contra su sanguinario Ejército Negro, y él había presentado una resistencia feroz hasta ser derrotado y exiliado.
—¿Se encontraron los cadáveres?
—La mayoría, aunque más adelante. Las fuerzas bolcheviques llegaron pasado un tiempo, lucharon con uñas y dientes por el Yar y se quedaron con él.
—¿Y entonces se acabaron las muertes?
—Sí y no.
—¿Qué quiere decir? ¿Se acabaron las muertes o no?
—Ya no mataban a mujeres, pero apalearon a un hombre en el 22.
—Ah. ¿Y qué hay de los años transcurridos entre la guerra civil y ahora?
—Es lo que le pregunté al sacristán. ¿Qué pasó durante aquellos años?
Bora sintió un intenso deseo de cerrar los ojos para aliviar la migraña, pero no lo hizo.
—Vamos, Kostya, que tengo que sacarle las cosas con calzador.
El asistente relajó ligeramente la postura. Su rostro imberbe y de mejillas sonrosadas poseía, a ojos de Bora, el mismo anonimato que cientos de caras como la suya a las que había disparado o cuyos dueños había tomado prisioneros, interrogado y enviado a la horca.
—Eran tiempos difíciles, povazhany Major; no había nada que comer. Debo decir que el partido tenía los silos llenos de grano ucraniano, pero no se lo daba al pueblo. No sé si hacían bien o mal, si era algo que tenía que hacerse o no. La gente se moría de hambre, se comían la hierba que crecía sobre los tejados de sus casas; hasta los terrones de tierra. Y así, como hacen siempre, se refugiaron en el bosque…
—¿Y en Krasny Yar?
—Fue el último bosque en el que la gente fue a buscar alimento, por todo lo que había pasado en los tiempos de Majnó. Kapitolina Nefedovna le dijo a la mujer del sacristán que en los años treinta hubo gente de las granjas y la aldea cercana que mató a niños en el Yar para comérselos. —Kostya debió de interpretar el malestar físico de Bora como impaciencia o incredulidad—. No sé si es cierto —se apresuró a añadir—. Pero la gente no entra en el Yar desde la guerra civil. Si uno va al bosque, es porque está desesperado. Seguramente encuentres setas y bayas, pero ¿merece la pena arriesgar el pellejo por ellas?
—Pero para matar a todos los que murieron últimamente en Krasny Yar, debe de haber alguien que viva en el bosque o lo ronde de vez en cuando.
—El sacristán lo ve de una manera, povazhany Major, y la vieja Nefedovna, de otra. El sacristán dice que los hombres de Majnó nunca llegaron a marcharse y que viven como animales en el Yar. Kapitolina Nefedovna, que perdió a una sobrina a manos de los Blancos, dice que es un espíritu, una fuerza oculta. Según ella, la forma en que mata a las personas, sacándoles los ojos y cortándoles la cabeza, es prueba de ello.
—No hace falta ser una fuerza oculta para comportarse de esa manera.
—Es lo que cree, povazhany Major. Pero lo cierto es que no se encontró a ningún asesino cuando los granjeros organizaron partidas de búsqueda para recuperar los cadáveres. Y tampoco es que todo aquel que entre en el Yar acabe muerto: los que vuelven dicen que no han visto nada ni a nadie. Así que no nos sirven de nada. Esta vez, según el sacristán, los asesinatos volvieron a comenzar durante el invierno del 41.
Había sido un invierno duro, el de la invasión alemana; un invierno en el que muchos habían muerto de hambre. Aunque la presencia de espíritus malignos le parecía poco probable, tal y como Bora había oído decir a los de la 241.ª Compañía de Reconocimiento y había podido comprobar con sus propios ojos, las brújulas no funcionaban bien en el bosque. Esto podría apuntar a una anomalía magnética: en torno a Kursk, el fenómeno era perceptible debido a los enormes depósitos magnéticos que había en los alrededores. Pero los campos magnéticos no incitan al asesinato. El hambre, por otra parte, quizá; aunque no se había aprovechado la carne de ninguna de las víctimas recientes.
Kostya, incómodo, trasladó el peso de su cuerpo de una pierna a la otra al ver que el oficial no daba señales de aceptar ni rechazar su informe.
—La sobrina de la vieja Nefedovna —añadió—, antes de que la mataran los Blancos (y todo esto me lo dijo el sacristán, que lo oyó de boca de su mujer)…, bueno, el padre Victor, que por entonces estaba aprendiendo su oficio en el seminario de Járkov, estaba enamorado de ella. El sacristán dice que por aquellos tiempos andaba loco de celos; que a veces pegaba a la chica y después se iba a rezar con la cabeza en el suelo frente a Nuestra Señora de Oseryan. Nunca se casó después de morir ella, y aunque en Merefa se rumorea que es porque quiere alcanzar un alto rango dentro de la Iglesia, el sacristán dice que es porque perdió a su prometida entonces. Y sueña con el Yar, con los muertos del Yar.
«La historia de la novia muerta es un detalle que el sacerdote jamás llegó a contarme. Se ofreció a hablarme de las cosas que ocurren en el bosque, pero se guardó este dato, junto con muchos otros. Quiere que reduzcamos Krasny Yar a cenizas… Me pregunto si será por los espíritus impuros en los que creen él y su madre o por alguna otra razón».
—¿Preguntó si habían llegado a encontrar el cadáver de esa chica, Kostya?
—Sí, povazhany Major. Nunca se encontró. Si queda algo de ella, aún debe de estar en el bosque.
«Sí, la vieja alcahueta de Nefedovna jamás me habría contado nada de esto, y seguramente el sacristán tampoco. Las gallinas de Kostya han resultado útiles. Aun así, no puedo decirle que deberíamos dar gracias de que matasen a sus mascotas. Seguramente le sorprende que me interese por Krasny Yar». Bora se alejó del ángulo del escritorio.
—Buen trabajo, Kostya. Mantenga los oídos abiertos, y si consigue localizar a alguien que haya entrado en el Yar y sobrevivido, procure traerlo (o traerla) hasta aquí para que pueda interrogarlo.
Aún quedaba tiempo antes de acabar la tarde para recibir una visita políticamente incómoda. Bora se encargó de ella lo mejor que pudo. El dolor se prolongó hasta la noche y solo consiguió conciliar el sueño tras terminarse el aquavit que le había dado Lattmann.
Domingo, 9 de mayo
«Tercer Domingo de Pascua, en el puesto avanzado de Merefa. Domingo, Día de la Madre, en el Reich. Si mal no recuerdo, el introito de la misa de hoy dice: “Aclama a Dios, tierra entera”. Una muestra de optimismo leibniziano, según el cual vivimos “en el mundo mejor de entre todos los posibles”. Anoche me sentía demasiado enfermo como para anotar los acontecimientos del día, que resumo a continuación.
»1. En lo que respecta a la mujer y la hija de Platonov, no vi ninguna ventaja en andarme con rodeos ni dorarles la píldora, ni mucho menos en escudarme en las órdenes que había recibido. Lo peor fue que las dos se tomaron la noticia del apresurado entierro de su familiar y de su futura detención como si no esperasen otra cosa de nosotros. Selina Nikolayevna me recordó con frialdad que les había mentido desde el principio; primero, al hacerles creer que su marido seguía vivo, y después, al prometerles que seguirían siendo libres. En cuanto a Avrora Glebovna, no la culpo por el desprecio que me mostró. Transcurrida menos de una hora, ya se encontraban a bordo de un tren en dirección al sur, bajo escolta armada. ¿Por qué sentiré náuseas cuando me veo sometido a estrés? Menos mal que me salté la comida del mediodía; de lo contrario, la habría vomitado, junto con la mitad del estómago, cuando salí con las dos mujeres de la shatka de Nitichenko.
»2. Mi siguiente problema era qué hacer con la vieja, la madre del sacerdote. Le pregunté específicamente a Avrora Glebovna cuánto le habían contado a Nefedovna acerca de Platonov (encarcelamiento, muerte, etcétera). Me contestó: “nada”. Es posible. Como antiguas “enemigas del pueblo”, deben de haber aprendido a morderse la lengua tanto ante amigos como ante enemigos. La vieja bruja, que será metomentodo y alcahueta hasta la sepultura, parece pensar que tuve una historia con Avrora, o que al menos lo intenté. Bueno, se parece tanto a mi mujer que me resultó difícil quitarle los ojos de encima, pero le soy fiel a Dikta y no hay nada más que hablar. Creo que será mejor dejar en paz a la vieja Nefedovna, ya que tal vez consiga descubrir algo sobre el misterio de Krasny Yar a través de ella, y porque me complicaría la vida todavía más si me empeñase en arrestarla. Pero no me gusta nada. Si su casa se levantase sobre patas de gallina y girase a voluntad, diría que es la bruja del cuento ruso.
»3. Un poco más, y con este clima tan caluroso, no se podrá parar bajo el balcón del que cuelgan las desafortunadas babushkas de Mantau. Si, según dice, una o más de ellas eran agentes soviéticas, habrían tenido que saber que solo comía chocolatinas antes incluso de tener acceso a la celda del prisionero y apañárselas para colar una golosina envenenada entre el resto… casualmente, justo la que consumió al día siguiente. Si hay responsabilidad oficial rusa detrás del incidente (y aquí estoy en desacuerdo con el coronel Bentivegni), no tardarán en atribuírselo, como siempre se atribuyen el castigo de los traidores y los saboteadores. En ese caso, la tarea que me ha encomendado el coronel quedará resuelta automáticamente, y Mantau se enfrentará a la responsabilidad de haber perdido a un desertor de primer rango bajo su vigilancia (doy gracias a Dios de que las babushkas acabaran en sus manos y no en las mías). Esto querría decir que: a. Los altos cargos soviéticos sabían que Khan se encontraba en manos de los alemanes y había sido trasladado por la fuerza a uno de los edificios de la RSHA; y b. Infiltraron y desviaron rápidamente al lugar donde podían llevar a cabo la ejecución a un equipo de sus trabajadores/agentes. Ya veremos.
»4. Gracias al juego de llaves que conservé para uso propio, volví a nuestro antiguo centro especial de detención y lo revisé a fondo para asegurarme de que ninguno de nuestros preciados presos había dejado nada que otros pudieran descubrir y utilizar. Según mi experiencia, en ocasiones los detenidos e incluso los invitados especiales pasan las horas muertas garabateando cifras o nombres. Pocas veces resultan de ayuda, pero quería cerciorarme. Lo único que pude encontrar, y no me sirve de nada, son las iniciales de las Platonov junto al borde de la mesa del general, trazadas de su puño y letra con el lápiz que le dejé la noche antes de su muerte. Khan, que en al menos tres ocasiones durante nuestra breve conversación pareció estar a punto de decirme algo (tal vez solo que sabía que éramos parientes lejanos), no dejó nada. Pero ¿por qué iba a hacerlo? Tenía buenas razones para pensar que lo trasladarían a Berlín con todos los honores muy pronto.
»En cuanto a la mentira que le conté a Mantau sobre el paradero del T-34, todavía no tengo noticias de cara de tejón; aunque antes de caer la noche recibí la visita de un capitán del Leibstandarte que no se molestó en decirme su nombre. Me amenazó (con nada en concreto, ya que debe de saber que Schallenberg es prácticamente mi padrastro); tan solo utilizó los típicos “Tenga cuidado”, “Mire por donde pisa”, “Sabemos quién es” y frases parecidas, toda la gama de indirectas que he ido coleccionando a lo largo de los últimos dos años. “¿Por qué? —contesté—. Es cierto que ordené que llevasen el tanque a la fábrica de tractores”. Cojea y tiene una marca de nacimiento en la mejilla, así que no será difícil localizarlo, y a Dios pongo por testigo de que le sacaré algunos trapos sucios que me servirán de utilidad en el futuro.
»Nota: el viernes pasado, el metropolitano Alexsyi, de la Iglesia ortodoxa ucraniana autónoma, fue asesinado, aparentemente por órdenes del Ejército Insurgente Ucraniano (UPA), por haber retirado su apoyo a un tratado con la Iglesia ortodoxa ucraniana autocéfala, su rival en la región. ¿Conseguiremos alguna vez verle el sentido a todo esto?
»El comandante Boeselager me envió a un capitán de cosacos, al que no le faltaban ni las franjas rojas en los pantalones ni el sable shaska y que podría traer consigo un escuadrón (sotnia). Según Boeselager, es la piedra de toque contra la que medir el valor de los elementos de origen ruso. Su alemán hablado es tan impecable que en un primer momento uno queda encantado, aunque después empieza a sospechar. ¿Por qué conocerá tan bien nuestro idioma? No tenía el mejor de los días, así que mis antenas solo funcionaban a medias. Tendré que investigar de dónde ha salido. No porque no confíe en el buen juicio de Boeselager (es un oficial excepcional), sino porque aprendí a ser cauteloso bajo el viejo de la cabeza cana.
»Al terminar el día, y en parte gracias al aquavit de Bruno, me quedé dormido mientras me ocupaba del papeleo. Ya que la silla es incluso peor que el catre, tuve pesadillas durante toda la noche. Esta mañana se me había pasado el dolor de cabeza, y según parece, ya no tengo fiebre. Estoy más débil que un gato enfermo, pero se me pasará».
El ruido del motor de un coche lo interrumpió. Bora se puso en pie, soltó el seguro de la pistola y terminó de escribir a toda prisa. «Tengo que cerrar el diario aquí: a través del umbral veo que se acerca un coche oficial al patio de la escuela». Metió una hoja de papel secante en el diario antes de cerrarlo y lo tiró al baúl.
El cordoncillo color rojo vino identificó al recién llegado como miembro de la justicia militar, antes incluso de que dijese:
—Heeresrichter Kaspar Bernoulli, de la Oficina de Crímenes de Guerra de las Fuerzas Armadas. Creo que conozco a su padrastro.
Bora se cuadró y estrechó la mano que le tendía el juez. A pesar de lo sorprendido que estaba, acertó a pensar: «Ah, sí. El mundo se divide entre los que conocen a mi padrastro y los que conocen a mi padre biológico». Asintió con la cabeza en señal de reconocimiento, como siempre hacía en estos casos, porque un hijo representa necesariamente al padre ausente.
—… Habría llegado a mariscal de campo si no se hubiese retirado.
El comentario incómodo a Bora. La falta de ortodoxia política del general Sickingen era un tema espinoso para él, aunque ahora no tanto como en el pasado. Desde que empezó la guerra, el anciano había aprendido a controlar su franqueza para no perjudicar las carreras de su hijo y su hijastro. Aun así, era muy poco probable que hubiese accedido a convertirse en mariscal de campo del ejército nacionalsocialista.
—Mi padrastro es un hombre de su época —se limitó a decir. Y después, para no parecer descortés, añadió—: Bienvenido a Merefa, doctor Bernoulli. ¿Puedo preguntarle en qué ocasión lo conoció?
El juez militar lanzó una mirada rápida y penetrante a las tumbas que había al final del patio de la escuela.
—Oh, de eso hace siglos. Bueno, siglos tampoco; pero sí al menos veinte años. Su padrastro acababa de regresar de sus misiones de posguerra contra los bolcheviques en Finlandia y Polonia, mientras que yo había servido en Prusia Oriental.
Bora hizo otra inclinación de cabeza. De alguna manera, todo giraba en torno a aquellos años remotos: los comienzos del tío Terry, los muertos de Krasny Yar; incluso Platonov había cosechado sus primeros éxitos militares por aquel entonces. Unos cuantos segundos le bastaron para evocar las balalaikas, los cinturones de munición cosacos y otros recuerdos de mal gusto de la aventura en el Freikorps de Sickingen, objetos que su madre había accedido amablemente a conservar… aunque en la sala de fumar, en la que en realidad no entraba nadie, dada la aversión del general al tabaco. Por un momento se vio allí de pie, en la habitación de techos altos, donde también adornaban las paredes los trofeos de caza del abuelo Wilhelm Heinrich (que sí había llegado a mariscal de campo, y cómo). Era posible imaginarse a un juez militar en el Freikorps, aunque no sin cierta dificultad. Aquella aventura había logrado prolongar el derramamiento de sangre de la Gran Guerra durante al menos otro cuatro años.
—Creo que ya sabe lo que me trae por aquí —continuó Bernoulli—, ya que fue su informe el que nos señaló el asunto de la escuela de Merefa.
Casi parecía demasiado bueno para ser verdad.
—Considéreme a su completa disposición —dijo Bora—. Puedo enseñarle el lugar ahora si lo desea; está aquí mismo. O, si lo prefiere, primero puedo enseñarle las fotografías y notas adicionales que he ido tomando desde que efectué el descubrimiento, a principios de abril.
Con «el asunto de la escuela», por supuesto, se refería a la fosa común poco profunda en la que habían sido enterrados varios prisioneros alemanes ejecutados, algunos de los cuales aparentemente seguían con vida. Los hombres de Bora los habían descubierto mientras despejaban el patio de escombros para establecer el puesto avanzado. Bajo esos cadáveres, habían salido a la luz dos capas abarrotadas de víctimas civiles, sin identificar exceptuando los restos profusamente condecorados del maestro de escuela de Alexandrovka, al que uno de los campesinos locales había reconocido gracias a «Georgji, Vladimir y Anna», sus medallas de la Gran Guerra.
Bernoulli, que había venido solo en un coche pequeño y con una maleta como todo equipaje, mostraba una falta de formalidad muy poco habitual. Haciendo gala de sus exquisitos modales, dijo:
—Muéstreme las pruebas, por favor. —Y—: La oficina se toma todos los informes muy en serio —añadió, tal vez para explicar su paso por Rusia a estas alturas de la guerra, cuando ya habían muerto millones—. Este caso en concreto, en el que han salido a la luz dos episodios distintos de ejecuciones en masa, no podía dejarnos indiferentes. Me enviaron directamente desde Berlín, desde la oficina del doctor Goldsche. Parece sorprendido, comandante Bora. ¿Por qué?
Mientras le mostraba el camino hasta los enterramientos, Bora admitió que lo estaba.
—No esperaba que el jefe de la oficina en persona fuera a enviar a un investigador.
—¿No? ¿Acaso no nos notificó repetidamente violaciones cometidas por el ejército soviético y el NKVD? Su nombre figura en informes que lleva escribiendo desde sus días en el cuartel general de Cracovia. La masacre de los oficiales polacos por parte de los soviéticos en Tomaszov, el incidente de Skalny Pagoreck a manos de nuestro propio Servicio de Seguridad… Como verá, tengo buena memoria. Me llamó la atención que, en una ocasión, mencionase el principio de actio libera in causa. Muy pocas veces un joven comandante de compañía reconoce que un soldado es responsable de sus actos, máxime cuando el hombre estaba alterado por la bebida.
—Si se embriagó motu proprio, en mi opinión es doblemente responsable.
En el rostro del juez se dibujó una expresión enigmática.
—Es usted la voz que clama en el desierto, ¿eh?
Si no era desánimo lo que subyacía a esas palabras prudentes, debía de ser pena, o tal vez impaciencia: Bora no se atrevía a desear que fuese tenacidad. Una vez llegaron a la hilera de tumbas, dijo lo obvio:
—Volver a enterrar los cadáveres de nuestros hombres no podía esperar. El deshielo llegó pronto este año y había que hacerlo.
—Entiendo. El doctor Goldsche me envió en cuanto se enteró, pero me encontré con retrasos en el camino. Debí haber llegado hace dos semanas.
Bernoulli tenía un rostro severo y de mentón estrecho, un tanto melancólico. Con la cabeza afeitada y los ojos oscuros, a Bora le pareció el tipo de hombre que posee un gran dominio de sí mismo y no se avergüenza por soltar unas lágrimas por aquello que lo conmueve, aunque en privado. Y pensar que, durante los últimos dos años, había aprendido a demostrar cada vez menos, a pesar de que sentía cada vez más… «Todos tenemos nuestra manera de afrontar las cosas», se dijo. Observó cómo el juez dejaba en el suelo la maleta y sacaba de ella y se ponía unas gafas tras detenerse junto a él, cerca de las tumbas, bajo la sombra que proyectaban los árboles a esta hora de la mañana.
—Bueno, comandante Bora, creo que fue Goethe el que dijo: «Lo más alto a lo que puede aspirar el hombre es el asombro». El asombro entendido como un estado de admiración imposible de superar. Lo Sublime de los románticos, tal vez, que se encuentra tanto en la belleza como en el horror extremos. Mi mente, adiestrada para la jurisprudencia, rechaza los extremos, prefiere literalmente seguir las reglas; pero es precisamente aquello que constituye las reglas, el principio, lo que me trae hasta aquí.
—Ya me lo imaginaba, sobre todo sabiendo que los soviéticos no firmaron la Convención de Ginebra de 1929.
—Eso ya lo sabía cuando estuvo en Polonia.
—Lo sabía incluso cuando estuve en España, doctor Bernoulli. Fue la primera vez que me enfrenté a los rojos como enemigos. En Polonia… bueno, la tregua con ellos fue un acuerdo mutuo.
Catorce postes delimitaban unos rectángulos del tamaño aproximado de las camas de una residencia, de modo que la angosta franja que separaba cada uno del siguiente apenas bastaba para poner las botas. Habían aplastado la tierra sobre los montones con el dorso de las palas y delineado el perímetro con guijarros. Sobre cada una de las cruces de madera de pino pulcramente talladas había clavada una tablilla en la que ponía «Soldado alemán», pero de ellas no colgaba el casco del difunto: en estos tiempos, los cascos resultaban más útiles para mantener con vida a los que todavía podían contarlo. Bernoulli se inclinó hacia delante para recoger una hoja que la tormenta había tirado al suelo.
—He estado trabajando en un bosque sombrío cerca de Smolensk desde principios de abril hasta la semana pasada. Digamos que lo mejor será no inmiscuirnos en el caso de Polonia por ahora.
¿Smolensk? Bora ya había oído rumores sobre una masacre cuando pasó por la zona en 1941, de boca de varios guardagujas rusos interrogados después que los alemanes se hiciesen con el control del ferrocarril durante la invasión. Había pasado el informe a sus superiores sin hacer ningún comentario, al igual que sus colegas, diciendo simplemente que los prisioneros habían mencionado que a los que supuestamente habían llevado a la muerte vestían uniformes polacos. Así que habían tardado dos años en encontrar el lugar (o, tal vez, en buscarlo). Lógico, dado todo lo que había ocurrido mientras tanto. En una escala del uno al diez, lo que le estaba contando el juez alcanzó un seis; una respuesta bastante intensa por parte de Bora en los tiempos que corrían. Pero lo que no sintió fue extrañeza ni asombro.
Bernoulli evitó mirarlo mientras jugueteaba con la hoja; muy concentrado, la fue rasgando en tiras, siguiendo los nervios que la recorrían a lo largo.
—La pregunta es si es más atroz abstenerse de firmar la convención o violarla sistemáticamente.
—¿Un pecado de omisión frente a un pecado de comisión?
—Al menos para nosotros los católicos, comandante.
Entre molesto y fascinado, Bora observó cómo rasgaba la hoja con precisión en tiras regulares, el típico intento excesivamente crítico del legislador de coaccionar a la naturaleza; un esfuerzo imperfecto y, en última instancia, inútil. Más allá de los montones de tierra bajo los cuales había enterrado a los soldados, a la izquierda de la fosa común, de la carretera sin asfaltar emanaba con cada golpe de viento un polvo sutil, del color de los polvos para la cara. Su mujer y su madre utilizaban un tono igual de claro para maquillarse el cutis. Sintió deseos de tenerlo bajo las yemas de los dedos, fuerte (aunque distinto) como era su afecto por las dos.
—En la trinchera de allí atrás es donde encontramos a nuestros hombres —explicó—. Dejamos allí los cadáveres de los civiles porque en el estado en que se encontraban era mejor no manipularlos, más allá de un registro mínimo y un conteo aproximado. Les vaciamos un camión de cal viva encima y amontonamos tierra limpia de aquel terraplén de allí, junto a la carretera. Si no basta con eso, puede que en verano tengamos que volver a desenterrarlo todo, o taparlos con cemento.
En verano, toda la región, hasta llegar al Don, podría encontrarse de nuevo en manos de los alemanes, pero también podrían haberla perdido hasta el Dniéper. Bora mencionó el verano como si fuese previsible que fuesen a estar allí dentro de cuatro semanas o de cuarenta meses.
—Les quitaron las chapas de identificación a nuestros soldados antes de matarlos —continuó—, así que es muy difícil intentar averiguar a qué unidades pertenecían ni cuánto tiempo llevaban en manos soviéticas. Creo que ya lo mencioné en mi informe.
—Así es. Según dijo, algunos de nuestros soldados capturados a principios de febrero fueron retenidos en el campo provisional de Járkov.
—En el distrito de Yasna Polyana, según la información de que disponemos. Nuestras tropas se trasladaron urgentemente hasta allí antes incluso de terminar de volver a ocupar la ciudad. No hace falta que añada que llegaron demasiado tarde. —Bora se giró con un gesto contenido del brazo, sin señalar directamente el edificio de la escuela—. Nuestros soldados fueron fusilados allí, contra aquella pared, por fusiles soviéticos de calibre 7,62 mm. He ordenado expresamente que no la pinten ni la recubran de estuco. —Y mientras el juez se giraba lentamente para mirar, añadió—: Cuando llegué el 10 de abril, me dio la impresión de que la pared se había utilizado anteriormente con el mismo fin, aunque para un grupo más grande de personas; posiblemente, las tres docenas de civiles cuyos cadáveres ya llenaban la mitad de la trinchera. Cubrieron a nuestros soldados con nieve y escombros mezclados con un velo de tierra de la fosa común recién cavada. En la explanada entre la verja y el canal que hay allí habían esparcido la tierra sobrante de la trinchera, pero en aquella época resultaba inaccesible debido a la nieve amontonada. El tiempo había sido frío antes de que se utilizase la fosa por última vez. El jefe médico de nuestra división no fue capaz de establecer el tiempo transcurrido entre ambas ejecuciones.
—Según he leído, sugirió de cinco a seis semanas. ¿Cómo habría podido nadie cavar una trinchera con la tierra congelada y dura?
—La trinchera había sido cavada mucho antes, con fines defensivos. El campo que hay más allá estaba minado. —Bora vio cómo el juez dejaba caer lo que quedaba de la hoja, se quitaba las gafas y las frotaba con pequeños movimientos circulares—. Según fuentes oficiales, las unidades rusas que ocupaban este sector pertenecían a la 179.ª Brigada Armada. Lo que es seguro es que la 25.ª Fusileros de la Guardia de Shafarenko se enfrentó a nuestras fuerzas al sur de aquí, junto al río Mosh. No sé por qué no les dieron golpes de gracia después de las ejecuciones. En cualquier caso, parece que se recurrió a la tortura en el campo de prisioneros de Yasna Polyana.
—Vi las fotografías que tomó allí.
Bora era consciente de que su próxima frase iba a sonar un tanto despectiva, pero no alteró el tono de voz.
—No llegué hasta que lo desocupó la División Das Reich, tras haberlo utilizado durante una semana. —Haciendo caso omiso de la mirada curiosa del juez, dejó atrás las tumbas individuales para acercarse al borde de la fosa común—. En cuanto a los civiles, hay un detalle que no incluí en mi informe escrito, porque se basaba en rumores y no conseguí dar con ningún testigo directo. El maestro de escuela, de nombre Janzen, era de ascendencia menonita, y hay muchas probabilidades de que los demás fuesen también alemanes étnicos. Por lo que he podido averiguar, la comunidad que tenían en la cercana Alexandrovka (que ya había sido diezmada por el Ejército Negro de Majnó durante la guerra civil) desapareció a finales de enero.
Como única reacción, el juez entornó los ojos en un imperceptible signo de disgusto.
—Algo fuera de lo común: un pacífico menonita condecorado con medallas de guerra.
—El zar rescindió su exención del servicio militar hace más de setenta años. Los protestantes alemanes que no abandonaron el país tuvieron que adaptarse. Al igual que otras minorías alemanas, es posible que las autoridades del Reich hubiesen previsto el traslado de Janzen y los suyos al distrito del Warthegau/Warthe y que fuesen ejecutados por los soviéticos durante aquella primera semana de febrero, cuando volvieron a tomar Járkov.
Una rechoncha cruz sobre la que podía leerse «Cornelius Janzen y otros que solo Dios sabe» era la única marca identificativa sobre el montón alargado de tierra batida. Bernoulli no lo animó a hacer más comentarios.
—¿Ha conseguido obtener alguna pista de los cadáveres de los civiles?
—Lo que pude: trozos de papel, fragmentos de cartuchos. Tome, llevo un par de proyectiles usados en la bolsa.
Mientras sopesaba los casquillos de metal en la mano, por un momento el juez pareció un comprador insatisfecho con el cambio que le habían devuelto.
—Estos no son… los cartuchos de los fusiles soviéticos tienen casquillos en forma de botella, comandante.
—Sí, señor. Calibre 7,62, 76,6 milímetros de longitud.
—¿Y estos no son Mauser de 7,63 milímetros, solo que de 25 milímetros de longitud?
El rostro de Bora se mantuvo inexpresivo e imparcial.
—Como sabe, el 7,63 encaja en la mayoría de las pistolas Tokarev soviéticas.
—¿No querrá decirme que los agujeros que hay en esa pared fueron efectuados por disparos de pistola? ¿Comandante Bora? Le he hecho una pregunta.
—Sí, doctor Bernoulli. Entonces, podría tratarse de nuestro M712 Schnellfeuer. Dispara en ráfagas de diez a veinte.
Bernoulli se guardó en el bolsillo los trozos de metal, volvió a coger la maleta y se giró para salir del lugar donde se encontraban las tumbas.
—Entremos en el edificio.
Dos horas después de salir el sol, en el aula ya hacía calor. A través de la ventana abierta, se adivinaba una fantasmal tajada de la luna, que describía un arco y se pondría pronto. Junto a la orilla del canal, fuera del alcance del oído, Kostya cuidaba de los caballos de tiro del droshky.
—Dígame, comandante Bora: ¿Qué unidades alemanas estaban operativas en esta zona en concreto cuando recuperamos Járkov?
Bora seleccionó de entre los demás un mapa marcado M-37-X-Oeste, lo desplegó a medias y lo centró sobre el escritorio del maestro.
—Bueno, el general Hausser de las SS formó una agrupación táctica a partir de un regimiento de la División Das Reich, un regimiento de la Leibstandarte Adolf Hitler y, además, un batallón de motos de cada división. Járkov estuvo en nuestras manos hasta el 2 de febrero, cuando los soviéticos la tomaron y la defendieron hasta el 16 de marzo. Comenzamos el contraataque la tercera semana de febrero y el 10 de marzo, Hausser, que se había abierto paso por la fuerza hacia el norte, ya estaba de vuelta en Merefa. Según parece, nuestros soldados fueron ejecutados uno o dos días antes, pero su entierro pasó inadvertido en el fragor de la batalla. A mediados de mes, ya se había reconquistado toda Járkov.
—Entonces, si ejecutaron a nuestros soldados en torno al 8 de marzo, el cálculo más bajo del jefe médico de su división nos da una fecha en torno al 1 de febrero para la muerte de los civiles. El cálculo más alto retrocedería una semana, hasta el 24 de enero aproximadamente.
Bora volvió a doblar el mapa.
—Debo decir que durante los tres primeros meses del año había unidades de todo tipo vagando por los campos de esta zona, tanto nuestras como suyas.
A su lado, absorto en sus pensamientos, Bernoulli estaba de pie con el rostro bajo, pellizcándose el caballete de la nariz entre el pulgar y el índice.
—¿Sabe si había alguna unidad especial asociada a la agrupación táctica de Hausser?
—No directamente. —Mientras pronunciaba estas palabras, Bora alzó la vista hasta la ventana y observó cómo su asistente cepillaba vigorosamente los caballos junto al agua. De pronto se dio cuenta de que había olvidado por completo la mina antipersona que había visto en la orilla del canal. La idea lo atravesó como el restallar de un látigo. Desde donde estaba, no podía ver si Kostya se estaba acercando al explosivo o no. La duda hizo que su atención se dividiese entre aquí y allí, dentro y fuera del edificio. Se oyó a sí mismo decir, como si fuese otra persona la que hablaba:
—Se crean y disuelven Einsatzkommandos de las SS ad hoc constantemente, doctor Bernoulli. Unos informantes me dijeron que a mediados de marzo una patrulla peinó esta zona en busca de los últimos Dorfjuden, pero no he podido confirmarlo.
—¿Los «judíos de los pueblos»? Creí que nos habíamos deshecho de ellos hacía mucho.
—Cierto. —Era curioso que pudiese mantener una conversación con sentido a pesar de que ya no le estaba prestando atención. Bora era incapaz de despegar los ojos de la ventana. Una alarma cercana al pánico y una incapacidad extraña y perezosa que le impedía transformarlo en acción lo dejaron clavado donde se encontraba, fascinado al ver a un hombre y varios animales en peligro. «¿Dónde vi la mina? ¿Dónde estaba?». Se sintió como a veces se sentía en sueños: clavado en el suelo a pesar de su angustiosa necesidad de moverse—. Lo único que puedo decirle es que por esta zona no gustan demasiado los judíos y, llegado el caso, ayudarían a buscarlos. Tal vez sea cierto o tal vez no.
—¿Sigue estando disponible ese informante para volver a interrogarlo?
—Sí.
«La mina estaba más a la derecha. O tal vez no. Si Kostya lleva al ruano en esa dirección, donde ese árbol joven se inclina hasta tocar el agua… Fue allí donde vi la mina, a menos de treinta centímetros de la orilla».
—Comandante, ¿hay algo de interés ahí fuera?
Una pregunta directa era justo lo que Bora necesitaba para salir del trance, saltar al alféizar de la ventana y llamar a gritos al desprevenido asistente y los caballos.
—Todavía hay minas sin detonar en esta zona —se justificó, minimizando el peligro ante un atónito Bernoulli. «¿Por qué no actué desde el primer momento? ¿Cómo pude haber pensado que “ese era su sitio”?»—. No puedo permitirme ni una sola pérdida.
—Sí, por supuesto —asintió el juez—. Si no me equivoco, estaba hablando de los documentos que encontró entre los cadáveres de los civiles…
Bora estaba ansioso por disipar cualquier impresión de negligencia por su parte.
—Exactamente. —Rápidamente sacó una abollada caja de hojalata del cajón del escritorio. En esta había reunido varios trozos de papel ennegrecidos y podridos, que desplegó cuidadosamente sobre la superficie de madera—. Está claro que los pedazos pertenecen a una Biblia protestante, y este fragmento… creo que es relevante. Alguien tuvo tiempo de escribir en él unas cuantas palabras en Plautdietsch. Es un dialecto del bajo sajón y lo único que he podido descifrar es lot dien Rikjdom kome, «venga a nosotros tu reino». Puede que trajeran y mataran a Janzen y a los menonitas para evitar que los trasladasen a Alemania.
—¿Quién?
—Eso, señor, dependería de si lo ocurrido tuvo lugar mientras Merefa estaba en manos del Ejército Rojo o no. No poseo esa información.
Con el ceño fruncido, Bernoulli examinó los sucios restos de papel.
—Pero en este caso no estamos hablando de Dorfjuden: son alemanes étnicos, nuestra propia gente. Dice que la comunidad menonita desapareció a finales de enero: por entonces, Járkov era nuestra. Por mucho que, como hombre de la Abwehr, tenga costumbre de exponer los datos sin interpretarlos, comandante Bora, me está sugiriendo la posibilidad de que los soviéticos fusilasen y enterrasen a nuestros soldados ¡en una fosa cavada para alemanes étnicos ejecutados por tropas alemanas! ¿Por qué iban las tropas alemanas…?
—Como sugiere la medalla del maestro, la rusificación de los menonitas es una de las posibles razones, pero no son más que conjeturas. Le he presentado las pruebas de las que dispongo, señor. —Una pausa en la conversación, durante la cual se oían las moscas volando en lentos círculos por la habitación, amenazó con convertirse en un silencio incómodo. Bora se negó a permitirlo. Sacó dos carretes de la misma caja de hojalata—. Tomadas cerca del barranco que llaman Dobritski Ovrag y en el bosque de Pyatikhatky, al norte de Járkov. Será mejor que no las guarde aquí.
Bernoulli pareció desinflarse ligeramente.
—Ya veo. —Se sentó en la única silla y observó los cilindros de metal sobre la palma de la mano de Bora—. ¿Y por qué fotografió esos dos lugares?
A lo largo de los siguientes diez minutos aproximadamente, escuchó sin interrumpir lo que Bora tenía que decir, mientras recorría con los ojos las páginas del cuaderno cubiertas de apretada escritura que este iba colocando, una a una, frente a él. Sus manos nerviosas y de dedos largos, que mantenía unidas por la concentración, recordaron a Bora a todos los sacerdotes que lo habían escuchado en confesión a lo largo de los años. Estaba sentado frente al juez, inclinado con los codos sobre el escritorio, con el fin de no tener que elevar la voz para que este lo oyese. Y aunque no le impuso penitencia, sí pronunció una fórmula una vez terminada su conversación.
—Comandante —le dijo Bernoulli—, no hay tiempo para tomarle una declaración detallada y extensa. Técnicamente, no debería tomarle juramento hasta que firmemos el acta escrita, pero los posibles casos que me está refiriendo son muy graves, y (aunque no dudo en absoluto de su sinceridad) me gustaría advertirle de las consecuencias del perjurio. —Se puso en pie—. Levante los tres dedos de su mano derecha para jurar y repita conmigo: «Juro por Dios todopoderoso y omnisciente que he dicho la pura verdad sin omitir nada, con la ayuda de Dios».
—Juro por Dios todopoderoso y omnisciente que he dicho la pura verdad sin omitir nada, con la ayuda de Dios.
—Muy bien. —Parecía que la visita estaba a punto de terminar, a juzgar por el discreto chasquido de los cierres cuando Bernoulli abrió su maletín y colocó algunas de las pruebas que le había dado Bora en las carpetas que había traído consigo—. ¿Alguna cosa más, comandante?
Hasta este momento, Bora se había preguntado si debía añadir Krasny Yar a la pesada carga que ya le había echado sobre los hombros al juez. Lo que lo impulsó a decidirse fue la corazonada de que, probablemente, no iba a tener oportunidad de volver a ver a Bernoulli en persona, así que sería mejor que lo dijese todo. Sacó de su baúl las notas que había escrito a mano sobre los muertos del bosque, de las que debidamente había hecho copias en papel carbón.
—Seguramente no tenga nada que ver con crímenes de guerra, señor, pero también me gustaría llamar su atención sobre este incidente.
Bernoulli ojeó los papeles.
—De acuerdo —dijo, con expresión paciente, casi más cercana al cansancio—. De acuerdo. También echaremos un vistazo a este asunto. Y ahora, comandante, si no le importa, invíteme a una taza de café.
Kostya siempre tenía una cafetera preparada sobre la estufa. Aunque podía haberle dado la taza de café de inmediato, el juez rechazó cortésmente la oferta de Bora de beberla allí.
—¿Tiene un termo? —preguntó y, cuando Bora le dijo que sí, añadió—: Cojamos su vehículo y tomemos el café de camino. Pero primero será mejor que informe más detalladamente a su asistente ruso de dónde no debe pisar.
Así que Bernoulli era consciente de lo inminente que había sido el peligro. ¿Hablaría ruso? Era más que probable, dada su profesión y el hecho de que la mayoría de las violaciones se cometían en este frente. Bora se acercó a hablar con Kostya al borde del camino de tierra que rodeaba la escuela, adonde se había retirado con los caballos, una zona segura que habían peinado cuidadosamente en busca de minas. Cuando regresó, el juez ya había tomado asiento en el vehículo de transporte de personal. Bora arrancó el motor y se disponía a preguntar:
—¿Adónde quiere…? —cuando Bernoulli lo interrumpió.
—No puedo ocultarle que los obstáculos a esta investigación (o tal vez debería decir investigaciones) no van a ser pocos. Para que las cosas sean lo más sencillas posible, le pido que no revele mi presencia a sus colegas ni sus superiores. Ya tengo bastantes casos que atender en esta zona sin otras interferencias. Tendré que ir y venir según lo requiera mi investigación, así que no siempre podré informarle de mi llegada con antelación.
—Como desee su señoría.
—Ya estoy listo para el café, y, si no está demasiado lejos, vayamos a la colonia menonita perdida de Alexandrovka.
Por la tarde, Bora seguía abrumado por su encuentro con el juez. Prácticamente había perdido la esperanza de que alguien fuera a revisar sus informes, y ahora recibía un signo inequívoco de que alguien les había prestado atención. Hacía seis meses que no se sentía así de alentado. Por fin Stalingrado podía empezar a convertirse en un feroz paréntesis entre períodos de guerra en los que todavía se respetaban algunas reglas.
El buen humor de Bora llegaba hasta tal punto que se acercó al canal y desenterró él mismo la mina rusa. Manipuló alegremente la caja de madera con tapa plana para dejarla al descubierto y siguió el cable trampa hasta el lugar donde estaba anclado, en lo más profundo de la orilla de tierra. Procurando mantenerlo flojo, lo palpó sin sentir el más mínimo rencor contra los que la habían colocado en su camino. Ni por un momento se le pasó por la cabeza que pudiese explotar y volarle los brazos o matarlo en el acto. Una vez hubo insertado un alfiler improvisado en el fusible y cortado el cable, su satisfacción se convirtió casi en una sensación de invencibilidad, aunque esta no era más que una mina de las millones que había colocado el enemigo.
Ni siquiera se molestó cuando vio, a lo lejos, cómo el padre Victor lideraba una procesión de viejos parroquianos que cantaban y portaban iconos (después de todo, era domingo), aunque probablemente fueran a realizar algún exorcismo disparatado, la especialidad del sacerdote.
En mitad de un campo estéril que había entre el canal y el camino de tierra, en el que una pila de escombros señalaba los últimos restos de un pequeño cobertizo que la guerra había dejado en ruinas, Bora encontró una superficie sobre la que colocar el artefacto explosivo para desactivarlo. Una de las gallinas de Kostya debía de haber utilizado los escombros como nido, porque aún había un huevo huérfano tirado en el suelo. Comestible o no, mantenía intacta su fragilidad, tras haber sobrevivido a la criatura que lo había engendrado. Bora se puso en cuclillas para recogerlo con el mismo movimiento controlado de los dedos que había empleado para levantar la mina antipersona. ¿Qué indicaría este solitario huevo? Los niños del cuento tenían migas que les mostraban el camino a casa a través del bosque mortal. «Si alguien me pregunta alguna vez qué aprendí en Stalingrado, aunque sea el mismo Ernst Junger, que me lo preguntaría esperando una respuesta sofisticada y abstracta, le responderé: el valor de las migas. De las migas que recogíamos con los dedos después de comer para no malgastar nada y el de las que les tiraba a los gorriones sobre la nieve, simplemente para no sentirme tan desdichado y más allá de cualquier salvación como para no poder permitirme compartir unas cuantas migas. Nosotros mismos éramos migas, sobras del banquete sangriento de la guerra. Lo mismo da que fuésemos nosotros los que lo empezamos todo. Y si Junger insiste en que le haga un resumen más detallado, le diré: Cronos devoró a sus hijos en Stalingrado».
Al otro lado del campo, proveniente del camino, la grave voz de bajo del padre Victor se fue aproximando mientras lideraba las voces tensas e inexpertas de los fieles en una plegaria en la que las palabras «fuerza oculta» y koldun (hechicero) se repetían como una letanía. Sin duda era invención suya, a pesar de veinticinco años de materialismo, y a menos que una patrulla alemana lo detuviese antes, tal vez tuviese intención de recorrer a pie los kilómetros que separaban Krasny Yar de la escuela. Algunos de los ancianos que iban en procesión llevaban acordeones sujetos al pecho con cintas, dispuestos a acompañar la marcha o a celebrar el éxito del rito propiciatorio que fueran a celebrar más adelante. Bora, cuyo amor por la música excluía los instrumentos de fuelle, cambió de opinión y decidió no terminar el trabajo con la mina antipersona. Echó a andar de vuelta hacia el patio de la escuela y entró en el edificio para evitar el riesgo de oírlos tocar.
Una hora más tarde, tras haber reservado una cita para cenar con el teniente coronel Von Salomon en el cuartel general de la división de Járkov, Bora se dispuso a pasar la noche en la ciudad y tal vez disfrutar, además, de un concierto. Necesitaba algo de distracción después de una semana tan intensa. El juez Bernoulli no había mencionado dónde se alojaba, aunque era posible que también hubiese elegido Járkov, dada su situación céntrica con respecto a los casos que había venido a investigar. Un hombre dedicado estrictamente a su trabajo, Bernoulli. La única referencia a un tema personal que había hecho fue cuando mencionó sus días en un Freikorps. No había especificado si era de origen suizo, como sugería su apellido, ni si estaba emparentado con la familia de matemáticos del siglo XVIII, y Bora no había preguntado. Podía ser, ya que en un momento dado, mientras visitaban las granjas demolidas de los menonitas de Alexandrovka, el juez se había girado hacia Bora y le había preguntado, aparentemente sin venir a cuento: «¿Conoce la paradoja de San Petersburgo?».
De camino en coche hacia Járkov, Bora recordó haber recitado de memoria algo acerca del valor de un objeto y de cómo este no debe definirse en función de su precio, sino de su utilidad. Bernoulli había asentido y cambiado de tema. De hecho, ahora que Bora lo pensaba, el principio matemático también tenía que ver con asumir riesgos. Contrario al riesgo, neutral ante el riesgo, amante del riesgo: estas eran las categorías que se derivaban del discurso sobre el valor. ¿Querría Bernoulli insinuarle algo, advertirle, o se referiría simplemente a la tarea moral de un juez en tiempos de guerra?
Era curioso, pero, a pesar de su siniestro motivo, la visita de Bernoulli ejercía un efecto calmante sobre Bora. La mayoría de los temas de los que habían hablado eran más peligrosos que cualquier artefacto explosivo, pero, para Bora, hablar de lo que había visto y oído, presenciado o investigado, constituía una especie de confesión, independientemente de las repercusiones que fuera a tener.
La hora antes del atardecer, cuando aún había luz pero las sombras alargadas empezaban a peinar la tierra, era especialmente dulce en esta época del año. Zanjas y barrancos, balkas largas y rectas lo suficientemente anchas como para contener en el fondo aldeas que parecían mundos independientes, interrumpían el verdor con el ritmo de las olas y la resaca.
En la bonita salida que llevaba hacia Babai y otras aldeas al sur de Járkov, un coche militar adelantó al vehículo de transporte de personal de Bora, algo ya de por sí fuera de lo corriente, dado el escaso tráfico. Menos sorprendente era que se tratase del Opel de Mantau, cuyo conductor se detuvo pocos metros más adelante, junto a un muro de retención bajo situado a un lado de la carretera. De la ventanilla bajada del asiento trasero surgió una mano enguantada que le hizo señas de parar. Bora frenó, poniendo cuidado en mantener el motor en marcha, hasta detenerse detrás del otro vehículo, donde tendría algo de control sobre lo que pudiera pasar a continuación.
Para variar, Odilo Mantau iba de uniforme, y además, de uniforme de paseo, algo que no se veía frecuentemente en Rusia. Cuando salió del coche por el lado del arcén, Bora apagó el motor y se apeó a su vez. Viendo que Mantau no iba a acercarse, sino que lo esperaba parado mientras se quitaba los guantes, Bora decidió ir hacia donde estaba. «¿Me estaré comportando de manera contraria o neutral al riesgo?». Ninguno de los dos saludó al otro. Una mirada al interior del vehículo reveló a un soldado raso del SD al volante y, en el asiento trasero, en el lado del pasajero, una caja atada con un chillón lazo rojo, tan fuera de lugar como el pulcro uniforme de Mantau. Era poco probable que fuese un regalo para la esteticista rusa con la que se acostaba. Bora supuso que, seguramente, estaría destinado a las chicas del popular burdel holandés de la ciudad o a una de las bailarinas ucranianas que iban a actuar esa noche en Járkov.
—Hola, Hauptsturmführer —dijo. Esperaba que Mantau le viniese con la historia del T-34 perdido, pero tenía otra cosa en mente. Como era su costumbre, empezó la conversación por la mitad—. ¿No se lo había dicho? —Movió el dedo de un lado a otro, como un metrónomo—. Fue apretarles un poco las tuercas a sus amigas y descubrir que una de sus babushkas (Agrafena no sé cuantos, la primera zorra a la que colgué) era enfermera y estaba perfectamente cualificada para manipular venenos. Y ahora dígame que usted no está detrás de todo esto y que me precipité.
La noticia lo cogió por sorpresa, pero solo ligeramente. Después de todo, la mano de obra para trabajos forzados procedía de todas las profesiones y condiciones sociales, como demostraba el caso de la mujer de Platonov. Aunque no quería darle a Mantau la satisfacción de haberse anotado un tanto.
—No estoy detrás de nada, pero no se lo discutiré. ¿Han identificado el alcaloide?
—Nicotina, suficiente como para matar a un caballo.
De pie junto al coche, a solo un paso de Mantau, Bora deslizó con indiferencia el dedo por el borde de la puerta del Opel, donde un rayón en la pintura delataba el portazo que había dado contra su vehículo en el aparcamiento del Kombinat.
—Se cultiva tabaco suficiente en los alrededores. Ahora lo único que le hace falta es que el NKVD se atribuya haber dado la orden de ejecutar a Khan Tibyetskji, a no ser que fuese el Ejército Insurgente Ucraniano: detestan a los oficiales soviéticos incluso más que nosotros.
Tenso, Mantau apartó la mirada. Era de estatura media, y estar parado frente a Bora acentuaba la diferencia de altura entre ambos. Un paso a un lado redujo el contraste.
—¿Sabe? No hay nada en absoluto por lo que sonreír, comandante.
—No estoy sonriendo.
A la luz del sol poniente, los contornos y las formas parecían particularmente nítidos. Cuando se giró, las pupilas de Mantau quedaron expuestas a la luz y se redujeron al tamaño de dos cabezas de alfiler, prestándoles a sus ojos grises un brillo especialmente animal.
—Todo lo contrario: da la impresión de que el asunto le divierte.
—Le aseguro que no es así.
Tras dar unos cuantos pasos irritados en torno al coche, el capitán se acercó al centro de la solitaria carretera y volvió. Con las manos pulcramente arregladas sobre las caderas, pareció sopesar el espacio que tenía a su disposición, sin dejar de echar la mirada hacia atrás por encima del hombro. Tres veces caminó hacia adelante y hacia atrás antes de pararse a mitad de una media vuelta y lanzar una mirada de desdén en dirección a Bora.
—Vamos a divertirnos un poco: mis fuentes me informan de que en el 41, en Gómel/Homyel, cambió a un judío por un piano de cola.
«Y ahora, ¿qué? Sabía que Mantau no se había parado para hablar de las enfermeras soviéticas. Anda buscando un enfrentamiento, o simplemente se siente frustrado y no sabe qué hacer con su impotencia». Bora notó que se le venía saliva a la boca, señal de que estaba físicamente preparado para cualquier cosa, desde enzarzarse en una pelea a puñetazos hasta desactivar una mina terrestre. «Amante del riesgo, sin duda».
—En realidad fue al revés: cambié un piano de cola por un judío. La otra parte salió ganando con el trato: el piano era un excelente Petrof para conciertos.
—Dicen que el judío era su antiguo maestro de piano.
—¿Eso dicen? Sería una estupidez quedarse con el maestro y deshacerse del piano.
—Y después volvió a cambiarlo, esta vez con la Cruz Roja Internacional.
En el aire tibio del atardecer, una campana que repicaba en alguna parte empezó a emitir ondas de un sonido nítido, como los círculos que se forman sobre un estanque. Bora la reconoció. Era la campana de la escuela que tan insistentemente le había pedido el padre Victor y que había obtenido dos semanas antes. Si el sacerdote había salido de procesión, debía de ser su anciana madre, la entrometida Nefedovna, la que la estaba tocando. Aun así, el eco discreto y repetitivo resultaba agradable al oído. Bora se metió las manos en los bolsillos de los pantalones en un descarado alarde de tranquilidad. Empezaba a acostumbrarse a estas conversaciones a medio camino entre el fisgoneo y la amenaza, y, cuando era necesario, era perfectamente capaz de mantener una.
—Bueno, necesitaba suministros médicos para mi unidad y ellos necesitaban a alguien que hablase yiddish. —Saboreó cada palabra, cargada de ironía, en la lengua como fruta escarchada, algo no del todo desagradable—. Fue un trato oportuno. Como sabe, todos hacemos intercambios en el frente oriental. Es la última moda. ¿No los llaman Tauschmanie?
Se aproximaron dos soldados que patrullaban en bicicleta (con la miraba hacia la derecha, saludo, movimiento regular de las rodillas y los pies calzados con botas), dando a Mantau una excusa para volver al borde de la carretera, donde, como esperaba Bora, se subió con aire despreocupado al muro de retención como si este fuese un podio, colocándose instantáneamente a la altura de los ojos de su colega.
—Me da la impresión de que uno de estos días cambiará su culo sajón por un problema de los gordos.
Esta vez Bora sí sonrió. «Cuando salen a campo abierto, son menos peligrosos: una vez los ves, puedes aplastarlos».
—¿De verdad cometí una irregularidad? Según tengo entendido, los comisionados e incluso los comandantes de las SS emplean a judíos para puestos especiales que no consiguen ocupar en este lugar dejado de la mano de Dios: contables, técnicos de aparatos de oficina o peluqueras para sus mujeres. ¿Me está diciendo que todos actuamos de forma irregular? ¿Puedo preguntarle si pidió y recibió autorización del Gebietskommissar Stark antes de ordenar el ahorcamiento? Porque, de lo contrario, sería una irregularidad.
Contaba con que la alusión lo irritase. Mantau se tragó el anzuelo hasta el punto de soltarle de inmediato lo que seguramente había tenido intención de dosificar para conseguir el mayor efecto.
—¿Va a negarme que el apellido del judío era Weiss, igual que el de su maestro de piano? Ya habían enviado a su mujer a Palestina a través del consulado polaco de Leipzig en el 38.
—No fui yo. Entonces tenía veinticinco años y estaba en la Academia Militar en Berlín.
—¡Bueno! Pues que no se le suba a la cabeza lo de tener veintinueve años y su propio regimiento personal.
—Le agradezco el consejo y procuraré seguirlo. ¿Recibió la autorización del comisionado Stark?
—Que le follen.
—¿Literalmente? Ya me gustaría. —La sonrisa le salió de lo más profundo, divertida y segura. Bora dejó que Mantau se exasperase un rato, porque el verdadero problema de Mantau no era haber ahorcado a las babushkas, sino haber perdido a Khan Tibyetskji. Sin querer exacerbar aún más las cosas, se limitó a decir—: Ambos estamos en el mismo barco, pero tal vez pueda ayudarle.
—¿Cómo? ¿Admitiendo que está detrás del asesinato?
—Va a tener que ir olvidándose de esa idea. No. Descubriendo cómo ocurrió, a no ser que Tibyetskji se suicidase.
—No se suicidó. Y no necesito su ayuda.
«Sí que la necesita. Por eso me ha hecho parar». Sin prisas, Bora se encaminó hacia su vehículo.
—Mire, Hauptsturmführer, mi unidad y la suya andarán a la greña por haber perdido al oficial, pero donde murió fue en su prisión. Si cambia de opinión, ya sabe dónde encontrarme.
De modo predecible, tras una breve pausa le llegó la voz de Mantau.
—No va a servir de nada, pero hable.
Con las manos todavía en los bolsillos, Bora fingió vacilación. Se detuvo, se giró, volvió hacia el coche. Con aire crítico, le dio una patada al neumático delantero del vehículo de Mantau.
—No los llene tanto: en estas carreteras, es mejor llevarlos ligeramente desinflados.
—¡No le he pedido consejos sobre mecánica!
—Pues no. Pero no debería llevar los neumáticos tan llenos.
—Comandante Bora…
—Ya me centro. La babushka a la que ejecutó primero, Agrafena: ¿Está completamente seguro de que pudo haber introducido el veneno mientras limpiaba la celda de Khan?
—Como si no supiese que las chocolatinas son provisiones donadas por el programa de ayuda norteamericano. El NKVD o quienquiera que sea pudo haberle proporcionado una ración cerrada y envenenada para que la utilizase.
«Eso quiere decir que no registraban a los residentes de la zona que trabajaban en la prisión. Ya veo por qué Mantau está con el agua al cuello: es un imbécil».
—Pero entonces habría tenido que añadir una chocolatina envenenada a las que tenía Khan, y tendría que haber sido muy inteligente para que nadie la detectase. Tibyetskji sospechaba de todo el mundo. Dice que le permitía guardar todas las raciones D en su celda. ¿Aún tiene las sobrantes?
—Menuda pregunta. Sí. Créame: ninguno queríamos probarlas.
—Bien, porque hice un inventario de los alimentos y bebidas que Khan Tibyetskji trajo consigo. Podemos averiguar si alguien introdujo una chocolatina envenenada del exterior sin que él lo supiese.
Mantau no parecía muy convencido.
—Ya hemos hablado de eso. Solo funcionaría si supiéramos cuántas de esas malditas golosinas se comía en un día.
—Según creo, cada una equivale a seiscientas calorías, así que tres constituyen los requisitos energéticos mínimos para un día.
—Pero también consumía regularmente sus provisiones cuando estaba bajo su custodia, ¿me equivoco? Me dijo que solo pensaba comer una chocolatina por la mañana y hacer huelga de hambre durante el resto del día. Como esas malditas golosinas era lo único que tenía a mano, puede que consumiera más de una ración durante la noche.
—Aun así, merece la pena intentar hacer cálculos, Hauptsturmführer. Para empezar, puedo decirle que al llegar Khan, conté catorce raciones D. Y cuando llevé su baúl a sus instalaciones, había doce: es decir, se había comido dos chocolatinas en el transcurso de esos dos días. Se comió la chocolatina envenenada la mañana del 7 de mayo, así que deberían quedar once en total. Si hay doce, quiere decir que alguien trajo una ración envenenada y la introdujo entre las que ya había, aunque sería arriesgado colocar un solo alimento envenenado entre muchos otros. Podían haber pasado días hasta que Tibyetskji ingiriese la ración mortal. Si el plan consistía en evitar que hablase…
—Eso no lo sabemos, Bora. Puede que los rojos simplemente quisieran castigarlo por haber desertado.
—Cierto. ¿Hay una lámpara que se pueda encender desde dentro de la celda?
—Olvida que originalmente era una cárcel soviética.
—Me lo tomaré como un «no». Así que, en la penumbra de la mañana, es posible que Tibyetskji no se diera cuenta de que había trece chocolatinas en vez de doce.
Mantau no hizo ningún comentario. Ya estuviese ansioso por verificar la teoría o simplemente llegase tarde a su cita, le dijo a Bora:
—Hasta luego. —Y subió al coche y ordenó al chófer que arrancara.
Una vez el Opel se hubo alejado por la carretera hasta quedar fuera de su vista, Bora volvió a ocupar su lugar tras el volante y lo siguió en dirección a Járkov.
Todo fue bien con Von Salomon, que tenía buenas noticias sobre el equipamiento y las monturas del regimiento de Bora. Cenaron en la planta superior de un edificio destinado a apparatchiks soviéticos, en platos del Ejército Rojo y con cubiertos del Ejército Rojo. El reducido precio que tuvo que pagar Bora fue escuchar las anécdotas nostálgicas del coronel sobre sus días de juventud. El vino de Georgia fomentaba una familiaridad cortés, mientras que en otras mesas los oficiales ya habían ido mucho más allá del adjetivo «cortés».
Von Salomon procedía de un linaje terrateniente (del mismo que Bora), pero, a diferencia de su gente, la terrible década comprendida entre 1919 y 1929, por no hablar de los años que la siguieron, había hecho estragos en las finanzas de su familia. Sentía la pérdida de la hacienda familiar en Prusia Oriental como una afrenta personal; lo consideraba (y aún peor el hecho de que más adelante unos polacos hubiesen comprado la propiedad) un agravio que había que deshacer. Descubrir, después de la invasión de Polonia, que habían convertido la mansión en un hospital lo dejó destrozado. El hecho de que ahora se tratase a soldados alemanes convalecientes allí no compensaba su abatimiento. Fuera donde fuese, incluso en Rusia, llevaba consigo una acuarela de la hacienda, pintada antes de la Gran Guerra.
—Se la enseñaré —dijo— después de los bailes ucranianos.
De forma educada, Bora objetó que ya tenía plan para aquella noche: iba a escuchar un concierto de lieder de Brahms.
—¿Cómo? ¿Oír que «también en el cielo el poder está permitido»? No, comandante Bora. Esta noche exijo su compañía, y va a hacerme el favor de obedecer. No discuta, por favor.
Acompañarle quería decir permanecer sentados más de tres horas en la planta de abajo, donde habían instalado un escenario para la docena de enérgicas bailarinas folclóricas que el comisionado Stark, previsor como siempre, había traído a la ciudad. Chicas de pechos generosos y piernas fuertes coronadas por botas que giraban al unísono y, con sus faldas cortas en constante movimiento, recordaban a campanas decoradas. En la orquesta no había más que acordeones, y nada más que uniformes entre el público. Stark estaba sentado en primera fila y Mantau también estaba presente, en el extremo derecho de la segunda fila, donde Bora y Von Salomon tenían sus asientos.
Durante el descanso, Bora casi había conseguido escabullirse cuando Stark lo vio e insistió en voz alta en que tomase una copa con él. Él también estaba bebido. Mientras señalaba a algunas de las chicas acaloradas que se acurrucaban junto a algunos de los hombres presentes:
—Están desesperadas por venir con nosotros si la fortuna de la guerra vuelve a cambiar —dijo filosóficamente, como si Bora no lo supiese—. Todo el que se quede aquí tras marcharnos nosotros recibirá un tiro en la frente por haber colaborado. Imagínese las chicas. Mi querido comandante: soy un buen hombre, estoy casado y no me acuesto con otras mujeres; pero hay especímenes de primera categoría aquí esta noche.
Acurrucarse con cualquier clase de mujer era justo lo que Bora quería evitar. Aun así, tuvo que aguantar pacientemente la segunda mitad del espectáculo, y cuando Mantau le hizo señas al encenderse las luces de que quería hablar con él, aprovechó con gusto la oportunidad de ausentarse de Von Salomon.
—Recuerde que va a quedarse en mi alojamiento esta noche. —El coronel destruyó sus esperanzas—. Quiero enseñarle la acuarela de la hacienda familiar y además no me apetece dormir.
Mantau lo condujo hacia el exterior del edificio, donde la noche era cálida y los gendarmes de campo apostados por todas partes garantizaban la seguridad del público, que empezaba a dispersarse. A la luz tenue de los faros parcialmente cubiertos, unos cuantos oficiales holgazaneaban encendiéndose cigarros y puros, mientras que otros charlaban y reían. Muchos estarían muertos dentro de dos meses, pero esta noche Kursk aún no era más que el nombre de una ciudad ucraniana situada al norte de allí.
—¡Jodidos acordeones! Los odio —farfulló Mantau.
—No tanto como yo, Hauptsturmführer. Diez minutos más y habría abierto fuego sobre la orquesta.
—Bueno, no malgastemos más tiempo esta noche. Lo que quería decirle es que quedan diez raciones: ni doce, ni once.
Bora quedó desconcertado.
—Eso sugiere que la chocolatina envenenada estaba entre las que Khan trajo consigo y que el oficial se comió dos entre el atardecer del 6 de mayo y el amanecer del día siguiente.
—Eso da igual. La que lo mató fue la que se comió el 7 de mayo.
—Eso creemos. Sigue pareciendo un suicidio. ¿Comprobó cuántos envoltorios vacíos había tirados en la celda?
—Por supuesto. Debe de pensar que soy estúpido. Había un envoltorio.
—¿Uno?
—Es lo que le estoy diciendo. Está compuesto de papel de aluminio y una cubierta de papel encerado.
—Pero eso no tiene sentido. —A Bora el mal humor de Mantau le resultaba igual de molesto que esta complicación en sus cálculos. Se dispuso a discutir para ver si servía de algo—. Lo hiciera de una sentada o no, si Khan consumió dos raciones entre el momento en que las llevó a su celda y el momento en que murió, debería haber dos envoltorios vacíos. Es decir, dos trozos de papel de aluminio y dos cubiertas de papel encerado.
—Bueno, pues solo había un envoltorio doble. Eso es todo.
—Me pregunto qué pasaría con el otro. ¿La babushka limpió la celda antes o después de que le diera a Khan las raciones D?
Mantau bostezó. A su alrededor, los coches oficiales y de transporte de personal empezaban a ponerse en marcha lentamente, dejando tras de sí estrechos senderos de luz a lo largo de la acera, como la baba de caracoles gigantes.
—Ya le dije que montó una escena la noche del 6 de mayo porque «lo teníamos retenido contra su voluntad», como si fuera a importarnos. Tiró las sábanas al suelo, les dio patadas a los muebles y se calentó hasta tal punto de que tuvimos que tomarle la tensión y enviar a la limpiadora para que ordenase la celda. Así que ya ve: si ya había consumido una ración, la babushka tuvo tiempo no solo de deshacerse de cualquier envoltorio vacío que hubiera habido en la celda sino también ocasión y proximidad para introducir una ración envenenada. Además, cuando vinieron del puesto de primeros auxilios de Sumskaya por la mañana para recoger el cadáver del suelo, se produjo cierta confusión y ellos también podrían haberse llevado sin darse cuenta cualquier papel que hubiese tirado. Y a saber dónde está ahora.
Bora dio paso a un lado cuando un coche militar engalanado con un banderín pasó peligrosamente cerca, trasladando a su pasajero de alta graduación.
—Una lástima que no tuviesen personal médico en la prisión que hubiese podido intervenir de inmediato.
—Ya hemos hablado de eso. Pero aunque hubieran estado allí, las cosas no habrían cambiado: Khan murió en cuestión de minutos.
—Bueno, pregúnteles a los de Sumskaya por si acaso. En este momento, cualquier cosa puede servirnos de ayuda.
—¿Por qué no va y les pregunta usted mismo?
«A Dios pongo por testigo que le daré un puñetazo en plena plaza». Bora respiró hondo y contuvo el aliento para no reaccionar de forma física a la descortesía de Mantau.
—Por supuesto, usted tiene acceso al informe toxicológico y al único envoltorio doble que queda.
—Sí, pero tanto el aluminio como el envoltorio de papel se rasgaron al abrirlos, así que no podemos saber con seguridad si inyectaron el veneno a través del envoltorio o de alguna otra manera.
—Hum. ¿Y sabe si el contenido del estómago de Khan equivalía a una o dos barras?
Mantau le indicó con un gesto de la mano a su chófer, que estaba en posición de firmes junto al Opel, que acercase el coche hasta donde se encontraba con Bora.
—¡Vamos, comandante! Estamos hablando de una cantidad pequeña de alimentos, y Khan vomitó parte de lo que había ingerido. El cirujano no podrá decírnoslo. Por el amor de Dios, si no es más que un matasanos militar.
—Es cierto, y puede que ahora no cambie gran cosa. Como usted dice: es posible que Khan rompiese sus propias reglas y consumiese una ración la noche antes de su muerte. Ya la habría digerido por la mañana. Hemos vuelto al punto de partida. Aparte de lo que pueda sacarles a las otras babushkas, no podemos más que formular conjeturas acerca de cómo llegó el veneno al chocolate o cuándo.
—Bueno, gracias por nada, Bora. Sabía que no iba hacer más que malgastar mi tiempo.
«Más has malgastado tú el mío, cabrón». El Opel se había acercado en silencio y esperaba cerca de los dos. Bora reconoció la silueta de hombros bajos de Von Salomon andando impacientemente de acá para allá a la entrada del edificio y se despidió de Mantau de forma menos que amigable.
—Entonces, siga esperando a que el NKVD o el Ejército Insurgente Ucraniano se atribuyan el asesinato.