Capítulo 4

Jueves 6 de mayo, Merefa

«Escrito en el puesto avanzado, a las siete y treinta ocho horas. Me lavé y me afeité en el Hospital 169 esta mañana y apuré el fondo del depósito para llegar hasta aquí. He enviado a Kostya con la misión específica de conseguirme un bidón de veinticinco litros de gasolina, así tenga que robarlo. A partir de las ocho, entrevisté a más posibles oficiales para el regimiento. Tenía pensado hacer lo mismo con los suboficiales a media tarde, pero debo recoger al coronel Bentivegni del aeródromo de Rogany a las dieciséis horas (ver más abajo), así que tendré que posponer las entrevistas. Los suboficiales son especialmente importantes. Espero poder recuperar a Nagel, ya que puedo dejar en sus manos la asignación de los puestos a esos niveles: una cosa menos de la que preocuparme. Después de Stalingrado, lo ascendieron a Stabsfeldwebel. También lo recomendé para una condecoración y me encargaré de que la reciba, si es que no se la han concedido ya. Mi vida será más fácil con él al lado, pero puede que nos den principios de junio antes de que llegue.

»La cabeza todavía me da vueltas por los acontecimientos de ayer. Cuando me quedé dormido al volante, Kiev ya había recibido la noticia de la muerte de Platonov (se mostraron comprensiblemente enfadados); el coronel Bentivegni estaba informado del inadmisible secuestro (no puedo usar otra palabra) de Tibyetskji y había decidido adelantar su llegada veinticuatro horas; por si servía de algo, le llevé las provisiones de Khan a Mantau, Hauptsturmführer de las SS, sobre el que sé más de lo que imagina. Todos nos espiamos unos a otros, y tras lo que llaman los “Diez puntos” que tuvimos que acordar hace un año con el Amt IV, la Oficina Central de Seguridad tiene permiso para interferir en nuestras actividades en los territorios ocupados. Mantau pertenece al Amt IV E5, así que de lo único que puedo quejarme es de la forma en que se llevaron a Khan. Como sospechaba, y sigo sospechando, que tal vez intenten cerrarnos el centro especial de detención, volví a este tras ponerme en contacto con Bentivegni, para asegurarme de no haber dejado nada que pudiese fisgonear Odilo Mantau, por si acaso.

»¡Cómo han cambiado las cosas en un solo día! Ayer a estas horas el viejo aún estaba vivo y Khan, o el tío Terry, bebía a sorbos un refresco de naranja de un cáliz con el borde de oro que ahora yace, hecho trizas, en el suelo. Pisé los fragmentos de cristal al entrar en su habitación tras el asalto. Después, cuando volví por la tarde para recuperar su baúl vacío y su engreída fotografía (por detrás pone a lápiz Narodnaya Slava: gloria nacional, ¡nada menos!), registré concienzudamente el edificio, como si fuera a dar con alguna pista que seguir. ¿Qué andaba buscando?

»Ha sido jaque mate, tengo que reconocerlo. De nada sirve recriminarme por la insistencia del cuartel general de que mantuviésemos a Khan en Járkov cuando prácticamente les supliqué que me dejasen meterlo en un avión en el aeródromo de Rogany o de Krestovoy. Habría estado a salvo en nuestro centro de interrogatorios cerca de Fráncfort, o en el FHO (Fremde Heere Ost) del coronel Gehlen, en Prusia Oriental. Me atrevería a decir que Khan habría estado a salvo incluso en Merefa. Pero ahora, como el experto jugador de ajedrez que dice ser, se sentirá tentado de poner la Oficina Central de Seguridad en nuestra contra, vendiéndose al mejor postor. Y esos harían cualquier cosa por conseguir información sobre nuestra red, tanto como sobre los planes de la STAVKA.

»En cuanto a la oficina de Kiev, enseguida se pondrán manos a la obra con lo que le sacamos a Platonov (Lattmann entregará personalmente el paquete para asegurarse de que no se produzcan más interferencias). Debo decir que se opusieron a que utilizásemos a la familia del general para persuadirlo de hablar; pero yo insistí en que sería el único método, y sigo creyéndolo. ¿Contribuiría el golpe (la esperanza, la sorpresa) a su muerte? Mayr dijo que no, pero no estaba en la habitación cuando interrogué al viejo. ¿Que si siento pena porque haya muerto? Solo por no haber podido sacarle todo lo que quería. Le habría disparado sin remordimientos al menos en tres ocasiones durante su arresto, por lo arrogante de su actitud y sobre todo por haber intentado comprarme.

»Cuanto más pienso en ello, más me desconcierta su intento de soborno. Ojalá le hubiese preguntado a qué se refería, pero no quise aparentar interés. Si no era un simple farol ni una fanfarronada, ¿habría desempeñado esa “otra cosa” de la que habló Platonov algún papel en su juicio durante la Purga? A algunos de los altos rangos se los acusó de especulación, aparte de las imputaciones habituales de traición y espionaje. Y ahora, hasta el hombre que podría saber algo de todo esto, aunque fuese remotamente, está fuera de mi alcance. No es que Khan Tibyetskji fuera a estar necesariamente dispuesto a decírmelo, pero sí pareció (¿cuál es la palabra?) contento, o incluso aliviado, de que su antiguo colega hubiera muerto. Por supuesto, si el tío Terry testificó contra él durante la Purga, una vez rehabilitaron a Platonov, sus relaciones se habrían deteriorado, por no utilizar un término más contundente.

»Me exaspera haber perdido dos capturas de primera en una semana; no me deja en buen lugar mi actuación como interrogador hasta ahora. Pero si es posible que en el primer caso se me fuese la mano, en el segundo no pude hacer nada por evitarlo.

»Khan, o Terry, es un pariente lejano y político de nuestra numerosa familia; pero no por eso deja de ser una estrella soviética de primera magnitud. Mi parentesco fue precisamente la razón por la que me eligieron para realizar una investigación sobre él en Moscú: la Abwehr lo consideraba un plus. Me pregunto cómo lo verá la Oficina Central de Seguridad, si es que alguna vez sale a la luz. Vaya, vaya. ¿Mantendrá su palabra de no hablar con nadie excepto con nuestro coronel Bentivegni? ¿O se verá tentado de compartir sus valiosos conocimientos aunque no sea con él? Si se emplea de la manera correcta, la información proporcionada por un desertor favorecería nuestros fines militares, independientemente de a quién se la confíe.

»Pase lo que pase, el asalto indica un recrudecimiento grave de los conflictos internos entre los servicios de inteligencia. Hemos perdido mucho terreno desde el protocolo de responsabilidades mutuas y áreas de competencia que firmamos en 1936 con la RSHA. ¿Qué quiere decir todo esto para los que trabajamos en el campo? Como dice el proverbio africano que, según me contaban, solía citar el abuelo Wilhelm Heinrich después de su estancia en el Camerún alemán: “Cuando dos elefantes pelean, es la hierba la que sufre”.

»Ah, y una mala sorpresa para comenzar el día. El malhumorado Oberstarzt me vio en el vestíbulo del hospital a primera hora de esta mañana y me dijo (insinuando que era culpa u orden mía) que iban a trasladar a su joven sanitario sin motivo aparente. “No es posible —le contesté, con la misma brusquedad—. ¿Qué espera que haga? Los traslados repentinos son mera rutina”. Pero, aun así, me extraña. En la oficina de Kiev se han enfadado tanto que es posible que Weller sea una víctima más de la muerte de Platonov. El doctor Mayr hizo un gesto de asco y farfulló algo sobre la autopsia del general, y que me llamaría con los resultados antes de caer la noche».

A las ocho menos diez, Kostya ya estaba de vuelta con el combustible. A juzgar por el estado de sus botas y de los pantalones blancos de lona, debía de haber atravesado un canal o una zona pantanosa para hacerse con él, y Bora tenía una corazonada acerca de dónde habría tenido lugar el robo (en los cobertizos o el almacén que el ejército tenía cerca del río).

—Kostya —dijo—, quiero decirles algo a las babushkas antes de que empiecen a trabajar; ¿dónde están?

El joven juntó las manos en una palmada, como si acabase de recordar algo que debía haber dicho antes.

—No venían en el tren, povazhany Major. El maquinista me dijo que las hicieron bajarse en Pokatilovka.

—¿Una estación antes? ¿Por qué? ¿Quién lo ordenó?

—Me tomé la libertad de preguntar. Los guardias que iban en el tren me dijeron que las necesitaban en otro sitio, eso es todo. Así que fui a Pokatilovka, pero tampoco estaban allí.

—¡Y yo que ya he firmado el recibo por ellas!

Bora llamó inmediatamente a la oficina del comisionado. Stark aún no había llegado, pero su asistente le aseguró que no sabían nada del asunto.

—Es del todo irregular. No tengo autorización para rebuscar en el escritorio del comisionado, pero veremos qué podemos hacer, comandante.

Entre esa hora y la una de la tarde, Bora entrevistó a diez oficiales prometedores, a un par de los cuales conocía bien y se alegraba de volver a verlos. Empezó a tronar a eso del mediodía. La luz que se filtraba por las ventanas se fue haciendo cada vez más tenue y, finalmente, el tiempo empeoró de repente. Cuando se marcharon los oficiales, olía a lluvia. Cruzando los dedos para que no se pusiese a diluviar en serio, con lo que eso implicaría para las carreteras y estacionamientos de tierra que había por todas partes, Bora se acercó al umbral para examinar el cielo. Un azul radiante dominaba el horizonte sobre el Donets. En dirección a este, arrastrado desde la región de Poltava, un frente tormentoso desplegaba un abanico inmenso de un gris polvo, del mismo color que las plumas de avestruz; vientos fuertes a mucha altura debían de estar dirigiéndolo hacia levante. A oeste, el cielo estaba negro como la tinta y surcado de rayos. Debían de estar cayendo chuzos de punta en Kiev, donde se esperaba que Bentivegni efectuase una parada antes de volar hasta Járkov. En el límite del patio de la escuela, Kostya, que llevaba un traje de faena de lona blanquecina que parecía fosforescente a la luz apagada, reunía a las gallinas. Le señaló las nubes de tormenta a Bora y meneó la cabeza para indicar que se avecinaban problemas.

Normalmente se tardaba entre una hora y hora y media en llegar hasta el campo de aviación. Bora decidió salir antes de las dos en punto, por si acaso. Cuando el asistente de Stark lo llamó para ofrecerle una cita a primera hora de la mañana para que pudieran hablar del asunto de las babushkas desaparecidas, prefirió tomarse su tiempo. Bentivegni tendría muchas preguntas que hacerle sobre Khan Tibyetskji y, seguramente, también sobre Platonov.

—No voy a poder confirmárselo hasta esta tarde —dijo—. ¿A qué hora abre su oficina?

—El comisionado va a estar fuera de la ciudad esta tarde, así que tiene previsto estar sentado a su escritorio ya a las siete en punto.

—Si no recibe noticias mías, quiere decir que no voy a llegar a tiempo y tendremos que concertar otra cita.

Entretanto, había empezado a caer una lluvia intensa. Gotas del tamaño de monedas pellizcaban la tierra amontonada sobre las tumbas y tamborileaban sobre el techo de lona del vehículo de Bora. El cubo de Kostya emitía un ruido metálico a medida que el fondo se iba llenando de agua. Las nubes del color de plumas de avestruz se habían replegado en el cielo, dejando a su paso un aroma a hojas y hierba húmedas. Bora hizo cálculos, ya que había realizado con buen tiempo la misma ruta que iba a seguir Bentivegni: si había salido de Berlín a las seis en punto, después de un vuelo de dos horas y media, llegaría a Varsovia a las ocho y media. Con una escala de unos veinte minutos para repostar, y teniendo en cuenta las tres horas y media que duraría la siguiente fase del viaje, llegaría a Kiev a eso de las doce y veinte, la una y veinte hora local. Media hora de escala y otras dos horas en el aire querían decir que aterrizaría en Járkov-Rogany poco antes de las dieciséis horas. Eso con buen tiempo.

Pero el tiempo iba de mal en peor. A la una y cuarenta y cinco, Bora llamó al personal de la Luftwaffe que trabajaba en el campo de aviación para que le proporcionasen información de última hora sobre las condiciones en Kiev. Le dijeron que se esperaba lluvia, pero que no les constaba que los vuelos estuviesen teniendo dificultades para entrar y salir de la ciudad. Bora se puso en camino hacia Rogany poco después, sin saber que Bentivegni ya se había visto retrasado por el mal tiempo en Varsovia y que llevaba casi dos horas de demora; de hecho, todavía no había podido subir al avión con destino Kiev.

A pesar de los muchos puntos en que los riachuelos embarrados formaban surcos en la gravilla y en la tierra, Bora llegó a las inmediaciones del campo de aviación mucho antes de la hora prevista para el aterrizaje. A través del limpiaparabrisas, el cielo tormentoso tenía un aspecto teatral, un estudio de contrastes digno de un lienzo magnífico. «Tal vez merezca la pena tomarme mi tiempo», pensó. Reduciendo la velocidad, se aproximó a un sendero de tierra que había a la izquierda y lo enfiló. En el mapa, había marcado a lápiz (para poder borrarlo) una zona boscosa cercana a Podvorki, hendida por un pintoresco barranco conocido como Dobritski Ovrag. Antes de la guerra, había habido una colonia terapéutica en los alrededores, pero ahora estaba completamente desierta y los árboles y los pájaros que alzaban el vuelo a su paso resaltaban contra el espectacular telón de fondo de las nubes preñadas de lluvia. Bora se permitió el pequeño desvío e hizo buen uso de la cámara que siempre llevaba consigo desde la campaña polaca.

En Rogany, los cazas alemanes no habían podido despegar debido al mal tiempo. Las dieciséis horas llegaron y pasaron, y lo mismo hicieron otra hora más y otra. Bora empezaba a preocuparse. El personal de la torre de control, que no disponía de detalles acerca del vuelo de Bentivegni, se inclinaba a pensar que este no había salido de Kiev. Pero no recibieron la confirmación hasta las dieciocho horas, cuando informaron a Bora de que las condiciones meteorológicas cada vez peores en Ucrania central habían obligado al piloto a cancelar el vuelo. Dados los más de quinientos kilómetros que separaban Kiev de Járkov, cualquier intento de desplazarse por tierra (poco recomendable por la noche, sobre todo por carreteras poco seguras y en mal estado) no traería al coronel a su destino antes de la mañana siguiente. Bora tuvo que esperar otra media hora para averiguar que, si el tiempo lo permitía, Bentivegni saldría de Kiev a las siete y cuarenta y cinco del día siguiente y aterrizaría a eso de las nueve y cuarenta y cinco no en Rogany, sino en el aeródromo, el campo de aterrizaje de Járkov, situado cerca del hipódromo, en la carretera de Bélgorod.

—¿Sabe dónde está, comandante?

—Sé dónde está, gracias.

Salió del campo de aviación bajo un verdadero diluvio. Había malgastado toda una tarde de trabajo, pero no se podía discutir con una tormenta. Con cada hora que Khan Tibyetskji pasase bajo custodia de la RSHA, aumentaban las posibilidades de que llegase a un trato con ellos; aunque, temperamental como era, la negativa a satisfacer sus exigencias en cuanto a comida y otras comodidades podía haberlo predispuesto contra sus nuevos anfitriones.

Más allá del antiguo cementerio militar soviético, las calles ensombrecidas y desgarradas por la guerra de Járkov empezaron a aparecer en torno al vehículo de Bora. El toque de queda las había dejado desiertas. Hacía menos de diez años, la purga del NKVD había diezmado a los indeseables, desde intelectuales hasta mendigos, en una ciudad llena de campesinos que intentaban escapar de la Gran Hambruna. En aquella época, la hierba, la tierra y hasta el abono habían servido de alimento a miles de personas. Los huérfanos vagaban por las calles y jaurías de perros famélicos volvieron a un estado salvaje por toda la región, en tiempos próspera. «Y entonces llegamos nosotros —pensó Bora—. En parte, es culpa nuestra que se volviesen contra nosotros. Podíamos haber sacado partido del nacionalismo ucraniano. Algunos empezábamos a obtener los primeros frutos en ese sentido cuando las órdenes políticas contrarias desbarataron lo que ya habíamos conseguido». Se dio cuenta de que le indignaba más la interferencia que el hecho en sí. Dejó atrás el puente de la estación del Donbass y recorrió el último kilómetro en el atardecer coagulado y húmedo, hasta doblar la esquina que conocía de memoria para llegar al Hospital 169.

—He estado intentando localizarlo para decirle que he terminado la autopsia —le dijo el doctor Mayr—, pero no he conseguido dar con usted. ¿Tiene a un ruso que le contesta el teléfono?

—Es mi asistente hiwi. ¿Por qué?

—No debería permitir que un ruso haga cosas como contestar el teléfono.

—¿Acaso no cogen el teléfono los criados domésticos, Herr Oberstarzt? El teléfono es el único lujo que tengo allí. Y además, Kostya es alemán del Volga. —En realidad, Kostya era ucraniano de pura cepa. A Bora, que se había criado en una familia de clase alta en la que nadie les faltaba al respeto ni utilizaba el tratamiento familiar para dirigirse a los subordinados, nunca dejaba de sorprenderle que la humanidad pareciese tener ciertos límites; incluso en el caso de aquellos que, supuestamente, sabían ver más allá de las diferencias. Pero tal vez el cirujano solo estuviese intentando darle una lección o sondeándolo.

—Le agradecería que me explicase los resultados.

—Bueno, comandante, lo mismo podría haberle dicho yo. Los resultados se corresponden perfectamente con mi primer diagnóstico: el hombre murió de infarto de miocardio. Detecté grandes cicatrices en el miocardio y un aneurisma ventricular que no llegó a reventar solo porque estaba envuelto en tejido cicatrizal. Hay signos que apuntan a procesos inflamatorios anteriores; en mi opinión, ya había sufrido un episodio cardíaco agudo en al menos una ocasión. En cuanto al resto, y tenga en cuenta que no soy forense, no había heridas, traumas internos ni restos de veneno en su sistema. El estómago estaba vacío.

La autopsia no era más que un formulismo y Bora lo sabía. Aun así, no hubiera sabido decir si lo que oía le hacía sentir aliviado o no.

—Muy bien, gracias.

—Si la familia quiere ver el cadáver, sugiero que lo haga en cuanto les sea posible. No dispongo precisamente de unas instalaciones de primera clase, ni mucho menos de refrigeración.

La luz era escasa en el corredor en el que se encontraban. Tras una puerta cerrada, alguien serraba unas tablas para reparar esto o aquello y los pabellones recién fregados despedían un penetrante olor a desinfectante. Bora lo aspiró. «Las botellas de dióxido de azufre, casi se me olvidan. Mañana es viernes, tengo que recogerlas de la oficina de Stark».

—Me encargaré de que alguien las acompañe hasta el hospital —contestó. No quería dar la impresión de que estaba dispuesto a acompañar él mismo a las Platonov, aunque era eso lo que tenía en mente.

¿Cuándo? Soy un hombre responsable, comandante, pero necesito dormir por las noches, como cualquiera.

Se observaron el uno al otro con intensa antipatía, el médico de rostro cansado y el oficial de ceño fruncido y hombros rectos, siempre impecable. Bora sintió la necesidad de ponerse agresivo, aunque el hombre que tenía delante no era en absoluto el blanco adecuado. Se echó hacia atrás el puño izquierdo de la camisa para ver la hora, una pequeña interrupción de la tensión para disimular su agresividad. «¿Acaso cree que estoy sometido a menos estrés que él, que estoy menos cansado que él? Lo único que pasa es que a mí no se me nota tanto como a él».

—Estarán aquí dentro de una hora, Herr Oberstarzt. —Bora estuvo a punto de añadir: «¿Le parece lo bastante pronto?», como había hecho el cirujano con él tras la muerte de Platonov, pero se obligó a aferrarse a los buenos modales.

—Sabe —lo atacó Mayr— que debió oponerse al traslado del Sanitätsoberfeldwebel Weller. Merece un destino mejor, y ya ha visto suficiente sufrimiento durante esta guerra.

«Así que era eso. Kostya no tenía nada que ver con todo esto». Bora sintió que su resentimiento alcanzaba su punto más alto.

—Bueno, Herr Oberstarzt, lo mismo podría decirse de cualquiera de nosotros. —Se cuadró y se giró con elegancia sobre los talones, consciente de que la etiqueta propia del cuartel general irritaba a los oficiales menos marciales—. Además, con un poco de suerte, lo habrán repatriado.

En el exterior, llovía menos. Allí donde habían retirado los adoquines para construir barricadas durante la última batalla el suelo del jardín se había convertido en un enorme charco. Al sacar las llaves del coche del bolsillo, los dedos de Bora rozaron el botón de madera de Krasny Yar, y en su imaginación, la espesa maleza, con sus secretos y sus cuerpos descuartizados, se elevó para engullirlo. El poder de sugestión que poseía ese pequeño disco tallado a mano lo turbaba. «¿Qué será? ¿Magia por contacto? ¿Por qué sigo llevándolo encima? Ese Nitichenko me pone los pelos de punta… En cuanto vuelva, pienso tirar el maldito botón al fondo del baúl. No, allí guardo las cartas de Dikta. No quiero que esté cerca de sus cartas».

Volvía a llover a cántaros. Una vez en Merefa, el camino se volvió impracticable tras haber abandonado la carretera principal para alcanzar las casas dispersas que había en dirección a Oseryanka, donde vivía la madre del sacerdote. Una patrulla del ejército le dio indicaciones y hasta lo escoltó durante un trecho breve que parecía más bien el lecho de un torrente.

Unas verjas de mimbre, tejidas en horizontal como cestas, con jarras y tazas rotas coronando los rechonchos postes, aparecieron frente a los faros parcialmente cubiertos cuando tomó el sendero repleto de hierba que llevaba hasta la casa. La hija de Platonov, que debía de estar esperando junto a la ventana, vio cómo frenaba el vehículo militar en el barro. Se acercó a abrirle la puerta y dio un paso atrás para que Bora pudiese llegar hasta el umbral y hacerse oír por encima del torrente de agua. Lo único que mitigaba la oscuridad de la habitación era una vela, suficiente para poder verse el uno al otro. Avrora dijo, en tono severo:

—Madre se ha quedado dormida por primera vez desde que salimos de Poltava. Sé que le gustaría venir y que se enfadará conmigo por no haberla despertado, pero será mejor que vaya yo en su lugar. A no ser que haya órdenes de que vayamos las dos.

—No las hay.

Bora no soportaba mirarla, pero no —como tal vez pensase ella— porque sintiese vergüenza, ni mucho menos culpa, sino porque era como tener delante a su mujer: en la penumbra, el parecido era asombroso, desconcertante, y le resultaba físicamente doloroso.

—Vamos, entonces.

Ataviada con el mismo vestido de algodón con el que había llegado, Avrora no tenía nada con lo que protegerse de la lluvia. Bora no había podido aparcar cerca de la casa debido a las latas y cubos que habían dejado fuera para recoger el agua de lluvia, y la chica iba a terminar empapada, incluso en la corta distancia que separaba la puerta de la casa del vehículo. Sin darle tiempo a pensar en una solución, echó a andar con sus zapatos abiertos, las piernas desnudas y el ligero vestido en dirección al coche. Bora le ordenó que se sentase detrás, porque no quería tenerla a su lado con el delgado tejido pegándosele al cuerpo.

Durante el trayecto, le dijo lo mínimo imprescindible: que su padre había muerto de causas naturales; que lo enterrarían con el uniforme puesto y con honores militares; que alguien las escoltaría a ella y a su madre de vuelta a Poltava el domingo como muy tarde. El silencio de la chica lo obligó a imaginarse que lo estaba escuchando. Entonces, a mitad de camino, dijo, de improviso:

—Aunque ahora no lo aparente, Selina Nikolayevna vale para mucho más que para el trabajo que le han puesto a hacer ustedes, los alemanes. Es licenciada en ingeniería por el Instituto Técnico de Ingeniería de Moscú… Antes ganaba seiscientos rublos al mes. ¿Por qué no la aprovechan mejor?

Gracias a Dios, su voz no se parecía en nada a la de Dikta. Aún. Era ligeramente inmadura y Dikta hablaba más desde la garganta, una voz que a él le resultaba irresistible.

—Ya veremos. —La respuesta de Bora fue concisa, casi brusca—. ¿Y qué hay de usted?

—Soy una ignorante. No sé nada y puedo seguir amontonando estiércol de vaca, comandante.

Por supuesto, cómo había podido preguntarle. Seguramente la obligaron a dejar la escuela con once o doce años. No, con toda seguridad antes de los doce, que era el límite de edad a partir del cual se permitía disparar a los hijos de los acusados. La tentación de buscarle a la chica una ocupación en Járkov era tan fuerte y tan innoble a sus propios ojos que Bora se sonrojó en la oscuridad mientras decidía no hacerlo.

En el corredor tenuemente iluminado del hospital, lo primero que hizo el doctor Mayr fue lanzarle una mirada de reproche, destinada sin duda a reprenderle por el aspecto maltrecho y empapado de la chica. La acompañó al interior de la habitación en la que yacía Platonov, no sin antes indicar con una negación de cabeza a Bora que no lo siguiese. Salieron menos de cinco minutos después. Si Avrora Glebovna estaba llorando, no lo aparentaba con el rostro aún mojado por la lluvia. Tenía los ojos entornados bajo las cejas rubias, con la misma mirada de enfado que solía poner Dikta. Bora se sintió indeciblemente desdichado.

—Le daré algo de ropa seca —dijo Mayr, con intención— y le prestaré mi trenca por esta noche. Envíemela de vuelta cuando la señorita ya no la necesite.

Avrora Glebovna permaneció sentada en completo silencio, envuelta en la bata de hospital y el tejido impermeable, durante el camino de regreso. En un momento dado, Bora puso un brusco fin a lo que interpretó como una mirada insistente por parte del guardia de un control a su pasajera, mientras echaba a un lado la linterna indiscreta de un empujón.

—Ocúpese de sus asuntos, soldado.

Durante el resto del trayecto, pudo haber roto el silencio, pero decidió no hacerlo. «Ya le dije a su madre que siento la muerte de Platonov, y ni siquiera es cierto. No quiero parecer interesado».

Frente a la casa del sacerdote, Avrora dejó la trenca en el asiento trasero. Una carrera tambaleante a través del barro la llevó hasta el umbral y momentos después (mientras Bora intentaba laboriosamente salir del patio dando marcha atrás) la anciana Nitichenko salió caminando trabajosamente con la bata del hospital en las manos.

—Aquí tiene, barin —dijo obsequiosamente mientras se la devolvía; pero a Bora no le gustó en absoluto el eco sugerente, como una mirada de soslayo, que acompañó a sus palabras. «Vieja bruja, como te pille haciendo algo malo, ya te enseñaré yo a lanzar miraditas».

De camino a Merefa, Bora seguía molesto por las palabras del cirujano, que decía sufrir más que él. Sí, puede que al haberse ofrecido voluntario para España no hubiese dejado nada atrás, excepto su impaciencia por enfrentarse a la vida. En Polonia, en las misiones que había completado entre aquellos tiempos y la invasión de Rusia, tenía a una esposa joven y algunas preocupaciones, algunos recelos. Cuando llegase el momento de abandonar Ucrania, independientemente del resultado de la batalla, el dolor (personal e impersonal) constituiría la mayor parte del equipaje que no podía permitirse el lujo de abandonar. Siempre le había resultado difícil olvidar. Ahora, y de esto hacía ya un tiempo, el pasado había empezado a adoptar una especie de adherencia: se le quedaba pegado. Bora recordaba momentos y lugares con tanta intensidad que le parecía posible cambiar partes del pasado. Y la conciencia racional de que no podía ser, de que no se podían deshacer las cosas, no hacía más que resucitar su dolor y su pena con el tormento de una herida. ¿Qué sabía Mayr? Mantener Stalingrado fuera de sus pensamientos era toda una necesidad; tenía que trazar un círculo mágico dentro del cual pudiera sentirse seguro.

Lo que más asombroso le parecía era que ni sus hombres ni sus superiores se diesen cuenta. El hecho de que nunca le fallase la compostura justificaba en parte su falta de percepción; el resto lo explicaban el egocentrismo, la insensibilidad y la falta de interés comunes en los mandos.

Una vez en la escuela, vio que Kostya (Dios sabía cómo) se las había apañado para preparar una buena comida caliente a base de cebada y carne, por la que Bora se sintió muy agradecido.

—Coma algo usted también —dijo—, y llévele un bote al centinela.

Comió sentado al escritorio del maestro, mientras el joven ruso se alimentaba de pie y en silencio en la otra habitación, como un ratón.

«Puesto avanzado de Merefa, veintidós y cinco horas. Kostya a veces me recuerda al buen soldado Schvejk. No es estúpido, ni mucho menos, y siempre actúa con buena intención. Pero ¡a veces tiene unas cosas! Hoy, antes de la tormenta, se puso a darle vueltas a la escuela diciendo: “Que la suerte te guarde, que la mala suerte te resbale”, que parece ser una especie de bendición. Lo primero que tuve que hacer con él fue quitarle la costumbre de blasfemar contra la Madre de Dios, algo que los rojos de su edad hacen sin siquiera pensar, ya que sus padres les inculcaron el empuje político durante la Revolución. Le dije que lo mataría como lo oyese una vez más, y lo decía en serio. Ahora, cuando me responde, añade una s al “sí” o “no” (da-s y nyet-s), como se hacía antiguamente. La s quiere decir slovo, “señor”. El otro día se presentó con un puñado de Makorka, el fuerte tabaco de la zona, y me dijo que lo mascase para que me bajase la fiebre. ¿Cómo sabrá que tengo fiebre? Debe de haber visto la quinina, la codeína, el bromuro y otros brebajes rusos confiscados que me dieron en el hospital de Praga, la mayoría de los cuales tenía intención de ofrecer al cirujano militar hoy, pero me olvidé.

»Como el alma simple que es, Kostya ha recortado y lleva siempre encima una fotografía de la estrella de cine y cantante soviética Lyubov Orlova, una guapa rubia que muestra predilección por los pantalones y los cigarrillos, vicios que, según él mismo admite, jamás permitiría que cultivase su esposa. Si supiese el placer que es bajarle los pantalones de montar a Dikta, tan ceñidos a la cintura que la ropa interior se desliza también. En su ingenuidad, llama a su mujer “dulce”, y estoy seguro de que la pobre chica lo es. Dikta, por otra parte, es cualquier cosa menos dulce. Es inteligente, elegante, resuelta, apasionada, impaciente. Y yo también soy todas esas cosas, o eso dice ella.

»El pobre Kostya ha sacrificado mucho a esta guerra: es prisionero; sus dos hermanos sirven en carros de combate; su hermana es piloto; su padre, un Krasnoarmeyets común de la 29.ª División de Infantería, murió en Stalingrado (y no me extraña: los bombardeamos con todo lo que teníamos). Kostya era aprendiz de fontanero cuando lo reclutaron, y su sueño es tener su propia tienda algún día. Le dije que si se las apaña para instalarme una ducha en la escuela, escribiré personalmente a Stalin para recomendarle. Me contestó con toda seriedad que no cree que Stalin fuese a tener en cuenta la recomendación de un oficial alemán y que tal vez fuese incluso contraproducente. Lo decía en broma, pero si consigue apañárselas para que pueda lavarme en la pila o darme una ducha, tal vez de verdad me sienta tentado de escribirle a Josif Vissarionovitch la frase que se puede leer por todas partes, en las paredes de los edificios públicos: Spassiba tovarishi Stalini. Gracias, camarada Stalin.

»Y ahora, pasemos a los asuntos serios. Para gran alegría mía, mis viejos amigos Hara Bauml y Alfred von Lippe, que estuvieron en Stalingrado con la 24.ª División Blindada, han solicitado unirse al regimiento Gothland. Me he llevado toda una sorpresa: Bauml está irreconocible. Lippe me ha dicho que Paul, el hermano de Bauml, resultó gravemente herido durante los combates casa por casa a principios de enero, cuando ninguno de nosotros esperaba salir vivo de la ciudad. Lo abandonaron a su suerte junto con cientos de otros que no pudieron ser transportados, cubierto por sus propias heces en el suelo de un sótano que en tiempos se había utilizado como pabellón de hospital. Bauml aún hoy no puede hablar de ello, según me ha dicho Lippe.

»En cuanto al regimiento, su preocupación más inmediata es si podemos confiar en los habitantes de la zona, que ocuparán los puestos de exploradores e intérpretes. Todos dicen ser antibolcheviques, pero, de creerlos, sería imposible entender cómo pudo triunfar la Revolución. Les dije a mis dos colegas que, por suerte, mi experiencia como interrogador me sirve de ayuda durante las entrevistas. Estoy lo suficientemente familiarizado con la mímica y el lenguaje corporal rusos como para saber cuándo me están mintiendo. A algunos ya los descarté cuando, con una estratagema, les pregunté si reconocían los nombres (inventados) de algunos líderes proalemanes en Ucrania, y me contestaron que sí. Aunque es posible que mintieran porque estaban deseosos de unirse a nosotros, no estoy dispuesto jugarme la vida (ni mucho menos la vida de mis hombres) a que es así».

Viernes 7 de mayo, Kombinat de Merefa

La lluvia cayó y cesó a la mañana siguiente. Hacía mucho calor para la época del año y el tiempo seguía amenazando tormenta de camino a Kiev. Bora no había confirmado su cita con el Geko Stark, pero tenía que recoger las botellas de dióxido de azufre y decidió pasarse por la oficina del distrito a las siete por si el comisario estaba libre para verlo. Sería fácil desplazarse hasta el aeródromo de Járkov, más cercano que el de Rogany, desde allí.

Llegó al Kombinat unos minutos antes de la hora. En el interior, las luces estaban encendidas, pero las puertas seguían cerradas; así que se quedó sentado en su vehículo, releyendo su última revisión del Manual de tácticas de guerrilla partisanas. Absorto en el libro, no prestó atención al coche oficial que aparcaba junto al suyo. Lo último que esperaba era el portazo de la robusta portezuela del Opel proveniente del lado del conductor, un golpe que sacudió el ligero vehículo de transporte de personal. El coche, el traje de civil y la cara desencajada que se asomó por su ventanilla pertenecían a Odilo Mantau.

—Así que se ha salido con la suya, ¿eh? Conque la cosa no iba a quedar así, ¿eh? ¡Su subordinado ruso me dijo que lo encontraría aquí! —le gritó, junto con otros disparates, que le salían entrecortados de la boca.

Bora se dio cuenta de que no podía salir del vehículo porque Mantau apoyaba todo su peso en el coche, sin dejar de vomitar insultos.

—¿Se ha vuelto loco? —contestó, también en un grito, saliendo trabajosamente de detrás del volante para bajarse por el lado del pasajero.

—Usted y su cohorte, ¡rodarán sus cabezas por habérnoslo arrebatado!

Aunque cada vez más furioso, Bora se esforzó por descifrar la diatriba de Mantau para reconstruir el mensaje. «Habérnoslo arrebatado» era el único concepto que destacaba lo suficiente de entre el galimatías como para que Bora comprendiese que tenía que ver con Khan Tibyetskji, y lo primero que se le vino a la cabeza fue que Bentivegni debía de haber ordenado, sin que él lo supiese, un asalto en represalia para volver a poner al desertor bajo custodia de la Abwehr. Pero su teoría, vaga como era, zozobró ante la siguiente acusación que Mantau le escupió en plena cara.

—Podría habernos envenenado a todos, ¿se da cuenta? ¡A todos y cada uno de mis hombres! Menos mal que no tocamos las chocolatinas…

A Bora le gustaba mantener las distancias. Un fuerte empellón por su parte hizo que Mantau retrocediese, tambaleante, un paso.

—¿Me está diciendo que han envenenado a Tibyetskji?

—¡Lo han asesinado, maldita sea!

Casi llegan a las manos durante los siguientes y frenéticos momentos, durante los cuales Mantau acusó directamente a la Abwehr de haber asesinado a su propio desertor.

—Fueron las obreras rusas que solicitó, y después nos envió, hace dos días. He sacado a Stark de la cama a las seis de la mañana para que me lo confirmase, ¡no servirá de nada que lo niegue!

Volvió a comenzar la lucha por verle el sentido a todas las piezas desconectadas. Bora buscaba a tientas una idea inteligible.

—¿Las obreras rusas? ¿Las babushkas? ¡Si ayer llamé al Gebietskommissar para quejarme de que las habían enviado a otro sitio!

—Claro que lo llamó. ¡Lo llamó el día después de que nos las enviasen a nosotros!

Stark, a quien el revuelo había sacado de su oficina, separó a ambos hombres, a los que poco les faltaba para enzarzarse en un combate de boxeo.

—¡Caballeros, caballeros! Sobrepasarse de este modo… es inaudito. —(«¡Lo mato!», gritaba Mantau, echando espuma por la boca. «No, si yo lo mato antes», fue la respuesta de Bora)—. Comandante Bora, Hauptsturmführer Mantau, están perdiendo los papeles. —Sujetó a ambos por el brazo para separarlos, como a dos alumnos desobedientes—. Ya estamos investigando el asunto. —Intentó tranquilizarlos—. Ambos solicitaron mano de obra rusa al mismo tiempo. Pero, caballeros, en los tiempos que corren hay mucha confusión tras las líneas. No pueden hacer responsable a nuestro personal ferroviario, que no estaba informado, de que alguien obligara a bajarse a las pasajeras una estación antes de lo previsto.

Bora se sintió como si acabase de despertar de una pesadilla para encontrarse en otra, en la que el coronel Bentivegni estaba a punto de llegar.

—¿Alguien, Herr Gebietskommissar? ¡Debió de ser alguien con la autoridad suficiente como para apropiarse de las obreras rusas y redirigirlas a una estación distinta!

—Bueno, pero no sabemos de quién pudo tratarse, ¿verdad? Estoy seguro de que al Hauptsturmführer no le importará revisar la lista de oficiales ucranianos que trabajan para nosotros en los ferrocarriles.

Ambos oficiales enmudecieron de repente. Mantau sacó un pañuelo y se enjugó la cara y la nuca, por encima del cuello de la camisa. Bora, a la desesperada, intentó establecer prioridades mentalmente, y aunque el aparente envenenamiento de Khan era la principal, la necesidad de recabar más información era lo primero.

—Sea cual sea su implicación, podríamos comenzar por preguntarles a las mujeres en cuestión —sugirió.

A Mantau se le descompuso la cara.

—Di orden de que las colgasen a todas.

¿Qué? A eso lo llamo yo un acto reflejo. ¡Una idea brillante! ¿Y cuándo es la ejecución…?

Esta vez le tocó a Mantau dejar ver la confusión que sentía. Miró el reloj y dijo, con voz apenas audible:

—Más o menos, ahora mismo.

—Jesucristo, llame de inmediato, ¡detenga la ejecución o jamás lo averiguaremos!

Sin pararse a discutir, Odilo Mantau entró corriendo en el edificio. Stark aprovechó la pausa para decirle en voz baja a Bora:

—¿Se puede saber qué mosca le ha picado, comandante? ¿Acaso no sabe quién es?

—Sé perfectamente quién es.

—Haga el favor de no mezclarme en el conflicto entre ambos, independientemente de los motivos que tengan. Si ustedes, los jinetes, se empeñan en ser así de difíciles, no tendrá mucho espacio para maniobrar ahí fuera. Créame: algunos actuamos con el mismo descaro en el 34 y tuvieron que darnos una lección.

Le molestó que lo comparasen con un antiguo miembro de las SA. Bora se alisó el uniforme.

—No soy ningún «jinete», comisionado.

—Aun peor: es uno de los jinetes de Canaris. ¿Me hace el favor de mantener la boca cerrada mientras le echo una mano?

Bora caminó hacia el Kombinat. Su reloj indicaba poco más de las siete y cuarto. Aún faltaba media hora para que Bentivegni subiese al avión. Pero no había ninguna manera práctica de informarle a tiempo; todo tendría que esperar hasta poder darle la mala noticia en persona. Durante el corto trayecto hasta la oficina de Stark, se le agolparon en la mente pensamientos sobre la vitalidad de Khan, sobre cómo había muerto mucho antes (o mucho después) de su verdadera muerte y sobre todo lo que se había perdido con él. Mantau estaba colgando el teléfono y la hostilidad que le quedaba en el cuerpo la empleó en la mirada de odio que le dedicó a su colega del ejército.

Bora la ignoró.

—Por el amor de Dios, Hauptsturmführer, cuénteme qué ha pasado.

—Ya es demasiado tarde para dos de esas rameras rusas. Pienso perdonar a las otras tres hasta que pueda ordeñarles toda la información que tengan, pero no espere que ordene bajar los cadáveres: se quedarán allí colgados hasta que se pudran.

Si no fuera porque iba corto de tiempo, la cólera que le provocó la estupidez de su respuesta hubiera llevado a Bora a reanudar la discusión.

—Eso será maravilloso para nuestra imagen pública. Dios, ¿no va a decirme al menos cómo murió Tibyetskji?

—Como si no lo supiese. Lo envenenaron.

—¿Cómo es posible? ¿Qué comió?

—Como usted dijo, se negó a tocar nuestra comida.

—Entonces, ¿cómo ingirió el veneno y por qué dice que pudieron haber muerto todos ustedes?

—Ya le dije que no tenemos por costumbre consentir a los prisioneros bajo nuestra custodia, Bora. Mis colegas y yo nos comimos el resto de las provisiones que había en su baúl. Sí, nos permitimos una pequeña fiesta, ¿por qué no? No todos los días se encuentran provisiones americanas. Cuando llegó la noche y Tibyetskji siguió negándose a tocar la comida, decidí darle las raciones de chocolate de fabricación americana. Habíamos oído decir que sabían a rayos y no las queríamos. —A regañadientes, Mantau se quedó en silencio cuando el comisionado asomó la cabeza con una expresión severa y, sin entrar, le indicó con un gesto que bajase la voz. A continuación, cerró la puerta corredera para garantizarles algo de privacidad. Después, continuó—: Yo mismo se las llevé a la celda anoche.

—¿Cuántas?

—No sé cuántas, las que quedaban. ¿Qué más da? Exigió ver a ver Bentivegni, exigió verle a usted. Y cuando no se salió con la suya, se puso hecho un basilisco. Me advirtió que solo comería una ración por la mañana y el resto del día haría huelga de hambre. ¿Por qué me hace todas estas preguntas, Bora? ¡Está claro cómo pasó! Lo único que tenía en el estómago era chocolate y harina de avena, junto con el veneno suficiente como para matarlo. ¿De qué tipo? Todavía no lo saben; piensan que fue un alcaloide, muy concentrado. Poco después de las cinco y media de esta mañana, mis hombres me despertaron para informarme de que el prisionero estaba muy agitado y pedía ayuda. Cuando entré, tenía convulsiones. Se encontraba bien cuando despertó a las cinco en punto, y media hora después estaba muerto.

Bora habló entre dientes.

—Pero ¿por qué dice que lo asesinaron? Por lo que me cuenta, más bien parece que se suicidase.

—¿Y después pidió ayuda? No.

—¡Dios! ¿Es que no tenían a mano personal médico cualificado, listo para intervenir de inmediato?

—No. En el puesto de primeros auxilios andan cortos de personal, así que los sanitarios pasan la noche allí. Tardaron menos de un cuarto de hora en llegar, pero el prisionero murió en cuestión de minutos.

Bora reparó en un pequeño cartel sobre el escritorio del comisionado en el que se anunciaba un baile folclórico ucraniano el domingo, y le pareció algo de otro mundo. Mantau lo miró fijamente y él hizo lo mismo, preguntándose quién tendría tiempo para esas cosas.

—¿Qué alternativas hay? O bien Khan llevaba veneno oculto entre sus provisiones, por si se veía obligado a quitarse de en medio, o el veneno llegó a la ración una vez el prisionero se encontró bajo su supervisión.

—Hay una tercera opción: ustedes envenenaron las raciones antes de traérmelas.

—Tendrá que decidir si fuimos nosotros o las criadas rusas, Hauptsturmführer.

—Puede que usted lo organizase todo por medio de ellas. Se descubrirá tarde o temprano, así que más le vale admitirlo.

Mantener la furia bajo control iba a costarle más esfuerzo a Bora del que estaba dispuesto a emplear.

—Visto desde fuera, podría devolverle esa misma acusación al remitente. A quien le arrebataron al general Tibyetskji fue a nuestro mando. —«Que les jodan a usted y a su mando», lo interrumpió Mantau—. Contando a todas las personas implicadas, ¿quién tuvo acceso a él mientras se encontraba bajo su custodia?

—Aparte del personal del Cuerpo Médico, que se aseguró de que no tuviese nada a mano con lo que hacerse daño, solo mis hombres más selectos y yo mismo. Y la ramera rusa a la que he colgado, que limpió su celda anoche.

—Hum. ¿Quién está al mando de su unidad del Cuerpo Médico?

—El cirujano de las SS del puesto de primeros auxilios de Sumskaya. ¿Por qué? ¿Quién está al mando de la suya?

—El coronel Hans Mayr, cirujano militar del Hospital 169. Y usted responde de todos sus subordinados con autorización suficiente…

—Por supuesto, igual que usted responde de los suyos. Averiguaré que fue usted el que lo planeó todo, así que no se atreva ni a acercarse a la prisión.

Las siete y veinticinco. Si se daba prisa, habría tiempo para intentar al menos examinar el cadáver de Khan. Pero Mantau seguía en sus trece, así que Bora probó con una táctica distinta.

—Podríamos negociar.

—No hay nada que negociar.

—Se equivoca. ¿Les interesaría a usted o a sus colegas del Leibstandarte saber adónde llevamos el T-34?

Era el único detalle, comunicado de viva voz, que no podían haber pinchado. El hocico rubio de Mantau olfateó una posibilidad de capitulación por parte de Bora.

¿Adónde?

—Permítame examinar el cuerpo y se lo diré.

—No confío en usted.

Bora contuvo el aliento. Aunque temía tener que dar la bienvenida a Bentivegni con una noticia desastrosa, la adrenalina se encargaba de mantenerlo lúcido por el momento; pero en cuanto se encontrase a solas, se desplomaría.

—Guardamos el tanque en la calle Lui Pastera, en el distrito de las fábricas de tractores. ¿Dónde está el cadáver?

Mantau proyectó los labios en una mueca extraña, como si estuviera a punto de silbar o de inflar un globo.

—En el puesto de primeros auxilios de Sumskaya, cerca del antiguo hospital universitario.

Sumskaya, a menos de un kilómetro del aeródromo. Por fin una lucecilla en la oscuridad.

—¿Me dejarán entrar? —preguntó Bora.

—Le dejarán entrar.

Era como flotar aferrado a un tronco tras un naufragio, pero era lo único que podía hacerse por el momento. Bentivegni tendría que ocuparse del asunto a partir de este punto. Bora y Mantau salieron de la oficina del comisionado uno detrás del otro sin decirse una sola palabra de despedida, pero Stark no iba a dejar que se escabullesen tan fácilmente. El bulto pardo los retuvo en el pasillo.

—Dense un apretón de manos. No saldrán de aquí hasta que no se estrechen la mano.

Obedecieron de mala gana. Mantau fue el primero en salir del Kombinat. Bora estaba a punto de hacer lo mismo cuando el comisionado lo detuvo.

—Por cierto, comandante: el Brigadeführer de las SS Reger-Saint Pierre decidió aceptar el semental. Dentro de una semana, el magnífico karabaj estará de camino a Mirgorod. Lo siento mucho. —Se metió la mano recubierta de pecas en el bolsillo de la guerrera—. Pero esto lo consolará. De su casi padrastro, el Standartenführer Schallenberg. Sin pasar por la censura.

El sobre era algo más grande que una carta típica, de un color azul empolvado, y la letra era la de Dikta.

—Se ha sonrojado —dijo Stark, con una amplia sonrisa—. Ya me imaginaba que no sería de Schallenberg.

Bora le dio las gracias y se guardó celosamente el sobre.

—Le agradecería, Herr Gebietskommissar, que no mencionase a nadie el episodio de esta mañana.

—No he llegado hasta donde estoy mencionando cosas, comandante. Llévese el dióxido de sulfuro embotellado o envíe a alguien a buscarlo pronto. Si lo deja aquí, no durará.

—Me lo llevaré ahora mismo.

El hospital universitario de Járkov formaba parte del cinturón externo del espectacular semicírculo de hormigón que la guerra no había conseguido desmantelar del todo, el gigantesco complejo de edificios de oficinas Dzerzhsprom, situado en la plaza que no había sido rebautizada como Platzt der Wehrmacht hasta 1941 pero que desde la batalla de tanques de marzo estaba dedicada a la División Leibstandarte. Se decía que los animales escapados del zoológico eran los únicos seres vivos en la ciudadela de deteriorado cemento abandonada; supuestamente, alguien había sacado fotos de chimpancés agazapados sobre los alféizares de las ventanas. Enfrente del hospital, en la calle Sumskaya, se encontraba el puesto de primeros auxilios dirigido por las SS. Bora llegó poco después de las ocho y no le pusieron pegas a la hora de entrar. Tantas facilidades debieron haberle hecho sospechar, pero cabía la posibilidad de que Mantau hubiese llamado de antemano para levantar la prohibición sobre su persona.

En realidad, el cadáver de Khan Tibyetskji no se encontraba en el edificio, o eso le dijo el cirujano de las SS.

—¿Está seguro de que no se refería al antiguo hospital del Ejército Rojo, a dos manzanas de aquí?

A mediados de marzo, la Leibstandarte había prendido fuego al hospital del Ejército Rojo con cientos de heridos dentro. Órdenes de Mantau. El autocontrol de Bora le resultó de lo más útil.

—Lo dudo.

—Entonces tal vez es el hospital de la Wehrmacht, en el distrito 6.

El hombre de las SS se refería al Hospital 169. Era posible. Pero no iba a poder registrar el edificio e, independientemente de su mala actitud, el personal médico del hospital parecía de verdad no saber nada acerca de un cadáver envenenado. Pidió permiso al cirujano para llamar por teléfono al otro hospital y, cuando consiguió hablar con alguien de allí, recibió otra negativa.

—¿Poco después de las cinco y media, dice? ¿Esta mañana? Aquí no.

Bora empezaba a impacientarse, pero, después de todo, él también había mentido a Mantau… o al menos, le había dicho una media verdad. El tanque no se encontraba en la calle Lui Pastera desde el amanecer del miércoles. Una vez en manos del mariscal de campo Von Manstein en Zaporozhye, el nuevo modelo de tanque de Tibyetskji quedaba vetado a todos excepto a los colaboradores más cercanos del mariscal de campo.

A pesar de los estragos que había causado la guerra, existían varias instalaciones médicas en Járkov y no había ninguna manera práctica de averiguar si habían llevado el cadáver de Khan a cualquiera de ellas. Bora no podía enfrascarse en una búsqueda inútil en ese momento. En lo más profundo de su ser, deseaba contra toda esperanza que la RSHA hubiese mentido desde el principio. Era posible que Tibyetskji siguiese con vida y en sus manos; seguramente fuera de la óblast de Járkov o, incluso, de Ucrania. «Bentivegni tendrá que exigir que le enseñen el cadáver antes de que aceptemos la historia como cierta. Colgar a rusos sale barato, y no es ninguna garantía de que Mantau nos haya contado la historia tal y como ocurrió».

Antes de salir del puesto de primeros auxilios de las SS, Bora revisó el indicador del combustible, un reflejo automático en este frente donde todo escaseaba. El aeródromo, situado en la carretera que se extiende hacia el norte en dirección a Bélgorod y Moscú, se encontraba en una zona en la que, aparte de un hipódromo de antes de la Revolución, un extenso cementerio, un cuartel, unos jardines y una enorme fábrica de tejas, todos más o menos en mal estado, constituían las afueras de la ciudad en su lado noreste. No era la primera vez que Bora recorría esta zona con el coche, sobre todo durante su primera etapa en Járkov. Larissa vivía no muy lejos de allí, en Pomorki, y más de una vez había permanecido sentado en su vehículo observando su casa desde cierta distancia, sin acercarse jamás a su puerta.

El tiempo empezaba a despejarse. Una brisa proveniente del este arrastraba las nubes, deshaciendo sus espesos vapores. A estas horas, el coronel Bentivegni debía de estar a mitad de su vuelo desde Kiev, lo cual significaba al menos una hora más de espera junto a la pista de aterrizaje. Frente a la entrada del aeródromo, Bora estuvo tentado de tomarse un momento y leer la carta de Dikta, pero sentía una reserva casi supersticiosa ante la idea de leer sus palabras en el estado de ansiedad en que se encontraba. Palpó y sopesó el sobre sin quitarle el sello, agradecido al amante de alto rango de su madre por que la carta hubiese eludido la censura. Dikta solía utilizar expresiones íntimas y numerosas alusiones; pensar en los empleados del ejército escudriñando antes que él palabras destinadas a su persona le había llenado de timidez y resentimiento durante más de tres años. El tamaño y el peso del sobre sugerían que dentro debía de haber una tarjeta o una fotografía. Bora lo besó y se lo guardó. «Esta noche —se dijo—. Al margen de cómo vayan las cosas con Bentivegni, esta noche encontraré un momento de tranquilidad para leerlo. Posponer el placer, o al menos eso dicen, ayuda a superar días por lo demás deprimentes».

Así que decidió hacer tiempo dirigiéndose hacia el norte tras dejar atrás la entrada del aeródromo, más allá de los antiguos establos de ladrillo y los edificios cada vez más dispersos. Allí arriba, un balka de oeste a este formaba una pendiente más allá de la cual la carretera dividía el polígono industrial de Schevchenko, a un lado, del comienzo de los extensos bosques del Instituto de Biología, y, al otro, de un parque que se había convertido en terreno salvaje. Aquí, el horizonte parecía inmenso y los canales y las charcas rebosaban en los campos interminables. A ambos lados de la carretera, emanaba vapor de la hierba empapada y las zanjas que desembocaban en el río Járkov. Sobre el bosque de Pyatikhatky, al sur de Lisne, la espesa lluvia formaba una escena grandiosa al caer como una cortina sobre la cual se abrían y cerraban huecos en las nubes de tormenta. Bora continuó un poco más por la carretera de Belgorodskye y salió hacia un claro situado a la derecha. Allí se paró a sacar unas cuantas fotos desde detrás del volante, porque en el exterior se hubiese hundido en el barro hasta los tobillos.

El avión tomó tierra a las diez y cuarto. Era un Ju-52 de antes de la guerra, de aspecto desvencijado, que incluso a su velocidad máxima de doscientos sesenta kilómetros por hora no podría haber hecho gran cosa contra un viento de proa. No era de extrañar que Bentivegni hubiese tenido que esperar en Kiev a que pasase la tormenta.

Bora saludó al coronel sobre la remendada pista de aterrizaje. No veía sentido en intentar retrasar lo inevitable, así que le resumió escuetamente la versión de los hechos que le había proporcionado Mantau, que era lo único que tenían en estos momentos.

Aunque se habían comunicado a menudo desde que Bentivegni se pusiese al mando de la Sección III en septiembre del 39, era la primera vez que se encontraban en persona. Con el rostro de un bulldog bajo la nueva «gorra estándar» que muchos, incluso los que no pertenecían a las tropas de montaña, llevaban últimamente y su uniforme mixto de invierno y verano, Bentivegni, de mediana edad y con el cutis quemado por el sol, logró superponer una imagen de control a su total desconcierto. Se había afeitado hacía poco y sin demasiada maña, a juzgar por los cortecitos que tenía en la barbilla.

—Es una noticia extremadamente seria —dijo, con voz entrecortada. Tan solo su postura, con el cuello tenso, traicionaba lo duro que debía de haberle resultado el golpe. No dejó traslucir su decepción de ninguna otra forma.

No le aclaró a Bora si Khan era un operativo de la Abwehr o no y, si lo era, desde hacía cuánto. Lo que de verdad tenían en mente (que la cosa era inesperada pero concebible, que era algo que podía pasar y que ahora que había ocurrido, ¿qué?) no afloró en absoluto a la superficie.

Herr Oberst, asumo toda la responsabilidad por lo ocurrido.

—Nada de esto es responsabilidad suya, comandante. —Bentivegni llevaba encima una pequeña mochila, que ahora se quitó sosegadamente del hombro para dejarla en el suelo, señal de que iban a hablar allí, lejos de oídos indiscretos—. Pero lo que ocurra a partir de ahora lo será. Deme detalles.

Bora obedeció. Bentivegni lo escuchó con la mirada fija más allá de su interlocutor, una costumbre de la Abwher que permitía a uno aparentar un interés mínimo mientras que (como bien sabía Bora) en realidad nada escapaba a la visión periférica de su oyente. Al final del informe, su comentario fue:

—Debemos confirmar la veracidad de las afirmaciones del capitán Mantau. Aunque intentará impedírselo, espero que reconstruya exactamente lo ocurrido. No es la tarea, estoy seguro, que esperaba ni la que prefiere, pero la organización de su regimiento le proporciona la coartada perfecta para permanecer en la zona. Dando por hecho que de verdad se haya producido una muerte y que no tengan nada que ver con ella, la Oficina Central de Seguridad al completo encajará el golpe igual que lo hemos hecho nosotros, aunque el Gruppenführer de la Amt IV Mueller montará en cólera. Presagio que Odilo Mantau no va a tenerlo nada fácil. En cuanto a nosotros, desde 1939 sabemos que es tarea de la Gestapo mantener vigilado al ejército sobre el terreno. Y nuestra misión consiste en eludirlos. A no ser que haya alguna pista que seguir a través de Mantau, compórtese como si hubiésemos perdido interés en el asunto de Tibyetskji, comandante. Si el Gebietskommissar Stark le pregunta por la disputa de esta mañana, dígale que la diferencia entre usted y el capitán se refería exclusivamente a las obreras rusas. Fue muy poco prudente por parte de Mantau decir que habían matado a Tibyetskji, máxime en la oficina del comisionado. O perdió la calma (y ambos conocemos su historial) o le interesaba montar una escena por razones que solo él conoce. —Un rayo de sol atravesó repentinamente las nubes y creó un lago de luz intensa a su alrededor, que los deslumbró—. Habría sido preferible que no se hubiera producido una discusión, pero, por otra parte, una falta de respuesta habría podido interpretarse como un posible signo de interferencia por nuestra parte. Doy por hecho que usted lo hizo a propósito.

—La verdad es que no, Herr Oberst.

—Hum. Empiece a investigar el asunto y localice el cadáver. En la prisión, ahora mismo estarán ocupados intentando que no llegue la sangre al río y que no se filtre la noticia de la muerte de Tibyetskji. Dice que no cree que las obreras rusas tuvieran nada que ver, pero no lo sabemos con seguridad. En cualquier caso, no ha pasado nada: no hace falta justificar la ejecución de civiles. En cuanto a los soviéticos, jamás admitirán que su campeón se pasó al enemigo.

Era el pragmatismo típico del contraespionaje. Bentivegni jamás expresaría agradecimiento por el buen trabajo de Bora al sacar al desertor y el tanque de forma segura de la zona del Donets ni admitiría que habría sido preferible trasladar a Khan al campo del FHO de Gehlen o a Berlín. Durante medio minuto, los oficiales permanecieron cara a cara sin hablarse en la explanada barrida por el viento. Sobre la pista de aterrizaje se abrían charcos de luz que enseguida volvían a cerrarse. A lo lejos, unos cazas del escuadrón, que estaban dentro de los hangares por mantenimiento, revolucionaron los motores, provocando el mismo ruido que unos abejorros gigantes. «Investigar el asunto» equivalía a arriesgarse a chocar con la Leibstandarte y la RSHA. Bora escuchó el furioso estrépito proveniente de los hangares. ¿Qué le había dicho su colega sobre aquel capitán de Zaporozhye que reunía moscas en un tarro hasta que se devoraban unas a otras?

Bajo la visera de tela de la gorra reglamentaria, el rostro huesudo de Bentivegni mostraba serenidad, pero también desilusión.

—Cierre el centro especial de detención, comandante, antes de que nos lo cierren. Y devuelva a los hombres al cuartel general de la división para que los reasignen. Lo perdido perdido está; después de que nos arrebatasen por la fuerza a Khan Tibyetskji… No habrá dado ningún paso drástico por su cuenta y riesgo, ¿verdad?

La sospecha seguía siendo igual de ofensiva que cuando Mantau se la había echado en cara unas cuantas horas antes. Bora ni siquiera pestañeó.

—Naturalmente que no, Herr Oberst.

—No porque fuese pariente suyo, ya me entiende. Tenía que preguntárselo. Tal y como están las cosas —era natural que Bentivegni pasase a tocar este tema—, fue oportuno que insistiese en presionar a Platonov hasta el límite. Ninguno de nosotros, en el cuartel general, esperaba sacarle ni una sola palabra.

—En realidad no le saqué ni una sola palabra —admitió Bora—, aunque sí rellenó buena parte del cuestionario.

—¿Vinieron sus mujeres?

—Así es.

—A no ser que podamos sacarles algo (y eso lo dejo a su discreción, incluidos los métodos que prefiera usar), envíelas rápidamente de vuelta.

—Sí, señor. Supuestamente, Selina Platonova es licenciada en ingeniería eléctrica. He pedido que lo comprueben.

Bentivegni empujó la mochila que tenía a los pies con el lateral de la bota, en un gesto que pareció más bien una patada reprimida.

—¡Estas mujeres soviéticas! Todas son ingenieras o médicas, y las que no, conducen tractores. Si resulta que poseen conocimientos aprovechables, nos encargaremos de colocarla donde sus habilidades puedan resultarnos de utilidad. También está la hija, ¿verdad? De acuerdo: las detendremos a ambas a partir de ahora. No podemos permitir que salgan y le cuenten al mundo entero que un familiar suyo murió en nuestras manos. Sí, comandante Bora. Bueno, eso debió haberlo pensado antes. Una vez se les informó de lo ocurrido, perdieron su libertad personal.

En su deseo de conseguir que Platonov colaborase, Bora no había previsto esa posibilidad. Aunque no lo dejó ver, se sintió asqueado.

—Igual de práctico podría ser enviarlas a su patria como obreras, Herr Oberst.

—Me sorprende su insistencia. Las detendremos. —Pausadamente, la mirada de Bentivegni se desplazó hasta la cámara que colgaba del cuello de Bora—. Veo que sigue siendo aficionado a la fotografía —observó.

—Sí, señor. —A Bora le habría gustado oír un comentario de algún tipo, pero este nunca llegó.

—Dígale al piloto que reposte con rapidez, comandante. Salgo en menos de una hora.

El resto del día no hizo mejorar las cosas. Todo quedó en manos de Bora cuando Bentivegni se marchó sin decirle qué pasos pensaba dar en Zossen, si es que pensaba hacer algo, y tras darle carta blanca aquí. Todo se redujo a un ligero énfasis sobre ciertas palabras: «Resuelva el problema, comandante, y después arregle las cosas». Haciendo caso omiso de la prohibición de Mantau, Bora se desplazó desde el aeródromo hasta el oeste de Járkov para hacer una visita a la prisión de la RSHA en el bulevar Seminary. Desde la esquina de la iglesia que había al otro lado de la calle, vio los cadáveres de dos de las babushkas, que colgaban del balcón de hierro forjado de una casa antigua cercana. Desde donde se encontraba, parecían fardos de harapos. ¿Cuántas veces habría visto instalar una horca provisional desde que estuvo en Polonia? Los ahorcamientos eran cosa común y corriente, todas las unidades recurrían a ellos. Los oficiales compasivos limitaban las ejecuciones al mínimo necesario, porque, en la mayoría de los casos, los soviéticos tampoco hacían prisioneros. Las dos mujeres, reclutadas para vaciar cubos de agua sucia y fregar suelos, ya estaban, tras un tirón de cuerda, más allá del miedo, la compasión, la furia y la ideología. Más allá de la inocencia y de la culpa. Decir que las envidiaba habría sido excesivo, pero Bora sospechaba que había destinos peores que colgar ajenas a todo de una barra de hierro.

Volvió a Merefa al caer el sol, tras dispersar al personal del centro especial de detención (se llevaron a Mina con ellos) y devolver las llaves al mando de la división… excepto un juego, que se quedó por si le hacía falta en el futuro. El centinela y un asustado Kostya le dijeron que unos oficiales de la División Leibstandarte Adolf Hitler habían pasado por allí y preguntado por el povazhany Major. Bora, que siempre llevaba consigo los mapas, documentos y otros papeles que deseaba mantener en privado, se enfureció y se preocupó de verdad. No habían llegado a forzar su baúl, pero, antes de marcharse, habían utilizado las gallinas de Kostya para jugar al tiro al blanco. Había sangre de gallina por todo el patio de la escuela y Kostya contenía las lágrimas por sus mascotas muertas.

Podían hacerle la vida muy difícil a partir de ahora, Bentivegni y el comisionado Stark tenían razón en ese aspecto. Lo que Bora sabía o pudiese averiguar acerca de sus adversarios, o una colaboración selectiva, le proporcionarían algo de protección. Pensaba reservar como último recurso la red de comandantes mayores que eran amigos de su padrastro, desde los generales Bock y Kesselring hasta el mariscal de campo Manstein.

«21:32, Merefa. Un día desagradable. Utilizar un adjetivo moderado me ayuda a sobrellevarlo. Al leer las entradas que redacté en Rusia, veo que en muchas ocasiones simplemente escribí la letra “A” (de angustia) en ciertos días. Se llega a un punto en el que hacer observaciones sobre las cosas sería demasiado, pero dejarlas pasar sin decir nada no bastaría. ¿Qué lugar ocupa el día de hoy en la escala entre excelente y deprimente? “Desagradable” es una palabra cortés que mis padres utilizaban en casa para referirse a cualquier cosa, desde un parterre arruinado por la abundante lluvia hasta la Gran Guerra. Y sí, ha sido un día desagradable.

»Tomé unas aspirinas para que no me subiese la fiebre, sobre todo porque creo que, en el futuro próximo, me espera una serie de días no del todo agradables.

»El coronel Bentivegni cumplió su palabra y a eso del mediodía ya iba de camino a Berlín, con una copia en papel carbón del cuestionario de Platonov y mis notas sobre las conversaciones irrelevantes que mantuve con Khan, o el tío Terry, como único premio de consolación. Pobre tío Terry, qué final tan poco glorioso… Y todavía no sé qué lo mató exactamente, cómo, quién es el responsable ni dónde se encuentra su cadáver. Bentivegni no descarta que todo fuese una estratagema de la RSHA para quitarnos el mérito de una victoria que hubiera hecho subir las acciones de la Abwehr en el mercado del Führer. De ser cierto, el asesinato se habría cometido a pesar del interés de la Leibstandarte en sacarle toda la información posible a un mando de carros de combate de primera categoría. Pero es cierto que nos gruñimos y nos devoramos furiosamente unos a otros.

»Cuando Avrora Glebovna y yo salimos del Hospital 169 ayer por la noche, alguien gritaba a pleno pulmón en uno de los pabellones. “La guerra es una jodida bailarina” era su frase más clara, y la repetía una y otra vez. La chica se tapó los oídos para no oírlo. No he oído ni una sola palabra de su boca acerca de los momentos que pasó frente al cadáver de su padre…; a mí no ha querido decirme nada. Mañana tengo elección: puedo decirles que vamos a enviarlas a un campo de detención o enviarlas sin más. Aún no lo he decidido.

»Me pasé toda la tarde yendo de un puesto médico a otro, de un hospital a la morgue militar. El cadáver de Khan no parece estar en ninguna parte, o tal vez se niegan a decírmelo. Volví escaso de combustible (aunque el único aspecto positivo de esta tarea adicional es que, a partir de ahora, me asignarán toda la gasolina que necesite); prácticamente dispuesto a dar mi brazo a torcer y retractarme frente al Oberstarzt del Hospital 169. Puede resultarme muy útil a la hora de localizar el cadáver, así que debo mentalizarme para ceder un tanto y darle lo que, sin duda, me pedirá a cambio. Si tengo que creer lo que Weller me dijo de él, Mayr se está recuperando de un brote de ictericia y padece fuertes ataques de neuralgia. En Stalingrado los cirujanos militares estaban dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de conseguir morfina para sus pacientes… o para sí mismos, ¿qué sabré yo? Hacia el final del sitio, presencié conductas poco menos que aberrantes. Si hubiese querido contestar a Terry cuando me preguntó si algunos de los nuestros se habían vuelto locos, podría haberle descrito toda una cámara de los horrores.

»Ya basta. Ha empezado a llegar el equipo para el regimiento, material sólido de fabricación casera, además de muy buenos aparejos provenientes de las fuentes más heterogéneas: sillas y arneses polacos de hace cuatro años (¿dónde los habremos guardado durante todo este tiempo?), equipo ruso (incluidos morteros M.40 y M.41 y radios 4-A con una media de recepción de unos ciento cincuenta kilómetros), que compensan su sencillez con su resistencia. Y ya que hablamos del tema: les pedí a mis oficiales que rompiesen con la tradición de la caballería lo suficiente como para cambiar la P08 por la P38. Comparadas con otras pistolas, son menos delicadas, y en este clima extremo son preferibles a las Lugers. Ya habría hecho el cambio en Polonia, pero en aquellos días lo hubiesen considerado una excentricidad; poco menos que una herética excentricidad.

»He recibido una carta del doctor Ernst Junger, el celebrado escritor, al que conocí en Probstheida, en casa de mis abuelos, hace ocho años, y con quien he cruzado correspondencia intermitentemente durante este tiempo. La carta me la envió en septiembre, cuando aún esperábamos lo mejor. Pero puede esperar un poco a que la conteste. Durante todo el día he cumplido con mis obligaciones, y ahora merezco abrir la carta de Dikta».

En muchas novelas y películas había leído o visto cómo una noticia inesperada hacía que al personaje se le cayese de las manos la carta que estaba leyendo. Aunque le parecía un recurso dramático fácil, al abrir el sobre de su mujer se le cayó el contenido al suelo y se quedó de pie, mirándolo, sin recogerlo.

No había carta, ni siquiera texto; tan solo «Para Martin» y la firma de Dikta sobre la fotografía. Tomada en el famoso estudio de Magdalena Ziemke, en Dresde, al que las actrices y los altos oficiales del partido iban a hacerse retratar, la mostraba completamente desnuda.

Envuelta en una luz difusa (el «resplandor» marca personal de la artista), Dikta estaba en cuclillas, en una pose de tres cuartos, con la barbilla apoyada en la mano, el moño de pelo rubio color ceniza casi deshecho y los mechones que escapaban de este aparentemente en llamas por el deslumbrante contraste entre blanco y negro. El cuello, los pechos y los pezones eran la nitidez misma, mientras que una bruma como de polvo desdibujaba los contornos allá donde las líneas se abultaban hasta convertirse en curvas. En mitad de la pose elegante y retorcida, un penacho rubio destellaba en la sombra proyectada por sus muslos, pero discretamente, de forma que el espectador tenía que buscarlo y hacerse cómplice. Dikta miraba hacia otro lado, hacia un punto invisible en la esquina inferior izquierda del borde ondulado de la imagen; pero algo en sus párpados y pestañas parecía prometer que iba a alzar los ojos trémulamente de un momento a otro para mirar directamente a quien la contemplaba, lo cual sería insoportable. En la sombra que proyectaban sus muslos, esa marca rubia, más que entrevista, pero menos que vista, guardaba el tierno pétalo de su sexo, hábilmente iluminado desde alguna parte, de forma que este, también, resplandecía como una llama blanca.

Bora no supo cómo reaccionar, aparte de físicamente, un automatismo desesperado que lo llenó de vergüenza por sentirse excitado por su mujer, como si fuese algo vil e indecente. De todos los argumentos que había empleado Dikta para evitar que volviese a Rusia, este era el más cruel. Como si no supiese a qué renunciaba. «¿Qué tendrá en mente? ¿Qué espera? ¿Que la utilice para masturbarme? Con una fotografía así, no se puede hacer otra cosa. Para eso la han tomado. Quiere recuperar mi deseo, que no tenga ningún otro objeto de afecto si no la tengo a ella. ¿Por qué? No tengo ningún otro objeto de afecto aparte de ella».

La fotografía fue la gota que colmó el vaso en un día imposible. Furioso, Bora recogió el retrato del suelo y lo metió en su diario para ocultarse de él, protegerse de alguna manera. Es lo mismo que había intentado hacer Platonov al poner bocabajo la fotografía de sus mujeres. Y él, Bora, le había dado la vuelta despiadadamente.

La resistente cubierta de lona del diario, gastada por las esquinas y cubierta de manchas, era lo único que lo separaba de esas formas nítidas y desdibujadas, maravillosas, donde la luz, la carne y el vello dorado se fundían en uno. En el sueño del día anterior, Dikta se arrodillaba sobre la cama con tan solo un liguero puesto, desnudándolo cariñosamente y envuelta en un resplandor similar.

«No volveré a abrirlo para mirar la fotografía que hay dentro. No». Pero, por supuesto, lo hizo.