Capítulo 3

Merefa

Aunque ya era pasada la medianoche, Bora no conseguía pegar ojo. La oferta desquiciada de Platonov de sobornarlo (¿con qué?, ¿qué podía tener que considerase incluso remotamente atractivo para un oficial alemán que se debía a su credo?) seguía inquietándolo. «¿Habrá malinterpretado la indulgencia que le he mostrado hasta ahora? ¿Le habré causado de alguna manera la impresión de estar abierto a sacar un beneficio personal de este asunto? No veo cómo. Mencionó el sueldo de un comandante, así que lo que tenía en mente debía de ser dinero u otros objetos de valor. No parecía la clase de oficial que fuese a recurrir al soborno. ¿O tal vez ya haya jugado esa carta durante la Purga y por eso lo castigaron? La única concesión que he hecho, aun sabiendo que era un error, fue permitir que informaran a su esposa de que iba a reunirse con él. Mi plan era ordenar que recogiesen a las mujeres y las hiciesen subir a un tren sin darles explicaciones (no les debemos nada), pero es un compromiso insignificante. Mañana, antes de que lleguen, lo obligaré a cumplir con su parte del trato. ¿Que cómo me siento? He conseguido sacarle tres cuartos de la información cuando la oficina de Kiev ya había dado por perdido a Platonov. Pero esta victoria parcial me sabe amarga tras su intento de comprarme». La fiebre contribuía a su inquietud. En un estado de duermevela, las imágenes se superponían ante él en una película confusa: Platonov ofreciéndole furtivamente un puñado de oro, el sobre sellado que le habían enviado desde casa, que contenía dinero en vez de una carta; incluso el coronel Von Salomon, que le decía que iba a tener que pagar en marcos la organización de su unidad. Bora se incorporó en el catre para beber quinina disuelta en medio vaso de agua vertida de su cantimplora. Iba a tener que quitarse a Platonov de la cabeza si quería mantener la calma con él por la mañana.

Se levantó para vaciarse los bolsillos de los pantalones. Salieron las llaves, el mechero, unas cuantas monedas. Y, por último, el botón de Krasny Yar. De madera dura y tallado a mano, era el tipo de cierre grande característico del abrigo de un campesino ruso. ¿Lo perdería la última víctima durante el forcejeo que culminó con su brutal decapitación? Khan tendría que habérselo metido en la boca para disimular su acento delante de las SS si no hubiese utilizado la colilla del puro; pero saber que provenía de un cadáver le resultaría indiferente a un hombre que había disparado a sus subordinados a bocajarro sin siquiera pestañear.

Bora sacó de su baúl el robusto diario encuadernado en tela que había sobrevivido a Stalingrado y lo abrió por una página en blanco. El diario y las cartas escritas a su familia eran las únicas cosas que se habían salvado del desastre; el resto de objetos que aún conservaba del tiempo pasado en Rusia eran de antes del sitio, ya que los había dejado en este mismo baúl en Kiev y los había recuperado después. Se sentó frente al escritorio, le quitó el capuchón a la pluma con punta de oro que había sido un regalo de Dikta y empezó a escribir.

«El desertor es Hendrick Terborch. No cabe duda, aunque solo tenía cinco años la última vez que lo vi, y a pesar de sus muchos alias. Obviamente, no se me ha ocurrido pensar ni por un momento que haya desertado aquí porque yo sirva en esta zona. Lo hizo a pesar de que estoy aquí, seguramente porque lo habían destinado a orillas del Donets con su brigada blindada. Ni que decir tiene que sé más de él de lo que he dado a entender, incluido el papel que desempeñó al principio de la Gran Purga de oficiales, hace cinco años. Se rumorea que entregó a varios colegas. Después de todo, salió ileso de esa terrible experiencia, mientras que muchos otros podían considerarse afortunados (es la palabra que utilizaría él) de que les disparasen un tiro en la nuca sin haber tenido que soportar torturas.

»Sabiendo cómo son los cuerpos de oficiales, no me sorprende que todos los implicados se conociesen, incluidos Platonov, el Número Cinco, y Terborch, o Khan Tibyetskji. De hecho, Khan trabajaba para él cuando Platonov fue arrestado por orden de Stalin, y según tengo entendido no hizo nada para ayudar a su comandante; aunque hay que admitir que eran pocos los que se arriesgaban en aquella época, ya que prácticamente equivalía a firmar su propia sentencia de muerte. Pero preguntarse si Khan llegó a apoyar las acusaciones o simplemente se quedó de brazos cruzados, viendo cómo Platonov se hundía durante el juicio, no serían más que conjeturas.

»En cualquier caso, lo más prudente será mantenerlos separados y sin saber que están detenidos en el mismo edificio. El riesgo está en que a Platonov lo ciegue el orgullo y vuelva a cerrarse en banda. Y en cuanto a Khan Tibyetskji, me daré por satisfecho cuando me lo quiten de las manos: en lo referente a seguridad, en Járkov no estamos todo lo bien organizados que deberíamos.

»Preguntas: ¿Qué ha llevado a un héroe de la Unión Soviética a cambiar de opinión en cuanto a Rusia, cuando en el 19 quemó las naves? ¿Será que se ha hartado? ¿Habrá reconocido su error, como se suele decir? ¿Qué quiere de nosotros? ¿Y qué más tiene que ofrecer, aparte del modelo de tanque que hace que a Scherer se le caiga la baba? Habría sido incómodo y hasta poco recomendable, pero ¿por qué no mordió el anzuelo que le tendí al mencionar a mi pariente? No creerá que soy tan estúpido como para no haberlo reconocido, máxime después de haber admitido que estudié sus proezas. Yo, por otra parte, no podía admitir abiertamente que nuestros vínculos familiares son más cercanos de lo que a ninguno de los dos nos resultaría cómodo, como oficiales y miembros de nuestra clase y nuestra familia. Está claro que no ve ninguna ventaja en revelar su identidad al sobrino nieto de su cuñada, un joven comandante que no puede resultarle de ninguna utilidad.

»Mañana me pasaré por allí para ver cómo está, en cuanto le dé un último empujoncito a Platonov. Si el viejo me sale otra vez con sus jueguecitos, tendré que amenazar el bienestar de sus mujeres, y soy perfectamente capaz de hacer que suene creíble.

»Estos rusos sacan de quicio a cualquiera. Esta noche, lejos de marcharse como le ordené, ese sacerdote idiota se pasó otra media hora soltándome el rollo de los muertos de Krasny Yar. Aunque sí que es un asunto extraño. Por lo visto, es cierto que el lugar tiene un aura oscura. Los de los alrededores solo se aventuran a entrar en el bosque, y casi nunca lo hacen solos, porque necesitan desesperadamente comida y leña: las víctimas decidieron arriesgarse bien porque no tenían a nadie que las acompañase, bien por alguna otra razón. Si me fío de lo que me ha dicho el padre Victor, de las seis víctimas adultas que hemos podido recuperar (ha habido otras, niños, que, exceptuando a uno, nunca se encontraron), a dos les sacaron los ojos y los apalearon hasta la muerte (eran hombres mayores), mientras que tres mujeres (con edades comprendidas aproximadamente entre los dieciocho y los treinta y cinco años) recibieron múltiples puñaladas. A todos se los identificó como residentes en una zona que se extiende entre Ternovoye y Selionovka e incluye las granjas conocidas como Kusnetzov y Kalekina. La última víctima, cuya cabeza no se ha encontrado, sigue siendo un desconocido; según la 241.ª Compañía de Reconocimiento, tenía por lo menos sesenta años. Llama la atención la ferocidad que se ejerció en todos los casos. Un loco, pensaría uno, o un asesino extremadamente torpe. ¿Cuál será el móvil de todos estos crímenes? ¿Cómo están relacionados? El sacerdote no sabe si robaron algo, pero en los tiempos que corren, es poco probable que las víctimas llevasen objetos de valor encima. Por eso me inclino más bien por un loco o un fugitivo desesperado, como el Rex Nemorensis sobre el que leíamos en mitología romana: un criminal condenado al que dejaban suelto en los bosques hasta que enviaban a otro delincuente que debía intentar ocupar su lugar.

»La primera vez que oí hablar del asunto, el mes pasado, pregunté en el cuartel general de la 161.ª si no se podía organizar una partida de búsqueda para poner fin a los rumores (y a los asesinatos) de una vez por todas. La respuesta no fue alentadora: me dijeron que no me preocupase por lo que les pasaba a los civiles, sobre todo si eran rusos. Y me dieron otros motivos: Krasny Yar no es estratégicamente relevante (es cierto, pero ¿qué lo es, cuando nuestro mayor quebradero de cabeza por el momento son las bandas de partisanos, para las que dos rocas y un tronco ya ofrecen refugio suficiente?). Los bosques están parcialmente minados, ya sea con minas nuestras o de los rojos; no dispongo de ese detalle, ni tampoco tengo una idea clara del perímetro de la zona de peligro. De haber sido peligroso, el suboficial con el que me encontré allí me lo habría dicho. Por lo visto, todavía no hemos decidido si vamos a retirarlas o a terminar de minar los bosques en las próximas semanas. Y lo más importante: ni un solo soldado alemán ha resultado herido en Krasny Yar ni sus alrededores.

»¿Acaso debería sorprenderme la falta de interés oficial? Cuando llegamos a Merefa, informé a la Oficina de Crímenes de Guerra alemana de que habíamos descubierto los cadáveres de varios soldados alemanes ejecutados en el patio de esta escuela, junto con los restos de numerosos civiles. El juez de la 161.ª División me prometió “enviar a alguien”, frase que con el tiempo he aprendido a sospechar que no es más que otra forma de decir que no piensan hacer nada. Tras casi cuatro años de guerra, todos estamos abrumados por el increíble número de violaciones cometidas por todos los bandos. Antes, en Polonia, e incluso al principio de la campaña rusa, teníamos establecido un sistema: el mando de la división recibía con regularidad informes de campo y hasta teníamos “jueces móviles”, que no pertenecían a unidades concretas, a los que enviaban directamente desde Alemania para investigar. Me niego a dar por perdido el caso de la “escuela de Merefa”, como yo lo llamo, sobre todo porque hay dos o tres noticias importantes de las que espero poder informar si aparece la persona adecuada. Krasny Yar no es una de ellas, exactamente, pero si llega un juez y muestra el más mínimo interés, lo añadiré a la lista. El teniente coronel Von Salomon me dice que soy “demasiado quisquilloso”, una extraña elección de palabras dadas las circunstancias, ya que me considero concienzudo, pero no puntilloso. Veinte soldados alemanes y al menos el doble de ciudadanos rusos nutren la tierra en la que las gallinas de Kostya escarban en busca de gusanos: no es de quisquillosos exigir una investigación justa.

»Ya basta. Mañana tengo mucho que hacer. Si perteneciese a la generación de mis mayores (y tuviese una cama a mi disposición), podría decir: “Y ahora, a la cama”, como hacían los victorianos. Pero lo que tengo es un catre, demasiado incómodo como para dedicarle una línea de mi diario».

Miércoles, 5 de mayo

En cuanto Bora abrió los ojos, tomó conciencia de algo que lo incomodaba, el germen de una premonición de que algo malo lo esperaba a la vuelta de la esquina. No es que lo esperase a él directamente (qué útil sería que las advertencias llegasen de esa manera; entonces su destino sería mucho más fácil de controlar), pero estaba relacionado con él, le concernía a él de alguna manera. Se quedó tumbado, mirando el techo, intentando convencerse a sí mismo de que no era así, de que su intranquilidad arrastraba otros sentimientos más difíciles de confesar. A eso del amanecer, había soñado con su mujer. Con Dikta, que le quitaba la ropa lenta y cariñosamente en una habitación con un techo tan bajo que casi rozaba los postes de la cama. Nunca se habían amado en una habitación así, pero ella sí lo había desnudado más de una vez… aunque siempre con prisas. Por lo general, Bora se obligaba a no pensar en ella, porque las cosas ya eran lo suficientemente difíciles tal como eran. Estar lejos, no poder amarla, tener que apañárselas. «Apañárselas» implicaba unas cuantas reglas inalterables: duchas frías, muchas horas de trabajo, mantenerse bien alejado de las chicas rusas. Procuraba no soñar con ella o, si lo hacía, olvidarlo inmediatamente. Empezar el día con Dikta en la cabeza, añorándola, no le convenía en absoluto. Era preferible preocuparse.

Kostya, que ya había salido en dirección a la estación de Komarevka en un droshky tirado por dos caballos, apartaba para él un cubo de agua helada del pozo todas las mañanas. Bora salió descalzo y en calzoncillos a la sombra fresca que proyectaba el edificio de la escuela y se vació el cubo sobre la cabeza y los hombros. «Nitichenko empieza a ponerme los pelos de punta. Maldita sea, lo enviaré de aquí a Losukovka de una patada como vuelva a presentarse». Se afeitó, se vistió, bebió una taza de café y salió de Merefa en dirección a Járkov con una dolorosa sensación de tensión en la boca del estómago. Era su manera de transferir el estrés al cuerpo, que le permitía apretar la mandíbula y soportarlo.

Las siete en punto. A estas horas Kostya estaría recogiendo a las babushkas que iban a lavar la ropa del regimiento. El día prometía ser soleado, aparte de unas cuantas nubes color carne provenientes del levante interminable (había Rusia, Rusia y más Rusia de aquí hasta el océano Pacífico). Bora repasó mentalmente lo que le diría a Platonov si se resistía a completar el cuestionario («Juro que amenazaré con matar a sus mujeres si me toca las narices»), pero en realidad seguía pensando en Dikta. En el sueño (o en su elaboración de este), Dikta estaba arrodillada sobre la cama, vestida con un liguero de satén y nada más. Satén rosa palo, del color de las nubes y de todas las prendas resbaladizas o de encaje que Dikta llevaba bajo la ropa, destinadas a enaltecer más que a cubrir, como la espuma del mar entre los muslos de Venus. Lo último, lo último en que debía estar pensando.

Entretanto, había llegado al Kombinat. En la franja de hierba frente a la oficina de Stark, varios prisioneros rusos traían agua de un abrevadero para limpiar esto o aquello. Se quedaron completamente inmóviles cuando el vehículo alemán se detuvo a su lado con un chirrido. Bora se bajó de un salto y, sin mediar palabra, le arrebató el cubo a uno de ellos, lo colocó sobre el borde del abrevadero y metió en él la cabeza. La casualidad quiso que Stark, el comisionado, saliese en ese momento por la puerta a echar un cigarrillo y se quedase con la boca abierta y el cigarrillo en la mano. Seguía mirándolo con los ojos como platos cuando Bora volvió a arrancar el motor y se alejó a toda velocidad.

«No va a pasar nada —intentaba grabarse en la mente mientras cruzaba el puente provisional sobre el Udy—, no hay nada fuera de lo común, no va a pasar nada». Nada fuera de lo común en los controles que se encontró en la esquina de Nova Mirska, más allá de las vías del tren, a la entrada del distrito de Velikaya Ossnova. Pero en cuanto tomó la calle Mykolaivska, Bora supo que algo andaba mal, a pesar de que la calle tuviese el mismo aspecto de siempre.

Apenas puso un pie en el centro especial de detención, oyó los ladridos furiosos de Mina al pie de las escaleras.

—Acabamos de llamar al hospital, Herr Major —le informó el guardia de la planta baja—. Esta vez el Número Cinco se ha puesto enfermo de verdad. ¿Quiere ir a verlo ahora mismo?

No hacía falta que se lo dijese: Bora ya estaba subiendo las escaleras de dos en dos. Con el botiquín colgado del hombro, Weller lo adelantó a un paso todavía más vertiginoso, agarrándose a la barandilla para levantarse más rápidamente.

—El cirujano está en camino —le dijo, y subió corriendo por delante de él.

La puerta de Platonov estaba abierta de par en par. El general estaba tumbado en la cama completamente vestido, sobre las mantas, con el rostro gris y los ojos cerrados. El sargento que dirigía el centro y dos guardias se mantenían a un lado mientras el sanitario le buscaba las constantes vitales y enseguida empezaba a preparar una inyección.

—Normalmente esto lo hace volver en sí —le dijo a Bora casi sin girar la cabeza—. Pero esta vez no las tengo todas conmigo. Creo que es el corazón.

—Los hombres pensaron que estaba dormido —explicó el sargento—, pero cuando lo sacudieron no se movió.

Después de ponerle la inyección, Weller volvió a buscarle las constantes y a darle golpecitos, con unos movimientos rápidos y neutros que igualmente podían sugerir esperanza que un fracaso inminente.

Bora intentó no dejarse dominar por la cólera. Dar con alguien que tuviese, aunque fuese mínima, alguna responsabilidad en lo que había pasado le pareció la única manera de sobrellevar la decepción.

—¿Qué le dieron de comer? —presionó a los guardas.

—Nada, Herr Major. Estábamos a punto de traerle el desayuno.

—¿Tomaba medicación? Weller, ¿le recetó algo?

El sanitario negó con la cabeza, sin mirarlo.

—El Oberstarzt prohibió terminantemente que le permitiésemos tomar ninguna medicina a solas.

—Sargento, ¿cómo parecía estar ayer por la noche?

—Aparte de que apenas tocó la cena, Herr Major, durmió sin interrupción hasta la medianoche. A las dos fuimos a ver cómo estaba y nos lo encontramos andando de acá para allá, hablando solo. A las cuatro volvió a tumbarse y debió de tener pesadillas, porque lo oímos gritar en sueños, como hacía siempre. Hace una hora empezó a gemir; pero eso tampoco es ninguna novedad. Después se quedó callado; pero hasta que pudimos despertarlo, no caímos en la cuenta de que debíamos pedir ayuda.

Weller, que había permanecido agachado junto a la cama, se levantó cuando los pesados pasos del cirujano militar del Hospital 169 resonaron en las escaleras. Entró en la habitación, saludó a Bora con una inclinación de cabeza, ordenó salir a los guardias y comenzó con una auscultación experta y concienzuda, seguida del resto de su trabajo. Otra inyección, otra búsqueda de constantes y una pausa.

—Ha muerto.

«Joder», pensó Bora, sin reaccionar abiertamente. Antes de que se le ocurriese qué decir, el cirujano, un hombre de aspecto cansado que parecía necesitar atención médica tanto como cualquiera de sus pacientes, lo confirmó.

—Infarto de miocardio.

—¿Podemos estar seguros?

Los ojos del cirujano, llorosos y amarillentos de ictericia, parpadearon dos veces. Su aspecto enfermizo, al igual que las obsesiones de Von Salomon y la uña del pulgar aplastada y ennegrecida de la mano de Weller mientras guardaba las inútiles medicinas, era un signo de los tiempos que corrían. Tenía los detalles frente a sí, tan crudos que casi se convertían en símbolos. Bora esperó una respuesta con el corazón en un puño. «Estamos todos magullados, por dentro y por fuera. Los que no morimos, es decir, los que no perdimos algún dedo de la mano o del pie por la congelación, los que no quedamos ciegos ni lisiados. La guerra nos marca a todos, antes o después. Aparte de por la fiebre, me pregunto cómo estaré marcado yo».

—No pudo haberse hecho nada, comandante. Es un proceso rápido, pero natural.

La decepción era demasiado grande como para soportarla. Bora reprimió la idea de que dentro de menos de una hora la mujer y la hija de Platonov llegarían en tren.

—Es el primer prisionero al que pierdo.

Era cierto, pero solo técnicamente. Su afirmación no tenía en cuenta a los prisioneros que habían sido ejecutados después de que Bora no consiguiese hacerlos hablar ni a los que, a pesar de haber contado lo que sabían, se habían llevado y ejecutado de un tiro, en contra de su voluntad. Bora reaccionó mal, y no solo por todo lo que habría podido sacarle a Platonov con el señuelo de sus mujeres. Era como si el viejo lo hubiera hecho adrede; como si se hubiese salido con la suya de una manera perversa, prefiriendo silenciarse para siempre que rendirse definitivamente.

—¿Sí? —El cirujano se dejó impresionar por la afirmación de Bora—. Bueno, comandante, era un hombre enfermo. Lo vi cuando lo trajeron al centro y era obvio que sus experiencias de los últimos años le habían minado la salud. Mostraba signos de estrés y maltrato repetidos.

—Exijo una autopsia.

A sus pies, Platonov parecía extrañamente largo y delgado sobre la cama, como si la muerte lo hubiese estirado tirando de ambos extremos. Todavía tenía estampados en la cara la amargura y el desdén con que debió de haber escupido su último aliento. El cirujano fijó los ojos en Bora.

—No creo que debamos buscar responsables. Era algo inevitable, estuviésemos aquí usted, el sanitario o yo o no; seguramente habría ocurrido aunque el prisionero no se hubiese visto sometido a presiones últimamente.

—Exijo una autopsia, Herr Oberstarzt.

El resentimiento de Bora no recibió respuesta. El cirujano bajó los hombros, como alguien que hace mucho que ha aprendido a no librar batallas inútiles.

—Como desee. Pero no hará más que confirmar lo que le estoy diciendo.

Por favor.

—Muy bien. Ahora mismo tengo mucho que hacer, así que realizaré la autopsia mañana, a primera hora. ¿Le parece lo bastante pronto?

—Gracias.

—De acuerdo, entonces. Weller, venga conmigo: aquí no podemos hacer nada más. Enviaré una ambulancia a que recoja el cadáver.

En la cuarta planta, las moscas daban vueltas en el descansillo. Bora alcanzó el rellano con los pocos objetos personales de Platonov en el maletín, incluida la foto de sus mujeres y el folio en blanco y el lápiz que le había prestado por si el prisionero decidía añadir información, y que había dejado intactos sobre la mesa. Siendo concienzudo como era, veía un fracaso parcial más que una victoria parcial, y se conocía a sí mismo lo suficiente como para prever lo mucho que iba a obsesionarle el fracaso de ahora en adelante. «Debí quedarme en la sala, debí haber seguido presionándolo. No debí darle la oportunidad de escapar con la muerte». En el pasillo, todo estaba en silencio. Bora vaciló al final de las escaleras antes de entrar en la habitación de Tibyetskji. El puñado de noches que había pasado en este mismo dormitorio, esperando a que Platonov hablase, ahora le parecía una pérdida de un tiempo precioso. No sentía ni la más mínima pena por el viejo, tan solo furia por tener que enfrentarse a su mujer y a su hija dentro de cincuenta minutos.

Según los guardias, Khan estaba levantado, así que Bora, que tenía la llave de la habitación, llamó, por mera formalidad, y entró.

Un falso techo pasajero de humo de puro se arremolinó al entrar él, para disolverse en una oleada con un aroma penetrante.

Komandir Tibyetskji.

Aquellos mercaderes flamencos, habitantes de ciudad bien alimentados retratados por pintores holandeses en el cómodo interior de su hogar: Hendrick Terborch emergió a través de Khan Tibyetskji, que, sin las botas, bebía a sorbos un refresco de un cáliz inexplicablemente recargado y con el borde de oro. Los de intendencia lo habían encontrado en alguna parte, aquella reliquia del esplendor prerrevolucionario, y lo había apartado junto con el resto del mobiliario desparejado para el centro especial de detención. Bora no lo había usado nunca. Era el tipo de cáliz que uno hubiese podido encontrar en Brujas o Ámsterdam en pleno Renacimiento.

—Comandante Bora.

Esta planta y la inferior eran dos mundos distintos, y aquí regían otras reglas. Por muy remoto que fuese el vínculo que los conectaba, los dos hombres se enfrentaban el uno al otro con la conciencia tácita de compartir un pasado común: suyas eran las adineradas ciudades del norte de Europa, la solidez de la aristocracia y de la nobleza terrateniente; una raza de hombres y mujeres cultos acostumbrados a ver lo que tenían en común a través y a pesar de las fronteras nacionales. Lo único que estaba haciendo Khan era mojarse los labios en la bebida azucarada, sentado en la cama con una ración de chocolate a medio desenvolver a su lado; con la fotografía que lo mostraba en toda su gloria colocada sobre la mesilla de noche. Bora, por otra parte, aún pálido por la muerte de Platonov, tuvo que disimular la confusión que sentía para poder concentrarse por completo en la insignificante tarea de hacer una visita a su invitado más preciado.

—Bueno —añadió Khan—, volvemos a vernos. Y muy pronto.

Bora cerró la puerta. «No se acuerda de mí, no podría reconocerme ni remotamente en un niño que solo tenía un sexto de la edad que tengo ahora. Pero sabe quién soy, se aferra a ese hilo de la historia familiar, y se niega a delatarlo, igual que yo. Ni él va a preguntármelo ni yo voy a decírselo. Yo, en su lugar, tampoco lo preguntaría. Estamos igual de cercana o remotamente emparentados que otros dos seres humanos cualesquiera sobre la faz de la tierra».

—Decidí pasarme para ver si tiene todo lo que necesita.

—Todo menos un descanso en condiciones. El hombre de abajo se pasó gritando la mitad de la noche.

—Nosotros no tuvimos nada que ver.

No era estrictamente cierto, y una justificación apresurada era el último mensaje que Bora quería transmitir. Pero se le escaparon las palabras: durante una fracción de segundo, no fue más que un hombre joven frente a otro comandante más experimentado.

Khan sonrió sin apartar los labios del borde del cáliz.

—¿Alguien sin una ideología lo suficientemente firme como para no perder la cabeza?

Cualquier respuesta podía prestarse a malas interpretaciones, así que Bora decidió no dar ninguna. Unos cuantos minutos más y tendría que ponerse en camino, ir a la estación de tren y reunirse con las mujeres de Platonov. Observó el baúl abierto junto a la pared, cuyo apetitoso contenido donado por el programa de ayuda de Estados Unidos había revisado la noche anterior para asegurarse de que las latas y cajas estaban selladas y eran inocuas.

—¿Le apetece una chocolatina americana, comandante?

—No, gracias.

—Siéntese.

El que le invitaba era Terborch, como si esta fuera su sala de estar, y Bora, una visita. O puede que el que le hablase fuera el general al mando. Bora se sentó automáticamente en el taburete que había frente a la cama.

Khan lo observó.

—Buenos modales, modales militares: enseguida ha hecho lo que le he ordenado.

Haciendo girar distraídamente el cáliz en la mano, viendo cómo el líquido se arremolinaba ligeramente, Khan ofrecía un aspecto indescifrable y sereno. Indicó con un movimiento de cabeza el retrato en blanco y negro en el que aparecía como comandante condecorado.

—Créame, comandante Bora: soy consciente de mi propio valor. Porque he sabido hacerme valioso, me he convertido en la mejor pieza de mi propia jugada. Los oficiales jóvenes como usted deberían aprender a jugar a esta clase de ajedrez.

Bora apartó la mirada, por miedo a parecer apenado, intrigado, impaciente o cualquier otra cosa. Los acontecimientos de aquella mañana lo habían dejado entumecido y la seguridad de Khan lo intimidaba en cierto modo. «Su tumba —pensó—, todos los días hay flores frescas sobre su tumba. Las trae su antigua novia, de la edad de mi tía abuela. Mi padrastro se negó a leer la investigación que realicé sobre él; rechaza la idea misma de la traición. ¿Sigue perteneciendo al orden natural de las cosas un hombre sobre cuya tumba se lloró hace décadas? ¿Puede morir? ¿O hace mucho que murió?».

—Dígame, comandante: ¿acaba de perder al hombre de abajo?

No serviría de nada mentir: Khan entendía alemán y hacía unos minutos se había formado un revuelo considerable en la planta inferior.

—Sí.

—Ajá. Igual que perderán esta guerra. A efectos prácticos, ya está perdida.

Eso lo dudo. Si así fuese, no se habría entregado a nosotros.

El cáliz, con un residuo amarillo anaranjado en el fondo, encontró descanso sobre la fotografía, en mitad de una mesilla de noche que, milagrosamente, hacía juego con la cama. Khan se echó hacia atrás sobre el colchón con los hombros apoyados en la pared, mientras estiraba las piernas sin el estorbo de las botas. Terminó de quitarle el envoltorio a la chocolatina (una ración de cacao y avena de seiscientas calorías) y empezó a masticar.

—O tal vez lo hice porque está perdida y, una vez pase todo esto, mi jugada volverá a valer la pena.

Seguían conversando en ruso; entre la mente y el lenguaje hablado existía la distancia justa para permitir que se escapase por descuido alguna verdad. Le pasara lo que le pasase por la mente a Bora, ya se tratase de un mero impulso o de la necesidad de ser malicioso, dijo:

—El «hombre de abajo» era Gleb Gavrilovich Platonov. —Y como tenía tendencia a ser puntilloso, quitó el cáliz de encima de la fotografía.

—Mira tú por dónde. —El amistoso burgués flamenco desapareció en lo más profundo de Khan Tibyetskji hasta no dejar rastro. Desenfocado detrás de su figura, el dibujo de chimeneas y tejados angulosos sobre el papel pintado se convirtió en una confusión de rayos geométricos. Su gruesa cabeza parecía irradiar un relámpago pálido.

—«Caprichos del destino»: ¿no fue así como lo expresó en la redacción sobre su pariente? —Le dedicó una sonrisa de oreja a oreja, que a Bora le pareció monstruosa y, al mismo tiempo, propia del hombre (comandante, héroe, desertor)—. Parece molesto, comandante.

—Y usted parece contento.

—Somos una raza fatalista.

—En realidad, mis investigaciones sugieren que no es ruso de nacimiento.

Khan negó enfáticamente con la cabeza, como un maestro que sintiese pena por su alumno.

—Pero, comandante, usted mismo admitió que no era más que una tarea de la escuela. Se levanta: ¿qué? ¿Ya se va? Una pregunta antes de que se marche: ¿Cómo está mi tanque, mi caballo de acero?

—Seguro, en un lugar seguro.

—Como debe ser. ¿Sabe? Aquellas cenizas que caían como nieve junto al Donets… Prendí fuego al forraje y los rastrojos para cubrir mi rastro. Tendrá que admitir que es difícil ser más ruso.

—Ecos de 1812.

—¿Moscú incendiada ante Napoleón? Por supuesto, hoy es 5 de mayo. Es normal que se le venga a la cabeza en el aniversario del fallecimiento del Gran Hombre. No, yo pensaba en la bruja Baba Yaga volando en su mortero de acero y barriendo tras de sí para borrar su rastro. Ese soy yo. Es difícil ser más ruso.

Como una pieza de ajedrez, el cáliz volvió al punto en que Khan lo había dejado en un principio. Ninguno de los dos iba a reconocerlo: en realidad no existía razón alguna para que Bora se pasase por allí aparte de la rutina, y tal vez la necesidad de mitigar su dolor por haber perdido a Platonov, ahora que Khan era mucho más importante que todos los Platonov del mundo.

—Tengo que irme, Komandir Tibyetskji.

Khan sonrió abiertamente.

—Pero ese no es mi verdadero nombre. —Y mantuvo a Bora en suspense hasta que añadió, devolviéndole el rencor con que lo había informado de la muerte de Platonov—: Mi verdadero nombre es Dobronin.

Mina seguía inquieta al marcharse Bora: subía y bajaba rápidamente las escaleras con el pelaje del lomo erizado. Olía la muerte y la agitación. «Ahora mismo, estoy igual que ella —pensó—, y tengo que recuperar el dominio de mí mismo de aquí a la estación». Incluso mientras giraba la llave de contacto, Bora se planteó enviar a otra persona para evitar tener que darles la noticia a la madre y a la hija. Pero no podía ser. Iría, las miraría a los ojos y les daría el pésame. Extraña palabra, «pésame»: no le pesaba en absoluto haber intentado extraerle información a Platonov por medio del chantaje emocional; pero, formalmente, les daría el pésame. «He hecho cosas peores que decirle a una mujer que su marido ha muerto: he matado a sus maridos. ¿Qué más da? Ellos mataron a decenas de miles de los nuestros, y la guerra que libran contra nosotros es igual de sucia que la nuestra; muchas veces, aún más sucia». Teniendo en cuenta todos los factores (el camino en coche hasta la estación de Nueva Bavaria era corto), rápidamente se consoló pensando que al menos Selina Nikolayevna lo entendería en cuanto viese la expresión de su cara. Después de todo, era esposa de un general. Diría algo del estilo de: «¿Le ha pasado algo malo a Gleb Gavrilovich?». Y él solo tendría que asentir con la cabeza.

Pero si el destino había decidido ser cruel con las mujeres de Platonov, a él tampoco iba a ponérselo nada fácil. El tren llegó tarde, lo cual le dio más tiempo para discurrir. En un día perfectamente soleado, sobre el andén, una fuerte brisa templada proveniente de los barrancos del oeste le trajo el aroma verde de los árboles y oleadas de polen, como polvo de oro. Bora se quedó quieto, ocupado en resistirse a la necesidad de empezar a andar hacia delante y hacia atrás e intentando deshacerse de la tentación pequeña y cobarde de pensar en Dikta tal como había soñado con ella, un poderoso antídoto contra cualquier tensión de otro tipo. Al llegar la locomotora, que transportaba material bélico, ganado y todo lo que aún se las apañaban para reunir la oficina del intendente o el Geko Stark en Ucrania, Bora casi se había rendido a la tentación, pero logró recomponerse rápidamente.

En cuanto las mujeres se apearon con sus vestidos de algodón con estampado de flores, vio que irradiaban tanta esperanza y felicidad contenidas que una vez más se arrepintió de haber ido en persona. Eran aún más hermosas de lo que prometía la fotografía. Sobre todo la chica: alta, con el cabello de un rubio ceniza. Con diecisiete o dieciocho años, Dikta debió de haber tenido ese aspecto. A los cuarenta, Dikta se parecería a la madre. Como un tríptico renacentista («Las edades de la mujer», o cualquier otra alegoría), dos retratos entre los cuales faltaba el central, que era Dikta con su aspecto actual. A Bora, desprevenido, se le cayó el alma a los pies. «Nunca le diré que hay dos mujeres rusas que parecen su pasado y su futuro; se ofendería. Pero si en años venideros llega a parecerse a Selina Nikolayevna, solo que más elegante, con más talentos, mía, me sentiré afortunado».

Las mujeres Platonov lo habían visto. Incluso en manos de los alemanes, bajo escolta alemana, la ilusión las hacía sonreír, demostrando una resistencia que era al mismo tiempo tímida e irreprimible. Bora caminó hacia ellas, engañado por esa aparente fortaleza.

Cuando les comunicó la noticia (rápidamente y en palabras sencillas, con una brevedad tosca aunque humana mitigada por la preocupación que dejaba entrever su voz), no estaba preparado para el grito que dejó escapar Selina, como si todos esos años de sufrimiento y separación, el terror y el atisbo de esperanza que él, el propio Bora, le había ofrecido tan solo para quitárselo fueran el último golpe que iba a poder resistir. Gritó como una loca y cayó al suelo antes de que Bora pudiese cogerla. Mientras se desplomaba, el viento del andén le levantó el ligero vestido de algodón por encima de las rodillas y, entre las olas de tela, la blancura de sus muslos quedó desnuda por un instante ante su mirada. Avrora, que había permanecido de pie, petrificada, apartó a Bora de un empujón cuando se inclinó hacia adelante para cubrir los miembros de su madre con la tela del vestido; y mientras se arrodillaba, por un momento el viento jugó también con su falda, de forma que Bora se sintió furioso consigo mismo, profundamente avergonzado por haber mirado antes de darse la vuelta (esa piel lisa, sin medias, un destello fugaz de la figura limpia que la modestia de las mujeres rusas guardaba celosamente de la vista de los hombres. «Son buenas chicas —les recordaban los pocos comandantes de buen corazón a sus soldados—, muéstrenles respeto»).

«Si alguna vez le pasase esto a mi madre… —pensó Bora, y se sintió asqueado ante la idea—. ¿Cómo reaccionaría cuando me dieron por muerto en Stalingrado? No quiero ni saberlo; quiero creer que su educación victoriana la sostuvo incluso entonces y que la sostendrá pase lo que pase, si Peter o yo caemos». Alzó la mano para mantener alejado a un soldado armado con un fusil que se había acercado a ver a qué venía el alboroto. «“De ahora en adelante, chicos, no tenéis ni madre, ni esposa ni novia. Un hombre no puede mantenerse firme si piensa en sus mujeres”. Es el único consejo que nos dio el general cuando nos fuimos a la guerra». ¿Por qué no se preguntó Bora cómo se habría tomado Dikta la mala noticia el diciembre pasado? Después de todo, Selina Nikolayevna era la mujer de Platonov, no su madre. Pero no lo pensó, eso era todo.

Aunque le pareció una escena interminable, solo pasaron unos instantes antes de que Selina Nikolayevna volviese en sí y rompiese a llorar con sollozos convulsivos mientras Bora la ayudaba a ponerse en pie. Solo entonces la chica se permitió soltar unas lágrimas. Bora se dirigió a ella porque la madre parecía no mantenerse coherente.

—No maltratamos a su padre —dijo, incómodo, como si un oficial alemán tuviera que justificarse ante a un civil, y menos ante a un civil ruso—. Le falló el corazón debido a las dificultades previas que había experimentado.

El plan original consistía, por supuesto, en llevarlas al centro especial de detención y, después, alojarlas temporalmente en Merefa. Ahora, una vez salieron de la estación, Bora acompañó a las llorosas mujeres a su vehículo. «No ven nada, no reparan en nada —se decía—; así es la pena: te anestesia de lo que tienes alrededor… O bien recordarán para siempre esta estación, esta brisa y al hombre que les dio la mala noticia». Dijo:

—Avrora Glebovna, Selina Nikolayevna, he previsto que se queden en casa del padre Victor Nitichenko en Merefa hasta que puedan regresar a Poltava. No está lejos. Les entregaremos el cadáver del general lo más pronto posible —añadió, olvidando que había pedido que se le realizase una autopsia y que el cuerpo no iba a estar en condiciones de ser visto.

Durante el camino de vuelta (treinta kilómetros que se hicieron muy largos dadas las circunstancias), las mujeres no dijeron ni una sola palabra. Aparte del saludo al encontrarse con Bora, antes de enterarse de la muerte de Platonov, habían contestado solo con angustiados asentimientos de cabeza a lo que les había dicho después. Sentada en el asiento del pasajero, en el que unas horas antes Khan Tibyetskji había sido una presencia incómoda, Selina Nikolayevna seguía llorando para sí, en silencio. Su hija iba sentada detrás; a través del espejo retrovisor, vio que tenía los labios apretados y la misma expresión de pena y de orgullo que había puesto Dikta cuando Bora la había visto por última vez en Praga y le había dicho que iba a volver a presentarse voluntario para el frente ruso. Por un precioso instante, Avrora Glebovna fue Dikta; sus ojos se cruzaron en el espejo y Bora apartó la mirada, sintiendo una puñalada muy particular en el corazón. «Está más allá del odio, a pesar de lo joven que es: el sufrimiento ha reemplazado al tiempo en su proceso de maduración interior. ¿Por qué Dikta a veces tendrá este mismo aspecto? ¿Por qué a veces me mira o aparta la mirada así? Nos queremos, pero seguimos siendo dos personas independientes. No hay nada que pueda decirle a esta chica para explicárselo, consolarla o justificarme. Y no hay nada que pueda decirle a Dikta para que me comprenda de verdad».

¿Habría sido Platonov un buen padre para ella? Los padres tienen maneras extrañas de demostrar el cariño, no siempre por medio de la amabilidad. Bora evitó el espejo retrovisor. De vez en cuando, dedicaba una mirada furtiva a las manos de Selina Nikolayevna: delgadas, de dedos largos; a pesar de los años de trabajos forzados, eran manos finas y delicadas. La clase de manos que pueden ser inesperadamente fuertes, como sabía por Dikta: dedos y muñecas capaces de gobernar a un caballo fogoso o de acariciar intensamente la espalda de un hombre mientras le hacen el amor… El espejo retrovisor no era seguro, ni tampoco lo eran las manos de Selina Nikolayevna, que tenía relajadas sobre el regazo. Estaba deseando llegar a Merefa y dejar a ambas mujeres allí. «Cuando llegue el momento, le pediré a Kostya que las recoja y las lleve al Hospital 169 y, de allí, a la estación de tren. No quiero volver a verlas. No son responsabilidad mía y no me gusta el papel que me ha tocado desempeñar con ellas».

En el control de Lednoye, Bora mostró los documentos que identificaban a las mujeres como trabajadoras, sin dar detalles. Salió del vehículo para explicar brevemente que las estaba trasladando como mano de obra doméstica, y aunque los de las SS no dijeron nada abiertamente, una mirada a las guapas pasajeras les hizo sacar sus propias conclusiones. Sonreían mientras Bora se alejaba en el coche.

—¿Por qué les ha dicho que va a llevarnos a su mando, y no a casa del sacerdote? —La pregunta pilló desprevenido a Bora, ya que no sabía qué Avrora Glebovna entendía alemán, y, además, era imposible que lo hubiese oído desde el interior del vehículo. A través del espejo retrovisor, la chica le mantuvo la mirada el tiempo suficiente para añadir—: Madre se quedó sorda durante un tiempo, después del accidente. Aprendí a leer los labios con ella. Madre ya se ha olvidado, pero yo todavía sé.

—Las llevo a casa del sacerdote.

—No es eso lo que ha dicho.

Bora inclinó el espejo retrovisor para no verle los ojos. A Selina Nikolayevna, que lo miraba de forma inquisitiva desde el asiento de al lado, le repitió:

—Las llevo a casa del sacerdote, se lo aseguro.

Había momentos (y este era uno) en que tenía la impresión de que servir a la Abwehr estaba a años luz de distancia de su naturaleza y su educación. Mientras conducía con la boca cerrada de camino a Komarevka, con sus fábricas de ladrillos y de tejas, pensó en las reservas que había mostrado su padrastro cuando le dijo que había decidido unirse al servicio de inteligencia militar. «Desde que éramos niños, no dejaba de repetirnos la importancia de la franqueza. Para él, lo que hago se reduce a espiar, y todo lo que tiene que ver con el término “espía” a sus ojos equivale a la conspiración, la traición y el asesinato. Le duele pensar que un hijastro suyo haya sido adiestrado para manipular documentos y a personas. Para él, el honor consiste en enfrentarse al enemigo en el campo de batalla; a su modo de ver, incluso la política es tabú para un soldado de verdad. La primera vez que formulé la hipótesis de que el tío Terry podría haber terminado sus días de forma muy distinta que devorado por una llamarada de gloria antirrevolucionaria, como suponíamos, se enfureció. La posibilidad de que un pariente nuestro se hubiese pasado al enemigo, por muy lejano y político que fuese, le pareció una abominación. Se negó a leer mis redacciones e incluso a hablar del tema. Hasta el día de hoy, es una cuestión que no me permite tocar. La tía abuela Albertina Anna dice que ya ha olvidado todo ese asunto, máxime cuando su marido (el hermano de Terry) lleva muerto quince años.

»En nuestra familia, somos así. El comportamiento tiene que corresponderse con la esencia, o al menos disfrazarla hasta el punto de que lo único que quede visible sea el buen comportamiento. Pero ¿qué hay de mí? Mentir, tergiversar mis intenciones y las de los demás, falsificar comunicados, utilizar mi don para los idiomas para expresar cualquier cosa menos la verdad: he hecho todo eso y, además, he servido en el campo como oficial de primera línea, una campaña tras otra. En junio del 41 viajé tres mil kilómetros, de nuestra embajada en Moscú a Creta, oficialmente para ir a buscar vino de primera calidad para el vicepresidente Lavrenti Beria: una misión aparentemente inofensiva, pero todo el viaje fue una gran mentira, para los soviéticos y, en última instancia, para mí mismo».

Dios quiso que llegasen a casa de la madre de Nitichenko. Frente al pequeño edificio de una sola planta, una shatka encalada con contraventanas azules y tejado de paja a dos aguas, las sábanas tendidas restallaban con fuerza en la brisa. El sacerdote no estaba en casa, pero sí la anciana, una mujercilla servil que había servido a los zares hasta la mediana edad. Le hizo una reverencia a Bora y hasta se dirigió a él como barin, «amo», y «distinguido señor». Por su parte, lo único que dijeron las mujeres Platonov fue «sí» o «no», con desgana. También Avrora había vuelto a sumirse en el silencio. Entre las dos, solo llevaban una pequeña bolsa de lona para el viaje. Recorrieron los pocos pasos barridos por el viento que separaban el vehículo de la puerta del sacerdote apretándose las faldas contra el cuerpo. Selina cojeaba ligeramente, pero no se apoyó en el brazo de su hija.

De ahora en adelante, en teoría, el día debía ser pan comido. Bora recorrió en coche el corto trayecto hasta el Kombinat, donde debía firmar el recibo por las babushkas que le había enviado el comisionado Stark. Una fila de militares y civiles obstruía la entrada al edificio, y solo haciendo valer su rango (eran todos suboficiales y residentes de los alrededores) consiguió ahorrarse el tiempo de espera. En el interior, pilas y más pilas de suministros médicos con su destino en los respectivos hospitales de Járkov marcado atestaban el vestíbulo. Desinfectantes, remedios contra las lombrices y los piojos, rollos de papel matamoscas. El Geko Stark estaba sentado frente a su escritorio, ojeando un documento. Vio a Bora a través de la puerta doble, pero no lo invitó a entrar enseguida.

—Un momento, comandante —dijo, y siguió leyendo, con las gafas apoyadas sobre la frente.

El intervalo de unos pocos minutos, que se pasó observando las bombillas de cristal grabado de la lámpara de araña, dio a Bora la oportunidad de volver a comprobar su compostura.

—Siento haberle hecho esperar —le dijo Stark—; pase, por favor. —Y después, como si hubiese malinterpretado el motivo de la presencia del oficial en su despacho, añadió, medio en broma, medio en serio—: Si no dispone de agua corriente en su alojamiento, comandante, no puedo hacer gran cosa.

Bora ya había dicho: «¿A qué se refiere?» cuando recordó que Stark le había visto mojar la cabeza en el cubo aquella misma mañana. Le parecía vivir en otro mundo, en otra vida desde entonces. Se sorprendió a sí mismo al pensar que hasta el sueño erótico que había tenido con su mujer pertenecía a ese mundo, no a este. Durante un segundo, lo abandonó su sentido práctico y Bora deseó encontrarse lejos de allí, de su deber, de la guerra; estar en cualquier otro mundo menos en este. En Stalingrado, casi lo había conseguido: imaginándose otras realidades y otros sitios, había logrado mantenerse cuerdo creyendo que estaba en otro lugar, mientras otros perdían la razón y la vida a su alrededor. Hizo ver que entendía el comentario del comisionado.

—De vez en cuando me sube la fiebre y necesito refrescarme.

—Un método interesante. La carta que el Standartenführer Schallenberg dejó para usted aún no ha llegado de Kiev, así que debe de haber venido por lo de las babushkas. ¿Está satisfecho con ellas?

—Aún no las he visto. Envié a mi asistente.

—Me aseguran que son muy resistentes. Firme aquí, y si no le va bien con ellas, dígamelo y le conseguiré otras cinco.

Bora leyó y firmó un documento parecido a los que certificaban la recepción de animales o material bélico.

—Hágame el favor de firmar también esta copia. ¿Fiebre, dice? Sí que parece estar indispuesto. —El comentario de Stark exigía unas excusas que Bora prefería no poner, pero una vez más la casualidad le dio un respiro. Sonó el teléfono y el comisionado («Sí. Bien. Solo si me lo confirma. Sí. Bien»), repentinamente tenso, se ocupó de la llamada por un momento. Un comunicado del cuartel general, Bora lo sabía bien, requería toda la atención. Pero, en cualquier caso, el tiempo transcurrido le ayudó a recuperar su aspecto y su tono de indiferencia un momento después, cuando dijo:

—Gracias por su interés, Herr Gebietskommissar, me encuentro perfectamente.

Stark lo miró como si tuviese la mente todavía en la llamada de teléfono. Pero debía de estar pensando en otra cosa totalmente distinta, porque dijo:

—Espere. —Y se levantó de la silla. Se quitó el cinturón y la pistolera que solían llevar todos los rangos y los metió en el cajón a mano derecha—. ¿Tiene prisa por marcharse? Porque, de lo contrario, hay algo sobre lo que me gustaría que me diese su opinión.

No venía al caso explicarle que tenía intención de pasarse por el Hospital 169 para asegurarse de que hubiesen trasladado hasta allí el cadáver de Platonov y preguntar si lo habían dejado presentable para la familia. Bora no dijo que sí, pero tampoco dijo a las claras que no.

—Será solo un minuto, comandante. Acompáñeme fuera.

Detrás del edificio principal, una enorme explanada recubierta de gravilla separaba las dependencias de la vieja fábrica. Tras ser asolada por la guerra, habían retirado los escombros de sus paredes, que se elevaban, limpias y rectas, como la osamenta de un mamífero marino desconocido. No obstante, otros edificios de servicio, almacenes y garajes, seguían en funcionamiento. Varios prisioneros rusos condenados a trabajos forzados bajaban pesados sacos y bolsas de los camiones militares. Al llegar los oficiales, se pusieron firmes e inclinaron las cabezas.

—Continúen —les ladró Stark en ruso—, nadie les ha dicho que paren. —Y, dirigiéndose a Bora, añadió—: Me gustaría pensar que estamos aquí para civilizar a toda esta panda, pero lo que hacemos se parece más a tratar ganado, créame. Lo único que entienden es la puya y el palo; lo sé muy bien de mis lejanos tiempos como gestor en Derutra. Por aquí, por favor. —Entró por delante de Bora en un edificio de ladrillo que una vez debió de cobijar tractores—. Cuando nos conocimos, creo que se dio cuenta de que entiendo de caballos. Me consta que le gustaría equipar su regimiento con buenas monturas, y en este punto le deseo lo mejor. Pero si hay una cosa que no soporto es ver que a un buen caballo se le asigna un mal jinete.

—¿Un mal jinete? ¡Perdone, pero…!

—No, no —se apresuró a explicar Stark—. Perdone, no me refería a usted ni a los suyos. Vamos, comandante, que seguí sus proezas como jinete antes de la guerra. Como antiguo reportero y entusiasta del deporte, me llevé una decepción cuando abandonó los Juegos Olímpicos para presentarse voluntario para España, aunque, como patriota alemán, no pude más que dar mi aprobación.

—Algunas cosas son más importantes que otras, comisionado.

—¿Eso cree? Eche un vistazo aquí dentro.

Bora supo que había algo excepcional dentro del edificio antes incluso de captar el sonido apagado de las pezuñas sobre el suelo de tierra. En un establo improvisado que habían construido contra el lado más largo de la espaciosa habitación vacía, había un caballo de cuerpo delgado y lomos altos, de color castaño, con patas esbeltas y fuertes y pezuñas pequeñas; la viva imagen de la agilidad, la potencia y la velocidad.

—¿Un karabaj?

—Todo un karabaj, comandante, recién traído de la granja. Caucásico, armenio y tayiko a partes iguales; no es una montura para cobardes. Toda una belleza destinada a un mariscal de la Unión Soviética. No hay caballo mejor. Cuatro años, de nombre Turian-Chai, bien domado y listo para montar. ¿Qué le parece?

Bora dedicó una mirada experta a la cabeza pequeña y bien esculpida del caballo, que parecía sereno e inteligente.

—He oído decir que los purasangres casi se extinguieron hace unos cuarenta años, pero este es más grande que la raza mixta del Don. Es espectacular, tiene grupa y patas de caballo de carreras.

—Tiene toda la razón: en la vieja granja de Volkovoy, cerca de Taranovka, lo cronometraron y recorrió un kilómetro por minuto. Me juego lo que quiera a que es uno de los descendientes de Alyetmez, de la granja de sementales del zar. Tres de nuestros oficiales generales tienen derecho preferente a quedárselo.

—Ya veo por qué. —Bora prefirió no franquear el umbral. No quería acercarse lo suficiente como para llegar a apreciar de verdad al semental y sentirse tentado de desearlo. Pero el caballo lo había visto y dilató los ollares, olfateando, tranquilo.

Stark colocó un pie al otro lado del umbral, con la amplia sonrisa de un amante de los caballos reflejado en el rostro. Tenía un cutis sonrosado, compacto y muy liso que recordaba a los pasteles de mazapán que hacen en Lübeck.

—A plena luz del día, reluce como oro bruñido —se jactó—. Me inclino a pensar que lo reclamará el Brigadeführer de las SS Reger-Saint Pierre, pero siempre cabe la posibilidad de que no lo haga. Y los otros dos no sabrían distinguir un caballo capón de una yegua.

—Puede que él no note la diferencia. —Bora indicó el caballo con una inclinación de cabeza poco entusiasta.

—Pero yo sí. Tengo muy claro lo que quiero. Tanto si el Brigadeführer lo rechaza como si resulta ser demasiado caballo para los otros dos (que lo es), y si no consigo dar con un jinete digno, preferiría guisarlo en estofado. No me mire así, una vez lo hice con un potro turkmeno. —Stark hablaba mirando al caballo y no a Bora, como si este solo fuese un factor secundario en su plan—. Bueno, comandante: ¿Está interesado, sí o no?

Bora, que incluso en Stalingrado hubiese preferido morir de hambre a comer carne de caballo, tuvo que contener la alegría.

—Ya sea de día o en plena noche, si llega a estar disponible, comuníquemelo de inmediato, Herr Gebietskommissar.

—Quiero que entienda que no le estoy haciendo un favor a usted, sino al caballo. Si Reger-Saint Pierre dice que no, lo tengo decidido: usted o la olla. Ya he dicho bastante. —Y, sin esperar a que Bora volviese al edificio con él, Stark se despidió con un movimiento brusco de la mano y se dirigió con prisas al Kombinat—. Hágame el favor de marcharse: tengo una fila de personas esperando a hablar conmigo antes de poder ir a comer algo.

Una vez en el coche, de camino al norte, en dirección a Járkov y al Hospital 169, Bora intentó con todas sus fuerzas guardarse los sentimientos para dejar espacio a la reflexión. Dejó a un lado (o al menos lo intentó) el desánimo y la furia que aún sentía por haber perdido a Platonov, junto con una cierta vergüenza por la forma en que Selina Nikolayevna había observado con los ojos llenos de lágrimas cómo se alejaba por la carretera desde el umbral de la casa del sacerdote. Dado lo remota que era, incluso la posibilidad de salvar a un buen caballo del carnicero le llenaba de ansiedad más de que de esperanza, y se obligó a quitársela de la cabeza. Iba a necesitar toda la claridad de que fuese capaz para informar a la oficina de Kiev de la muerte del general soviético aquella tarde.

En algún momento a lo largo de las últimas horas, se le había parado el reloj. Bora había olvidado darle cuerda la noche anterior y ahora no sabía qué hora era exactamente; aunque debían de ser pasadas las once y media, o cerca del mediodía. Las manillas de la esfera indicaban las diez y seis minutos, la hora a la que había salido de la estación con las Platonov. Hacía veinticuatro horas que no comía nada, pero no tenía ningún apetito. Y lo peor era que seguía sintiendo esa tensión en la boca del estómago. Tener que esperar a que un tren de mercancías avanzase lentamente por las vías a lo largo del Donbass, un contratiempo constante, lo irritó más que de costumbre. «¿Qué prisa tengo? El viejo canalla está muerto. Solo voy con prisas porque así me da la sensación de estar haciendo algo importante».

A su alrededor, un vendaval aún arrastraba algunos jirones de nubes inofensivas por el cielo soleado, pero más cerca del suelo apenas se sentía, y hacía calor. Una vez franqueó las vías, Bora se encontró con que el bulevar que llevaba hasta el parque Kvitki y el puente Lopany estaba bloqueado por un lento convoy de camiones militares escoltados por coches blindados y cañones antiaéreos montados sobre camiones Opel de tres toneladas. Impaciente, decidió rodear el obstáculo tomando la ruta paralela que discurría de norte a sur dos calles más allá. Esto le obligaría a cruzar la calle Mykolaivska cerca del centro especial de detención, el último lugar que deseaba ver en este momento. Pero prefería estar en movimiento que seguir al lento convoy, así que tomó el atajo en medio del distrito que había llegado a conocer tan bien, marcado por los montones de escombros que habían retirado de las aceras, algunos de ellos ya cubiertos de hierba, y otros recién apilados donde en otro tiempo se habían levantado casas.

Las calles formaban una cuadrícula regular. Dejó atrás Svitlanivska y Olexandrivska. Enfiló la calle Mykolaivska, dispuesto a continuar una manzana más para ver si ya había conseguido adelantar al convoy, cuando por el rabillo del ojo entrevió varios vehículos de la policía militar junto a la acera, justo enfrente del centro de detención. Se le heló la sangre. La escena en sí no tenía nada de particular, pero no era normal ver vehículos de ese tipo, ni mucho menos a un oficial de la Feldgendarmerie apostado junto a un coche oficial. Bora detuvo su acelerada mente y durante un segundo de letargo una golondrina que entraba y salía con rapidez entre los edificios captó su atención. Se perdió tras su ágil vuelo durante ese segundo de letargo, como si cualquier objeto, cualquier ocupación fuesen preferibles a lo que estaba a punto de descubrir.

El oficial de la policía militar, un capitán de edad madura que parecía estar bastante agitado, le dijo:

—Ocurrió poco después de las nueve, pero acabo de llegar. No sabíamos dónde localizarlo, comandante… Los hombres hicieron lo que pudieron.

Bora sentía la misma antipatía que todo oficial por la expresión «hicieron lo que pudieron», pero no consiguió dar con la energía para expresar en voz alta una crítica. Ni ninguna otra cosa. Se apresuró a entrar, seguido por el capitán.

Se habían efectuado varios disparos en el edificio. Bora olió la pólvora antes de ver las pruebas. Tras una puerta cerrada, Mina ladraba, rabiosa. Obviamente, la habían encerrado para evitar que le disparasen o que escapase. El sargento al mando estaba al pie de las escaleras, con la cara más blanca que la pared que tenía detrás.

—Fue un asalto, Herr Major, un asalto en toda regla. Cazadores de cabezas, de rango superior al nuestro. Cortaron la calle por ambos extremos. Creímos que andarían detrás de judíos o vecinos escondidos, pero, en vez de eso, entraron por la fuerza. Le dispararon a la cerradura cuando nos negamos a girar la llave simplemente porque nos lo pidieran, sin órdenes firmadas. Derribaron su puerta y lo sacaron por la fuerza, resistiéndose con puñetazos y patadas…

Cazadores de cabezas quería decir las SS. Bora se oyó a sí mismo gritar, como si fuera otro el que estaba furioso en su lugar o no supiese que, en cualquier caso, las SS tenían permiso para proceder.

—¿Sin órdenes firmadas? ¿Quiere decir que entraron por su cuenta y riesgo? ¿Quién iba al mando? ¿A qué unidad pertenecían?

—Llevaban los puños de la División Adolf Hitler, y los mandaba un Untersturmführer. Un coche oficial los estaba esperando abajo; lo obligaron a subir a punta de pistola y se marcharon.

La Primera División Panzer Leibstandarte SS Adolf Hitler. Intentar averiguar más información y serenarse al mismo tiempo resultó ser todo un desafío.

¿Adónde, sargento? ¿Hacia las afueras, en dirección al centro…? ¿Los siguió?

Intervino el capitán de la policía militar.

—Tendrían que atravesar las calles cortadas a tiro limpio, comandante. Uno de los hombres acaba de decirme que subió corriendo a la buhardilla y desde allí vio que el coche giraba a la izquierda por la calle Beleshivska. Eso es todo.

Un exasperado Bora subió corriendo a la cuarta planta, donde las culatas de los fusiles habían hecho pedazos la puerta de Khan y la habitación mostraba signos de forcejeo. Cuando bajó, momentos después, ya había conseguido controlarse hasta cierto punto.

—Sargento, ¿qué ponía en la matrícula? ¿SS, Wehrmacht?

—Era un Opel Kadett con matrícula civil, Herr Major.

Un Opel Kadett con matrícula civil. Bora ya se hacía una idea. Tras ordenar al capitán que no abandonase el edificio hasta que él regresase, salió a toda velocidad en la dirección que supuestamente había seguido el coche. En teoría, desde la calle Beleshivska se podía llegar a cualquier parte del centro de Járkov, pero una vez cruzó las vías del tren siguió bajando por la calle Osnovinska y continuó hacia el norte a lo largo del bulevar Seminary hasta llegar a la enorme prisión que había en el cruce. No hizo intento de entrar, sino que aparcó en la estrecha calle lateral junto al muro que la delimitaba. Ya a pie, dobló la esquina para poder echar un vistazo a los vehículos aparcados en la acera junto a la entrada de lo que en tiempos fue la temida cárcel soviética. Bora conocía de vista a su homólogo de Contraespionaje en el Servicio de Seguridad Amt VI Ausland en Járkov y hasta se había encargado de aprenderse de memoria su matrícula. Si su Opel estaba allí, lo más seguro era que hubiese dirigido el asalto.

El Opel estaba aparcado al otro lado de la calle. Esforzándose por mantener la calma, Bora caminó hasta el coche. De nada servía poner una mano sobre el capó para ver si el motor aún despedía calor: el día era soleado, y además ya había pasado tiempo suficiente desde que se habían llevado a Tibyetskji. No obstante, dada la hora del día…

En aquel mismo lado de la calle, y algo más abajo de la prisión, en el callejón Kubitsky, había un pequeño mesón en el que los cocineros y camareros supervivientes de los hoteles Krasnaya y Moskva ahora servían a los oficiales alemanes. Antes había sido un restaurante conectado a la cercana estación de tren. Espartano y más conocido por haber sido utilizado temporalmente como morgue por el ejército tras la primera batalla por Járkov, las paredes verde guisante y el suelo de linóleo no habían cambiado desde entonces. Bora se dirigió directamente hacia allí, echó un vistazo al interior desde la antesala y, cuando una ajada camarera se acercó para guiarlo hasta un asiento, la dejó atrás de unas cuantas zancadas hasta alcanzar una mesa frente a la que estaba sentado un joven con ropa de paisano comiendo medio pollo asado.

El hombre —de aproximadamente la edad de Bora, con el pelo y la piel muy claros y la misma frente sesgada que un tejón— alzó los ojos y siguió cortando la carne que tenía en el plato. Bora no lo saludo ni tomó asiento. Esperó menos de cinco segundos antes de decir:

—Se entregó a nosotros, está bajo custodia del ejército. —No alzó la voz por encima del nivel propio de una conversación y nada en su apariencia delataba la furia que sentía.

El oficial de la Gestapo vestido de paisano terminó de masticar el bocado que tenía en la boca. Tenía las manos delicadas y cuidadosamente arregladas y las uñas pulidas. Cuando el cuchillo de sierra que sostenía atravesó la pechuga del pollo, la carne tierna rezumó un jugo transparente.

—Estaba bajo custodia de la Abwehr. Hemos escuchado con atención al general Tibyetskji y somos plenamente conscientes de sus exigencias. Pero puede esperar perfectamente la llegada de su superior desde Zossen bajo nuestra supervisión.

—Es algo inaudito. Exijo verlo.

—No. No es suyo.

—Lo que está claro es que no es suyo.

—Tranquilícese. No es el único interrogador en toda Rusia, ¿sabe?

Los hombres sentados a las otras mesas tenían que ver con la cárcel de un modo u otro; al extremo opuesto de la habitación, tres oficiales de blindados de la Leibstandarte bebían cerveza a sorbos sin quitarles ojo. Bora se limitó a mirarlos.

—Tibyetskji se niega a comer ni beber nada aparte de sus propias provisiones.

—Entonces se morirá de hambre. No tenemos por costumbre tratar a los bolcheviques como niños de guardería. Y ahora váyase con su enfado a otra parte, comandante Bora.

—Esto no quedará así.

—Así ha quedado.

En su imaginación, una patada en el sitio justo volcó la mesa e hizo saltar por los aires el pollo y el plato. Pero, exteriormente, Bora giró sobre los talones sin prisa aparente y se marchó.

Dejar correr las cosas era lo último que tenía intención de hacer. Llegó a su vehículo, cruzó la ciudad a toda velocidad hasta la antigua carretera de Tschuguyev y, con la gasolina justa, llegó al distrito donde se encontraban las fábricas de tractores y Jochen Scherer. Tras repostar, se dirigió hacia el sur, atrochando a campo traviesa y arriesgándose a pisar una mina, hasta Borovoye, donde Lattmann se alejó con él una distancia prudencial del cubículo de la radio para recibir la noticia y dejó escapar un torrente de obscenidades como comentario.

—¿Cómo cojones se enteraron de que teníamos a Tibyetskji? ¡Si todas las comunicaciones estaban encriptadas!

—Deben de tener pinchadas nuestras líneas o conocer los nuevos códigos. ¿Podemos confiar en nuestro personal?

—Yo respondo del mío aquí, Martin; no puedo decirte más.

—¿Y qué hay de Kiev?

Lattmann puso los ojos en blanco.

—Creo que la oficina de Kiev es segura. Además, dijiste que te habías puesto en contacto directo con Zossen.

—Y eso hice. Y ayer por la mañana estaba solo en la habitación cuando hablé con ellos. ¿Pudo haber sido alguien de Zossen?

—No en la oficina de Bentivegni, no lo creo. Pero si de verdad estamos pinchados, lo estaremos en todas partes. Joder, la cosa está muy fea.

—Un ataque relámpago de diez minutos, ejecutado igual que si fuéramos fuerzas hostiles. Entraron por la fuerza en cuanto salí hacia la estación de tren, así que seguramente eligieron el momento de mi partida. No podían saber que iba a pasarme por la oficina del comisionado a la vuelta, pero aunque no hubiera ido… Entre el retraso del tren y que tuve que ocuparme de las mujeres del general en vez de llevarlas directamente al centro de detención, no habría vuelto a la ciudad a tiempo. No, ni siquiera si hubiese ido a la estación y vuelto directamente.

—Bueno, si Khan se niega a tratar con ellos…

—Los de la Leibstandarte se llevarán una decepción si pretenden sacarle a Khan adónde hemos llevado el T-34: no llegué a decírselo. Pero todo depende de lo que pretenda con su deserción, Bruno. A través del Amt VI, puede que la Oficina Central de Seguridad del Reich pueda ofrecérselo, o fingir que se lo ofrecen. En el restaurante, ese maldito Odilo Mantau estaba como un niño con zapatos nuevos. Es extraño que Khan demuestre abiertamente que está familiarizado con nuestra nomenclatura; no sé si es arrogancia o temeridad. Si es un operativo de la Abwehr o ha trabajado para nosotros en calidad de lo que sea, seguramente se pasó a nuestro bando porque estaban a punto de desenmascararlo, pero se negó a decirme nada; lo estaba reservando todo para el coronel Bentivegni. Si no me equivoco, nos pertenece por derecho, y el asalto de esta mañana es un ataque directo a la Abwehr por parte de Kaltenbrunner.

Estaban de pie en una explanada verde de hierba baja, que Lattmann empezó a recorrer nerviosamente con los brazos cruzados sobre al pecho.

—Mierda, mierda, mierda —murmuró, sonrojado hasta las raíces de su áspero pelado al rape, y empezó a morderse las uñas—. Nos jugamos el culo. Ya vimos cómo arrestaron al general Oster el mes pasado.

—Por no hablar del viejo de la cabeza cana.

Estaba claro que la mención del almirante Canaris, destituido de la dirección de la Abwehr en primavera, iba a hacer enfurecer aún más a Lattmann. Igual daba que, a ojos de los jóvenes oficiales, el comandante tuviera su parte de culpa.

—Empieza a olerme a una maldita purga. ¿Qué crees tú?

Bora apartó la mirada de su amigo, que seguía mordiéndose las uñas. Negó con la cabeza, lo cual, por supuesto, no quería decir que descartase esa posibilidad.

—Esperan que intente ponerme en contacto directamente con la oficina de Bentivegni o incluso con III C, donde Breuer es nuestro enlace con la RSHA; pero los evitaré. Y también voy a evitar a la oficina de Kiev. Voy a ir a Rogany, a ver si los pilotos me dejan utilizar la emisora de onda corta de la Luftwaffe. Algunos de los del ala de combate II son antiguos colegas de mi hermano Peter; confío en que me harán ese favor.

—¡Pero la Oficina Central de Seguridad rastreará cualquier mensaje entrante destinado a Bentivegni, aunque llames desde un campo de aviación!

—Y por eso no lo voy a hacer. —Bora extendió el brazo en dirección a la muñeca izquierda de Lattmann y la giró para ver la hora en su reloj. Mientras ponía en hora el suyo y le daba cuerda, dijo—: Me pondré en contacto con la gente que tenemos en Roma y les pediré que localicen al coronel por mí. Es fundamental que él u otro superior de alto rango del III C coja un avión hasta aquí lo antes posible. De camino aquí, hice una parada en la fábrica de tractores para advertir a Scherer en persona, antes de que a alguien se le ocurriese la idea de robarnos el T-34 ante nuestras propias narices. Él y yo nos encargamos personalmente del traslado del tanque, así que es imposible que nos rastreasen; y, de hecho, las SS no se presentaron en la calle Lui Pastera. Además, el mariscal de campo Von Manstein cumplió su promesa: el T-34 ya estaba a bordo del tren con destino a Zaporozhye al amanecer. Sí, a estas horas Scherer y los suyos también estarán en camino. Dime, ¿a quién tenemos en Roma en estos momentos?

Lattmann les dio un respiro a sus maltrechas uñas e hizo crujir los nudillos.

—Hasta finales de año, debía ser Ralph: Ralph Uckermann. Ya sabes, está casado con una chica italiana. No, sigue recuperándose de las heridas sufridas en Stalingrado, pero ya ha vuelto al servicio activo. Ten cuidado, Martin: la Oficina Central de Seguridad anda detrás bien de cerrarnos las instalaciones, bien de quedarse con ellas; no sé qué es peor.

—Yo sé qué es peor. —Bora echó a andar en dirección a su vehículo—. Y tú no me has visto, Bruno. No se lo digas ni siquiera a Bentivegni si te pregunta.

Se hizo de noche antes de haber podido concluir las tareas del día. Bora llegó al Hospital 169 con un punzante dolor de cabeza, síntoma de que le estaba subiendo la fiebre. El doctor Mayr, cirujano militar, estaba en el quirófano y tuvo que esperar un buen rato antes de poder hablar con él. Bora pasó una interminable hora y media junto al reloj que colgaba de la pared del pabellón, de pie o caminando frente a las mismas puertas cerradas. Una vez oída su petición, sin siquiera quitarse los guantes manchados de sangre, el Oberstarzt asintió con indiferencia a dejar presentable el cadáver de Platonov, pero, por lo demás, parecía estar predispuesto contra el visitante.

—Sí, sí, buenas noches —lo despachó.

Un ala entera del edificio del hospital, que corría peligro de derrumbe inminente, estaba apuntalada con tablas claveteadas. Los pabellones que Bora dejó atrás de camino al exterior alojaban a los mutilados por minas y granadas y a los que habían resultado gravemente heridos mientras daban caza a (o eran cazados por) bandas de partisanos. «Nos están haciendo pedazos, pieza a pieza —se dijo, con pesimismo—. Cuando todo haya terminado, el suelo ruso estará fertilizado por jirones de carne alemana arrancada de los miembros. Hemos matado a millones, ellos han matado millones. Y todos servimos de abono para los campos que hay allá afuera».

En el vestíbulo, algo lo hizo detenerse en seco. Como si el pensamiento pudiera materializarse, le dio la impresión de que alguien, incorpóreo de rodillas para arriba, surgía en diagonal de la tierra, dejaba de andar cuando lo hacía él y lo imitaba si decidía quedarse quieto. Tardó unos segundos en reconocer la imagen de sus altas botas de montar con espuelas reflejada en un espejo roto que descansaba sobre el suelo, inclinado contra la pared, junto a la puerta.

Era poco recomendable volver solo a Merefa en la oscuridad. Bora ni siquiera se molestó en salir del jardín del hospital, donde había aparcado. Tenía un puñado de galletas secas en el vehículo. Empezó a masticarlas, bebió de su cantimplora y se quedó dormido en el asiento delantero.