Capítulo 2

4 de mayo, por la tarde, al norte de Novo Andreievna

La zona contigua al Donets, al sur del vado que Bora había cruzado el día anterior, había sido acordonada con tropas, señal de la importancia y confidencialidad del suceso. Todos los alrededores estaban llenos de soldados apostados firmemente armados y de artilleros de la 161.ª, por si resultaba ser una treta. Más atrás, varios vehículos blindados y tres cazacarros del 11.º Panzerkorp estaban listos para entrar en acción. El lugar donde se había detenido el tanque ruso se encontraba al lado de un ligero terraplén situado a unos cincuenta metros de la orilla del río y resultaba indetectable desde las líneas enemigas. La escotilla del jefe de carro de combate, que coronaba la descomunal torreta, estaba abierta y un hombre con una chaqueta de cuero y una gorra con visera estaba apoyado, con los brazos cruzados, sobre el borde. Hacia el este, aunque el fuego resultaba invisible desde este punto, debían de estar quemando rastrojos, porque unas motas de ceniza, ahora grises, ahora más parecidas a trozos de papel de aluminio, llovían lentamente sobre el escenario.

Sin acercarse, Bora echó una larga ojeada con los gemelos. Existían fotos del general Tibyetskji, aunque no se le había podido tomar ninguna de cerca desde el inicio de la guerra; pero había visto varias de finales de los años treinta. Se le aceleró el corazón; prácticamente se le subió a la garganta. Entre enero y junio de 1941, como ayudante del agregado militar en Moscú hasta una semana antes de la invasión, había reunido toda la información disponible acerca de los altos mandos del Ejército Rojo, incluido el general de las unidades blindadas que, probablemente, más iba a acosar a Alemania una vez comenzasen las hostilidades. Ahora le daba vueltas la cabeza al pensar que lo tenía a menos de cincuenta metros de distancia, a este lado del Donets. Igual de misterioso que su apodo, que se había ganado tras sus actividades revolucionarias en las estepas de Asia Central, se hacía llamar Tibyetskji; pero este también era un nombre de combate que había adoptado, como Stalin o Molotov. Bora lo conocía también como «Petrov» y «Dobronin» y era posible que tuviese otros alias. Si su deserción no era más que un truco, era de lo más suculento; una trampa en la que uno deseaba meterse de cabeza.

Entretanto, el ruso también había cogido los gemelos y estaba examinando las tropas en formación que tenía delante. Transcurrido un tiempo, se giró hacia el lugar en sombra en el que estaba aparcado el vehículo de Bora e intercambiaron miradas a través de sus respectivos prismáticos. Las cenizas describían círculos lentos en el aire que los separaba. La montaña de acero y el hombre que la coronaba permanecieron inmóviles tras el revoloteo pausado y caprichoso de las minúsculas motas.

—Ya iba siendo hora de que llegases, escocés.

Absorto en la contemplación, a Bora le sobresaltó la voz, que sonó muy cerca. A su lado vio a un Scherer sonrosado y sonriente. Como antiguo soldado de caballería y colega de los trepidantes días de la invasión, como muchos otros se había acostumbrado a llamar a Bora Der Schotte, por la ascendencia de su madre.

—Se niega a hablar con ninguno de nosotros, escocés —dijo, sin aliento—. Hazme el favor de echarle un vistazo a esa torreta. —Señaló el T-34—. Menuda bestia. Solo el tanque ya vale un permiso inmediato para Alemania. Si está cargado de explosivos, estoy dispuesto a desactivarlos con los dientes. Ese carro de combate es lo más parecido a un orgasmo que he experimentado últimamente.

—Bueno, a mí el orgasmo me lo provoca él. —Bora guardó los gemelos; tenía la boca seca por la excitación—. Si resulta no ser Ghenrij Tibyetskji, no pienso quedarme aquí, contigo. ¿Ha dicho algo? —era la misma pregunta que había formulado sobre Platonov; pero ahora mismo Platonov le importaba un comino.

—¿Aparte de lo que le dije a Lattmann? No. No nos deja acercarnos y amenaza con volarse los sesos con el arma que lleva al cinto si lo intentamos. Cuando le dijimos que iba a venir alguien del servicio de información militar, nos contestó que no intentásemos engañarlo, que tiene datos de los oficiales a las órdenes del coronel Von Bentivegni en este sector.

¿En serio? Puede que sea un farol.

—Lo sea o no, a ver si consigues hacer que baje.

Bora respiró hondo. Sin prisa, atravesó el cordón de soldados hasta quedarse a solo cinco metros del carro de combate ruso y a unos treinta centímetros de la boca de su formidable cañón de 85 mm.

Komandir Tibyetskji —se dirigió a él en ruso—, bienvenido. Ha solicitado hablar con un oficial de inteligencia.

Khan soltó los prismáticos, que quedaron colgando de la correa que llevaba en torno al cuello. Contestó con sequedad al saludo de Bora.

—Pedí hablar con Bentivegni. Exijo que venga el coronel Eccard von Bentivegni.

—Sí, por supuesto. —Iba a ser todo un desafío no dejar ver lo ansiosos que estaban todos por complacerle. Bora contó hasta diez antes de añadir—: Se puede organizar. Denos unos cuantos días.

—¿Unos cuantos días? No. —Irritado, Khan apartó la mirada—. No.

—¿Puedo preguntarle por qué?

Se hizo una pausa breve, de menos de un suspiro.

—Los cadáveres de mis camaradas están dentro de este tanque y, con este tiempo, «unos cuantos días» no es un plazo aceptable.

¿Así que los servidores del carro de Khan estaban muertos? Tal vez fuese cierto o tal vez no. Donde se encontraba Bora, una ráfaga de fuego de la ametralladora del carro lo cortaría en dos literalmente. En algún rincón de su cerebro, este instante de pánico absoluto se transformó en una especie de dicha frenética. Los copos de ceniza, que seguían lloviendo perezosamente, tan frágiles que se disolvían al tocar a los hombres y las cosas, no cuadraban con la tensión del momento.

—Bueno, general, no hemos disparado a su vehículo. ¿Cómo han muerto, entonces?

—Les disparé yo mismo. No pensará que me he pasado al enemigo con su aprobación.

No, y si esto de verdad era una deserción, tampoco tendría la aprobación de las unidades soviéticas apostadas en la otra orilla. En cualquier caso, fuera cual fuese su plan, e independientemente de cómo se las hubiera apañado para escapar Khan, en cualquier momento su proeza podía tener como consecuencia un cañoneo proveniente del otro lado del Donets. Bora deseó que se le estabilizara el ritmo cardíaco. Estaban demasiado cerca del río. La idea de perder su botín sin haber tenido oportunidad de hablar con él le resultaba intolerable.

—Tres días es mi única oferta, señor. —Intentó quitarle hierro al asunto a pesar de lo tenso que estaba—. No soy Dios.

Khan seguía negándose a mirarlo. Estaba claro que él tampoco quería darles a los demás la satisfacción de leer sus pensamientos. Debía de sospechar que el oficial alemán se estaba esforzando por no delatar su entusiasmo y decidió mantenerse en silencio acerca del motivo (que debía de ser importante) que lo había traído hasta allí. El innovador T-34 era en sí un pasaporte de inmenso valor; el hecho de que un oficial de su prestigio hubiera eliminado a su tripulación para pasarse al otro bando era prueba de que existía una razón de peso que bien podía justificar que el coronel Bentivegni volase hasta Rogany o hasta la pista de aterrizaje más cercana.

Bora esperó su respuesta con el corazón en un puño. La inmensa caja blindada, un monumento a su propia potencia de fuego, se elevaba ante él, con sus toneladas y toneladas de acero. El T-34, que el nombre por el que lo conocía Bora (tridsatcheverka, el «Pequeño 34»), pesaba menos de la mitad que un Tiger alemán, pero su agilidad, su blindaje y su cañón lo convertían en un enemigo temible. Unos cuantos pasos por detrás de Bora, Scherer se jactó ante alguien de la torreta pesadamente blindada («Ese trasto es enorme… ¡seguro que solo en la torre caben tres hombres!»). Sí, e incluso más: por su blindaje, potencia de fuego y tamaño, el T-34 representaba el futuro de los carros de combate. Tibyetskji miró hacia abajo con el ceño fruncido, solo en su posición elevada. Pero de repente, en la mente de Bora, la cima de la cuesta que había detrás del tanque y que lo ocultaba de un río que coincidía con el frente, se convirtió en el umbral por el que empezó a avanzar una vanguardia apocalíptica. Desde allí hasta el Don, hasta el Volga, hasta Siberia, detrás del general, se imaginó a millones de rusos alineados. Una tormenta de cenizas proveniente de incendios infinitos se arremolinaba sobre sus cabezas. La idea de un rebaño apocalíptico de estos mastodontes alzándose por la cima de la cuesta lo dejó abrumado. Sacar a Khan de la línea de fuego era una prioridad absoluta.

—General Tibyetskji: ¿puede darnos alguna prueba de que los miembros de su tripulación están inactivos?

—Le he dicho que están muertos.

—¿Puede darnos alguna prueba?

Khan torció la boca, con desprecio.

—No. —Y añadió, impaciente—: ¿Qué más le da? Podría hacerlos añicos yo mismo si quisiera, incluidos sus cazacarros. ¿Es usted el comandante Martin-Heinz von Bora?

Lo pronunció «Geinz», no «Heinz», pero a Bora le resultó imposible no parpadear al darse cuenta de que lo había reconocido.

—Soy Bora.

—¿Puede darme alguna prueba?

Diana. Bora sabía cuándo le habían ganado.

—General, tiene mi palabra de que le facilitaré con prontitud el contacto con la oficina que ha solicitado.

—Exijo hablar yo mismo con Bentivegni.

—Por supuesto. Pero no podrá hacerlo desde dentro de su vehículo.

Khan barrió los alrededores con una última mirada autoritaria, hasta donde estaban apostados los hombres armados y más allá: desde su ventajosa posición, debía de ver muy lejos por los campos ondulantes y la tierra baldía que se extendían desde allí hasta Járkov. Aferrándose al borde de la escotilla, se sentó a horcajadas sobre el saliente de la torreta, con la robusta pierna derecha calzada con bota hacia fuera.

—Tres días: ya veo que no es usted Dios.

Sin aliento, Bora elaboró mentalmente una lista de los pasos que iba a tener que dar y los distintos tipos de autorización que debería obtener. Durante la siguiente media hora, Tibyetskji se bajó del T-34, le entregó la pistola con la culata por delante (Bora comprobó el cargador y se la devolvió del mismo modo) y permitió que los soldados alemanes subieran al carro de combate. Los supervisó mientras sacaban uno a uno los cadáveres de los cuatro miembros de su tripulación, todos con un tiro a quemarropa; probablemente efectuado con las balas que faltaban en su Tokarev.

El aire ya no estaba impregnado de cenizas. El olor y el regusto a rastrojos quemados flotaban sobre el lugar mientras Bora hacía planes. La única forma de establecer comunicación inmediata con la Abwehr en Zossen, a unos mil doscientos kilómetros de distancia, era por radio de onda corta. Bora conocía una potente estación T.f.a. que la 161.ª había instalado no lejos de allí, en el bosque de Beriosovij Yar, al norte de Losukovka. Pronto estuvo listo para escoltar hasta allí al general, mientras Scherer, que había conducido el T-34 hasta el amparo que ofrecían unos árboles, lo seguiría con sus hombres y varios vehículos blindados.

El cubículo de la radio era una improvisada cabaña de dos habitaciones situada al borde del camino de tierra que dividía el bosque como una cicatriz y discurría por el fondo de un barranco poco profundo que se extendía de sureste a noroeste. Khan, con los ojos vendados y de muy mal humor, se apeó del vehículo de Bora y llegó a pie hasta el cubículo, escoltado por el comandante. A sus espaldas, en el tanque ruso, Scherer iba aplastándolo todo a su paso.

En cuestiones de inteligencia relacionadas con el ejército, Bora tenía línea directa con el cuartel general del mariscal de campo Von Manstein en Zaporozhye, y en cuanto a sus contactos en el cuartel general de la Abwehr, normalmente enviaba mensajes codificados a través de los canales habituales: un sistema de repetidores basado en la red de puestos de escucha y transmisión de información que se extendía por el Este ocupado, el primero de los cuales era la Abwehr Nebenstelle, la delegación de la Abwehr en Kiev.

Esta vez se puso directamente en contacto con el cuartel general de Zossen, que no hizo más que confirmarle que el coronel Bentivegni no estaba disponible. Cuando Bora se lo comunicó, Khan se quejó del retraso, pero no tenía otra opción.

—Es cuestión de esperar a que averigüen dónde está, general Tibyetskji. Después devolverán la llamada y fijarán la fecha en la que el coronel vendrá a entrevistarse con usted.

—¿Sí? Pues más vale que sea dentro del plazo de tres días que me prometió, comandante.

«Los generales son todos iguales, en todas partes», pensó Bora, que tenía uno en casa. Después de enviar el mensaje al cuartel general de Von Manstein en Zaporozhye, les tocó volver a esperar la respuesta proveniente de ese extremo. Bora estaba sentado con Tibyetskji en la habitación con suelo de tierra que hacía las veces de dormitorio del equipo de comunicaciones. En un momento dado, el ruso pidió una botella de agua, pero los alemanes no tenían. Bora le ofreció su cantimplora, pero (ya fuera porque temiese que lo envenenasen o drogasen, o simplemente porque no le gustó la oferta) Khan exigió que el comandante en persona le trajese una bebida cerrada del interior del tanque, junto con otros objetos de su propiedad, incluidos unos puros.

Bora lo dejó con los guardias armados y obedeció. En el abarrotado vientre del T-34, del que un entusiasta Scherer accedió a salir por un momento, le impresionó menos la sangre de los soldados muertos que las cajas de proyectiles y munición amontonadas. Pero lo que más le llamó la atención fueron las provisiones de fabricación americana de las que disfrutaban las dotaciones de los tanques rusos. El recuerdo de la desgracia de Stalingrado, sobre todo para la parte alemana, lo atravesó como un puñal; como si los alimentos enlatados, las chocolatinas Ration D, de elevado valor energético, y la leche en polvo le recordasen, de forma todavía más directa que el descomunal casco en el que se encontraba, que Alemania no podía ganar esta guerra. Reunió escrupulosamente todo lo que le había pedido el general y recomendó a su colega de los blindados que pusiese el resto a buen recaudo, lejos de la comprensible codicia de los soldados.

Pronto Khan bebía a sorbos de la botella una bebida con sabor a fruta tipo Fanta, de las que Alemania empezó a producir cuando Coca-Cola pasó a ser una marca enemiga y dejó de estar en venta.

—¿Dónde debo esperar la llegada de Bentivegni? —preguntó.

—En un lugar seguro, general Tibyetskji.

—¿Y mi tanque…?

—También. Y si no tiene ninguna objeción, enterraremos a su tripulación hoy mismo en el cementerio civil más cercano.

—No tengo ninguna objeción. Tuvieron una muerte limpia. Fueron afortunados.

Bora casi estaba de acuerdo, si se dejaba a un lado el detalle del fuego amigo.

—Tal como están las cosas, y con el debido respeto, estoy seguro de que entenderá que debemos tomar precauciones para su traslado hasta el lugar seguro, incluido un nuevo uniforme. Es posible que tengamos que vendarle los ojos durante algunos trechos. En cualquier caso, yo estaré a su lado; aunque, lamentablemente, con una pistola cargada.

—Con una pistola cargada. ¡No lo dirá en serio! Entonces ¿por qué me ha dejado mi propia arma, comandante?

Bora se esforzó por no sonreír.

—Le aconsejo que no intente usarla.

Y sin venir a cuento, en un alemán perfectamente comprensible, Khan exclamó, en tono familiar:

—Bueno, ¡qué demonios! —Le entregó la pistola a Bora y se relajó en su asiento—. Esperemos a recibir contestación de sus superiores antes de decidir cómo vamos a desplazarnos.

Bora guardó la pistola Tokarev, con el seguro puesto, en su maletín. Eran las dos y cuarto de la tarde según su reloj. La respuesta por radio de la oficina de Bentivegni debía de estar al caer. El hombre que vaciaba la botella frente a él, fornido y con el pelo rubio rojizo, respondía mejor al tipo de general ruso que Platonov; aunque decían que ni siquiera era ruso de nacimiento. A sus cincuenta y tantos años, Tibyetskji era la viva imagen de la salud, sin una sola arruga en la cara, e irradiaba una especie de resplandor. Sus botas, de la mejor calidad, la chaqueta de cuero fino que llevaba sobre la bien confeccionada casaca y los pantalones con refuerzos en la rodilla hablaban de su orden y pulcritud.

Bora se alegró de haberse preocupado siempre por mantener su aspecto de soldado, a pesar de la época del año y de las vicisitudes de la guerra, porque no se podía ir hecho un desastre delante de un graduado (e instructor) de la Academia Militar Frunze. Mientras cogía y tiraba la botella vacía a la papelera, dijo:

—Le admiro desde que iba a la Escuela de Caballería. Sus hazañas en Finlandia y después en Mongolia, contra la «División Salvaje» de Sternberg… Su victoria contra los blancos de Sternberg en Urga en el 21 fue ejemplar, aunque sus camaradas no supieron aprovecharla como era debido. En mi opinión, Shchetinkin le eclipsó al ejecutarlo.

Khan se enjugó las comisuras de los labios con un dedo índice recubierto de pecas. Observó a Bora durante casi un minuto antes de comentar, en tono divertido:

—¿Sabe? No va a conseguir que hable dándome coba.

Sus palabras le hirieron. A Bora le costó lo suyo disimular su enfado.

—Jamás se me pasaría por la cabeza adular a un oficial con rango de general, sea del ejército que sea, mi general. Solo pretendía sacar un tema de conversación. En mi respeto juvenil por sus habilidades militares, ingenuo como era, hasta planteé una pequeña teoría sobre sus comienzos, que no merece siquiera ser mencionada.

—¿Sobre mis comienzos? Lo dudo.

—Bueno, debe entender que tanto mi padrastro como otros miembros de mi familia lucharon contra la Revolución durante la guerra civil rusa, así que era tema de conversación frecuente en casa.

—Quiero uno de mis puros —se limitó a contestar Khan.

Bora los tenía preparados en el maletín; sacó uno y se lo encendió al general. Eran de la marca Soyuzie y venían envueltos individualmente dentro de una caja de madera exquisitamente tallada.

Tras el humo acre, Khan redondeó los labios alrededor del puro, entornando los ojos. Impenetrable como era el tibetano, esta mirada igual podía significar que, en su interior, estaba dispuesto a escuchar lo que Bora tenía que decirle, o que no sentía el menor interés por el asunto. Bora iba a tener que fiarse de su propio instinto en esta conversación. «¿Por qué estará aquí? —no dejaba de preguntarse—. ¿Qué es, aparte de un oficial de carros de combate? ¿Por qué nos ha dicho que conoce nuestros nombres y cargos? No es la forma de actuar propia de un oficial de inteligencia, pero por otra parte… Espero que localicen al coronel Bentivegni y que le hagan saber que está aquí».

—Continúe, comandante: ¿cómo aprendió tanto sobre mí?

—¿Aparte de estudiando sus tácticas? Vi todas las películas de 8 mm en las que aparecía usted: discursos en la Academia Frunze, maniobras con tanques, su homenaje en el funeral de Lenin…

—Pero no vería todas mis películas.

—Bueno, vi todas las que pude encontrar.

Khan pareció divertido.

—Los jóvenes oficiales: en todas partes del mundo son iguales. Por suerte, su juventud los hace tan estúpidos como ambiciosos: de lo contrario, serían peligrosos.

«Si no fuera quien es, jamás dejaría que me hablase en ese tono». Bora miró el reloj para no delatar su irritación. Pero por la forma en que sonrió Khan, es posible que adivinase sus verdaderos sentimientos.

A las tres menos veinticinco recibieron confirmación del gran interés de Von Manstein en el T-34 por medio de su jefe de Estado Mayor en Zaporozhye. La respuesta de la Abwehr en Zossen llegó poco después. Bora salió de la habitación solo el tiempo necesario para escuchar y descodificar los mensajes y pronto pudo anunciar que Bentivegni estaba dispuesto a reunirse personalmente con el general Tibyetskji «el viernes 7 de mayo como muy tarde».

Por suerte, Khan parecía dispuesto a aceptar la fecha propuesta. En realidad, para sorpresa suya, a Bora también le habían ordenado lacónicamente que no le vendase los ojos a Tibyetskji ni hiciese uso de otras medidas restrictivas. En silencio, empezó a tomar notas para sí mismo, pero levantó la mirada cuando el ruso le dijo, echándose el puro a un lado en la boca:

—¿No ha recibido también instrucciones para usted, comandante Bora?

Bora prefirió no contestar. Khan sonrió y estiró las piernas rematadas por las botas. Sin la gorra, la rebelde pelusilla rojiza que le cubría la gruesa cabeza relucía perlada de sudor, ya que hacía mucho calor en la cabaña de madera.

—Ya decía yo —comentó, cuando Bora no le vendó los ojos para el trayecto de vuelta.

Todavía había mucho por hacer, y no quedaba demasiado tiempo. Efectuaron llamadas a media docena de puestos de mando y oficinas desperdigadas por toda la región de Járkov antes de que Bora estuviese listo para ponerse en marcha. Mientras tanto, en el exterior de la cabaña, Scherer había usado ramas y redes para disfrazar el tipo y las marcas del T-34 en previsión de transportarlo. Ahora se moría por ponerse en camino.

—De aquí a la estación de tren de Smijeff Gottwald hay doce kilómetros —le dijo Bora a Scherer—. A campo traviesa con este trasto, tardarás… ¿cuánto? ¿Una media hora? Una vez allí, deberás cargar el tanque en el tren de mercancías con rumbo a Járkov y viajar con él hasta la estación de Járkov Lasevo.

—¿No es ese el distrito donde están las fábricas de tractores?

—Ese mismo.

—¡Creí que había quedado destruido durante las escaramuzas!

—No del todo. —Bora le entregó una hoja de cuaderno escrita a mano—. Mete el T-34 en el Edificio G por el momento. Aquí tienes instrucciones más detalladas. Me reuniré contigo allí en cuanto sea posible, para asegurarme de que todo va bien.

—¿Algo más?

—Sí. Voy a necesitar un uniforme de suboficial del cuerpo de tanques, botas y una gorra o sombrero de la talla de Tibyetskji. También una chapa identificativa y un Soldbuch creíble; mejor, sin fotografía. ¿Podrás ayudarme? Ya tendré bastante tarea con trasladarlo desde aquí hasta donde me dirijo.

Pronto Scherer consiguió hacerse con todos los artículos, excepto el calzado.

—Con que se quite solo la chaqueta, podrá cerrarse la camisa y los pantalones encima de lo que lleva puesto ahora. Siento lo de las botas: ahí no puedo ayudarte.

—Gracias por lo que sí has conseguido, Jochen. —Bora se echó las prendas de lona color verde junco sobre el brazo—. Te devolveré la chapa y el Soldbuch cuando nos reunamos en la fábrica de tractores. Y no pierdas de vista el tanque: el mariscal de campo quiere echarle un vistazo personalmente.

Scherer sonrió bajo la gorra negra con la insignia de la calavera.

—Antes tendrían que matarme, escocés.

Rugiendo y rechinando sobre un lecho de arbustos y arbolitos aplastados, el T-34 salió del bosque de Beriosovij en dirección al claro donde los granaderos de la 11.ª División lo esperaban para escoltarlo.

Transcurrió otra hora. Inquieto bajo la apariencia de absoluto control, Bora puso un pie en el umbral de la cabaña. Khan, sin prisas, dejó que el puro se le apagase en la boca, como si este no fuese un momento esencial en su vida ni acabase de matar de sendos disparos en la cabeza a los cuatro miembros de su tripulación.

Por fin, un coche presidencial City Soviet requisado, un robusto GAZ-61 de antes de la guerra que habían enviado de Smijeff escoltado por vehículos blindados, llegó dando sacudidas por los surcos de la carretera del bosque. Solo entonces Bora le entregó el uniforme del Panzerkorp al ruso.

—Si es tan amable, señor.

Khan observó la ropa con desdén. Sin dar signos de haber aceptado la invitación a ponérsela, descruzó las piernas con parsimonia.

—Un mechero, por favor —dijo—. Quiero terminarme el puro antes de salir.

Pero un momento después cambió de opinión; dejó caer el puro al suelo de tierra y lo aplastó con la suela de la bota. Antes de entregarle a Bora la chaqueta de cuero, sacó vanidosamente del bolsillo una foto de sí mismo saliendo de la torreta del tanque con el pecho cubierto de condecoraciones y empezó a cambiarse.

Desde el Donets, la ruta más rápida hacia Járkov era por la carretera que atravesaba Schubino y Bestyudovka. Bora ordenó al conductor del GAZ-61 y a los coches de escolta que tomasen ese itinerario, mientras que él llevaría al general en su vehículo por los senderos de tierra que conectaban las aldeas y las granjas por medio de largos tramos rectos. Sin desviarse de la carretera que atravesaba el bosque por el fondo del barranco hasta llegar al río Udy y a Papskaya Ternovka, tenía pensado seguir por el noroeste de Ternovoye, cruzar las vías del tren al norte de Bestyudovka y volver a rodear el bosque. Prácticamente a horcajadas entre los sectores de las divisiones de infantería 161.ª y 39.ª, realizando largos desvíos e improvisando sobre la marcha, tal vez consiguiera evitar los controles del SD y las SS. Si todo iba bien, llegarían a las afueras de Járkov, más concretamente a Babai, y, a través de senderos que no aparecían en los mapas, a su destino en Velikaya Ossnova.

De fuentes de la Abwehr, Bora tenía una idea bastante aproximada de la zona donde operaban las unidades del SD entre el Donets y Járkov. Los partisanos eran más activos al sur, donde los ataques guerrilleros habían hecho sudar sangre a la 15.ª División de Infantería; así que las SS prestaban escrupulosa atención a los movimientos en esa zona. Aun así, entrar en la ciudad firmemente ocupada con un general soviético disfrazado con un uniforme del Panzerkorp sin perderlo ante las SS iba a ser la parte más delicada del viaje.

Bora reflexionó sobre hasta qué punto había empezado a depender del adjetivo sonder, que siempre precedía a sus órdenes en este frente: «especial, particular»; paradójicamente, el mismo prefijo que designaba a las unidades móviles más brutalmente agresivas de las SS. Pero sonder quería decir que, normalmente, se le franqueaba el paso o, al menos, conseguía cruzar los distintos sectores negociando; como interrogador, necesitaba esta flexibilidad. Pero nunca se olvidaba de que en antiguo alemán sonder también significaba «carente de, sin».

Minutos después, extrañamente creíble con su nuevo atuendo, Tibyetskji observó cómo Bora doblaba su espléndida chaqueta para guardarla en una mochila y se metía la fotografía en la bolsa de cuero. Le pidió otro puro. Bora le ofreció la caja, pero el ruso cogió solo uno.

—Deben de tener gasolina de sobra si envían a tres vehículos como distracción.

Bora miró el reloj. Las cuatro y veinte. A estas horas, Scherer y sus hombres ya tenían que haber llegado a la estación de ferrocarril y, tal vez, ya hubiesen cargado el tanque en el tren que lo esperaba.

—Hay cosas, comandante Tibyetskji, por las que merece la pena derrochar gasolina.

Durante los primeros kilómetros, Khan no le dirigió la palabra a Bora. Pero en un momento dado, dijo:

—Veamos quién se supone que soy —para sí mismo, mientras abría con una sonrisa de desdén la cartilla militar que le habían proporcionado—. Un hombre de cuarenta años. Me siento halagado. Carpintero de profesión, quizá con una familia numerosa a la que mantener con la paga de un sargento primero.

Después esperó hasta que estuvieran rodeando la aldea de Ternovoye —pasando a lo largo de cercas destrozadas donde las algarrobas y las enredaderas alcanzaban la altura de un hombre—, ya fuese por modificar la impresión que había dado de que se negaba a toda conversación o por otro motivo, para dirigirse a Bora, que, por supuesto, estaba deseando que hablase con él.

—¿Qué me decía antes, comandante? No, no me refiero a lo de mis «comienzos», como los llamó usted, sino a las conversaciones de sobremesa de su familia sobre la Revolución de Octubre.

Bora miró al general.

—Eran más que conversaciones de sobremesa, general. Ambos lados de la familia estuvieron involucrados directamente.

—Eso me dijo.

—A mi padrastro y a unos cuantos primos mayores los enviaron directamente de las trincheras de la Gran Guerra a la frontera rusa… Por ejemplo, un tío abuelo político mío, o, mejor dicho, el cuñado de mi tía abuela materna, desapareció en 1919.

—Como desaparecieron miles.

—Bueno, nosotros perdimos al tío Terry, como lo llamábamos en casa. La tía abuela Albertina Anna estaba casada con Jan Terborch, un alemán de origen holandés. En 1918 su hermano pequeño, que hasta hacía poco había pertenecido a la Guardia Montada Sajona, se enroló en la Brigada Brandenstein para luchar contra los bolcheviques. Lo perdimos en Finlandia, después de que su joven destacamento de caballería ligera capitanease el ataque a la ciudad de Lahti, cortando la conexión entre las unidades de la Guardia Roja al este y al oeste de la región. Tiene una lápida (técnicamente es un cenotafio, ya que no está enterrado allí) en Enschede. Hasta escribí una redacción sobre él en la escuela.

—Ya veo. —Khan sacudió el puro y dejó caer algo de ceniza sobre el suelo del coche—. Ya veo —repitió. En realidad, parecía completamente ausente de las palabras que oía. Por debajo de los párpados, sus ojos de un azul grisáceo tenían la misma movilidad perezosa que los ojos de un gato. Bora no podía más que imaginar la clase de pensamientos, esperanzas y miedos que le rondarían por la cabeza a un desertor de alto rango en un momento como este y lo irrelevante que debía de parecerle la opinión de un hombre más joven sobre cualquier tema.

—¿Juega al ajedrez, comandante?

—¿Que si juego, dice? Pasablemente. A veces soy demasiado impulsivo.

—Ya veo.

Se hizo otro largo silencio. Bora tuvo que morderse la lengua para no romperlo. La tensión por su valioso pasajero y una curiosidad insoportable durante este extraño viaje junto al hombre que ayudó a eliminar al Sexto Ejército en Stalingrado lo corroían. No dejó traslucir ni un ápice de su nerviosismo, y, dadas las circunstancias, decir que era impulsivo era, como poco, improbable. Khan lo vigilaba con una mirada indolente y atenta. El puro se consumió hasta convertirse en una colilla, que apagó sin poner cuidado sobre el metal de la puerta del coche, para después volver a colocársela entre los labios.

Bora se concentró en la carretera. Era peligroso intentar atajar por los tentadores tramos despejados de tierra llana y regular que iban dejando atrás a ambos lados del vehículo. Entre las minas terrestres y la presencia de zanjas inesperadas y lodazales invisibles, lo más prudente era seguir el zigzag de senderos polvorientos, gorodas rectas o tortuosas de tierra batida y gravilla. A través de las ventanillas del vehículo les llegaban ocasionalmente el canto de los pájaros y el aroma de las hierbas silvestres, que se intensificaba al mediodía y, más aún, al atardecer. Los álamos y los arbustos sin nombre relucían como plata a orillas de arroyos y canales.

Se encontraron con uno, dos, tres controles del ejército en puentes y cruces de carreteras. En todos los casos, Bora detuvo puntualmente el vehículo a unos cuantos metros de distancia y apagó el motor. La policía militar lo dejó pasar todas las veces, sin prestar mucha atención al suboficial del Panzerkorp que iba en el asiento del pasajero. Después volvieron a pasar junto al coche los campos y barrancos, las granjas demolidas, la hierba maloliente y las flores que ocultaban, o al menos disimulaban, la extensión firmemente ocupada a esta orilla del Donets.

Khan miró por la ventanilla. Por fin la colilla del puro se le encajó en la comisura de los labios al hablar.

—Bueno, ¿y qué nota sacó en la redacción sobre ese pariente suyo?

Bora se sintió agradecido de que volviera a dirigirle la palabra.

—La máxima puntuación, general. Más que nada porque realicé una especie de samokritika al mencionar con espíritu de autocrítica mi corazonada de que el tío Terry no había caído, ni mucho menos, sino que después había seguido una gloriosa carrera militar en la Unión Soviética.

—Intrigante. Deme otro puro.

Bora obedeció y le acercó el mechero encendido a su pasajero.

—«Así son los caprichos del destino», comenté, y enumeré los argumentos a favor de mi tesis. Reconocerá que hace falta tener agallas para hacer una afirmación así como cadete en la Escuela de Caballería.

Khan dio una calada.

—Puede coger un puro.

Por no mencionar las semanas que se había pasado en un hospital de Praga luchando contra una neumonía, Bora había dejado de fumar en junio del 41, lo cual le había despejado la nariz y los pulmones y proporcionado una percepción agudizada durante sus labores de reconocimiento. Un puro era lo último que necesitaba, pero, sagaz, sacó un segundo Soyuzie y lo encendió.

Fumaron sin intercambiar palabra desde el siguiente cruce de carreteras hasta el otro lado de las vías, al norte de Bestyudovka, sin mirarse, y enviando una nube acre hacia el techo de lona del coche que salía por las ventanillas del vehículo.

—¿Puedo preguntarle algo, general Tibyetskji?

—Solo si no está relacionado con mi misión actual.

—No, descuide. Durante la guerra civil, ¿habría derrotado a Ungern si sus tropas no se hubiesen amotinado de camino al Tíbet?

—Sin duda. Estaba acabado.

Otra vez silencio. Cerca de Babai, a menos de diez kilómetros del límite de la ciudad de Járkov, por primera vez, Khan pareció perder una pizca de su frialdad. ¿Acaso se traicionó a sí mismo? No. Bora simplemente lo intuyó, aunque no pudiese explicar por qué. La sensación se esfumó tan rápidamente como había llegado y sin duda también se esfumó en el ruso lo que la había provocado.

Cuando llegaron a las puertas de la ciudad, Khan ya volvía a ser todo un paradigma de compostura o, casi, del aburrimiento del viajero. Con los ojos cerrados, mantuvo los brazos cruzados y relajados sobre el amplio pecho.

—¿Alguno de los suyos se volvió loco el invierno pasado? —La pregunta parecía no venir a cuento. De nada servía preguntarse si Khan dispondría de información suficiente sobre Bora como para saber que había estado en Stalingrado; y, además, Bora pensó automáticamente en Stalingrado al oír la pregunta, pero esto no tenía por qué ser necesariamente lo que su pasajero tenía en mente. El retraso de Bora al contestar podía considerarse ya una respuesta. Khan mordisqueó el puro, sin abrir los ojos—. Algunos de los nuestros se volvieron locos. Por no hablar de los civiles. Si no se tiene una convicción ideológica firme, uno pierde la cabeza.

—Bueno, yo creo que uno puede volverse loco independientemente de la ideología.

La conversación terminó ahí. Ahora se encontraban en la periferia industrial de la ciudad, donde espacios abiertos y descuidados alternaban con zonas fabriles edificadas, y exclusas y carreteras de servicio discurrían a lo largo de verjas destrozadas y muros ciegos. Chimeneas derruidas, como torres decapitadas, formaban pirámides de ladrillos rojizos. Los caminos secundarios que seguía Bora, embarrados por las tuberías rotas, se abrían paso como gusanos entre pilas de escombros.

Mirando por la ventanilla por primera vez en varios minutos, Khan comentó:

—No hemos tomado la carretera principal a la ciudad, precisamente.

Bora se planteó sus opciones en silencio. La parte más peligrosa del viaje era la que tenían justo por delante, a lo largo de los dos últimos kilómetros que los llevarían hasta el distrito de Velikaya Ossnova. Sobre sus cabezas, el día, que hasta entonces había estado completamente despejado, empezaba a cambiar. Una cadena de nubes provenientes de poniente pronto se tragaría el sol, que ya estaba en descenso, y era posible que fuese a llover. Bora se lo tomó como un presagio.

—A partir de aquí, debería conducir el militar de menor rango. Es más creíble —dijo, mientras frenaba y detenía el coche el tiempo suficiente para intercambiar asientos con Tibyetskji—. Le iré indicando.

En cuanto la estación y las muchas vías que llevaban hasta el Donbas se hicieron visibles por delante del vehículo, junto con las fábricas de ladrillos del sureste, otro control, esta vez de las SS, les cerró el paso.

—Sea cual sea el nivel de alemán que tenga, póngase esto debajo de la lengua —le dijo Bora a Khan respondiendo a un impulso, y le entregó lo primero que encontró en el bolsillo: el botón que había recogido en Krasny Yar. Pero el ruso se le había adelantado. Ya se había colocado la colilla apagada del puro entre los molares superiores y la mejilla derecha, fingiendo un absceso que serviría para justificar cualquier imperfección en su habla.

—Los documentos, por favor, Herr Major. —Los hombres de las SS se inclinaron hacia delante para inspeccionar el interior del vehículo.

Bora llevaba varios salvoconductos escritos a máquina que le permitían desplazarse solo o con chófer a cualquier hora del día y de la noche. Presentó los papeles y el examen pronto fue seguido por un:

—De acuerdo. Gracias, Herr Major.

Pero cuando le llegó el turno a Khan, los de las SS escudriñaron el Soldbuch del Panzerkorp durante mucho tiempo, pasando las páginas hacia adelante y hacia atrás. No dijeron nada; simplemente lo leyeron con detenimiento a unos cuantos pasos del vehículo. Inmóvil en el asiento del pasajero, Bora los miró. Eran muchachos jóvenes, sustitutos bisoños que no podían tener más que unas pocas semanas de adiestramiento. Ostensiblemente, se echó hacia atrás el puño izquierdo de la camisa para mirar el reloj, ya que consultarlo de manera furtiva hubiese delatado su nerviosismo.

—¿Hay algún problema con mi conductor? —dijo, con la dosis exacta de irritación—. Pueden retenerlo aquí si lo desean; ando demasiado escaso de tiempo como para pasarme el día entero aquí sentado.

Los hombres de las SS rápidamente les devolvieron los papeles y se echaron a un lado para que pudiera pasar el vehículo.

Una vez en Velikaya Ossnova, los oficiales volvieron a intercambiar puestos. Khan, divertido, escupió la colilla del puro y un salivazo junto con esta.

—Seguro que no me habría dejado allí atrás, en el control; ¿cierto?

Bora miró al general, sereno.

—¿Usted qué cree?

—Que un hombre que está dispuesto a salir de un aprieto a balazos sabe reconocer a otro.

No se toparon con más retrasos ni volvieron a entablar conversación hasta llegar al centro de detención. Bora penetró por el acceso para vehículos hasta el patio interior, alejado de la calle, aparcó y se acercó a abrirle la puerta al general. Khan sacó una pierna para apearse con el mismo movimiento relajado con el que había salido de la torreta del tanque. Permaneció sentado un momento más, mirando desde abajo al alemán.

—¿Qué nota sacó en la redacción sobre los comienzos de mi carrera?

—La máxima puntuación, igual que en la redacción sobre el tío Terry.

—Ah. Un buen estudiante. —Khan salió del vehículo y se alisó la camisa de lona sobre las caderas—. Y, seguramente, un buen jugador de ajedrez. Tendremos que hablar de ello en alguna ocasión. Aunque no me imagino cuándo.

En la tercera planta, las habitaciones acondicionadas para prisioneros especiales formaban una hilera de un extremo del pasillo hasta el otro. Platonov ocupaba el dormitorio más alejado del descansillo, pero, aun así, los gritos que le provocaban las pesadillas resultarían perfectamente audibles desde el mismo piso. Bora subió directamente una planta, por delante del general, hasta la única habitación reservada al interrogador.

A finales de los años treinta, todos los pisos del edificio habían estado habitados por hombres de negocios e ingenieros alemanes que venían de visita. Naturalmente, todas las habitaciones estaban llenas de micrófonos y, entonces como ahora, las ventanas eran altas y estaban cubiertas por rejas sólidas y artísticas. En esta habitación, el moderno papel pintado con estampado en zigzag recordaba los tejados estilizados de unas fábricas y unas chimeneas expulsando vapor. Durante las batallas por el control de Járkov, había desaparecido el exquisito mobiliario, y la Abwehr había tenido que rebuscar por todas partes hasta dar con camas pasables y unas mínimas comodidades.

Khan echó un vistazo al interior antes de entrar.

—Las he visto mejores.

No podía responderle que él hubiera preferido con mucho que enviasen al desertor en un vuelo directo desde el aeródromo de Rogany hasta Berlín, y no hacía falta que Bora le recordase a Tibyetskji que se estaba limitando a cumplir sus exigencias de esperar a que llegase Bentivegni.

—Pronto le traerán sus cosas para que pueda cambiarse. Incluidos su foto y los puros. ¿Puedo proporcionarle algo más, general?

Khan se sentó en la cama para probar el colchón.

—Sí: mis provisiones. No hace falta que me preparen las comidas, comandante. Como ha visto, he traído suficientes alimentos enlatados para dos semanas. Me niego a tomar nada más. Por la mañana, lo único que necesito es una ración de chocolate.

—Entendido. Pero debo insistir en que se someta a un chequeo médico rutinario antes de marcharme.

—¿Qué? No me haga reír. ¿De verdad cree que tengo pensado suicidarme después de tomarme tantas molestias?

—Debo insistir. Si lo prefiere, estaré presente en la misma sala.

—Es ridículo. Haga venir a su matasanos, y que sea rápido.

Dio la casualidad de que Weller se encontraba en el edificio, tomándole la tensión al general Platonov. Siguió a Bora hasta el último piso, efectuó rápidamente el chequeo, no encontró nada fuera de lo corriente en Khan y se marchó.

Eran las seis y trece según el reloj de Bora. Hora de encontrarse con Scherer en la fábrica de tractores. Antes de salir del centro de detención, se interesó por el Número Cinco con una variación sobre la pregunta de siempre.

—¿Ha preguntado por mí?

—No, Herr Major.

—¿Algo que añadir?

—Solo que no nos ha insultado, Herr Major.

Típico de ese canalla, pensó Bora: reaccionar a la primera noticia que tenía de su familia en años simplemente no insultando a sus carceleros. Se paró a rascarle la rolliza espalda a Mina de camino a la salida del edificio. Empezaba a oscurecer rápidamente, aunque las nubes aún no se habían alzado para cubrir el cielo. Tomó la calle Moskalivska hasta Rybna, cruzó el puente sobre el río Járkov y bajó por la vieja carretera de Moscú/Staro Moskovskaya hasta el distrito donde se encontraban las fábricas de tractores. Pronto se encontró conduciendo solo por los anchos bulevares que llevaban a las afueras de la ciudad. Las calles laterales empezaron a escasear, dejó atrás la central humeante y el cementerio militar ruso y aún Bora seguía las señales en caracteres góticos que rezaban, en alemán, «Nach Ch. T. S».

El Charkov Traktorenwerk Siedlung era un pequeño asentamiento industrial situado en el límite de la ciudad que había sufrido mucho durante las repetidas batallas por Járkov. En la casi oscuridad que ya reinaba, Scherer esperaba en la calle Narodna, frente al edificio G. Bora le devolvió el uniforme del cuerpo de tanques y el resto.

—¿Has tenido algún problema para llegar hasta aquí, Jochen?

—Ninguno; solo que nos costó lo nuestro cargar el tanque en el maldito tren.

—¿Y el convoy?

—Está aparcado a la vuelta de la esquina. Ya estaba aquí cuando llegamos. Cabreados, los cazas rusos les dispararon cerca de Bestyudovka. No ha habido víctimas, pero una de las ráfagas a punto estuvo de acertar al coche. Si quieres que el GAZ-61 esté de vuelta en Smijeff mañana, mis hombres y yo te escoltaremos parte del camino, hasta reunirnos con nuestra unidad. No olvides llevarte el baúl con la comida del ruso; dentro tiene golosinas de todo tipo. Entonces ¿qué piensa hacer el mariscal de campo? ¿Mandar a buscar el T-34 u ordenar que lo desmonten aquí para examinarlo?

—Llega en el vuelo de mañana por la mañana, así que quizá se pongan manos a la obra con él aquí, en Járkov. O en Zaporozhye.

Scherer dedicó una mirada pensativa al bulto oscuro y amenazador que llenaba el hangar a sus espaldas.

—Vamos a necesitar algo más de lo que tenemos ahora para enfrentarnos a este modelo, si es que tienen pensado emplearlo en cantidades. Es tan nuevo que la pintura todavía está fresca. Me pregunto cuántos más tendrán en la manga.

—Tengan los que tengan, haremos buen uso de este. Arranca el tanque y sigue mi vehículo hasta la calle Ivan Frank: allí hay un sitio mejor para guardarlo durante la noche.

Tras dejar el T-34 a salvo, a la espera de la visita de Von Manstein, en un refugio subterráneo situado en la calle Luis Pasteur (en ucraniano, Lui Pastera), siguiendo una corazonada Bora decidió no tomar el atajo a Merefa a través de los barrios del sur, por si Platonov había cambiado de opinión y quería verlo esa noche. Aunque habían pasado menos de dos horas, los guardias del centro de detención le dijeron que el Número Cinco había preguntado insistentemente por el interrogador durante los últimos cincuenta minutos. A pesar de que él también estaba impaciente, Bora decidió hacer esperar un poco más al viejo y, en vez de ir a verlo, subió a la habitación de Tibyetskji. Allí se encontró a Khan profundamente dormido, así que le pidió al guardia que dejase el baúl junto a su cama y se marchó sin despertarlo.

Platonov era la viva imagen de la muerte. Con el rostro grisáceo y demacrado, estaba sentado con la fotografía de sus familiares bocabajo sobre la mesa.

—¿Dónde la tomaron?

Aparte de su nombre y número de identificación, era la primera frase que Bora le oía decir.

—Tengo órdenes de no decírselo —contestó en tono seco.

—¿Quién ordenó que la tomaran?

—Tengo órdenes de no decirle eso tampoco.

—El calendario lleva la fecha de este mes. Tiene que ser cosa suya, cosa de los alemanes.

—¿Eso cree?

—Exijo saber…

—No pienso aceptar sus exigencias, general.

—Pido saber…

Bora movió la cabeza de un lado a otro en un gesto de indiferente rechazo. A estas alturas, Platonov debía encontrarse en un estado de absoluta confusión. Independientemente de los motivos de Stalin para hacerle creer que su mujer y su hija estaban muertas, ahora mismo no tenía forma de saber si estaban encarceladas (que no lo estaban); ni siquiera podía estar seguro de que se encontrasen en manos alemanas, ya que el calendario que aparecía en la fotografía era ruso (Bora había insistido en este punto). Dado lo poco que sabía Platonov, y esta debía de ser la duda más cruel de las que lo inquietaban, podían haberlas ejecutado en los días transcurridos desde que se tomó la fotografía. Al dejar la imagen bocabajo, intentaba reducir el inevitable dolor que le causaba preguntar por ellas. Bora le dio la vuelta. A él también le producía cierto dolor verlas: las mujeres eran hermosas y esto también a él le afectaba. El amor de Platonov por ambas era legendario: según se decía, había intentado suicidarse en la cárcel cuando le habían dicho que habían muerto. Era razonable pensar que si ahora le hablaban de sus mujeres, estuvieran vivas y en manos de los alemanes. Es lo que le sugeriría la lógica a una persona lúcida. Pero era posible que Platonov no estuviese en absoluto lúcido esa noche. Tras su liberación, se había pasado casi dos años luchando en nombre de un sistema que le había privado de todos sus vínculos y resquicios de esperanza hasta convertirlo por fin en una máquina de guerra gracias a su completa e infinita falta de expectativas. Pero ahora… Bora sentía una falta total de compasión (lo cual no quería decir que no entendiese cómo se sentía el viejo). Para él era cuestión de conseguir lo que quería, poniendo cuidado en no dejar traslucir que no tenía intención de hacerles daño a las mujeres: porque, si en uno de los platos de la balanza estaba la incertidumbre de Platonov por ellas, en el otro se encontraba el estoicismo que había demostrado en la cárcel de Stalin, cuando pensó que no le quedaba nada que perder.

Platonov no consiguió obligarse a decir en voz alta que había dado a su familia por perdida hasta el día de hoy. En voz baja, susurró:

—Creí… Es la primera vez en seis años que veo una imagen de ellas.

—Puedo ordenar que las escolten hasta aquí para verlo. —El único signo de familiaridad que mostraba Bora (y era intencionado, como cada uno de los detalles de su comportamiento con los prisioneros) era el hecho de que estaba de pie con las manos en los bolsillos de los pantalones. Rozó con las yemas de los dedos el botón de Krasny Yar y por un segundo los muertos del bosque, la garganta degollada y la cabeza decapitada estuvieron con él, allí mismo, en la habitación.

—Júreme que es cierto, comandante. —Y, al ver que Bora no decía ni hacía nada, la voz del prisionero se volvió grave y baja, como un sollozo reprimido—. ¿Qué quiere a cambio?

—Mis necesidades siguen siendo las mismas. —Del maletín que tenía a los pies, Bora sacó un cuestionario que él mismo había escrito a máquina en ruso, unos cuantos folios unidos por un clip, que dejó sobre la mesa. Platonov echó una ojeada a la primera página y se la devolvió a Bora, tirándosela, asqueado.

—Tráigame a mi familia.

Firme, Bora volvió a colocarle el cuestionario delante. Se examinaron el uno al otro a través del reducido espacio que los separaba. Tras haberse enfrentado a la enorme vitalidad de Khan aquella tarde, lo que tenía delante no era más que una silueta, los despojos maltratados de un ser humano: unas cuantas horas y una sola fotografía habían bastado para aplastar lo poco que quedaba de un hombre que se había resistido a la tortura. Bora tuvo que pensar en sus días en Stalingrado para armarse de valor y evitar toda empatía.

—No. Me niego a esperar hasta por la mañana. Ya he esperado suficiente.

Era la primera y única insinuación de que las mujeres iban a llegar al centro de detención al día siguiente. Platonov quedó visiblemente conmocionado. Hasta ahora, tal vez hubiese sospechado que todo era un truco; así que Bora aprovechó el momento.

—Puedo decirle que cumplieron cuatro años de trabajos forzados al suroeste de aquí, en la refinería de Kremenchug. Las liberamos en el 41. Están bastante bien de salud, como puede ver por la fotografía. Tengo entendido que su mujer perdió tres dedos del pie derecho durante su condena, pero, dadas las circunstancias, podría haber sido mucho peor. Según mis informes, su hija Avrora Glebovna también goza de buena salud. —Bora no apartó la mirada, ni siquiera cuando Platonov empezó a temblar—. Mientras se encuentren bajo mi tutela, general, respondo de su seguridad. Pero si llegase a perder su supervisión, créame: puede ocurrir cualquier cosa. Yo también tengo mujer, le hablo de marido a marido. En cuanto su mujer y su hija entren en este edificio, responderé por ellas personalmente; le doy mi palabra de honor. Pero no estoy dispuesto a soportar más retrasos, y además exijo garantías.

Por extraño que pareciese, lo mismo le había ocurrido en otras ocasiones con prisioneros que estaban a punto de rendirse: de pronto, sus protestas se volvían huecas, pronunciadas en un tono monótono que contradecía la contundencia de las objeciones que expresaban.

¿Garantías? Soy teniente general soviético.

—Y yo soy un interrogador alemán. Las autoridades soviéticas ni siquiera le comunicaron que sus familiares habían sobrevivido a su desgracia, mientras que nosotros las hemos traído hasta usted.

—Podría ser una trampa.

—No, no. Es un trueque, general Platonov. Y cuando uno hace un trueque, no hay pagarés que valgan.

Platonov se aferró a los reposabrazos de su sillón de terciopelo verde para evitar ponerse a temblar. La mandíbula inferior le colgaba, medio abierta, como a un hombre muy anciano, y parecía haberle invadido un terrible cansancio que lo había descompuesto. Daba la impresión de que de un momento a otro iba empezar a perder los miembros uno a uno, como una marioneta rota.

Bora estaba utilizando lo único que se podía utilizar contra él. Se oyó a sí mismo decir:

—Empecemos, general. —Y, como desde cierta distancia, casi se vio cuadrando con esmero los folios sobre la mesa y evaluando el efecto del carisma y la belleza que tantas veces le habían ayudado en su todavía joven existencia.

Como si uno pudiera fiarse de las apariencias. Como si Stalingrado, a pesar de haber salido cuerdo, no le hubiese arrebatado la mayor parte de la cortesía que antes formaba parte indisoluble de su ser. «Esto es cosa del demonio —pensó, en tono sombrío—. He pasado de representar el papel de un ingenuo Adán en el Edén a encarnar el de la serpiente. Pero también la serpiente tenía sus motivos». Independientemente de las intenciones que tuviese Stalin para hacer creer a Platonov que había matado a sus mujeres, debía de resultarle intolerable empezar a albergar esperanzas en este momento y, además, a manos del enemigo. Absolutamente todo en la postura desesperada del prisionero suplicaba clemencia, y Bora tuvo que esforzarse por no demostrar ni una pizca de la compasión que intentaba abrir una fisura en su fría resolución.

—Déjeme repasar una vez más lo que hemos dicho durante los últimos días. Usted trabajó de cerca con el general Konev. Sabemos que se reunió con los mariscales Zhukov y Vasilevski en abril y sospechamos que le ordenaron que ayudase a organizar el frente en torno a Voronezh. Entiendo su reticencia a la hora de hablar, y aún más a la de dar detalles, puedan considerarse secretos militares o no. Así que he preparado este cuestionario, en el que se enumeran los posibles cambios que su alto mando pudo efectuar en la composición de las divisiones, blindadas y de fusileros. Queremos que señale la opción que más se acerque a la verdad. Y queremos saber qué papel podrían desempeñar los oficiales de alto rango que aparecen al final del cuestionario en cualquier operación futura.

«Quiero, queremos»: Bora dosificó cuidadosamente el pronombre personal para trazar una línea imaginaria entre lo que quería el ejército alemán y lo que él, Bora, estaba dispuesto a hacer para llegar a un compromiso con él.

—Desde el momento en que me informaron de la existencia de Selina Nikolayevna y Avrora Glebovna —prosiguió—, tengo a otros con métodos más contundentes —no hacía falta que lo dijese, Platonov entendió que se refería a colegas de inclinación política más radical, o las SS— para mantenerlas bajo la protección del ejército. Ya que hablamos de garantías, permítame que le repita que no puedo garantizar su permanencia en territorio controlado por el ejército, bajo custodia militar, a medida que pase el tiempo, colabore usted o no. Pero si colabora ahora, le prometo que las mujeres estarán en este edificio mañana a media mañana y que haré todo lo que esté en mi mano para garantizar su bienestar en el futuro. Es cierto: he discutido con algunos colegas míos por ellas. Me he jugado el tipo, como suele decirse, y hasta ahora no ha servido de nada.

Platonov bajó los ojos hasta el folio que tenía delante. A base de Dios sabía qué esfuerzo, había recuperado su aspecto impasible y el ceño fruncido, pero se lo veía tan pálido y abrumado que Bora pensó que debía prevenirlo:

—Procure no ponerse enfermo estando bajo mi responsabilidad, señor. No pienso aceptarlo. Plantéeselo de esta manera: si no hubiese conseguido destruir los documentos que llevaba encima cuando lo capturamos, ya tendríamos esa información.

—¿Ha llegado un prisionero nuevo esta tarde? —Ganar tiempo era una táctica muy vieja; Platonov debía de estar quedándose sin ideas si recurría a ella—. Oí pasos —continuó, intentando cambiar de tema—. ¿A quién más tienen aquí?

Bora sacó un lápiz.

—Sé muy bien que le gustaría saberlo, general. —Lo dejó sobre la mesa—. Revisaremos inmediata y cuidadosamente las respuestas que marque, así que haga el favor de no ofendernos escribiendo lo primero que se le venga a la cabeza.

—Tengo que pensármelo.

—No. Tiene que darme lo que quiero. Y mañana le daré lo que quiere usted.

—¿Y si me niego?

—Si se niega, quedaré liberado de mi parte del trato, y ciertamente no me expondré a otro desacuerdo con mis colegas por sus familiares. No pienso salir de la habitación hasta que empiece a escribir. Podría pasarme toda la noche en la sala si hace falta, estoy acostumbrado a no dormir. No voy a hacerle esta oferta una segunda vez. Ahora son las ocho menos diez.

La mayoría de las opciones que aparecían en el folio de Platonov estaban numeradas. Lo único que tenía que hacer el prisionero era rodear con un círculo el número correcto. Con apariencia de absoluta tranquilidad, Bora permaneció sentado frente a él, con el codo derecho sobre la mesa y el mentón apoyado sobre los nudillos de la mano derecha. Por extraño que pareciese, la compasión que había sentido había ido menguando hasta desvanecerse. Cada vez más rápidamente, la impaciencia empezaba a surgir y a competir por encontrar su lugar.

—Ya me conoce lo suficiente, comandante, como para darse cuenta de que no puedo…

—Son las ocho menos siete.

—Y utilizar este… este método…

Bora pensó en las horas que se había pasado persuadiéndolo, razonando con él, intentando convencerlo, y ahora que estaba tan cerca de quebrar la resistencia de Platonov, su irritación le producía casi un dolor físico. Platonov, sudando, lo miró fijamente.

—No puedo, comandante.

—Las ocho menos seis.

Un animal acorralado puede ponerse tenso o desplomarse, morder o arrastrarse. Puede recurrir a una astucia desesperada que quizá le proporcione el éxito o el completo fracaso. Los ojos de Platonov se clavaron en su interrogador, sondeándolo en busca de crueldad o vacilación.

—Pero tal vez pueda… pueda darle…

—¿Qué? ¿Pueda darme qué?

—Pueda darle… —El rostro de Platonov no era más que una calavera recubierta de una carne macilenta—. Otra cosa.

Eran palabras vacías; no era la primera vez que Bora oía decir tonterías a un prisionero acorralado. El intento de desviar su atención lo puso furioso. «¡Va a darme lo que quiero!», estuvo a punto de gritar; pero se contuvo. Un hombre que se está ahogando promete cualquier cosa para que lo salven, para que le tiren una cuerda: y cuando uno no tiene absolutamente nada, cualquier cosa puede ser incluso más de lo que andaba buscando.

—Defina «otra cosa».

—¿Cuánto gana un comandante del ejército alemán?

Por un momento, Bora pensó que no lo había oído bien. Siguiendo un impulso absurdo, una especie de apagón de la razón, estuvo muy cerca de sacar la pistola y dispararle en la cara al viejo, allí mismo, sentado donde estaba. Tan solo un levísimo razonamiento (que era posible que Platonov contase con salir de la situación de esa manera tan drástica) le detuvo la mano el tiempo necesario para recuperar el control. «Conseguí no perder la cabeza cuando todo estaba perdido —se obligó a pensar—; conseguí no perder la cabeza cuando todo estaba perdido. No perderé la cabeza ahora».

—General —dijo, lentamente—, son las ocho menos cinco. Quedan cincuenta y cinco minutos y noventa y siete preguntas.

Cuando Bora salió de la habitación, el prisionero había marcado la mitad de los folios. Era obvio que Platonov estaba demasiado agitado como para continuar: empezó a hablar de forma incoherente y le faltaba el aire, así que tuvo que volver a llamar al sanitario. El melancólico Weller llegó fielmente y, según le dijo, el prisionero estaba tranquilo y descansando poco después de las nueve, momento en que Bora efectuó la llamada para pedir que enviasen a la familia de Platonov a Járkov. Por la mañana esperaba sacarle el resto de la información, antes de acercarse personalmente a la estación de tren de Ossnova para recoger a las mujeres.

Se sentía psicológicamente cansado. Todo este esfuerzo a cambio de una información que tal vez Khan Tibyetskji proporcionase a la Abwehr pronto, voluntariamente y multiplicada por diez. Pero había que sacar todo lo que sabía a cada prisionero, y cuanta más información se tuviese, más detalles se podían comparar.

Cuando Bora llegó a Merefa, estaba oscuro como boca de lobo. Todas las noches, a esta hora, la fiebre, como un amigo fiel, volvía a subirle. No le molestaba demasiado, aunque, al encontrarse en pleno verano, sufría más por el calor. Se lo tomaba con calma porque le habían dicho que duraría unas cuantas semanas o meses más. Había cosas mucho peores.

Pero, aun así, estaba tenso. Los acontecimientos del día lo turbaban, casi lo mareaban. Lo que por fin había conseguido sacarle a Platonov preparaba el terreno para más resultados, y la llegada al mismo tiempo de un desertor de alto rango superaba con mucho las expectativas de todos… Bora se preocupaba por preocuparse. Como si, cuando las cosas por casualidad iban como debían, se hiciese un vacío de tensión que tenía que llenar de alguna manera. La preocupación llenaba este hueco, porque siempre había algo por lo que estar intranquilo.

No esperaba oír de boca del centinela que Nitichenko, el sacerdote ruso, lo esperaba frente al patio de la escuela, junto a la hilera de tumbas.

—Ese bicho raro —refunfuñó—. ¿A estas horas? ¿Qué querrá?

El centinela no lo sabía. Bora cruzó el triángulo de luz tenue que proyectaba la puerta abierta, donde una verja, más allá de las tumbas, surgía de la tierra como un monstruoso juego de colmillos.

—Victor Panteleievich, ¿qué hace aquí?

Povazhany Major, bratyetz. Hermanito, Nuestro Señor me envía hasta usted.

—Nada más y nada menos. —Bora aspiró el aire fresco de la noche. Dos años en Rusia lo habían acostumbrado a estos apelativos familiares y ya no le extrañaba que las ancianas lo llamasen «papaíto» o «abuelo» o que un sacerdote se dirigiese a él como «hermanito»—. No soy digno.

—Está utilizando la ironía, bratyetz, pero todos nos encontramos bajo la mirada y el puño del Todopoderoso.

—Sí, algunos más que otros. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Debe prenderle fuego al bosque de Krasny Yar.

«Estos babuinos rusos». Irritado, Bora esbozó una media sonrisa en la oscuridad.

—Si el Todopoderoso quisiese ver arrasados por el fuego todos los lugares en los que se mata a personas, Victor Panteleievich…

—Solo aquellos en que se lleva a cabo la labor del demonio. —Con la mano izquierda extendida sobre el pecho y la derecha levantada, iluminado por la rendija de luz fantasmal de queroseno, Nitichenko se parecía más a Rasputín, el monje loco, que a un ministro de la Iglesia ortodoxa ucraniana autocéfala—. Los domovyki han sido expulsados al bosque desde las ruinas de las aldeas arrasadas por la guerra.

La labor del demonio. ¿No había pensado en su papel de interrogador en los mismos términos? Bora inhaló el aire nocturno como si su frescor pudiera bajarle la fiebre.

—¿Los domovyki? Si es así —dijo—, no me parece buena idea intentar expulsar a esos espíritus domésticos también del bosque. Además, ¿no es cierto que se marcharon en cuanto llegó el comunismo?

—Puede que sea cierto, hermano en Cristo. Y Krasny Yar ha estado maldito desde entonces.

—Bueno, Krasny Yar no se encuentra bajo mi jurisdicción, Victor Panteleievich. Y si sus bendiciones no dieron resultados, ¿qué espera que haga el fuego? Prefiero que a los espíritus no se les meta en la cabeza venir a dormir con usted, o conmigo.

—Sigue utilizando la ironía, comandante. Eso es una insensatez.

Bora le hizo un gesto al centinela de que echase al sacerdote.

—No tanto como creer en los duendes. Y ahora váyase a casa y dé gracias de que hoy esté de buen humor.

En el interior, Kostya había servido la cena, comida enlatada que Bora no sentía deseos de abrir ni de comer. Había llegado el correo, algunas de las cartas traídas a mano por colegas, hojas escritas a máquina o a mano, muchas veces sin sobre. No había cartas de casa, pero una nota con la firma de Stark le informaba de que un sobre sellado le esperaba en la oficina del director del Ministerio en Kiev.

De inmediato, Bora se hizo ilusiones: Schallenberg, Standartenführer de las SS y la nueva pareja de la madre de Dikta, había viajado a Kiev hacía poco; así que era posible que el sobre confidencial todavía sin abrir proviniese de manos de ella a través de él. O tal vez no. Bora era prudente: había aprendido a tomar la esperanza a bocados muy pequeños, y se prohibió a sí mismo pensar en nada más de lo que decía la nota. En cualquier caso, pronto lo sabría, ya que el Geko Stark le prometía hacerle llegar el correo puntualmente.

Sentado en su catre, Bora leyó el resto de las cartas: mensajes de soldados que pedían servir bajo su mando, que solicitaban ser elegidos para el nuevo regimiento. Muchas de las cartas provenían de los que habían servido con él en Stalingrado o de los que había ido recogiendo por el camino tras escapar de la trampa mortal, arrastrándolos hasta la salvación a través del invierno ruso (si regresar a las líneas alemanas podía llamarse salvación).

Le preocupaba que lo considerasen un talismán, uno de esos comandantes afortunados bajo los cuales el enemigo no te mata. Los deberes de su nueva unidad no solo conllevaban peligro: eran el peligro en sí, un peligro diario; solo distinto del que se corre en un sitio porque uno puede desplazarse mientras le disparan. Y sin embargo, entre ellos lo llamaban familiarmente unser Martin: «nuestro Martin», reclamando la proximidad de la confianza. Pedían recomendaciones a su comandante, vicario o cirujano militar actual, a pesar de que la mayoría de ellos jamás se habían subido a un caballo. ¿A cuántos podía decirles que sí, incluso dando por hecho que las reglas permitiesen su traspaso?

Todos los días, hiciera lo que hiciese Bora, Stalingrado estaba presente, como una monótona cancioncilla de fondo. Por las noches, extirpaba Stalingrado de su memoria. No permitía que la angustia cruzase el espacio, en ocasiones físicamente reducido, que le rodeaba. En aquella isla, el sueño le llegaba pesado, brutal; como un sello que hiciese su mente impermeable al recuerdo. A veces pensaba que los criminales llevan una vida parecida, privándose voluntariamente de partes enteras de su experiencia, un proceso de automutilación necesario para seguir adelante. No era indulgente consigo mismo, jamás. «Me conozco a mí mismo y me trato en consecuencia —razonaba—. Sé quién soy y las elecciones que hice». Y nunca iba más allá en ese escrutinio. Hacía casi dos años que no se confesaba. Asistía mecánicamente a la misa de campaña siempre que le era posible, pero en Rusia hasta sus plegarias se habían vuelto mecánicas, un mero formulismo. En Stalingrado no había rezado, ni siquiera cuando su situación se convirtió en la de un hombre que ya ha empezado a hundirse en el abismo. Tal vez porque temiese que la última y poderosa esperanza de un cristiano, la de que Dios le escuche, resultase frustrada. O tal vez porque Dios no tenía nada que ver con Stalingrado.

Su lucidez, la lucidez que le envidiaba Von Salomon, estaba pulida como un espejo (o una lámina de hielo): Bora no permitía que ni la más diminuta mota de polvo se posase sobre ella. Era un proceso extremo de limpieza que eliminaba con ácido todas las manchas y desperfectos.