Capítulo 1

El valor de un objeto no debe definirse en función de su precio, sino de la utilidad que puede obtenerse de él.

Paradoja de San Petersburgo

«3 de mayo de 1943. Primera hora de la tarde, cerca de Bespalovka.

»Escribo esta entrada en el diario después de una sesión productiva y animada con el Estado Mayor de mi regimiento, aún en proceso de creación. No les hizo gracia que me marchase solo, pero sé lo que hago.

»En cuanto a mi pequeña incursión, uno habría pensado que los soviéticos colocarían hombres en la orilla, allí donde hay bajíos. Llevamos un par de meses sin hacer nada, viéndonos las caras a lo largo de este río. Aunque también es cierto que es imposible custodiar cada hoja de hierba, montón de piedras y meandro del río. Sobre el mapa, los bosques situados en la orilla rusa (que es más llana que la nuestra, con lodazales y falsos ríos donde nosotros tenemos pequeños acantilados) aparecen atravesados por cantidad de senderos, que en realidad ahora están cubiertos de maleza. Parte de las copas de los árboles fueron destruidas durante la última batalla (o la anterior; ya hace dos años que andamos avanzando y retrocediendo), y durante la temporada de lluvias los cráteres que abrieron las granadas se han convertido en charcos. Aunque en otros sitios se ha secado, el agua sigue filtrándose incluso a bastante distancia de la orilla del río. Ningún tanque, ni nuestro ni suyo, podría cruzar ni regresar con seguridad hasta dentro de un mes como mínimo. De eso no cabe duda.

»En mitad del vado hay una isla minúscula, toda árboles y cañas. Una vez atravesé el río hasta llegar al islote, yo también tuve que desmontar y vadear hasta la orilla opuesta, pisando con cuidado. Los rusos andan cerca; estoy seguro. Había colillas recién apagadas de papirosyi y alguna que otra lata: no son exploradores, al menos eso está claro. Nosotros no dejamos pruebas. Movido por una corazonada, aunque todo estaba en silencio (incluso los pájaros, lo cual debió haberme puesto sobre aviso), seguí avanzando porque recordaba que, al otro lado del bosque, en el borde más alejado de la orilla, antes había una aldea que arrasamos la primera vez. Por poca protección que proporcionen las ruinas, me dije, hay un cementerio rodeado por una buena verja, y, si hay tropas regulares guarneciendo la zona, sin duda habrán acampado allí. Y, de hecho, allí estaban. Sin perros, por suerte para mí. Los perros habrían olido a un extraño desde lejos. Había un pelotón muy ocupado trabajando, sin centinela que mantuviese vigilados los alrededores. Lo que vi y pude fotografiar hizo que mereciera la pena el viaje, sobre todo el cañón de 76 mm, de defensa antiaérea o anticarro.

»A la vuelta, no sé qué mosca me picó. En el bosque frente a la isla donde dejé a Totila había una anciana recogiendo leña, y en vez de pasar a su lado sin hacer ruido, me paré a echarle una mano. Como estaba medio ciega, no se dio cuenta de que era alemán, sino solo de que era soldado. Me llamó Grisch, “soldadito”, aunque tengo dos veces su tamaño y podría levantarla con una sola mano. Hablaba ruso, así que supongo que es una de las que instaló aquí el gobierno central después de que dejasen morir de hambre a los ucranianos hace años. Parecía una bruja de los cuentos antiguos, encorvada y cubierta de harapos. Por ancianas como esta se inventaban las historias de Baba Yaga y su mortero volador, pensé. Ahora me enseñará su casa con patas de gallo, a la que hay que hablar para que te deje entrar. Pero en realidad solo me preguntó si era uno de los chicos del cementerio, refiriéndose al pelotón al que yo había espiado. Atrevido, le dije que sí. Entonces cogió un palo e intentó golpearme con él, la muy idiota, maldiciéndome por cavar en su parcela para “enterrar todos esos cacharros de metal”. ¿Cacharros? Minas, por supuesto. Quiere decir que no tienen pensado desplazarse pronto en todo caso; de lo contrario, estarían despejando el terreno, no minándolo. ¿Estarán esperando a que nuestros carros crucen los bajíos antes? Parece que los soviéticos llevan semanas minando cada centímetro de tierra cultivada e improductiva de esta sección. Los pocos campesinos que quedan por aquí están sublevados. Ya que (según me dijo ella misma) la anciana y el resto siguen trabajando en sus huertos entre los “cacharros”, parece seguro suponer que son minas anticarro; de no serlo, habrían saltado por los aires. Aún seguía echando pestes cuando me marché.

»Qué equivocada está. Lejos de ser su Grisch, en un mes ya he conseguido planificar casi todo lo necesario para el regimiento, que se llamará “Regimiento de caballería Gothland” y llevará como insignia el jinete saltando de mi Primera División (no la cabeza de caballo de los Regimientos Medio y Sur) y la hoja de trébol de su unidad matriz, la 161.ª División de Infantería. De los veintisiete oficiales que forman la lista de candidatos para ocupar los puestos de mando, hasta ahora he conseguido reunir a dieciocho, traídos de los muchos lugares en los que acabaron dispersos cuando licenciaron a nuestra Primera División de Caballería a finales del 41. Excepto uno de ellos, todos se mostraron dispuestos a venir de buena gana. Estoy trabajando en los suboficiales (el sargento del regimiento Nagel es el primero de todos y estoy dispuesto a insistir ante el general Von Groddeck, e incluso el mariscal de campo Von Manstein, en que su presencia es necesaria). En cuanto a la tropa, confío en que mis oficiales llevarán a cabo una buena labor de reclutamiento. Vamos a necesitar unos cuantos hombres de la zona (es inevitable) que nos sirvan tanto de exploradores como de intérpretes. Cuatro de los oficiales hablamos ruso, aunque soy el único técnicamente cualificado como intérprete. Le dije al teniente coronel Von Salomon que es preferible emplear a gente de origen alemán. Si luchamos bajo nuestro nombre en código para Ucrania, “Tierra de godos”, es lo lógico. El problema es que gran parte de los alemanes residentes en Rusia han sido transferidos al Warthegau. Otros lucharon para los soviéticos y fueron hechos prisioneros: no confío en estos últimos y preferiría prescindir de ellos. Los cosacos son muy apreciados, pero no me gustan demasiado sus métodos. Soy y siempre seré un soldado de caballería alemán: no ando buscando fanfarrones, bravucones ni borrachos. ¿Estaré siendo demasiado remilgado, a estas alturas de la guerra? Bueno, puede que lo sea; pero es mi regimiento y, dentro de unos límites razonables, debe formarse siguiendo mi criterio y buen juicio».

De regreso del campamento de Bespalovka a Merefa, Bora se pensó mejor lo de Krasny Yar y decidió desviarse para acercarse allí. Recorrió un camino de tierra, recto y blanco como la raya del pelo, entre campos de hierba nueva donde cantaban las alondras y las codornices emitían una y otra vez sus tres notas, claras como gotas de agua. De no ser por los esqueletos de los camiones soviéticos y los restos reutilizados de otros vehículos junto al camino, habría parecido un paisaje pacífico. Silos y tejados bajos, cobertizos de metal alargados, establos y cubiertas para tractores indicaban la presencia de granjas colectivas, la mayoría de las cuales habían sido abandonadas durante las escaramuzas del final del invierno. Allí solo vivían perros perdidos que los soldados alemanes mataban de un tiro o adoptaban como mascotas, dependiendo del humor que tuviesen. De vez en cuando, algunos de los niños de las granjas miraban a Bora desde detrás de las cercas. Krasny Yar se encontraba más allá, un punto sin identificar en el horizonte al que no apuntaba ningún cartel de carreteras. Bora había pasado junto al bosque cuando iba de camino a otro sitio, sin detenerse.

Cuando llegó, la impresión de rechazo que había sentido al atravesarlo en aquella otra ocasión se vio confirmada. La aldea desolada y la zona boscosa en la que habían aparecido varios cadáveres tenían el mismo nombre, pero el lugar no era hermoso (krasny) en absoluto, ni tampoco había un barranco lo bastante profundo como para llamarlo yar. Como mucho, podría decirse que era una extensión de terreno inclinado al final de una carretera de tierra practicable solo hasta una bifurcación que trazaba direcciones opuestas. A la izquierda, el sendero moría entre el puñado de cabañas desvencijadas. A la derecha, el exiguo camino había dejado de existir, surcado por tanques que habían dejado atrás huellas de orugas, profundas como tumbas. El límite del bosque se erizaba unos doscientos metros más allá, donde el terreno se elevaba indolente hasta formar una colina baja para después volver a hundirse.

El robusto vehículo de transporte de personal de Bora conseguía salvar las franjas regulares que habían quedado entre los campos, pero, al ver soldados alemanes en la aldea, se detuvo frente a la bifurcación y, tras otear el límite del bosque con los prismáticos, se bajó de él y se les acercó andando. Soldados de infantería. Enseguida se sintió más cómodo. Aquí uno tenía las mismas probabilidades de encontrarse a hombres de la 161.ª División de Infantería que de las SS pertenecientes a la División Das Reich, cuya zona de control se extendía más allá del sector de infantería y al oeste de la ciudad de Járkov.

Los soldados de infantería lo saludaron. Dos de ellos se habían quitado las casacas de verano y bebían de sus cantimploras, mientras que un tercero estaba guardando una pala plegable. El suboficial que estaba con ellos se le acercó.

—¿Piensa entrar en Krasny Yar, Herr Major? —Cuando Bora le respondió afirmativamente, no dijo más que—: Las moscas se lo comerán vivo, señor. Acabamos de enterrar a otro.

Bora se bajó las mangas de la camisa y se abotonó los puños para reducir la superficie de piel expuesta a los insectos.

—¿De quién se trata esta vez?

—De un viejo campesino ruso por lo que sabemos, Herr Major. Le faltaba la cabeza… se la habían cortado de un buen tajo.

La patrulla pertenecía a la 241.ª Compañía de Reconocimiento de la 161.ª División de Infantería, que hacía poco se había desplegado de norte a sur a lo largo de una franja de tierra que se extendía con una ligera elevación de noroeste a sureste. El suboficial le enseñó a Bora la tumba reciente y le contó los rumores que circulaban entre las tropas acerca de las «extrañas muertes».

—Los camaradas de otras patrullas nos han dicho que por aquí desaparecen cosas. Camisas, calcetines, latas de betún, a plena luz del día. Y dentro de Krasny Yar, hay que orientarse a ojo, porque las brújulas no funcionan bien. Los ruskis dicen que el bosque está encantado. No es que crea ninguna de esas tonterías, Herr Major, porque los ruskis, como ven que no pueden hacer nada más, intentan meternos el miedo en el cuerpo. Pero lo cierto es que a los ruskis tampoco les gusta Krasny Yar.

—Hábleme del hombre al que han enterrado.

—Ropas de campesino, descalzo, con la camisa larga por fuera que usan por aquí, las manos atadas a la espalda con un trozo viejo de alambre medio oxidado. Pudimos haberlo dejado donde estaba, pero mi hermana es monja, así que pensé que debíamos enterrarlo, aunque fuera rojo. —El suboficial aceptó con gusto un cigarro (Bora entonces no fumaba, pero llevaba un paquete de cigarrillos para ofrecerlos de vez en cuando)—. En las podridas granjas de por aquí no hay más que viejos y niños, Herr Major. Los niños de las granjas vienen a mendigar, pero los viejos se persignan si mencionamos Krasny Yar. Algunos ya lo hacemos a propósito, para ver cómo reaccionan… Tiene mucha gracia. En el bosque no ha pasado nada digno de mención, excepto lo del muerto. Al volver, vimos que uno de los niños de las granjas nos había seguido y disparamos al aire para que se mantuviese alejado. El tiro lo ahuyentó, y más vale eso que acabar muerto. Parece que los ruskis llevan años contando historias sobre este lugar. Dan un buen rodeo para evitarlo y por lo visto llevan haciéndolo toda la vida: los viejos dicen que las cosas ya eran así cuando ellos eran niños.

Bora miró hacia atrás, en dirección a la hilera de árboles.

—Voy a entrar. Hágame el favor de echarle un ojo a mi vehículo, ¿de acuerdo?

—Sí, señor. No pensábamos ponernos en camino hasta dentro de hora y media.

—Bien. —Bora miró el reloj—. Ahora mismo son las dieciséis horas. Volveré antes de las diecisiete.

El suboficial aplastó la colilla del cigarro contra la culata de su fusil.

—Por cierto, señor: después del entierro, el sacerdote entró en el bosque.

—¿Qué sacerdote?

—El chiflado, el ruso.

—¿El padre Victor?

—El de Losukovka.

—Victor Nitichenko, ya veo. —Bora se giró y se dirigió a Krasny Yar.

El pequeño bosque se alzaba de repente de la explanada de hierba. Aquí no había nada y allí estaba el bosque, con árboles que espesaban de inmediato y sin orden ni concierto, según habían ido surgiendo por entre los tocones de los árboles antiguos, cortados hacía años o meses. Hasta ahora Bora se había mantenido alejado a propósito, relegando este lugar y los acontecimientos que aquí ocurrían a otro lado de su mente, porque tenía otras cosas de las que preocuparse. Pero Krasny Yar y los muertos de Krasny Yar se negaban a esfumarse. Aunque no llegaban a ser un pensamiento formulado expresamente, aún podía percibir su presencia.

«Camine en línea recta», le había indicado el suboficial, aunque «en línea recta» no significara gran cosa en el bosque. Pero transcurridos unos cuantos minutos, mientras seguía lo que parecía ser un rastro dejado por animales pequeños (o por elfos, si el bosque hubiera estado encantado), Bora se dio cuenta de que de verdad podía caminar hacia adelante casi sin desviarse. En el este, como en los tiempos en que los romanos y las tribus germanas luchaban en Teutoburgo, los bosques se medían en horas o días. Caminando directamente (no en misión de reconocimiento, pues se andaba mucho más lentamente), este bosque equivaldría a un par de horas como mucho; y sin embargo, dentro de sus límites ya habían muerto cinco… no, seis personas.

De los asesinatos, Bora sabía que algunos se remontaban a la última ocupación de la zona por parte de tropas alemanas. Fueron los krest’yane de la zona, granjeros que no habían sido asesinados ni deportados y que no habían huido en dos años de guerra, los que habían informado de la desaparición de este o aquel familiar, y el hecho en sí ya hacía poco probable que los desaparecidos se hubiesen unido a los partisanos. En todos los casos, los bosques o los campos de los alrededores habían sido los últimos lugares en los que se había visto a las víctimas, y en Krasny Yar fue donde los buscadores encontraron los cadáveres.

Lo que le habían dicho resultó ser cierto: la aguja magnética de la brújula empezó a temblar y girar. Transcurrido un tiempo, Bora guardó la brújula. Según el suboficial, habían descubierto el cadáver mutilado tras adentrarse aproximadamente un kilómetro en el bosque desde el punto por el que había entrado Bora, «dejando el grupo de abetos siempre a la derecha. Lo encontramos en el terraplén donde está el árbol alcanzado por el rayo, cerca del hoyo». Ya debía de haber recorrido casi un kilómetro. Los abetos, de un verde oscuro, ya estaban allí. Pero aún no había ni ladera, ni árbol ni hoyo a la vista. Las ramas caídas se quebraban bajo sus botas, una maraña de enredaderas se había podrido al derretirse la nieve, tras haber surgido a través de la primera grieta en el hielo. Los puntos húmedos, esponjosos y traicioneros, podían intuirse por los musgos caprichosos que crecían en sus bordes. Bora los evitó para volver a incorporarse al sendero de los elfos. Aves comunes, del tipo que se oyen en cualquier parte, cantaban desde árboles lejanos. Los soldados que lo habían precedido habían avanzado en una fila interrumpida. El ojo experto de Bora leyó cómo se habían desplegado en los pequeños signos que habían dejado en el follaje maltrecho.

Poco después, en la espesura que tenía a la derecha, su ojo detectó un movimiento, algo que avanzaba contra el trasfondo oscuro de los abetos recortados. No es que avanzara exactamente: algo que oscilaba de acá para allá, deslizándose furtivamente de un punto a otro. «El sacerdote de Losukovka —se dijo—, el de Nuestra Señora de la Resurrección de los Muertos, Nitichenko». Había venido a presentarle sus respetos a Bora a su llegada a Merefa, porque ahora vivía con su madre junto a la iglesia, lugar de peregrinaciones, que había en la cercana Oseryanka.

Los sacerdotes rusos eran especialistas en reconocer la autoridad del momento, y además fue el ejército alemán el que le permitió que volviese a abrir su iglesia y dijese misa según el rito ucraniano. «Pobre entre los pobres, llamado a servir muy lejos de mi parroquia, en Ostroh y Staraya Kerkov, Krassnaya Polyanka y Ssloboda Solokov…». Sin un motivo concreto, a Bora no le caía bien. No era sorprendente que se moviese con tanta cautela. Era la forma de ser del clero de este país. «Es la actitud que tantos han adoptado en la vida —pensó Bora—. Pero no la mía». No quería darle al sacerdote la satisfacción de pensar que podía curiosear sin ser visto, pero tampoco le apetecía llamarlo en voz alta. Con los ojos fijos en la sombra negra entre los árboles, siguió avanzando a un ritmo constante hacia la ladera donde acababa de ver el árbol derribado por el rayo. Roto y desgarrado, se inclinaba sobre uno de esos hoyos que a veces se encuentran en los bosques cercanos a los ríos (el Udy bordeaba Krasny Yar al noroeste): un abismo como el agujero que conduce al infierno, al reino mágico o a la cueva del tesoro. «Resulta fácil pensar en términos míticos en un sitio como este».

La ladera reposaba bajo los últimos rayos de sol de la tarde, que sesgaban el follaje. Las moscas daban vueltas a la luz sin que nadie las molestase; grandes grupos zumbaban sobre la tierra empapada de sangre. Bora subió la ladera, aflojó el paso y espantó a los insectos antes de llegar al borde del hoyo, pero las moscas siguieron volando a su alrededor. Por entre la maraña de hierba y enredaderas, vio un tosco botón de madera en el suelo, lo cogió y se lo guardó en el bolsillo. A su alrededor había marcas como las que dejan los jabalíes cuando hocican en busca de comida, cavando con los colmillos por entre las hojas muertas. Seguramente indicaban un forcejeo en el momento del asesinato, aunque también era posible que las hubiesen dejado los soldados al recuperar el cadáver o buscando en vano la cabeza perdida. Allí donde lo habían acarreado para sacarlo del bosque (un acto de misericordia poco común allí y entonces), el suelo del bosque también estaba revuelto.

La idea de que hubiese una cabeza cortada cerca, en alguna parte, le resultaba extrañamente inquietante a un hombre que había desterrado el miedo a los rincones que no consigue alcanzar la razón. No es que Bora pensase que debía sentir temor. Era más bien una aversión casi supersticiosa al ojo ciego, la mandíbula muerta, el significado simbólico de un cráneo ensangrentado separado del torso. «Mi bisabuelo en Jartún… los seguidores del Mahdi dejaron su cabeza expuesta durante días. Fue la bisabuela Georgina la que, diez años más tarde, viajó hasta allí sola para exigir que le devolviesen el cráneo, que seguía expuesto en la residencia de Abd Allah. Se lo llevó en su baulito victoriano, escoltada por el sucesor del Mahdi, fascinado de admiración por ella, que, al ver que declinaba su oferta de regalarle una joya, le pidió que se casase con él y fue rechazado».

El olor a sangre no resultaba perceptible al aire libre, aunque debía de haberse derramado mucha. Sobre la hierba de primavera las moscas formaban nudos hirsutos, absorbiendo el líquido que aún se podía disolver de la tierra empapada. Al verse dispersadas por un ademán del brazo de Bora, se posaron sobre este, pero preferían la sangre del muerto. El suboficial había comentado que los lugareños rehuían el Yar, pero Bora podría haberle dicho que ningún lugar estaba exento, ni mucho menos a salvo, de la guerra en Ucrania; que volvería a recrudecerse en pocos días, como había ocurrido unas semanas antes. El ciclo de la guerra en torno a Járkov tenía el carácter inexorable de un péndulo.

—Los otros cadáveres —había preguntado—, ¿quién los encontró? ¿Lo sabemos?

El suboficial se había encogido de hombros, mientras daba una calada al cigarrillo.

—Dicen que el sacerdote encontró uno. Los otros, señor, no lo sé.

«Tendré que enviar a Kostya a que haga algunas preguntas». A una distancia prudente de él, la sombra que quedaba a la derecha de Bora vaciló, como un harapo negro olvidado en el tendedero.

—¡Victor Panteleievich! —llamó Bora por fin—. Padre Victor, salga.

Nitichenko lo oyó, pero no reaccionó. Tal vez se sintiese molesto por haber sido descubierto, o tal vez tuviese miedo. Bora recurrió al gesto que solía adoptar cuando los locales no le escuchaban, que consistía en abrirse la pistolera. Era un movimiento pausado, poco más que colocar la mano derecha en la cadera izquierda; pero solía surtir el efecto deseado. El sacerdote dio unos cuantos pasos cautelosos por entre los árboles hasta salir a la luz del sol, al borde del hoyo. Saludó con humildad exagerada, mirando hacia arriba y de lado, como hacen los gatos cuando examinan a un rival, antes de decidir si atacar o huir.

Sin mirarle directamente a los pies, Bora se dio cuenta de que no llevaba zapatos. La primera y última vez que se encontraron, el padre Victor llevaba unas botas de media caña que crujían a cada paso y que seguramente se había puesto para la ocasión. Puede que normalmente fuera descalzo. O puede que tuviera otras razones para no ponerse un calzado que pudiera delatarlo en este bosque.

Povazhany Major —dijo en tono contrito—, he venido a ofrecer una plegaria por el alma de este pobre cristiano.

—Ni siquiera sabemos si era un pobre cristiano —contestó Bora—. Podría ser un ateo consumado o un comisario político. —Por supuesto, en ruso, la palabra «cristiano» designaba simplemente a un campesino, pero a Bora le había irritado la actitud del sacerdote.

—Fuera quien fuese, povazhany Major, ha sufrido un castigo terrible por sus pecados.

—¿Ah, sí? Pero eso tampoco lo sabemos. Me refiero a que fuese un pecador.

—Todos somos pecadores a ojos de Dios.

—Es cierto. Entonces ¿no era uno de sus feligreses?

El padre Victor, que llevaba el pelo largo a la antigua usanza, recogido a la espalda en una coleta despeinada, le contestó que no había visto el cadáver de cerca y que no creía que se tratase de uno de sus feligreses; aunque, añadió en tono servil, desde el regreso de los alemanes el número de fieles que venían a oír misa, incluso de regiones lejanas, había aumentado.

—¿Quién le informó de que se había producido otro asesinato en el bosque?

—Lo soñé esta noche, mi estimado comandante; un sueño tan claro como una fotografía. Igual que soñé con el otro, y por eso vine hasta aquí, con permiso de sus hombres —los de la 241.ª Compañía no eran en absoluto los hombres de Bora—, como hice hace un año, cuando lo de aquella pobre hija de Dios que apareció con la garganta cortada.

—¿Y quién era?

—Una chica medio boba de la granja de Kusnetzov, al sur de Schubino.

Bora echó una ojeada al reloj para consultar la hora.

—¿Qué hay de los otros cadáveres? En Merefa oí decir que se habían organizado partidas de búsqueda para dar con los desaparecidos de las granjas cercanas y que, de un modo u otro, a todos los encontraron aquí.

Malhumorado, el sacerdote se echó el pelo hacia atrás sobre las orejas, mirando hacia otro lado.

—Hace mucho tiempo que sucede lo mismo… Mucho tiempo. No sabemos cuántos han muerto en total. Mujeres, niños… Y los que mataron desde que empezó la guerra; puedo enseñarle dónde los encontraron. Aunque en mis sueños he visto que los han trasladado, que los han arrastrado a otro lugar; no donde murieron.

—¿Quién los ha trasladado?

—Los sueños no me lo revelaron, povazhany Major. Pero hay un espíritu impuro que mora en este bosque desde hace una generación. Quizá más de una generación.

«Claro, claro, tenía que venirme con sus paparruchas». Bora se cerró la pistolera.

—Quiero sacar algunas fotografías. Enséñame dónde encontraron los otros cadáveres, antes de que oscurezca.

Ya en otras ocasiones, desde su llegada a Rusia, había tenido que tratar con sacerdotes supersticiosos, más crédulos que el más anciano de sus fieles. Le llenaban la cabeza a la gente de cuentos y mentiras y poblaban la naturaleza de fuerzas angelicales y demoníacas, peores aún que en tiempos de los zares. Eran cortos de miras, intolerantes y peligrosos. En una ocasión incluso había llegado —él, que era por lo demás tan comedido— a abofetear a un diácono por denunciar como correo partisano a una pobre chica que vivía en una granja por haberle negado sus favores.

Martes, 4 de mayo, Merefa

Al día siguiente, Bora ya había vuelto a relegar Krasny Yar al fondo de su mente. Tenía tareas de las que ocuparse en Merefa y Járkov. Pero primero estaba la reunión con el jefe de operaciones de la 161.ª División, el teniente coronel Benno von Salomon, que actuaba como enlace entre la división y el regimiento de caballería en proceso de creación de Bora. Últimamente Von Salomon viajaba a menudo y esta mañana se encontraba en Merefa, después de hablar con Stark, el comisionado de distrito, cuya oficina se encontraba justo a las afueras de la ciudad.

Aunque solo fue por principio, Von Salomon, que tenía la cara alargada de un sabueso y el habla lenta y precisa de un abogado que provenía de su vida civil, decidió no conceder formalmente la petición de Bora, aunque le prometió que en todo caso, y dentro de un plazo razonable, se encargaría de que se le asignasen «tropas de alemanes o, como mínimo, de alemanes étnicos». Hablaron brevemente de cómo conseguir caballos «de sangre fría» (monturas acostumbradas a climas rigurosos) y de la oportunidad de sondear el interés que algunos de los antiguos colegas de Bora pudiesen tener en volver a pasarse del Panzerkorp a la caballería.

—No es que lo dé por hecho —admitió Bora—, pero, personalmente, si tuviese que elegir, por ejemplo, entre un trabajo de oficina en las unidades blindadas y servir en primera línea sobre una silla de montar, no me lo pensaría dos veces.

—Eso no quiere decir que sus comandantes vayan a liberarlos.

—Lo harán en cuanto vean la firma del mariscal de campo, Herr Oberstleutnant.

A continuación tocaron más números, cálculos, las minucias de un plan completo. Von Salomon leyó las notas escritas a máquina de Bora con el rostro bajo, subrayando a lápiz cada línea, como para grabarse las palabras y las cifras en la memoria.

—Bien —dijo por fin, alisando las páginas sobre la mesa del maestro, lo único que Bora podía ofrecer a modo de escritorio—. Me alegro de que usted, al menos, se mantenga lúcido. Porque no puede decirse lo mismo de todo el mundo, ¿sabe? Todos nos las arreglamos lo mejor que podemos con la dificultad y el peso de lo que tenemos alrededor.

—Sí, señor.

Siempre hay un momento entre colegas en que la angosta puertecilla de la formalidad deja una rendija, reducida pero no incómoda, en la que se permiten unas cuantas libertades, aunque sin llegar a la familiaridad. Von Salomon ya había dejado la puerta abierta al alabar la lucidez de Bora. Ahora, mientras se guardaba el lápiz en un estuche de cuero con sus iniciales, añadió en voz baja:

—Fíjese: me informaron de que cierto coronel de un regimiento de artillería exige que todos sus oficiales sean nacidos bajo el signo zodiacal de Leo. «El signo de los conquistadores», dice. Y un querido amigo mío, cuyo nombre no mencionaré por respeto, lleva tiempo reuniendo en un álbum mechones de pelo de sus soldados caídos, organizados por color. Me temo que, a estas alturas, ya habrá completado más de un libro. —Se llevó el estuche de cuero al bolsillo del pecho y lo deslizó en su interior—. Como bien sabe, durante el primer invierno en este frente… Bueno, durante aquel primer invierno pasaron toda clase de cosas. Antes de llegar a Moscú, construimos una empalizada con los cadáveres de los rusos que habían sido atropellados por los tanques: los cuerpos y sus largos abrigos habían quedado aplastados y rígidos como recortables de cartón. También los utilizamos como señales de carretera. Así que me consta que sabrá apreciarlo si ahora le digo que me consuela tratar con un joven que supo mantener la cabeza en su sitio.

—Quedo agradecido al coronel.

Von Salomon ya había comentado en términos favorables el aspecto impecable de Bora durante su primer encuentro, una muestra de aprobación poco común viniendo de un oficial superior. Dado que «impecable» en realidad significa «incapaz de pecar», era lo máximo que cualquiera de ellos se sentía (o estaba) en este momento de sus vidas de soldado. Pero Von Salomon se refería a la apariencia y al comportamiento; Bora no se dejó engañar. Por encima de todo, el teniente coronel se esforzaba por mantener el buen aspecto de los oficiales alemanes. Su capacidad de mantener el tipo (Dikta lo llamaba «estoicismo» en sus momentos menos maliciosos) le venía de familia. El teniente coronel cayó un poco en la estima de Bora después de este cumplido, no porque no se lo agradeciese, sino porque estaba seguro de no merecerlo.

—A su manera, comandante, aquellos de ustedes que supieron mantener la lucidez son como pequeños fuertes inexpugnables.

Eine feste Burg…, el himno de Lutero que describía a Dios como a una ciudadela inviolable. Como luterano, Von Salomon seguramente no ignoraba que Bora descendía de la esposa del reformador, aunque tal vez no supiese que la familia de terratenientes Bora, proveniente de Bora (o Borna), se había aferrado al catolicismo con la tozudez de los sajones que no se rinden ante nadie, ni siquiera ante otros sajones. De un modo u otro, su alabanza era excesiva, y Bora no tuvo reparo en decírselo.

El teniente coronel negó con la cabeza, en la que empezaba a ralearle el pelo.

—No, no; permítame. Hablo desde la experiencia: me enfrenté a mis demonios en el invierno del 41. Por si no se lo han dicho (y preferiría que lo oyese directamente de mis labios), durante el invierno del 41 me repatriaron con una crisis nerviosa grave. Primero me enviaron a Bad Pyrmont y, después, algo más cerca de casa, a Sommerfeld. Solo era agotamiento, no demencia. Como ve, me he recuperado por completo.

Bora asintió con la cabeza. Bad Pyrmont, en la frontera con Suiza, no era más que un balneario, el mismo al que se había retirado su padrastro a darle vueltas al primer rechazo de Nina a casarse con él en 1912; pero en Sommerfeld el ejército había construido nada menos que un sanatorio para pacientes mentalmente inestables.

Era una disculpa no pedida por parte de un oficial de rango superior. Cualquier comentario resultaría superfluo. Sí, Bora había oído decir que Von Salomon no había salido ileso de la experiencia rusa; así que fue con cuidado (como hacía siempre: la sobriedad militar lo exigía) y se esforzó por mantener la actitud ligeramente expectante del oficial más joven. Que un hombre se hubiera visto repatriado ya en el invierno de 1941 por motivos de salud no cambiaba las cosas, aunque un comportamiento cada vez más imprevisible, junto con la tendencia a llorar ante cualquier frustración, eran completamente inaceptables en un teniente coronel, como era Von Salomon entonces y había seguido siendo después. De vuelta en el frente, había servido con el suficiente valor como para ser condecorado, pero el ascenso a coronel de pleno derecho seguía siéndole esquivo.

Con la llegada de la primavera pareció que volvía a encontrarse en su mejor momento, para después volver a flaquear un poco. Hacía unos días, cuando Bora viajó al cuartel general del Generaloberst Kempf en Poltava en busca de apoyo oficial para organizar su unidad, había oído el comentario preocupado de un colega.

—Pero bueno —le dijo su colega, con una jarra de cerveza en la mano—, podría ser peor. Aquí tenemos a tipos tan supersticiosos que creen que caminar por el lado en sombra de la calle trae mala suerte, o que salen de su alojamiento con el pie izquierdo. ¿Te hablé del capitán de Zaporozhye que colecciona moscas vivas en un tarro de cristal para ver cómo se comen unas a otras y al final mueren? Un enfermo, ¿no te parece?

Independientemente de cómo se hubiese tomado Von Salomon el discreto silencio de Bora en materia de salud, parecía ansioso por cambiar de tema.

—¿Cómo va la puesta al día? —preguntó.

Se refería a la meticulosa labor de recopilar detalles sobre los métodos de las guerrillas soviéticas para publicar un manual: la esencia destilada de numerosos interrogatorios, escuchas de todo tipo y observaciones directas; el proyecto que había ocupado a Bora y otros cuantos oficiales de manera continuada desde 1941.

—Satisfactoriamente hasta ahora, Herr Oberstleutnant. Pronto estará listo para ser publicado como tercera edición del Manual de tácticas de guerrilla partisanas, o para añadirlo como anexo a la información de la que ya disponemos. Es un texto independiente. Pero, por supuesto, seguimos añadiendo entradas todas las semanas. —Bora lo dijo casi como un deseo para sí mismo, intentando no pensar en las dificultades con las que se estaba encontrando como interrogador.

—Bien, bien. —Von Salomon se levantó para meter los folios escritos a máquina sobre la unidad de caballería, destinados al Generalleutnant Von Groddeck, en un maletín ya de por sí a reventar. La reunión podría haber concluido en este punto, solo que, por lo visto, había oído hablar de las muertes de Krasny Yar y se sentía «bastante intrigado».

—¿Conoce bien el lugar, comandante?

Otra vez Krasny Yar. Bora admitió que no demasiado.

—Ayer fue la primera vez que fui al bosque, Herr Oberstleutnant.

—¿Por qué no me habla de él?

Bora se mordió la lengua. En Krasny Yar no dejaban de aparecer cadáveres que no hacían más que añadir problemas a los problemas existentes y aparecían en las conversaciones igual que aparecían en el bosque. Enfrentarse a lo inesperado siempre es difícil, incluso en tiempos normales; pero cuando reina la anormalidad, lo inesperado es intolerable, sobre todo porque resulta imposible reconocerlo a primera vista. Simplemente, uno no puede evitar tambalearse cuando una nueva carga se añade a las ya existentes. Su lucidez, por otra parte, era algo de lo que se sentía orgulloso. ¿Qué otra cosa quedaba, cuando uno ya estaba más allá del valor y más allá del miedo? Ninguna de esas palabras querían decir nada ya; como si la mente (o el alma) se hubiese vuelto insensible y no percibiese ni fricción ni golpe alguno hasta que, de pronto, empezaba a sangrar.

Le dijo al coronel lo que sabía, a grandes rasgos porque tenía recados que hacer y quería pasarse por la oficina del comisionado antes de que se formase cola.

—Ninguna de las víctimas murió por disparos; así que es posible que el asesino no quiera que lo oigan, o que no disponga de armas de fuego. Los muertos eran en su mayoría mujeres o ancianos, lo cual puede llevar a pensar que es posible que el atacante no se encuentre en plena forma física; pero, según tengo entendido, en Krasny Yar entran sobre todo mujeres y ancianos. Los soldados que tenemos en la zona no se han visto hostigados: bien por las razones que ya he mencionado, bien porque el asesino tema que pudiésemos lanzar una operación a gran escala. Estos son los datos sólidos de los que disponemos, Herr Oberstleutnant. El resto son habladurías de los campesinos.

Por suerte, Von Salomon había perdido el interés a mitad de su explicación. Cuando se separaron en el centro de Merefa, cada uno dispuesto a dedicarse a su próxima tarea, el coronel insistió en acompañar a Bora a su vehículo. Mientras caminaban entre dos edificios, apartó a su colega con un empujón repentino y apenas controlado para que fuese Bora el que caminase por la sombra. Tal vez no fuese más que una coincidencia, y Bora puso cuidado en no dejar ver que se había dado cuenta. Pero cuando arrancó el motor, vio por el espejo retrovisor cómo el coronel se mantenía inflexiblemente en el centro de la carretera, iluminado por el sol, de forma que la motocicleta de un mensajero tuvo que hacer un brusco viraje en torno al oficial y esquivar la pared, porque Von Salomon se negaba a echarse a un lado.

Solo había tres kilómetros entre lo que Bora llamaba su puesto avanzado de Merefa (la diminuta escuela situada en la carretera de Alexandrovka, en cuyo patio se extendía una macabra hilera de tumbas) y la oficina del Gebietskommissar Alfred Lothar Stark. Aun así, a lo largo del breve camino tuvo tiempo de enfrentarse a dos robustos aviones rusos que enseguida pusieron rumbo hacia él, volando a ras de tierra provenientes de quién sabía dónde, aunque sin munición: de lo contrario, no habrían dejado escapar con vida el solitario vehículo militar. Pasaron por encima del coche tan lentamente que dio un frenazo y por poco se salió de la carretera. No había hecho más que volver a acelerar cuando viraron por delante de él, cortándole el paso esta vez. Bora consiguió descifrar las letras blancas que llevaba pintadas uno de los aviones de combate, un destello en el que distinguió claramente el nombre Gitlerji. Fuera cual fuese el insulto que le dedicaban en cirílico a Hitler, atrajeron la atención de los pilotos alemanes estacionados en Rogany, que aparecieron de la nada rozando los tejados y abriendo fuego con las ametralladoras. Y, aunque poco les faltó para alcanzar a Bora, acertaron de pleno con una verja de madera, pulverizándola junto con la parhilera de la isba que había más allá para después esfumarse en pos de sus enemigos en plena huida por detrás de los tejados, en dirección a Oseryanka.

Cuando Bora llegó a su destino, un siniestro penacho de humo negro al oeste marcaba el lugar en el que, probablemente, uno de los aviones de combate rusos había encontrado su fin. Por lo demás, no se oía ningún otro ruido en el cielo, que era de ese peculiar azul alegre típico de la estación. Como hermano de piloto, por principio, Bora no les deseaba ningún mal a los pilotos en general. Pero todo lo que podía hacer era esperar que hubiese otra razón que explicase la nube negra que se elevaba en la lejanía.

El edificio que hacía las veces del nuevo cuartel general de Stark en otro tiempo había sido la residencia de un fabricante alemán, de los que se encontraban a menudo en Járkov y alrededores antes de la Revolución. Ya se tratase de descendientes de moravos que se habían establecido en la zona hacía mucho o de recién llegados tecnológicamente avanzados, los alemanes llevaban años frecuentando la región. El edificio de ladrillo, alto y con tejado a dos aguas, podría haberse levantado en cualquier parte del territorio alemán. Tenía la fecha «1895» inscrita en un manuscrito de piedra caliza bajo el pico que formaba el tejado. Aunque la fábrica que tenía detrás, abandonada hacía mucho, había sido destruida durante los enfrentamientos, la gente seguía refiriéndose a la casa como el Kombinat. Un enlace del ferrocarril de Járkov conducía hasta la fábrica y la residencia directamente desde aquella anticuada joya arquitectónica que, hasta el día de hoy, y a pesar de la guerra, sigue llamándose «Estación de Nueva Bavaria». La fachada del Kombinat aún mostraba signos de la antigua elegancia de la casa, incluidas las vidrieras de las ventanas en forma de ojo de buey situadas junto a la puerta, que habían quedado milagrosamente intactas. Y todo a pesar de que (Bora lo sabía bien, ya que había entrado un par de veces en la casa) el interior llevaba años dividido en cubículos que habían alojado a los trabajadores del Instituto Técnico de Ingeniería de Járkov que estudiaban en la rabfak y, más adelante, a los empleados de la fábrica de aviones. Solo la planta baja, donde la primera puerta a la derecha conducía a la oficina del comisionado, conservaba parte de su antigua gloria.

Bora estaba de suerte. No había cola; solo unos prisioneros rusos de rodillas, encerando el suelo. En la pequeña sala que había a la izquierda, un ayudante con una chaqueta marrón le preguntó qué lo traía por allí; a continuación salió de detrás de su escritorio, cruzó el pasillo y entreabrió la puerta doble de Stark lo suficiente como para introducir la cabeza. Aunque Bora no alcanzó a oír la respuesta del comisionado, el ayudante abrió de par en par las dos hojas de madera de la puerta y volvió a su escritorio.

—Comandante Bora —dijo Stark en voz alta al verlo en el umbral—, pase, pase. ¿Qué tiene hoy para mí?

Bora entró en la habitación. La sala bien iluminada y con las paredes recubiertas de paneles era excesivamente espaciosa, pero se necesitaba espacio para la cantidad de papeleo que generaba esta oficina y acababa en ella. En tan solo unas cuantas semanas, el Gebietskommissar (más conocido como Geko) había establecido en la zona un eficaz sistema de gestión de personas y recursos que el ejército toleraba más que nada porque ponía trabas a la autoridad despótica del Servicio de Seguridad. Aunque no sabía qué había sido antiguamente la oficina de Stark (seguramente un salón), tenía ciertas pretensiones de elegancia: techos altos artesonados, una lámpara de araña atravesada por una barra de metal transversal en la que se alineaban bombillas grabadas de cristal opalino del tamaño de melones, vitrinas de cristal y un suelo de roble impoluto que no recubría ninguna alfombra. El propio Stark, con su reluciente camisa parda de las SA, irradiaba a partes iguales el optimismo y la actitud pragmática de un hombre ocupado. Al preguntarle a Bora qué tenía para él, delató su confianza en que los oficiales entregasen espontáneamente bienes requisados a civiles destinados a trabajos forzados. Se habían reunido hacía una semana para hablar de las monturas que Bora necesitaba para hacer fuerte su unidad y Stark había demostrado un conocimiento impresionante de los caballos que seguían estando disponibles en la óblast de Járkov.

Bora dijo:

—En realidad, tengo un par de preguntas para usted, comisionado.

Stark le indicó con un gesto que se sentase, mientras él seguía hablando por teléfono.

—¿Otra vez con lo del insecticida, coronel? Tengo sus solicitudes aquí mismo. Las he leído, entiendo. Pero andamos muy escasos de insecticida, lo necesitamos para otros hospitales. Créame: si pudiera, lo haría. Envié la semana pasada todo el que tenía. Bueno, ladrillos sí que tenemos: acabo de recibir un cargamento directamente desde Nova Volodaga. Si lo que quiere son ladrillos y nada más, puedo ayudarle. —Tapando el micrófono del teléfono, Stark miró a Bora. Vio que este se había quedado de pie y dedujo que iba con prisa, así que le preguntó—: ¿Sí, comandante?

Bora empezó a decir:

—Necesito cinco mujeres…

—¿Cinco mujeres? —Stark bajó el auricular, sonriendo con expresión amistosa—. Los soldados de caballería, genio y figura. ¿Dice que necesita cinco mujeres?

—Para que limpien y nos laven la ropa, Herr Gebietskommissar.

—Sí, adiós —Stark gruñó al micrófono y colgó definitivamente el auricular. Mirando por encima de las gafas, hojeó los folios escritos a máquina que tenía en una ordenada carpeta—. Bueno, si es para lo único para lo que las quieren los jinetes, comandante, tengo a cinco babushkas de la edad de su abuela.

—Servirán.

—Dé orden de que vayan a recogerlas mañana a eso de las siete a la estación de Merefa y pásese por aquí para firmar el papeleo. ¿Cuál era la otra pregunta?

—Bueno, la verdad es que quería hablarle del insecticida hasta que le he oído hace un momento. He intentado remediarlo por mis propios medios, pero… He traído una lista que me dio el sanitario. Creo que están ordenados de menor a mayor eficacia. El piretro, por ejemplo. No sé dónde encontrarlo, aunque tengo acceso a tres de los otros cuatro componentes: queroseno, éter y trementina. Creo que podría sacarles algo de naftalina a los de mantenimiento, si todavía tienen.

—¿Piretro? No nos queda.

—El arseniato de potasio era mi siguiente opción. Otros ingredientes: diez partes de leche, ahí no hay problema; pero ¿dónde encuentro mermelada? —Stark negó con la cabeza—. Así que me queda el dióxido de azufre, aunque, sin botellas presurizadas, tendríamos que calentarlo en una cocina de gas durante… ¿cuánto tiempo? ¿Unas siete horas? Con las cabañas de madera y los tejados de paja que hay por aquí, no parece muy buena idea. Si se quiere obtener el mejor resultado, los hospitales recomiendan esparcir por los suelos ácido hidrociánico, aún mejor si es de la marca Zyklon B, y sellar las estancias. Pero el período de ventilación…

¡Por favor! —Stark levantó las manos en un gesto de alarma—. Déjese de ácido hidrociánico, ¡ni hablar! Mataría a sus soldados y hasta a las monturas. Veré si puedo conseguirle dióxido de azufre en botellas. Pero tendrá que racionarlo como si fuese agua en el desierto. Para una habitación cerrada, bastará con cien gramos por metro cuadrado y unas cinco horas.

—¿Cuándo puedo mandar que lo recojan?

—He dicho que veré si puedo conseguírselo. Envíe a alguien el viernes si no lo llamo antes. —El teléfono volvió a sonar cuando Bora se disponía a salir de la habitación y Stark cogió el auricular, negando con la cabeza—. Zyklon B —murmuró—. ¿En qué estarán pensando?

Bora le dio las gracias y se marchó. Comparado con la mayoría de los «faisanes dorados», el comisionado Stark destacaba de manera positiva. Físicamente, se habría parecido a un robusto faisán incluso sin la camisa parda que llevaban los administradores. El hecho de que acabase de establecerse su oficina allí, dentro de los límites de una Ucrania administrada militarmente, representaba una intensificación de las luchas internas entre el partido, las SS y el Ministerio para los Territorios Ocupados del Este, de Rosenberg. El ejército prefería no inmiscuirse en sus riñas, pero el «nuevo suegro» de Bora, como llamaba al padrastro de su mujer, estaba demasiado cercano al círculo más allegado al partido como para que no hubiese oído hablar del tema.

En cualquier caso, y teniendo en cuenta que su cometido consistía en sacarle todo lo posible a la región, el Geko Stark lo hacía con algo de humanidad. Es posible que sus comienzos como periodista tuviesen algo que ver con su actitud. Había renunciado a un rico puesto de Gauleiter para servir aquí, y ahora operaba desde Merefa como una araña serena en mitad de su red, que se mantiene en contacto con los ayudantes que tiene sobre el terreno. A Bora le llegó su voz sonora (era la voz de un industrial, muy parecida a la que su abuelo utilizaba en la editorial, clara e inconfundible) en el pasillo, donde se paró a leer los comunicados que había en el tablón de anuncios. Los prisioneros rusos que estaban encerando el suelo retrocedieron de rodillas, haciéndole sitio, sin levantar la cabeza. Sí, Stark se estaba ocupando de organizar las cosas. Pronto todo el mundo tendría que venir llamando a su puerta para conseguir todo lo necesario. Si al Generaloberst Kempf le molestaba tener que soportar una interferencia civil tan flagrante en su sector, se lo tenía muy callado, o tenía otras cosas por las que preocuparse. Al salir del Kombinat, Bora oyó gritar a Stark al teléfono:

—¿Y dónde voy a encontrar eso?

Se preguntó qué sería «eso».

Con el tiempo, Ucrania entera, o «Gothland», como se llamaba ahora que la había rebautizado Himmler, quedaría bajo administración civil. Si había tiempo. A Bora lo mismo le daba acudir a un economato militar que a un antiguo miembro de las SA para conseguir lo que necesitaba. Pero para Magunia, el Oberführer de las SA en el Distrito General de Kiev, por no mencionar a Erich Koch, Reichskommissar para Ucrania —quien sacando sangre a los nabos había exasperado a los adormilados campesinos de la zona hasta que empezaron a presentar resistencia armada—, encontrarse junto a un falso distrito administrativo bajo el mando del sereno y eficiente Alfred Lothar Stark representaba todo un incordio. Magunia se había vengado al no asignarle más que el equipo mínimo indispensable, de forma que el comisionado tenía que llevar a cabo él mismo la mayor parte del trabajo desde su pequeña oficina de Merefa. Usase el insecticida que usase, no había moscas en su oficina; pero en cuanto Bora salió al exterior, volvieron a convertirse en un fastidio. Por otro lado, no había agua corriente en ninguna parte: tenían que acarrear bidones para las necesidades más básicas. Los retretes —cuando los había— apestaban; los lavabos apestaban. Las letrinas apestaban a ácido carbólico, que apenas conseguía enmascarar el hedor de los excrementos humanos. Bora espantó las moscas. Las cinco babushkas a las que mandaría a buscar por la mañana iban a tener que lavar la ropa de la tropa en el río más cercano, como en los inicios del mundo.

Con la gasolina justa en el depósito para llegar a Járkov y volver, Bora se puso en camino para acudir a la tercera reunión del día, y eso que apenas eran las nueve y media. La tarea adicional que se le había encomendado en este momento, como si no bastara con tener que proveer su unidad de personal, era aquello para lo que se le había adiestrado concienzudamente: interrogar a prisioneros rusos, sobre todo a oficiales de alto rango y a algún que otro burócrata del partido. Para Bora, desde el principio de la campaña, la tarea de interrogar a los comisarios políticos que no hubieran sido ejecutados sobre el terreno había ido aparejada con labores de reconocimiento y frecuentes escaramuzas sangrientas con el enemigo. Esos jóvenes de terca ideología, a los que a menudo solo le dejaban ver tras haber recibido palizas o incluso tortura, le habían dado quebraderos de cabeza. En algunos casos había conseguido sacarle algo a alguno de ellos; pero en la mayoría, había fracasado y no había podido hacer nada mientras los arrastraban en dirección a la horca o al pelotón de fusilamiento. A partir de la primavera, había tenido más suerte con los partisanos ucranianos desanimados y aún más con los soldados rasos y unos cuantos suboficiales rencorosos. Entre los oficiales había de todo: algunos se suicidaban (aunque no tan a menudo como los comisarios), mientras que a otros conseguía convencerlos de que contasen lo que sabían, lo cual a veces, aunque no siempre, resultaba de verdadera utilidad.

Los coroneles y últimamente un puñado de generales eran un mundo. Bora tenía un buen historial con ellos. Pero todavía tenía clavada la espina del General-Leitenant Gleb Platonov. Como el viejo zorro que era, no había contestado ni una sola pregunta de las que le habían hecho los interrogadores militares desde su captura a mediados de abril, a bordo de un avión que se perdió en la niebla y realizó un aterrizaje forzoso a este lado del Donets. Platonov sobrevivió al piloto, que resultó gravemente herido, y se las apañó para quemar los papeles que llevaba encima antes de que los alemanes llegasen al lugar del accidente. Solo habían podido identificarlo por medio de fotografías, hasta que un par de prisioneros rusos sin rango, que no tenían nada que ganar con mantener la boca cerrada, confirmaron de quién se trataba.

Bora, a quien habían enviado el prisionero como último recurso debido a sus métodos experimentados, ya se sentía furioso incluso ahora, en el coche, de camino al sur de Járkov. Durante más de diez días, Platonov (al que se referían como Número Cinco) había permanecido sentado frente a él con la boca cerrada, parpadeando de vez cuando, inmune a cualquier argumento. Bora siguió presionándolo, aunque, conociendo el pasado de Platonov (juzgado y encarcelado durante las purgas de Stalin, solo lo habían liberado cuando la guerra lo hizo necesario), sabía que sus esperanzas de quebrantar su voluntad eran escasas. Platonov utilizaba la mala salud que le habían provocado sus tres años en Siberia en beneficio propio: más de una vez había perdido el conocimiento (o había fingido perderlo), obligando a Bora a pedir ayuda médica y esperar a que le llevasen la inyección de cafeína o de la sustancia necesaria, transcurrido un tiempo. El mismo sanitario de un hospital cercano que revisaba periódicamente a Bora después de su episodio de neumonía tifoidea le había dicho que no estaba seguro de que el prisionero padeciese ninguna enfermedad de verdad. De nombre Weller, un estudiante al que habían reclutado antes de terminar la carrera, había salido de Stalingrado en avión con los últimos heridos antes de que se cerrase la trampa; y ahora compensaba las limitaciones de su rango de suboficial con una meticulosidad teñida de melancolía. En sus propias palabras: «Sea cual sea el estado del prisionero, las órdenes del cirujano son que vigilemos de cerca su salud, Herr Major». Como si Bora no lo supiese.

Los alemanes le habían asignado a Platonov un alojamiento aceptable en el distrito de Velikaya Ossnova, en la frontera sur de Járkov, donde el río Lopany describía un meandro en forma de codo y las maltrechas vías de tren de la otra orilla formaban un ángulo parecido, aunque menor. La zona era prácticamente una isla, ya que el río y las vías provenientes de la estación Sur casi se tocaban al norte del distrito, para volver a cruzarse debajo. El edificio, que había sido transformado en un centro especial de detención, se encontraba en la calle Mykolaivska, a menos de un kilómetro del hospital de Saikivska. Situado en lo que una vez fue una zona ajardinada, había resultado dañado durante la guerra. Estos días apenas disponía de personal y los alemanes lo estaban reparando a toda prisa. Bora y muchos otros se referían al distrito simplemente como «169», la cifra que lo identificaba en los mapas militares, ya que las unidades militares estaban en constante cambio y los nombres de las calles transcritos del alfabeto ruso o ucraniano al alemán no hacían más que crear confusión.

Cogió la casaca, doblada, del asiento delantero y entró en el edificio:

—¿Ha dicho algo el Número Cinco? —les preguntó a los guardias, aunque solo fuese por preguntar. Cuando recibió la respuesta negativa que esperaba, se las apañó para no dejar traslucir el mal humor que sentía—. Hola, Mina. —Le dio unas palmaditas al perro guardián, una hembra de pastor belga que los hombres habían adoptado y rebautizado con gran acierto tras desactivar las cargas anticarro soviéticas que llevaba atadas al cuerpo—. Vamos, chica, déjame pasar. ¿Está preñada o es que la están cebando?

—La estamos cebando, Herr Major. Come de todo. Tendría que ver cómo coge las moscas.

El piso seguro de Platonov se encontraba en la tercera planta. Bora subió las escaleras, repitiéndose a sí mismo lo evidente: a veces los enemigos prisioneros te ponen las cosas difíciles y otras colaboran desde el principio; aunque la mayoría hay que trabajárselos. Pero ¡maldición! El teniente general Platonov se había resistido a los métodos de Stalin. Bora no tenía prisa, pero pronto la tendría; ya que era posible que Platonov conociese los últimos planes de la STAVKA, la alineación de fuerzas soviéticas en el saliente de Kursk y (lo más importante de todo) detalles acerca de las reservas que había acumuladas detrás de ellas.

En el primer descansillo se paró a quitarse el cinturón de la pistola para poder ponerse la casaca sobre la camisa militar de verano, como dictaba el protocolo. Como si fuese a servir de algo. Platonov le tenía auténtica aversión, y si, en su arrogancia (su rango y la importancia que este llevaba aparejado se lo permitían), se dirigía a sus carceleros como «sabandijas marrones» y «basura fascista», a Bora no le decía nada en absoluto; ni siquiera «buenos días». Se repetía la misma rutina día tras día: Bora se quedaba de pie, Platonov se sentaba y no decía nada. Dejar transcurrir diez minutos o una hora no servía para romper su silencio; como tampoco sirvió una noche entera de pacientes razonamientos por parte de Bora.

Pero entonces… A principios de la segunda semana de arresto, Bora había descubierto por medio de unos informadores que la mujer y la hija de Platonov, que supuestamente habían sido víctimas de las purgas de Stalin, vivían en Poltava, a unos ciento cincuenta kilómetros al suroeste de Járkov. Lejos, pero teniendo en cuenta las distancias en Rusia, prácticamente al lado. Tras lidiar con toda clase de dificultades e inconvenientes burocráticos, había dado orden de ir a buscar y traer a Járkov a ambas mujeres lo antes posible. Era cuestión de días. Esa mañana Bora tenía pensado enseñarle al prisionero una foto que había mandado hacer de sus dos familiares: dentro de un edificio, sin puntos de referencia ni objetos reconocibles, excepto el calendario de este mes en la pared. «¿Ve? Tenemos a sus mujeres —quería decir—. A diferencia de Stalin, que le contó que habían muerto, nosotros ni siquiera las hemos arrestado. Todavía». Se podía hacer de forma amistosa o amenazadora, sin infringir el protocolo en lo más mínimo. Un intercambio de mercancías tan valiosas podría resultarle irresistible a un hombre que hacía seis años que no veía a su familia.

El tercer descansillo. Las moscas daban vueltas en círculo en el estrecho pasillo que conducía a las habitaciones transformadas en celdas; todas vacías en este momento, excepto la del general. Arriba, en la cuarta planta, solo había una habitación más que estuviese preparada, en la que Bora a veces pasaba la noche, cuando los interrogatorios se prolongaban hasta altas horas de la madrugada. A pesar del sofocante calor, Bora se abotonó la casaca y se cerró el cinturón de la pistola por encima de ella. Al meterse la foto de las mujeres del prisionero en el bolsillo izquierdo del pecho, rozó con las yemas de los dedos el botón que había recogido en el bosque.

No, no le apetecía en absoluto volver a enfrentarse a la delgadez malhumorada de Platonov una vez más. En otra época alto y moreno, ya estaba encorvado y encanecido cuando le llegó la rehabilitación, pero hay rocas que no hacen más que endurecerse con el tiempo. Nadie habría pensado que tenía pesadillas y que los guardias le oían gritar por las noches.

Al entrar en la habitación, que estaba equipada con todas las comodidades que el prisionero no pudiera utilizar para suicidarse, y por extraño que parezca, Bora no pudo evitar pensar en Krasny Yar. Tocar el botón había bastado para devolverlo al bosque. ¿Era posible que una parcela llena de arbustos en la que habían muerto asesinados un puñado de rusos no dejara de rondarle una y otra vez cuando habían muerto millones hasta la fecha? Lo irritaba. «Los ruskis, como ven que no pueden hacer nada más, intentan meternos el miedo en el cuerpo», había dicho el suboficial. Tal vez tuviese razón.

Platonov, que estaba sentado en un sillón de terciopelo verde, ni siquiera se molestó en alzar la vista hacia él. Para variar, Bora decidió no abrir la boca. Se tomó con calma la indiferencia del prisionero y rodeó la mesa para colocarse frente a él, que estaba sentado con los ojos tenazmente fijos en el suelo. Tras haberse encontrado brevemente en manos del enemigo hacía año y medio, Bora entendía perfectamente el rechazo a proporcionarles información. Él había hecho lo mismo y los rusos le habían roto el brazo izquierdo en represalia. Pero después había conseguido escapar. A pesar del sillón de terciopelo y el pañito de encaje que había sobre la mesa, a Platonov no iban a darle más oportunidades de escapar de las que le había dado Stalin. Normalmente, Bora se quedaba de pie, pero esta vez cogió un taburete y se sentó frente al prisionero.

Platonov levantó los ojos. Bora le sostuvo la mirada, como se hace con otro pasajero en el tren. Durante un cuarto de hora (de hecho, fueron casi veinte minutos) permanecieron sentados uno frente al otro; Bora con los ojos fijos en él, mientras que Platonov miraba la pared que él tenía a sus espaldas. Ninguno de los dos se movió, se puso cómodo en la silla ni hizo crujir su armazón de madera. En la celda había una sola mosca y se la podía oír despegar y aterrizar de este o en aquel objeto.

Para el prisionero, puede que este fuese un exasperante reto psicológico más al que resistirse; para Bora, equivalía a un ejercicio de disciplina mental, en el que las emociones no desempeñaban ningún papel. Y aunque solo Dios sabía en qué estaría pensando Platonov, Bora permitió que un sinfín de cuestiones, ninguna de ellas relacionada con el momento y el lugar, se le pasasen por la cabeza sin concentrarse en ellas; igual que la brisa sobre la superficie del agua no la afecta lo suficiente como para hacer que se ondule. La cara recorrida por costuras de Platonov, marcada por el dolor y por una autoridad férrea, podía indicar una habilidad parecida para la abstracción o por el contrario la intención impasible y rencorosa de negarse a comunicarse ahora y para siempre.

Por fin, Bora se puso en pie. Con los labios apretados, se desabotonó el bolsillo del pecho, sacó la fotografía y la colocó sobre la mesa, boca abajo. Cuando llamó secamente a la puerta para salir, el prisionero no había hecho intento de darle la vuelta a la fotografía; ni siquiera había extendido el brazo en dirección a esta. Puede que hubiese fijado la vista en ella, pero Bora no se quedó para comprobarlo.

Lo único que Bora podía hacer por el momento era dejar que las cosas se asentaran en la mente de Platonov como residuos (o como los posos del té, eso aún estaba por ver). Se puso en camino hacia Merefa y, al cruzar el río Udy, comenzó a pensar que la suerte empezaba a ponerse de su parte. Los ingenieros militares habían improvisado una gasolinera provisional en un claro junto a la carretera, una ocasión demasiado buena como para dejarla pasar. El oficial que estaba al mando se mostró al principio poco comprensivo: los camiones y los vehículos semiorugas tenían preferencia. Al final accedió a ponerle medio depósito a Bora, aunque no sin antes comentar:

—¿Sabe? Ustedes, los soldados de caballería, deberían moverse a base de forraje. ¿Dónde está su montura, comandante?

Dado que había escasez de gasolina, era mejor no protestar. Bora contestó con la verdad: que esta mañana iba demasiado escaso de tiempo como para desplazarse a caballo. Continuó sin incidentes hasta la salida de Kremesnaya cuando un mensajero en motocicleta lo adelantó, levantando una fina polvareda, y le hizo señales de que frenase; como un agente de tráfico da instrucciones a un conductor rebelde.

El vehículo militar quedó cara a cara con la motocicleta, aún en marcha, y se detuvo.

—¿Comandante Bora? —preguntó el mensajero, mientras se echaba las gafas hacia la frente.

—Sí. ¿Qué es lo que pasa?

—En el centro de detención de la calle Mykolaivska me dijeron que lo encontraría si seguía esta carretera, comandante. —El mensajero se sacó una hoja de papel doblada de la bolsa—. Le espera una comunicación de alta prioridad en Borovoye.

—¿En Borovoye? —Bora examinó el mensaje, que llevaba el nombre de un colega de la Abwehr que solía estar destinado en Smijeff, a orillas del Donets.

El mensajero hizo girar la motocicleta y la puso en dirección a Járkov.

—Podría retroceder cinco kilómetros y tomar la primera carretera de tierra a la derecha, pero no se lo recomiendo: aún la están despejando de minas. Ya que ha llegado hasta aquí, lo mismo le da seguir hasta Merefa.

—Sí, gracias. Conozco la carretera a partir de este punto.

En la hoja no ponía qué estaría haciendo en Borovoye, un lugar dejado de la mano de Dios, su malhablado colega Bruno Lattmann. Borovoye se encontraba por lo menos a treinta kilómetros de allí, lo cual, en Ucrania, equivalía a entre una y dos horas de viaje, dependía. Que Bora supiese, no había nada en Borovoye. Su primera intuición había sido que el mensajero le traía noticias de Platonov: que estaba dispuesto a hablar… o que se había aplastado la cabeza contra la pared. Ahora Bora no sabía qué pensar.

Los caminos de tierra, una vez uno salía de las carreteras, que al menos recibían un mantenimiento mínimo, eran una pesadilla de surcos y andenes ruinosos. A ambos lados fue dejando atrás campos en barbecho, granjas quemadas, grupos de campesinas en torno a los pocos abrevaderos, largos intervalos de una soledad absoluta y ondulante.

Hijo de un ejecutivo de la radio Deutsche Welle, Lattmann era íntimo amigo de Bora. Como les ocurría casi siempre, la última vez que se encontraron, hacía diez días, la conversación había terminado en temas personales.

—Entonces ¿me confirmas que sigue viviendo allí? —le había preguntado Bora.

—Sí. Pensé que ya habrías ido a verla.

—No.

—¿A qué esperas? ¿A que vuelva a cambiar el frente?

—Fue una relación larga, Bruno. No lo tengo muy claro.

—Bueno, seguramente esta sea la última oportunidad que tengas. Hace un año las cosas eran distintas; pero ahora… Si te importa, será mejor que encuentres un momento para verla.

Mientras recordaba la conversación, Bora aceleró todo lo que le permitía la carretera. Si, tenía que ir a ver a Larissa. Se lo había prometido a sí mismo. En Stalingrado, ya casi al final, se había dicho, arrepentido: «Moriré sin haberla visto». Pero ahora volvía a resistirse. «Iré si queda tiempo».

Pero Lattmann no iba a enviar a un mensajero ni un mensaje urgente por un asunto personal. Cuando Bora llegó a Borovoye, justo antes del mediodía, encontró que acababan de instalar un pequeño cubículo de radio y a su colega de la Abwehr andando de acá para allá frente a este.

Las primeras palabras que le dirigió Lattmann fueron:

—¡Joder, Bora! ¡Llevo toda la mañana persiguiéndote!

—He estado ocupado toda la mañana.

—Pues déjalo todo. Tenemos a un general ruso de alto rango que ha cruzado el Donets esta mañana. Recibimos la noticia por radio, codificada y en morse. Por lo visto, se puso en contacto con nosotros de antemano por nuestra frecuencia de radio para que no le disparásemos. Dice que quiere desertar.

—¿En serio? —Después de lo de Platonov, Bora no quería llevarse otra decepción—. ¿Estamos seguros?

Lattmann lo cogió del brazo y lo sacó del cubículo para alejarlo del operador de radio.

—Escucha: ha preguntado específicamente por el jefe de nuestro servicio de información.

—¿Específicamente?

—Por nombre. Y rango. Puede que haya oído hablar del coronel Bentivegni, me dirás. Bueno, pues además habla suficiente alemán como para hacerse entender y parece saber mucho sobre nosotros.

«Nosotros» quería decir «Contraespionaje» para los que pertenecían a él. No era infrecuente encontrarse con oficiales rusos que hablasen alemán; la generación anterior a Bora había aprendido ruso mientras se adiestraban en secreto en la Unión Soviética durante la época de Weimar, y viceversa. Bora prefirió mostrarse prudente.

—¿Ah, sí? Ya veo. ¿Y quién dice ser?

—Dice que es Tibyetskji.

Bora sintió una punzada de nervios que lo recorrió hasta las yemas de los dedos, como una descarga eléctrica.

—¿El «tibetano»? ¿Ese al que llaman Khan?

—Ese mismo.

—Dios mío. Dios mío, lo tuvimos delante en Stalingrado. Conoce todos los planes de la STAVKA. ¿Será posible? ¡Sería el golpe de suerte del año!

Lattmann le dedicó una sonrisa de oreja a oreja.

—El interrogador eres tú, así que juzga por ti mismo. Vino montando un buen estrépito, en un modelo de tanque nuevecito que hará que se le caiga la baba al Panzerkorp. De los grandes. Llamaron a Scherer (tú lo conoces) para que prestase apoyo con sus vehículos blindados por si era una trampa, y acordonó el lugar.

Aparte de Konev y Rokossovski, Khan sería la captura de toda una vida, y por supuesto del año. Al infierno con Platonov y sus oportunas pérdidas de conocimiento. Bora apenas podía contenerse. Tibyetskji era igual de escurridizo que su atribuido nombre. Como otros viejos revolucionarios, tenía dos o tres alias. Bora llevaba estudiándolo desde la Escuela de Caballería de la Academia Militar. Los logros que había alcanzado Khan posteriormente, en Stalingrado y Smolensk, eran legendarios. Héroe de la Unión Soviética, había recibido la Estrella Roja, la Estrella de Oro y Dios sabe qué otras medallas… Bora ni siquiera se habría atrevido a soñar con hacerlo prisionero. ¿Qué probabilidad habría de que desertase, y además ahora? «Y pensar cómo atronaba su voz por los altavoces para que nos rindiésemos mientras escupíamos sangre en Stalingrado. Y pensar que nos derrotó hace solo cuatro meses…».

—Bruno, ¿cuándo puedo verlo?

Sin que nadie se lo pidiese, Lattmann metió un bidón de gasolina en el maletero del coche de Bora. Se mordía las uñas, y las puntas de los dedos siempre daban la impresión de haber sido mordisqueadas por peces.

—Ve ahora mismo. Scherer está deseando que llegues. El ruso sigue dentro del tanque y se niega a bajar hasta que le garanticemos que nos pondremos en contacto oficialmente con Bentivegni en Berlín-Zossen. Así que le pregunté a la gente que tenemos en Kiev. Toda una lástima: dado el desaguisado que es el frente tunecino, según un informe el coronel Bentivegni se encuentra «en algún lugar» del sur de Italia, consultando con los comandantes de la zona. Por cierto, fue pura coincidencia que Scherer y su unidad se encontraran en camino hacia la nueva zona de despliegue de la 11.ª División Panzer. Imagínate lo inquietos que están por echarle mano al tanque. La Abwehr debe ser la primera en hacerse con el desertor (no hace falta ni que te lo diga) antes de que lo consiga el RSHA: de lo contrario, la Oficina Central de Seguridad lo transferiría y ya podríamos despedirnos de nuestra oportunidad.

Dado que, a solas, Lattmann solía referirse al RSHA como «los matones de Kaltenbrunner», que llamase a la central de la SS-Gestapo simplemente por su acrónimo era signo de lo urgente de la situación.

Bora prácticamente voló por encima de todos los surcos y baches a lo largo de los siguientes veintitantos kilómetros. Una mina olvidada lo habría hecho volar por los aires en la trama de descuidados caminos que zigzagueaban entre Borovoye y el río.