Lunes, 3 de mayo de 1943 Merefa, óblast de Járkov, noreste de Ucrania
Tenía que escuchar. Tenía que salir a escuchar.
Desde Merefa hasta el río, a vista de pájaro, había menos de veinticinco kilómetros. Pero por los caminos rurales (y casi no había otra cosa en la zona), si se querían evitar aldeas y pueblos, la distancia formaba un zigzag, ahora rectángulos, ahora sinuoso y oblicuo, en torno a las zanjas y barrancos que surcaban el terreno como cicatrices, hacia el este y hacia el sur. Los barrancos estaban llenos de pájaros, y las granjas olvidadas y destruidas que había en el fondo los dejaban anidar en sus ruinas, en el interior de las vigas del techo carbonizadas. El trino de las aves parecía provenir de debajo de la tierra, como si los pájaros del más allá cantasen con dulzura o las sirenas llamasen con traicionera insistencia. Entonces llegabas al borde y, al pie de la ladera recubierta de hierba o de rocas calcáreas, cinco o cincuenta metros más abajo, encontrabas, a veces aún en pie, el armazón de una cabaña con los postes retorcidos, la paja podrida y las ventanas rotas, lleno de aves que seguían cantando a pesar de tu presencia. Los pájaros rusos y ucranianos se habrían visto obligados a dejar de cantar hace ya mucho si hubiesen callado cada vez que pasaba un ejército, con estrépito o furtivamente, a lo largo de los últimos dos, diez, cien o cientos de años. Y lo mismo el viento, el gorgoteo y la risa ahogada del agua del río que subía y bajaba, lamiendo la orilla.
Martin Bora examinó el mapa con los codos hincados sobre el papel y la barbilla apoyada en las manos entrelazadas. En lo único en que podía o quería pensar en ese momento era en que tenía que salir a escuchar, y no por motivos militares. El itinerario hacia un lugar —no un pueblo ni una granja colectiva ni una casa aislada, sino un lugar solitario— le devolvió la mirada en forma de línea fina y entrecortada trazada sobre la retícula blanquecina de cuadrados numerados. Aquí, Merefa, una ciudad pequeña, ahora un barrio residencial de Járkov, con su santuario consagrado a la Virgen de Oseryan al final de un camino que discurría hacia el oeste; allí, el Donets que ellos llaman «septentrional», flanqueado de bosques allá donde no los había asolado la guerra y aún crecido por las riadas ya en retirada de la primavera que aquí y allá habían transformado los campos llanos en lagos y lodazales. Y entre ambos, el zigzag de senderos polvorientos, minas trampa explosivas y algún que otro francotirador: la espeluznante geografía no escrita que tendría que añadir a lápiz cuando supiese lo suficiente sobre ella, por su propio bien y por el de los demás. Pero también una tranquilidad de espíritu excepcional a lo largo de todos esos kilómetros, donde la muerte resonaba como una alondra o como un crujido entre los arbustos, pura y sin mezclas, igual que él era entonces puro y sin mezclas, después de que Stalingrado lo templase y lo liberarse de toda la escoria. O eso pensaba. Eso esperaba.
Ya hacía calor. El cielo tenía el aspecto del desvaído techo plomizo de un edificio viejo y las nubes esporádicas que lo cruzaban sin traer lluvia remedaban el dibujo de la lámina de metal. Bajo el cielo, los vivos se movían y los muertos yacían yertos. Los muertos hallados en el pequeño bosque llamado Krasny Yar ya ascendían a cinco. Campesinos, rusos; Bora sabía muy poco más sobre la historia. Pensó en ellos porque el nombre de «Krasny Yar» atrajo su mirada sobre el mapa, impreso en cirílico y sobrescrito en letras latinas. No pensaba acercarse, pero no por los motivos que bramaba el sacerdote ucraniano: no había ningún demonio en el bosque, como tampoco había ninguna esperanza real de ganar esta guerra, aunque, como católico y como oficial alemán, Bora creía tanto en el demonio como en la victoria final.
Se levantó para recoger sus pertrechos en la escuela de una sola planta que compartía con su asistente ucraniano y un centinela. Era el lugar perfecto para pasar parte del día, modesto y discreto, por si algún avión ruso conseguía ir más allá del aeródromo de Rogany, en manos alemanas, para ametrallar o bombardear cualquier estructura reconocible. Como la mayoría de las veces, iría solo. Sin escolta, ni siquiera un conductor. Serio, recogió los prismáticos, la brújula, el maletín y los lápices, y después la cámara, el fusil, la munición y todo lo que quería llevar consigo en ese viaje.
Durante una fracción de segundo, se sorprendió al ver la alianza en su mano izquierda. Había empezado a ponérsela en el anular de esa mano, al contrario de la costumbre alemana, porque los vehículos militares se averiaban a menudo en el polvo, el barro o la nieve del frente ruso y tenía que meter la mano en espacios reducidos y grasientos para arreglar las cosas. Era su vínculo inquebrantable con la vida, un solo anillo de oro que representaba el nexo con Benedikta y todo lo que ella significaba para él. Que estuviese enfadada con él por haberse ofrecido voluntario para volver a Rusia después de que casi lo mataran allí no cambiaba las cosas entre ellos. La forma en que le hizo el amor antes de su partida demostraba que la rabia era amor.
Y ese era uno de los motivos por los que tenía que salir a escuchar.
De forma rutinaria, tenía que dejar en su alojamiento la alianza y la chapa de identificación. Bora se las quitó y las confió a la pequeña seguridad de su baúl. También dejaría aquí el mapa grande, y, aunque había rodeado con un círculo rojo la parcela boscosa donde seguían apareciendo campesinos muertos, no pensaba acercarse ni siquiera en coche. No, no. No había tiempo para investigar esa clase de cosas. Cuando llegase junio (o julio como muy tarde, si imprudentemente decidiesen volver a posponer la fecha), todo lo que aparecía en ese mapa y los cuadros adyacentes (Poltava, Kramatorskaya, Bélgorod, hasta llegar a Kursk) volvería a estar a disposición de cualquiera y correría el riesgo de ser aplastado hasta la destrucción.
Bueno, al menos no lo mataron de camino al río. Los francotiradores y los partisanos, la forma de vida (o de muerte) del alemán solitario en campo abierto en Rusia, seguían siendo un problema casi igual de grave en Ucrania. En la zona parcialmente boscosa al sur de Bespalovka, donde estaba acampado su regimiento, aún en proceso de creación, Bora aparcó el vehículo militar y continuó a caballo. A partir de allí, ningún vehículo con ruedas ni orugas podía aventurarse con seguridad. Zanjas, lodazales, canales y zonas de hierba empantanada sustituían al suelo firme. Rusia había conseguido que la caballería fuese de nuevo útil, incluso valiosa, y volvían a tener una oportunidad los que se habían resistido a la conversión de su gloriosa Primera División en una unidad de blindados, los Panzer, como Bora, después de esperar y desangrarse en unidades de infantería. Y así la antigua clase de jóvenes oficiales condecorados, los Von Boeselager, Douglas von Bora, Salm-Hordtmar y Sayn-Wittgenstein, todos emparentados de un modo u otro, vio cómo diseñaban regimientos de calidad para ellos. Patrullas de reconocimiento, guerra de guerrillas y operaciones de apoyo móviles en terreno hostil significaban peligro, emoción, un profundo amor a la tradición… y la posibilidad de salir y escuchar.
Pronto, Bora penetró en una espesura de soto; sobre todo abedules y, más adelante, sauces, que los campesinos usaban para construir y para tejer cestas. Hasta los árboles más altos eran jóvenes, plantados mucho después de la Revolución de Octubre. El sendero era estrecho, de poco más de medio metro de ancho, y todavía menos en las zonas donde colgaban las ramas, recubiertas de hojas frescas. Las botas, la silla de montar y los flancos del caballo se iban humedeciendo durante el avance porque, aunque no había llovido, el aire tan cerca del río era húmedo. Aunque no se esforzaba por pensar, porque la intuición resulta mucho más útil en ciertas fases del reconocimiento, mientras seguía adelante, Bora recordó que había sido en una zona en sombra y delimitada como esta, a unos cuantos kilómetros al norte de allí, donde habían matado misteriosamente a aquellos rusos, sin que se supiese quién era el culpable. Su asistente le contó susurrando que habían muerto a bastonazos, apuñalados, que les habían sacado los ojos: asesinatos típicos de la guerrilla campesina desde hacía más de quinientos años… y del conflicto de la Rusia actual.
Siguió cabalgando, alerta pero sin pensar en sí mismo, preguntándose si aquí también habría cadáveres tirados en el suelo. Pero después de la «segunda llegada» de los alemanes a Járkov, como él la llamaba, lo sorprendente sería que no los hubiera. En marzo habían luchado con uñas y dientes por cada centímetro cuadrado de terreno, y si ahora el Donets hacía las veces de frontera entre los ejércitos enemigos, solo lo habían conseguido pagando por cada metro cuadrado de tierra con la sangre de soldados, rehenes y prisioneros.
Donde los abedules daban paso a los sauces, empezaron a entreverse el cielo y el agua más allá del verde de las hojas. A Totila empezaron a hundírsele un poco los cascos, pero era un animal paciente y de paso firme y siguió adelante. Montura y jinete no producían más que el ocasional sonido de succión de las pezuñas herradas al hundirse o salir de la tierra blanda. Bora iba separando sin ruido las ramas flexibles el mínimo necesario para avanzar. Deseoso de escuchar, durante los últimos minutos había dejado que el canto de los pájaros penetrase su ser, con sus sonidos agudos, sus trinos y sus gorjeos, que lo atravesaban de un costado a otro como dulces flechas. Pronto empezarían a oírse el chapoteo y el murmullo del agua poco profunda al fluir y arremolinarse, al tiempo que los sauces comenzarían a escasear y los arbustos compuestos de finas ramas, las cañas y los juncos ocuparían su lugar. Bora desmontó y echó a andar por la hierba fresca hacia la orilla del río. Pisando con cuidado (como si una mina fuera a hacerlo volar en pedazos en cuanto la tocase o tropezase con el cable), su mirada se posó en las delicadas mitades de una cáscara de huevo azulada a sus pies. El joven pájaro debía de haber salido del cascarón hacía poco en una de las ramas que tenía por encima, porque aún eran visibles unos frágiles regueros de un líquido blanquecino en el interior.
Bora se esforzó por no aplastar las cáscaras de huevo con las botas. Se le vino a la cabeza su asistente ruso, que había empezado a criar gallinas para tener huevos. «Cuando yo no estoy —pensó Bora—, deja que escarben junto a la hilera de tumbas que hay en el patio de nuestro puesto avanzado. Las llama gotas de su sangre y su consuelo en esta tierra, porque, en el fondo, es un campesino. Pobre Kostya. Lo reclutaron nada más empezar la guerra (¡y pensar que aún en mayo de hace dos años me hacía pasar por un joven oficial de embajada en Moscú cuando ya tenía las maletas hechas en Prusia Oriental para atacar la Unión Soviética!) y no tuvo tiempo de disparar ni una sola vez. Su regimiento entero se rindió ante el primer oficial alemán con el que se encontró. Tiene una joven esposa en Kiev que le preocupa, es dócil y de buen corazón. Comparado con él, tengo el alma negra».
No había un claro junto a la orilla, sino que las hojas llegaban hasta el borde del agua y las altas cañas se inclinaban hacia aquí y hacia allá hasta formar una cadena de palios rotos. Los insectos centelleaban en el aire como puñados de polvo de oro, por encima de la lenta corriente. Bora se agachó donde pudo, inclinándose hacia delante, mojó los dedos en el agua del río y escuchó.
Era un lugar sin marcar en los mapas y, que él supiese, sin nombre; como tantos lugares en los que había estado, exponiéndose a la muerte, una posibilidad que lo hacía precioso. Menos de un metro cuadrado a la orilla izquierda de un río que desembocaba en el Don, caprichoso y sinuoso, que se perdía y se desbordaba. Todos se habían retirado del Don, igual que se habían retirado de Stalingrado. Y a lo largo de la perezosa corriente esperaban los rusos. Solo era cuestión de escuchar. Un silencio interior, una ralentización del corazón. El caballo, que estaba atado pero con holgura, esperaba a sus espaldas. Bora sentía tensarse y relajarse cada músculo mientras estaba allí agachado y sus pulmones aspiraban el aire del pantano cada vez más pausados. Cerró los ojos y los sonidos quedos y casi inaudibles que lo rodeaban se volvieron nítidos: el agua al fluir o al arremolinarse, los pájaros que cantaban cerca y a lo lejos, las hojas trémulas que percibían hasta el más mínimo soplo de viento, la boca del caballo al rasgar un brote verde del suelo. Desde la otra orilla, otros pájaros que cantaban, hombres ausentes o en silencio, motores ausentes o apagados, aldeas, granjas, pueblos, campamentos militares, caseríos vacíos en un silencio sepulcral.
En Stalingrado, hacia el final, cuando todos habían acabado cerca de la locura de un modo u otro, las largas pausas de silencio se le habían vuelto necesarias. Bora rozó el agua con las yemas de los dedos, escuchando. Cada poro, cada célula era un órgano de audición, agudizado y, sin embargo, entregándose por igual a los susurros y al silencio. En estos momentos tenía presente toda su vida: los paseos en bicicleta cuando era joven, el sol a través de un umbral, la mano de una chica en la suya, el Volga en Stalingrado, la garganta de Dikta cuando la besaba, una lagartija, su padrastro en Leipzig y cosas que aún no habían ocurrido pero que estaban igual de presentes. La ansiedad alcanzó un punto demasiado alto como para seguir sintiéndola y se convirtió en una falta de sensación, un vacío sublime. Los mosquitos le cubrían los brazos desnudos, las moscas le picaban, los sapos saltaban en el barro. El sol rodaba como un enorme carro de fuego atravesando un techo metálico, un cielo de plomo.
Bora abrió los ojos. Calculó el ancho del río en este punto, la profundidad, el vado invisible pero existente. Tranquilamente se puso en pie, desató el caballo, volvió a montar en la silla y penetró en el agua para cruzar el Donets hacia las líneas enemigas.