NUEVA CONCEPCIÓN
Los tres aeronautas, librados también esta vez de la muerte, gracias a su buena estrella y a su extraordinaria audacia, apenas se vieron en tierra se dieron prisa a desenredarse de las mallas que los aprisionaban y a ponerse en pie.
Asegurados de que en la caída, aunque había sido más bien brusca, no habían sufrido fracturas ni contusiones graves, su atención se dirigió al reconocimiento del país donde habían aterrizado, que para ellos era desconocido.
El huracán los habla transportado al centro de una inmensa aglomeración de montañas y de extensas mesetas. A diestra y siniestra y especialmente hacia el Oeste sé extendían hasta perderse de vista una gran cadena de montañas, casi todas cubiertas de nieve en sus cimas, cortadas por una infinidad de vallecitos, donde crecían con profusión soberbios cipreses, cedros rojos, altísimos pinos, bellísimos pelines, de no menos de cien pies de altura, laureles de los llamados lemmo, que dan un fruto del cual se extrae una especie de manteca, y algunos pinos araucanos (pinus araucana llamado también pehven por los naturalistas), que se lanzaban a la atmósfera hasta treinta o Cuarenta metros, sacudiendo sus numerosos frutos, semejantes a nuestras castañas. Precipicios inmensos donde se oran mugir grandes torrentes, espantosas simas, senderillos apenas visibles, peñas cortadas a pico se veían por doquier, mientras en lontananza hacia el Este se vislumbraba una cinta negruzca que indicaba las grandes praderas, de Patagonia y de las pampas indianas.
—¿Dónde estamos? —preguntó Cardoso, que admiraba aquella enorme aglomeración de montañas.
—No es posible equivocarse —respondió el señor Calderón, que parecía contento de encontrarse allí—. Esta cadena se llama la Cordillera o si les parece a ustedes mejor, los Andes.
—Entonces, estamos a dos pasos de Chile —dijo el maestro.
—Sí, con tal que encontremos un paso.
—Las piernas están todavía buenas y si se necesita treparemos por aquellas montañas que nos cierran el paso por el Oeste.
—¡Mira, mira, marinero! —exclamó Cardoso.
—¿Qué ves?
—Una montaña que lanza humo.
El marinero y el agente del gobierno miraron en la dirección señalada, y vieron, hacia el Norte, una gran montaña que sobrepasaba las nubes, cubierta de nitidísima nieve y de cuya cima se elevaba un desmesurado penacho de humo que el viento abatía de cuando en cuando.
—Es un volcán —dijo el agente del gobierno—. Acaso el de Antuco.
—Y aquello, ¿si parecen hombres? —dijo el maestro—. ¡Caramba! No pensaba ver rostros humanos en este país.
Por una sendita abierta en una grieta de un monte, y que parecía conducir a un vallecito, un grupo de hombres descendía lentamente. Aunque todavía estaban lejos, el maestro los identificó como indios y, todos llevaban fusil.
—¿Quiénes serán esos hombres? —preguntó Cardoso.
—Sin duda serán araucanos —respondió el agente.
—¿Es gente de temer?
—No; porque los araucanos son los indios más civilizados de toda América.
—¿Nos habrán visto caer?
—Es muy probable.
—¿Son hospitalarios?
—Muchísimo, y por mediación de ellos podremos ir a Chile sin mucho trabajo.
—Entonces, seremos bien llegados —dijo el maestro.
El grupo había llegado a cincuenta o sesenta pasos y se había parado, mirando con viva curiosidad a los aeronautas y especialmente al señor Calderón, cuyo atavío de adivino patagón debía parecer muy extraño en un hombre de raza blanca. Aquel pelotón se componía de siete individuos de estatura elevada y bien proporcionados; teman la cabeza y la cara redondas, frente estrecha, nariz un poco achatada, ojos pequeños y vivaces, y el color de la piel ligeramente bronceado, tirando un poquito a oliváceo.
Portaban fuertes blusas de lana azul sujeta por la cintura con una ancha faja roja, calzones vistosos y el tradicional poncho de brillantes colores; en los brazos y orejas tenían pendientes de oro y plata, de forma cuadrada en la mayoría, y en los dedos, gruesos anillos.
El maestro, al ver que no se movían y que presentaban una actitud, en manera alguna hostil, avanzó a su encuentro, saludándolos cortésmente.
Un indio, que debía ser el jefe, a juzgar por sus más ricas vestiduras y la mayor cantidad de anillos y brazaletes, se adelantó diciendo en español:
—¿Debemos recibiros como amigos o como enemigos?
—Somos amigos —respondió el maestro.
—¿Habéis caído del cielo?
—Sí, pero por medio de un globo.
El indio sonrió.
—Conozco los globos de los hombres blancos —dijo luego con cierto orgullo—. Los araucanos no somos salvajes.
—Eso me ahorra daros una explicación que sería engorrosa.
—¿Son ésos hermanos tuyos? —preguntó el araucano señalando a Cardoso y al agente del gobierno.
—Son mis amigos.
—¿Adónde os dirigís?
—A Chile.
—¿De dónde venís?
—De la gran pradera donde hemos sido prisioneros de los tehuls.
—Los tehuls son malos hombres, lo sé —dijo el indio—, y me alegro de que hayáis escapado de sus manos.
Después, quitándose el poncho y alzando los brazos, continuó:
—Yo soy Peguemapú, caudillo del valle de Uta. Los hombres blancos sois mis amigos. Seguidme.
—No pedimos otra cosa, señor Peguemapú —dijo el maestro—. Mis compañeros y yo te lo agradecemos de corazón.
—Venid a mi aldea ahora, y cuando queráis yo os guiaré a las mesetas bajas de Chile.
Los siete indios y los tres aeronautas se pusieron en camino, siguiendo el sendero que hemos dicho serpenteaba por un gracioso vallecito abierto entre dos altísimas montañas.
Allí, no sin viva sorpresa por parte de los aeronautas que creían haber caído en una región deshabitada, se elevaban treinta o cuarenta cómodas viviendas, pobladas por un centenar de pastores araucanos, los cuales hicieron a los recién llegados la más hospitalaria acogida.
Peguemapú tuvo para sus amigos, caídos del cielo, las atenciones mayores que se pueda imaginar. Suculentas comidas, partidas de caza en las riscosas vertientes de los Andes, correrías por los valles, fueron organizadas en honor de los extranjeros, los cuales se aprovecharon de ellas en grande.
Al cuarto día, sintiéndose ya bien restaurados, los dos marineros y el señor Calderón, que por diversos motivos tenían deseos de llegar a la costa, se despidieron del jefe araucano, dejando como regalo un número no pequeño de nacionales, y como recuerdo el globo que ya para aquéllos era de ninguna utilidad.
Montados en robustas mulas de casco de acero y pisada segura, y guiados por un capataz que tenía que ir a la costa, atravesaron por veredas, conocidas únicamente por los sagaces araucanos, la gran cadena de los Andes y al día siguiente llegaban a los escalones inferiores haciendo breve parada en Santa Bárbara.
Allí, una vez adquiridos caballos, continuaron al Oeste, tocando en Nacimiento, y por fin llegaron a la vista de Nueva Concepción, o Penco, como en su lenguaje la llaman los araucanos.
—¡Al fin! —exclamó el maestro respirando a pleno pulmón la brisa qué llegaba de mar, que se veía brillar en el horizonte—. Ahora ya podemos decir que estamos en salvo.
—Lo creo —respondió Cardoso, que animaba a su caballo a latigazos, impaciente por entrar en la ciudad. Ya era tiempo que nos encontrásemos en lugar civilizado después de pasar tantas semanas entre los salvajes de las praderas.
—¿Llevas siempre los millones tuyos?
—No los he tocado nunca —respondió el muchacho—. Siempre van aquí, en el cinturón, debajo de la camisa.
—Y yo llevo los míos. El Presidente podrá considerarse afortunado cuándo reciba este tesoro que debe creer perdido en el fondo del mar.
—Acaso cuente con él todavía, marinero. El capitán Candel o algún hombre de la tripulación pueden haberse salvado.
—¡Dios lo haya querido! —dijo el maestro con emoción—. Sentiría inmensamente la muerte de nuestro heroico comandante.
—¡Alto! —dijo en aquel momento Calderón, parándose ante una hospedería situada a medio kilómetro de la ciudad.
—¿No vamos a entrar en la población? —preguntó Cardoso—. Hemos dado cita a Ramón en el Consulado.
—Además, tenemos que entrevistarnos con el cónsul para saber dónde podremos encontrar al presidente.
—Seguramente no querrán ustedes presentarse con esas ropas tan destrozadas, qué apestan a selvático —dijo el agente del gobierno.
—Tiene usted razón, señor Calderón, tanto más cuanto que yo me estoy muriendo de hambre.
Entraron en la hospedería, confiando los caballos al mozo de cuadra, y llamando al propietario le encargaron que les proporcionase nuevos vestidos y preparase una suculenta comida.
Pocas horas después, los tres, vestidos de nuevo, se presentaban en el comedor donde se sentaron ante una apetitosa comida que remojaron con algunas botellas de exquisito vino español.
El señor Calderón, que ya había sostenido larga conversación con el propietario de la hospedería, durante la comida dio a sus compañeros las primeras noticias de la guerra que todavía se libraba entre el Brasil y la República Argentina, por una parte, y el Paraguay por la otra.
El heroico dictador, a pesar de la gran derrota sufrida en Angostura, a donde había huido, como era voz corriente, no había perdido la esperanza de desquitarse sobre las fuerzas de los aliados. Según las últimas noticias llegadas de Chile, se encontraba ahora en Cerrro León, ocupado en reorganizar su ejército y en fortificar Piribebuy, donde había establecido la capital provisional de la República.
—Sí, esperémosle —dijo el agente del gobierno con una sonrisa que parecía forzada.
—¿Podríamos partir?
—La presencia de ustedes en el Consulado, es por ahora inútil —respondió el agente—. Es mejor que yo me presente solo para ponerla al corriente de todo y para entendernos sobre el modo mejor y más rápido para encontrar al presidente.
—¡Oh, nosotros no le esperamos a usted, señor Calderón! —dijo el maestro.
—Lo sé; pero deseo que no me acompañen por la ciudad, por ahora.
—¿Por qué motivo, señor agente del gobierno?
—No tengo por qué darle cuenta a usted, maestro Diego. No se le olvide que yo represento al Presidente de nuestra nación.
—Pues ¿cuándo podremos entrar en la ciudad?
—Cuando yo haya regresado.
—Pero, le advierto, señor Calderón, que nosotros no entregaremos el tesoro más que en las manos del Presidente.
—Nadie se lo quitará a ustedes de encima —respondió el agente del gobierno encogiéndose de hombros.
—Siendo así, parta usted cuando quiera.
El agente salió de la posada, hizo poner la montura nuevamente al caballo, saltó a la silla y partió rienda suelta hacia la ciudad que distaba apenas medio kilómetro.
Maese Diego, que le había seguido con la mirada, cuando le vio desaparecer por una puerta de la muralla, movió la cabeza repetidamente, murmurando:
—Cada vez me parece ese hombre más extraño e incomprensible.
—¿Todavía tienes recelos? —preguntó Cardoso.
—No sé qué decirte, hijo mío.
—¿Sospechas algo?
—Acaso.
—Sin embargo, el Presidente debe conocerle a fondo, marinero.
—Muchas veces también los grandes hombres se equivocan.
—¿Qué haremos?
—Le esperaremos.
—Sea, marinero.
Se hicieron servir otro par de botellas, encendiendo sendos cigarros y se sentaron en la puerta, esperando pacientemente el retorno de Calderón; pero dieron en el reloj las dos, las cuatro y las seis sin que volviese. Ya comenzaban a preocuparse por aquella excesiva tardanza y se disponían a encaminarse a la ciudad, cuando vieron galopar hacia la hospedería a dos vigorosos caballos, enganchados a una especie de berlina.
—¿Será él? —preguntó el maestro, que no podía estar parado.
—Sí —respondió Cardoso, dando un grito de alegría—. Le he distinguido sentado junto a la portezuela.
Efectivamente, momentos después, la berlina se detenía en la misma puerta de la posada y el señor Calderón se apeaba.
El maestro se lanzó a su encuentro.
—¿Qué hay? —preguntó.
—Partamos —respondió el agente.
—¿Ha visto usted al cónsul?
—Sí, y nos espera.
—Vayamos, Cardoso.
Tomaron sitio en la berlina y los dos caballos, vigorosamente fustigados, a los pocos minutos entraban en Nueva Concepción.