CAPÍTULO XXVIII

EL INCENDIO DE LA PRADERA

Al oír aquella voz bien conocida por los tres, y la estruendosa detonación que no podía atribuirse más que a un trabuco, Diego, Cardoso y hasta el flemático agente se habían precipitado fuera de la cabaña para apoyar la ofensiva del gaucho, pero no hubo lugar a ello; los patagones, vacilantes por las pérdidas sufridas y la vigorosa resistencia de los sitiados, asustados por la muerte de su jefe, en el cual confiaban mucho, y por la llegada inesperada de este nuevo enemigo, armado con un arma de fuego tan temible, se entregaron a precipitada fuga, dispersándose por la llanura.

Ramón, cargando cuidadosamente el trabuco, se apresuró a unirse a sus compañeros que le acogieron con los brazos abiertos y aclamaciones de alegría.

—¡Ah, mi valiente amigo, creía no volverte a ver más! —dijo el maestro, estrechándole enérgicamente las manos.

—No se abandona a los amigos en el peligro —respondió el gaucho con dignidad—. Me congratulo por haber llegado en tan buena ocasión y haber despachado al gounak (jefe) de esos salteadores endemoniados, ¡Pedro está vengado!

—¿Oyó usted nuestro tiroteo?

—Estaba a doce millas de aquí cuando oí vuestro primer tiro. Imaginándome que habíais sido atacados por los tehuls, me dirigí aquí a la carrera. He llegado un poco tarde; pero aún a tiempo, por lo que veo.

—Si tarda usted unos minutos más habíamos caducado —dijo Cardoso—. La cabaña no hubiera resistido un largo asalto de esos demonios.

—¿Cree usted que volverán a la carga? —preguntó Diego.

—Sin duda —respondió el gaucho—. Conozco bien a los tehuls, y sé lo vengativos y tenaces que son en sus proyectos.

—¿Podríamos resistir un segundo asalto?

—No somos bastantes para aguantar el choque con todos esos salvajes, pero no los esperaremos.

—¿Trae usted caballos?

—No; pero traigo alguna cosa mejor. Traigo el globo.

—¿Nuestro globo?

—Sí; lo encontré deshinchado a ocho kilómetros de aquí en medio de un matorral.

—¿Y dónde está?

—Lo he cargado en mi caballo, el cual no debe estar muy lejos.

—Pero ¿de qué nos servirá el globo si no tenemos gas para llenarlo? —preguntó Cardoso.

—¡Rayos y truenos! ¡Es verdad! —exclamó el maestro.

—¿No se podrá elevar? —preguntó el gaucho, estupefacto—. Yo creía que ustedes podrían hacerlo.

—Y lo haremos —dijo el agente, que hasta entonces no había pronunciado una sílaba.

—¿De qué modo, señor Calderón? —preguntó el maestro con incredulidad—. ¿Tiene usted algún gasómetro?

—Bastará alguna hierba seca —respondió el agente del gobierno.

—Perdóneme, señor Calderón; yo soy un animal de dos pies —dijo el maestro—. Si hubiera estado solo no hubiera pensado nunca en ese recurso que puede salvamos a todos.

—A todos no, porque pesaríamos demasiado, porque aunque el globo es grande no tendría bastante fuerza ascensional.

—Entonces, abandonémoslo entre la maleza.

—Diga usted, señor, ¿cuántas personas podrá llevar? —preguntó Ramón.

—A lo más tres y eso porque Cardoso pesa poco.

—Pues ya es bastante para salvarles a ustedes, porque yo no les seguiré a la atmósfera —dijo el gaucho—. Mi patria es la pradera y no las nubes.

—¿Y se va usted a entregar al furor de los patagones? ¡No; eso no lo permitiremos nunca! —exclamó el maestro.

—¡No; nunca! —confirmó Cardoso.

—Si ese es su temor, pueden tranquilizarse, amigos. Cuando ustedes se eleven yo pondré tal barrera delante de los patagones que no podrán perseguirme en muchos días.

—Explíquese usted, Ramón.

—En seguida, maestro. Incendiaré la pradera, aprovechándome del pampero que sopla de levante, y me escaparé. Los patagones que acampan a Poniente se verán obligados a retirarse ante el mar de fuego, renunciando por buen plazo a la persecución.

—¿Y no nos volveremos a ver? —preguntó con pena el maestro.

—¿Adónde van ustedes?

—A Chile; ya se lo habíamos dicho.

—También iré yo.

—¿Dónde nos podremos encontrar? Chile es muy grande.

—Fijemos una población.

—Le esperaremos en Nueva Concepción.

—¿Y el punto de cita?

—El Consulado del Paraguay, o en el muelle.

—Está bien; no faltaré, amigos. ¡Oh! Aquí llega el caballo. Vamos a descargar el globo e inflémoslo antes de que los patagones se reorganicen y vuelvan al ataque.

Por el otro lado del recinto llegaba el caballo del gaucho, cargado hasta el punto dé serle difícil andar. Diego, Cardoso y Ramón, después de recomendar al agente del gobierno que hiciese con todo cuidado su guardia, derribaron unos cuantos troncos de la empalizada e hicieron entrar al caballo.

El globo fue extendido en la hierba y examinado escrupulosamente para asegurarse de que no tenía ningún desgarrón. Afortunadamente, el fuerte tafetán de seda, a pesar dé tantas peripecias durante los vuelos, había resistido maravillosamente y no ofrecía ningún roto. La red estaba intacta.

—No concluiré nunca de estar agradecido a este valiente aeróstato, que después de habernos traído a tierra, nos salva de nuevo —dijo el maestro.

En la llanura se oyó en aquel momento un griterío que parecía aproximarse, acompañado de furiosos ladridos de perros. Ramón palideció.

—¡Acaso va a ser tarde! —murmuró.

—Esperemos emprender el vuelo antes de que lleguen —dijo Cardoso—. La hierba seca abunda en la estancia y en poco tiempo el globo estará inflado.

—Ramón, le aconsejo a usted que huya antes que nosotros —dijo el maestro.

—Por mí no se preocupen ustedes —respondió el gaucho—. Los patagones llegarán siempre demasiado tarde, porque puedo prender fuego a la pradera en el momento en que me plazca.

—Como usted quiera —dijo el maestro—. Señor Calderón, ¿qué debemos hacer?

El agente del gobierno acudió y se encargó de dirigir la elevación del aeróstato; trabajo, por otra parte, que requería poca fatiga y no muchos conocimientos aerostáticos.

A los lados de la estancia se elevaban dos altísimos árboles que debían haber servido de observatorio a los puesteros para no ser sorprendidos, por los indios, que debían aparecer con frecuencia en aquella comarca tan vecina a la frontera patagónica. El agente del gobierno se sirvió de ellos muy prácticamente para colgar el aeróstato, por medio de una larga maroma, tendida de uno a otro lado de los troncos y que cruzaba la estancia en toda su anchura. Hecho esto, hizo agrandar la boca del globo, y amontonar debajo una gran cantidad de hierba seca, a la cual prendió, fuego en seguida.

El humo penetrando por la abertura que los cuatro hombres mantenían bien abierta para que la envoltura no se incendiase, comenzó a inflar el gigantesco aeróstato.

Parecía que la operación iba a terminar sin incidentes a despecho de las furiosas rachas del pampero que sacudían horriblemente a] aeróstato, amenazando deshacerlo contra la estacada, cuando en la llanura estalló espantoso vocerío. Diego dio un verdadero rugido.

—¡Estamos perdidos! —exclamó.

—Todavía no —respondió el gaucho—. Encárguense ustedes del globo, que yo me encargaré de los patagones.

Arrancó dos manojos de hierba ardiendo y se precipitó fuera de la estancia.

Algunas bandas de patagones dando alaridos, dirigíanse al recinto. Sin duda a la claridad de los relámpagos habían visto al aeróstato e imaginándose que sus ex cautivos se preparaban a escaparse con la luna acudían para hacerlos prisioneros a todos juntos.

El gaucho, sin preocuparse mucho por su llegada, desparramó en un largo trayecto las hierbas encendidas, las cuales comunicaron el incendio a los cactus y cardos que crecían en gran abundancia y que estaban bastante secos. En pocos minutos, siete u ocho columnas de humo se alzaron aquí y allá y poco después una cortina de llamas inmensas se elevó chisporroteando e iluminando vivamente la noche.

Los patagones, que solamente distaban unos centenares de pasos de la estancia, se detuvieron de pronto, lanzando gritos de rabia.

—¡Alto ahí! —exclamó el gaucho disparando su trabuco sobre los más cercanos—. ¡De aquí no se pasa!

Seguro de no ser perseguido, volvió rápidamente con sus compañeros. El aeróstato, casi completamente inflado hacía esfuerzos para romper la cuerda que Je retenía prisionero y elevarse a las tempestuosas nubes.

—¿Están ustedes preparados? —preguntó el gaucho.

—No falta más que cortar la cuerda —respondió el agente del gobierno.

—De eso me encargo yo.

El gaucho trepó por el árbol más cercano y abrió su navaja tan afilada como una de afeitar. El agente del gobierno, Diego y Cardoso, pisotearon las hierbas que todavía ardían y cargando con las armas se encaramaron a la red.

—¡Ramón! —gritó Diego con voz conmovida—. ¡Le esperamos en Nueva Concepción!

—No faltaré, amigos. ¡Que Dios les proteja!

—¡Adiós, Ramón!

—¡Adiós, amigos!

El gaucho cortó la cuerda, que corrió rápida por el anillo, dejando libre el aeróstato.

—¡Agarrarse fuerte! —gritó Diego.

El globo, no retenido ya, perforó con irresistible ímpetu la enorme masa de humo que so cernía sobre la estancia y se elevó hasta quinientos metros; después, impelido por el soplo impetuoso del pampero dobló hacia el Oeste, huyendo con la velocidad de una golondrina.

En la llanura se oían todavía los clamores furiosos de los patagones que veían escapárseles la tan codiciada presa, y un disparo de trabuco, seguido de un grito de victoria.

Diego, Cardoso y el agente, agarrados a la red, miraron hacia abajo y un espectáculo espantoso se ofreció a su vista.

La pradera estaba convertida en monstruoso brasero. Inmensas lenguas de fuego avivadas por el viento corrían hacia el Oeste con indecible velocidad, aniquilando todo a su paso. Desaparecían los cactus, se fundían, por así decirlo, las inmensas sábanas de cardos, caían y se retorcían los algarrobos silvestres, se inflamaban las boygas, estallaban los mirtos y los grandes bambúes, incendiados por cíen sitios simultáneamente, llameando como desmesuradas antorchas, oscilando y chisporroteando de mil maneras.

Inmensas columnas de humo desgarradas y abatidas por el viento se elevaban aquí y allá, arremolinándose y corriendo desenfrenadamente, oscureciendo la gigantesca columna de llamas que se extendía cada vez más con sordos mugidos, siniestros chasquidos y largos silbidos, mientras en las altas regiones volaban a millones las pavesas, que aparecían en el espacio como otras tantas estrellas.

El cielo y la tierra en inmenso espacio aparecían alumbrados como en pleno día, pero con una luz sanguínea que despedía hasta las nubes un calor horrible, haciendo el aire abrasador y casi irrespirable.

En medio de aquella espantosa destrucción de vegetales de toda especie, los aeronautas distinguieron a los patagones que huían a la desesperada hacia el Sur, alcanzados por las llamas, y hacia el Norte el bravo gaucho que galopaba en demanda del lago Urré, lanzando de cuando en cuando gritos de triunfo y disparando su trabuco en señal de despedida.

Delante de él, en indescriptible confusión, galopaban furiosamente todos los animales de la pradera, que habían sido bruscamente despertados por la imprevista invasión del fuego.

Bandadas de avestruces, manadas de caballos y de guanacos, lobos rojos, jaguares y caguarés, huían en mescolanza, gritando, relinchando, mugiendo, bramando y rugiendo, sin pensar en aquellos supremos momentos en atacarse ni devorarse.

—¡Qué espectáculo! —exclamó Cardoso—. ¡Quiera Dios que el valiente amigo pueda escapar a las llamas y a los animales feroces que huyen en su compañía!

El globo, llevado por el pampero, que en aquella zona elevada soplaba con extrema fuerza, huía con increíble celeridad por encima de la encendida pradera. En breve salió de aquella atmósfera ardiente que le circundaba y se dirigió al Noroeste, engolfándose en las vertiginosas nubes que corrían desaforadamente entre truenos horrísonos.

Los tres hombres se encontraron en un instante envueltos en espesa oscuridad que los resplandores del enorme incendio no conseguían desvanecer. Sólo de cuando en cuando, en medio de algún desgarrón abierto por el viento, que silbaba horrendamente, aparecían a sus ojos entre el humo, las llamas que cada vez se alejaban más y llegaban a sus oídos los clamores de las fieras, sacadas de sus cubiles por el elemento destructor, y las vociferaciones de los patagones, que galopaban en dirección al aeróstato.

A las tres de la mañana, o sea una hora después, el incendio había quedado atrás completamente. El globo, al que el huracán arrastraba en sus poderosas alas con una velocidad incalculable, recorría entonces una región completamente nueva, una especie de alta meseta que parecía irse elevando rápidamente.

—¿Dónde estamos? —preguntó Cardoso al maestro, que se mantenía enredado entre las mallas, pero por el lado opuesto, para equilibrar el aeróstato.

—No puedo decírtelo —respondió el viejo lobo de mar—. Pero a la luz de un relámpago he visto que el aspecto del terreno ha variado; la pradera se va cambiando en una montaña.

—¿Habremos atravesado ya todo el territorio?

—No habría que sorprenderse porque este viento es tan rápido que no lo calculo inferior a ciento cincuenta kilómetros por hora.

—¿No se ve ningún reflejo en el horizonte?

—Al Este todo está oscuro, hijo mío, pero ya caeremos en alguna parte, y pronto, Cardoso, porque me parece que el globo comienza a descender.

—Pues a mí me parece que es el terreno el que va subiendo, marinero.

—Acaso nos engañemos los dos con esta oscuridad.

—¡Marinero!

—¿Qué pasa, Cardoso?

—¿No habrá peligro de chocar con alguna montaña?

—No creo que estemos tan cerca de los Andes.

—Pero ¿y si chocásemos?

—Entonces, buenas noches para todos.

—¿No resistiría el globo?

—Se aplastarla como una pera cocida.

—Me haces temblar.

—Y a mí me da calentura.

—¡Oh!…

—¡Buenas noches, hijo mío!

El globo, al que el viento continuaba arrastrando con velocidad, había entrado de nuevo en las nubes que se amontonaban confusamente. La oscuridad se hizo completa alrededor de los aeronautas, habiendo cesado los relámpagos.

A las cuatro de la mañana la parte inferior del aeróstato sufrió un choque, que por poco hizo soltarse a los tres pasajeros.

—¡Marinero! —exclamó Cardoso, que había palidecido—. Hemos tocado tierra.

—Lo sé, hijo mío —respondió el maestro, que tenía la frente emperlada de frío sudor.

—¿Habrá descendido el globo?

—O se habrá alzado el suelo —dijo el maestro—. Me parece haber visto un bulto oscuro que se agitaba a pocos pasos de mí.

—¿Sería una peña o un árbol?

—Más bien un árbol. ¡Señor Calderón!

—¿Qué quieren ustedes? —preguntó el agente, cuya voz, por la primera vez no era tranquila.

—¿Podría usted decirnos dónde estamos?

—Encima de un bosque de pellín, de lo menos cien pies de altura.

—Entonces estamos sobre los Andes.

—Es muy posible.

Una sombra negruzca que se agitaba a derecha e izquierda con violencia, apareció confusamente ante el aeróstato. Cardoso y el maestro dieron mi grito de terror.

—¡Estamos perdidos!

El aeróstato, empujado por el viento, embistió con extremada violencia y se dobló a la izquierda con agudo crujido.

—¡Caemos! —gritó el maestro.

—¡Sosténganse firmes! —se oyó gritar al agente del gobierno.

El globo, doblado por sí mismo, caía con, gran rapidez, describiendo círculos concéntricos. Por los desgarrones de la envoltura escapaban nubes de denso humo.

—¡Diego! —exclamó Cardoso, que se mantenía desesperadamente agarrado a las mallas de la red.

—¡Tira la carabina! —mandó el maestro arrojando a su vez la suya.

—Ya está hecho.

—¡Ahora las municiones!

—No tengo.

El globo, aligerado de aquel peso, que por otra parte era de poca entidad, continuaba cayendo, aunque con menos velocidad, sostenido en parte por él viento que se engolfaba entre sus pliegues.

—¡Sosténganse firmes! —gritó de pronto el marinero.

Un instante después el globo tocaba a tierra, tumbándose junto al borde de un espantoso precipicio.