CAPÍTULO XXVII

OTRA VEZ LOS PATAGONES

Los cazadores exploraron la pradera el día entero en todos sentidos, penetrando varias millas hacia el Norte y tirando muchos tiros sobre las piezas que encontraban. Al llegar la noche, era tal el botín que les parecía difícil poder llevar toda la caza que habían cobrado.

Seis armadillos, dos osos hormigueros, tres avestruces y media docena de vizcachas formaban su pesado botín, que bien o mal transportaron, a la cabaña, donde les esperaba el señor Calderón, el cual durante todo el día no había abandonado ni un sólo instante su puesto de observación.

El gaucho no había regresado, pero ni el maestro ni Cardoso se inquietaren, aunque desde hacía algunas horas había cambiado el tiempo amenazando desencadenarse una de aquellas tormentas que hacen famosa la pampa argentina. Sin duda el valeroso caballista, no encontrando caballos en las cercanías, se había alejado hacia el lago Urré, unas treinta millas más al Norte.

—Mañana vendrá —dijo el maestro a Cardoso, que le interrogaba—. Un gaucho sabe siempre encontrar camino, sin necesidad de brújula, y sabe también encontrar resguardo contra los huracanes de las pampas. No debemos preocuparnos por su retraso.

Cardoso, un poco tranquilizado por aquellas palabras, encendió fuego y, arrojó a las brasas los armadillos, mientras su compañero desollaba con bastante habilidad las piezas cobradas, cuya carne, bien seca y ahumada, había de constituir la reserva para el camino. El señor Calderón, como de costumbre, se mantuvo aparte, encerrado en su silencio.

Cenaron en pocos minutos, bebiendo agua estancada de una poza que había en el interior del recinto; después, el agente del gobierno y Cardoso se acostaron en la cabaña esperando su turno de guardia. El maestro, más resistente que todos y más habituado a la fatiga, se acondicionó en el exterior, después de apagar la hoguera para que no sirviera de faro a los patagones en el caso de que éstos recorriesen la pradera.

La noche prometía ser bastante mala. Densos nubarrones galopaban por el cielo, impelidos por furioso viento del Sur, verdadero pampero, como dicen los argentinos. La gran pradera, poco antes silenciosa, se estremecía hasta los últimos confines del horizonte; se doblaban los grandes cardos, se partían, los cactus, se retorcían crujiendo siniestramente las desmesuradas ramas de los ombús y bajo 3a hierba y entre los matorrales so oía aullar lúgubremente los lobos rojos, espantados por la aproximación de la tempestad.

De cuando en cuando, un azulado relámpago de matiz cadavérico, iluminaba las tempestuosas nubes y la llanura, seguido del retumbar que se perdía en el lejano horizonte.

El maestro, tendido en el suelo ante la entrada del recinto, con la carabina debajo do la blusa, para resguardarla de los goterones que comenzaban a tamborilear contra la hierba, empujados en todos sentidos por los furiosos soplos del pampero, tenía la mirada fija hacia el Sur. Se sentía invadido de gran intranquilidad que no conseguía calmar y presentía la aproximación del peligro.

De cuando en cuando se incorporaba maldiciendo contra la tormenta que tendía a ser cada vez más violenta, y hacía esfuerzos por ver hasta más lejos, intentando penetrar con sus agudas miradas entre las altas hierbas que podían servir de pantalla a la vecindad del enemigo. Tres o cuadro veces trepó al techo de la cabaña, interrogando al horizonte que iluminaban los relámpagos y tendiendo el oído, pareciendole oír entre los silbidos del viento lejanos gritos y galopar de caballos.

—No veo nada —repetía el honrado marinero moviendo la cabeza—. Si al menos estuviese aquí Ramón; pero ¿quién sabe cuánto tardará aún el valiente gaucho?

Hacia las once, cuando el huracán rugía con mayor rabia, la atención del maestro fue reclamada por una numerosa bandada de avestruces que venían corriendo del lado sur y huían hacia el Norte. Otro cualquiera no se habría preocupado, pero el maestro era un profundo conocedor de los misterios de la pampa y de sus pobladores y quedó gravemente reflexivo.

—Esos avestruces van asustados y huyen de un peligro que viene del Sur —murmuró—. ¿Avanzarán, los Patagones?

Se precipitó a la empalizada, trepó a su cima con la agilidad de un gato y miró con atención. Un relámpago iluminó la gran llanura, mostrándola como en el centro del día.

—¡Ahí están! —exclamó el maestro descendiendo precipitadamente—. ¡El corazón no me engañaba!

Corrió a la cabaña y con dos vigorosas sacudidas despertó a Cardoso y al agente.

—¿Me toca el cuarto? —preguntó el muchacho levantándose.

—Sí; ¡no es mal cuarto, hijo mío! —respondió el maestro—. Los patagones están aquí.

—¡Los patagones!

—Sí; he visto algunos jinetes galopando por la llanura.

—¿Son muchos?

—Aún no lo sé, pero lo sabremos pronto.

—¿No ha regresado Ramón?

—No le he visto.

—¿Le habrán matado?

—No lo creo, porque los patagones vienen, del Sur y Ramón se dirigió al Este, al lago, Urré.

—Vamos a ver a esos horribles paganos, marinero.

Cardos o, que no parecía muy inquieto por la presencia del enemigo, el maestro y Calderón, que no había perdido un ápice de su acostumbrada calma, abandonaron la cabaña y se dirigieron al portalón del recinto.

La llanura estaba oscurísima, pero los relámpagos no debían tardar en iluminarla. Pocos minutos después, a la luz de un relámpago, los tres hombres descubrieron a cosa de dos kilómetros de la estancia un numeroso tropel de jinetes armados de largas lanzas.

—¡Un millón de diablos! —exclamó el maestro, dando furioso puñetazo sobre su gorra—. ¡Es la tribu entera que llega!

—Estamos en un verdadero apuro, marinero —dijo Cardoso—. ¡Aquel bandido de Hauka ha sido más astuto de lo que creíamos!

—Afortunadamente somos buenos tiradores y no nos faltan municiones.

—Pero no bastarán para todos.

—¡Mira, Diego! Vienen en esta dirección.

—Pero les haremos un desagradable recibimiento, hijo mío, te lo aseguro. El primero que se ponga al alcance de mi fusil es hombre muerto.

—Bien dicho, marinero; hay que resistir basta el regreso de Ramón.

—Es de suponer que vuelva con buenos caballos.

—Bien; ahora organicemos la defensa.

—Estoy dispuesto, Cardoso. Comenzaremos por obstruir la entrada del recinto para no dejarnos romper la cabeza con las bolas.

—¿Y con qué? No tenemos nada, a menos que tú te arriesgues a cortar algún árbol.

—Tenemos el caballo; eso será suficiente para cubrirnos.

El bravo marinero, viendo que los patagones avanzaban al trote, sin cuidarse de los relámpagos, de los truenos, ni del pampero, que continuaba soplando con extremada violencia, hizo levantarse al caballo que dormitaba en un ángulo de la estancia, lo condujo a la entrada y de una cuchillada lo hizo caer al suelo, cadáver.

—Pronto —dijo después, armando la carabina—, colocaos detrás de este fallecido y en cuanto los patagones estén a tiro, abrid el fuego. Señor Calderón, espero que no escatimará usted a sus adoradores.

—No me interesan —respondió el agente con una sonrisa despectiva.

—Está bien. Estad preparados a hacer fuego en cuanto yo dé la señal.

—Pero le advierto a usted que mis pistolas tienen muy poco alcance.

—Ya lo sé, señor Calderón. Ya se servirá usted de ellas cuando lo crea oportuno.

Los patagones habían acortado su carrera y se acercaban con precaución, resguardándose detrás de las matas de cardos que los ocultaban en gran parte. Sin duda sospechaban la presencia de los fugitivos y sabiendo que eran buenos tiradores y estaban bien armados, no querían exponerse mucho.

Llegados a unos seiscientos metros se pararon empinándose sobre los estribos para abarcar más horizonte y poder mirar en el interior del corral. Diego, que no les perdía de vista ni un sólo instante, juzgó oportuno dar señales de vida.

Se levantó sobre las rodillas, apoyó la carabina en el cuerpo del caballo y en cuanto un Relámpago alumbró la llanura, apuntó al jinete más cercano. Un grito de rabia y un precipitado galope siguieron a la detonación.

—Alguno ha caído —dijo, levantándose.

—Sí, sí —confirmó Cardoso—; veo un caballo que se escapa sin jinete.

—Ya tenemos uno menos.

—¡Silencio!…

El galope había cesado de pronto. Cardoso y el maestro, a la luz de otro relámpago, vieron que la llanura había vuelto a quedar desierta.

—¡Oh! ¡Oh! —exclamó el maestro, rascándose con fuerza la cabeza—. ¿Adónde se habrán ido?

—Se habrán ocultado entre la hierba —respondió Cardoso.

—¿Qué intentarán hacer esos malditos paganos?

—Intentarán acercarse arrastrándose por la hierba —respondió Cardoso—; estoy seguro de ello, marinero. Ya sabes tú que las bolas tienen muy poco alcance.

—No querría que los descubriésemos demasiado tarde.

—O que nos atacasen, por la espalda.

—¡Mil millones de rayos! ¡No nos faltaría otra cosa! Señor agente del gobierno, le necesitamos a usted para librar la pelleja.

—Manden ustedes —respondió el señor Calderón.

—Si no le molesta, haga el favor de pasar al otro lado de la empalizada y embosquese usted entre la hierba que podría ocultar a los bandidos que nos atacan. Le advierto que será necesario tener ojo avizor y las pistolas en las manos.

El agente se levantó sin decir palabra y se alejó con paso vivo.

—Ahora estaremos un poco más tranquilos —dijo el maestro.

—¡Hola, hola! La hierba se mueve delante de nosotros, allí abajo, a unos trescientos pasos.

—Y también más cerca, marinero. ¿No ves cómo se abre aquel grupo de cactus? El viento solamente los encorvaría.

En aquel momento, dominando los silbidos furiosos del pampero y el retumbar del trueno, se oyeron algunas notas, al parecer producidas por una flauta. ¿Era la señal de ataque o alguna nueva añagaza?

Cardoso y el maestro se pusieron en pie para observar mejor las altas hierbas que se veían agitarse en varios sitios.

—Abre bien los ojos, Cardoso —dijo el maestro.

—Soy todo ojos, Diego.

En aquel momento entre las tinieblas se oyó un silbido, y una bola lanzada por un robusto brazo chocó violentamente contra la empalizada, partiendo una estaca.

El maestro, que al fulgor de los relámpagos había seguido el vuelo del proyectil, apuntó rápidamente con su carabina e hizo fuego. Ningún grito respondió a la fragorosa detonación.

—¡Cuernos de Belcebú! —exclamó con rabia—. He ahí una bala perdida que acaso deploremos.

—¡Atención, marinero! —dijo Cardoso.

—¿Vienen?

—¡Ahí están!

A cincuenta o sesenta pasos y como si hubieran salido de la hierba aparecieron de improviso quince o veinte hombres. Una granizada de bolas cayó sobre la estacada, abriendo brecha en los troncos medio podridos. Después los enemigos se arrojaron adelante con las lanzas en la mano, llenando el aire de clamores terribles.

Cardoso, aunque asustado por la vecindad de los formidables guerreros cuya gigantesca estatura se recortaba vivamente sobre el fondo azulado del horizonte, que los relámpagos iluminaban casi sin interrupción, apuntó con su carabina e hizo fuego contra el centro de la banda.

Un hombre cayó entre la hierba, pero los demás continuaron la carrera, mientras otras bandas aparecían por allá y acullá. El maestro, que en este intervalo había vuelto a cargar su carabina, hizo también fuego.

Otro guerrero cayó, lanzando un alarido de dolor. Sus compañeros, asustados por aquel golpe maestro, se detuvieron indecisos y después volvieron las espaldas, tirándose en medio de la hierba.

—¡Ya era tiempo! —exclamó el maestro enjugándose el frío sudor que mojaba su frente—. Unos cuantos pasos más y habríamos concluido.

Pero su alegría fue de breve duración. Los otros grupos, que no habían probado los efectos del fuego, avanzaban intrépidamente, lanzando las bolas, que si bien no herían a los defensores de la estancia, desvencijaban poco a poco la poco sólida estacada. Eran más de cien los salvajes armados todos con lanzas y decididos a todo, a lo que parecía.

—No hay que perder tiro, Cardoso —dijo el maestro.

—Tengo el pulso firme —respondió el muchacho.

—Tira sobre los más cercanos.

—Bien, marinero.

—Y si ves a Hauka, no le perdones.

—Será el primero que caerá, si se presenta.

—¿Ves a Calderón?

—Está en su puesto.

—¡Señor Calderón, necesitamos que venga usted en nuestra ayuda!

El agente del gobierno, que había comprendido lo crítico y desesperado de la situación de sus compañeros, en lugar de responder dejó su puesto y se acercó a la entrada del recinto.

—Voy con ustedes —dijo con su calma acostumbrada.

—¿No se oye ningún galope hacia el Norte?

—Ninguno.

—¡Oh, si Ramón pudiese oír nuestro tiroteo!

—Estará bastante lejos.

—Confiemos en Dios. Cada uno a su puesto y estemos dispuestos a todo, hasta a huir si no podemos resistir.

—¡Ahí están! —dijo Cardoso.

Los patagones estaban a cincuenta pasos apenas. Se agruparon estrechamente, acaso para envalentonarse mutuamente o acaso para estar más dispuestos a irrumpir en el recinto por la estrecha puerta y después se lanzaron al asalto con furia increíble.

Se oyeron cuatro disparos casi unidos y tres hombres cayeron entre las altas hierbas sin duda tocados por las balas de los asediados. Sus compañeros, sin asustarse por aquel recibimiento mortífero, continuaron la carrera, animándose con espantosas vociferaciones y se lanzaron al asalto furiosamente.

Diego, Cardoso y Calderón, no obstante verse ya perdidos, no se desanimaron. Apiñados en la puerta del corral, que no permitía el paso a más de dos hombres de frente, y que estaba medio obstruida por el cadáver del caballo, hicieron, intrépidamente, frente, al ataque.

Descargando una última vez las armas, que hicieron otras cuatro bajas, empuñaron las carabinas por el cañón, repartiendo golpes desesperados a todos lados, mientras el agente del gobierno, que conservaba también en aquella terrible contingencia una admirable calma, cargaba y descargaba sin cesar sus dos pistolas.

Pero la cosa no podía durar mucho. Al cabo de pocos minutos los tres defensores se vieron obligados a replegarse al interior del recinto y a refugiarse en la barraca. Los patagones, furiosos por las pérdidas sufridas, irrumpieron en el recinto, dando gritos de triunfo.

—¡Estamos perdidos! —exclamó Cardoso.

—Huyamos a la pradera —dijo el agente.

—¡Todavía no! —tronó el maestro.

Había visto un guerrero de alta estatura que se encontraba en la entrada y en aquel hombre había reconocido a Hauka, el jefe.

Se lanzó fuera de la cabaña a riesgo de hacerse romper la cabeza por alguna bola y apuntó su carabina.

Iba a apretar el gatillo, cuando por el lado opuesto del recinto se oyó una voz que gritaba:

—¡Sosteneos, amigos! ¡Aquí estoy yo!

Una formidable detonación siguió al grito, dominando los clamores de furor de los patagones, y Hauka, herido en pleno pecho, cayó fulminado en medio de sus guerreros.

El maestro, sorprendido por el inesperado socorro se volvió hacia el recinto y vio a Ramón que avanzaba corriendo y llevando en la mano el trabuco todavía humeante.