CAPÍTULO XXVI

LA ESTANCIA ABANDONADA

Las estancias de las pampas, llamadas también corrales, consisten ordinariamente en un gran recinto formado con troncos de árboles bien unidos, para poder, en caso de ser atacados, oponer eficaz resistencia a los asaltos de los indios, y en una o dos barracas de adobes cocidos al sol y algunas veces sencillos cobertizos de ramaje que sirven de vivienda a los puesteros o pastores.

Se encuentran diseminadas en no pequeño número en el territorio de la República Argentina, pero separadas entre sí por muchísimas leguas y algunas veces tan alejadas de los centros civilizados que no tienen más que rarísimo contacto con otros seres vivientes. Sirven de albergue a las numerosas ovejas, toros y caballos de los grandes propietarios que, a veces, poseen muchos millares de cabezas de ganado, confiados a la guardería de unos pocos pastores, que ordinariamente son españoles, o alemanes, o alsacianos, a los cuales se les da una paga de sesenta pesetas mensuales además de cierta provisión de mate, azúcar, ron y bujías.

Las ocupaciones de estos puesteros se limitan al esquileo de la lana, que luego empacan en sacos para entregarla al capataz del dueño, a la doma de los animales y a la defensa de éstos contra los ladrones de las pampas y contra las acometidas de los jaguares y caguarés.

La estancia donde iban a acogerse los fugitivos no difería mucho del tipo ordinario. Pero era más bien pequeña teniendo un recinto bastante limitado que contenía una sola cabaña, construida con adobes cocidos al sol, y estaba, en parte, derruida.

En sus alrededores no se veían más que montones de estiércol y algunas carroñas de ovejas, un carro que parecía haber resistido un furioso asalto a juzgar por sus tableros desquiciados y algunos cráneos de toros que debían haber servido de asientos a los puesteros.

Ningún alma viviente al exterior, ni en el interior, excepto algunos chimangos, aves amantes de la carroña, que estaban dormitando indolentemente sobre el tejado de la cabaña.

Ramón, después de haberse asegurado con una rápida ojeada dé que no había ningún indio escondido en el recinto, adelantó hasta la cabaña y luego echó pie a tierra, invitando a sus compañeros a imitarle.

Con la escopeta siempre en la mano, dio una vuelta alrededor de la barraca, con muchas precauciones, y luego entró con el arma preparada. Visto que el interior estaba completamente vacío, se tranquilizó, y volviéndose hacia sus compañeros, dijo:

—Estamos en nuestra casa.

—No había necesidad de tantas precauciones —dijo Cardoso—. ¿Quién iba a estar en esta choza?

—De los indios se pueden temer todas las sorpresas —respondió el gaucho—. En la pampa la prudencia nunca está de sobra.

—Es verdad —confirmó el maestro.

—Los propietarios de este recinto —dijo Ramón—, regularmente tendrían unos millares de ovejas y ahora estarán dispersas por la pradera.

—Otro propietario las hará suyas ahora —dijo Cardoso.

—Se equivoca usted —dijo el gaucho—. Los animales de las estancias, sean caballos, toros, bueyes u ovejas, tienen todos una marca que es conocida por todos los grandes criadores. Los primeros las llevan en las ancas y se hace con un hierro candente, y las ovejas en las orejas, para no estropearles la lana, que como ustedes saben tiene mucho valor en los mercados argentinos. Estos hierros o marcas están registrados ante las autoridades y son una garantía para los propietarios, que así no tienen que temer su pérdida.

—Es verdad —confirmó Diego—. Ningún propietario se arriesgaría a poner la mano sobre un animal que lleve la marca de otro dueño.

—Entonces, los propietarios de esta estancia tendrán la esperanza de volver a recuperar un día su ganado.

—Sí, Cardoso, con tal de que no hayan pasado a poder de los indios —dijo Ramón.

—¿Cuando usted estuvo aquí otra vez encontró ganado? —preguntó el maestro al gaucho.

—Un centenar de bueyes que volvían sin duda de pastos lejanos.

—¿Acaso los mismos que lanzó usted contra nosotros?

—Sí, maestro —respondió Ramón sonriendo—. Me habían seguido y yo me he aprovechado de ellos para desbaratar la vanguardia de los tehuls, para facilitarles a ustedes la fuga.

—Pero ¿cómo supo usted que estábamos en poder de esos paganos? —preguntó Cardoso.

—Sí, sí; cuéntenos usted —dijo el maestro sentándose en un cráneo de toro.

—Se acordarán ustedes sin duda de la noche en que nos dieron caza.

—No se me ha olvidado —respondió Diego—. ¡Caramba! ¡Qué noche más tremenda!

—Yo escapé hacia el Este, perseguido por una docena de patagones que me arrojaron bolas para estropearme el caballo o partirme a mí la cabeza. No sé las millas que corrí derribando de cuando en cuando a algún perseguidor, a tiros de trabuco, cuando, de improviso me encontré en la orilla del río Negro. Lo atravesé y me refugié en la orilla opuesta, donde me escondí entre la maleza. Creía haberme alejado mucho del sitio donde les dejé a ustedes, cuando, en cambio, pude conocer que me encontraba a pocos centenares de pasos del campamento de los tehuls. Ignorando lo que había sido de mis compañeros, permanecí escondido, y la los primeros albores del siguiente día divisé a los patagones que atravesaban el río con ustedes.

—¡Ah! ¿Usted estaba a pocos pasos de nosotros? —preguntó el maestro.

—Sí, y le distinguí perfectamente, atado a la grupa de un caballo. Cardoso iba llevado por dos hombres de estatura gigantesca.

—Es verdad —dijo el maestro.

—No pudiendo ir en socorro de ustedes, volví a cruzar el río para buscar a Pedro y dedicarme con él a libertarles a ustedes. Pero ¡ay de mí!, mi pobre hermano había caído a los golpes de los enemigos y encontré su cadáver medio devorado por los jaguares de la pampa.

—¡Infeliz! —exclamaron Diego y Cardoso, profundamente emocionados.

—Encontré al pobre Pedro —continuó el gaucho—, y me puse en condiciones de auxiliarles a ustedes resuelto a sacarles de su cautiverio. Sabiendo que aquí había una estancia desde hace algún tiempo, aquí me dirigí, pero los puesteros, asustados acaso por la insurrección de los pampas, habían huido. Encontré los toros y descendí hacia el Sur, tropezando con la vanguardia de los patagones. Ya saben ustedes mis tentativas, que no dieron resultado más que en parte; pero les juro a ustedes que nunca les habría abandonado, aunque hubiera tenido que hacer frente, yo solo, a esos bandidos.

—Es usted el mejor amigo, Ramón —dijo el maestro, apretándole vigorosamente, la mano—. Nosotros, le damos a usted las gracias por todo lo que ha hecho para libertarnos.

—¡Bah! No hablemos más de esto —dijo el gaucho—, y pensemos ahora en ganar la frontera chilena, que no debe de estar a más de seis jornadas de marcha.

—¿Y qué haremos mientras tanto?

—Usted y Cardoso explorarán los contornos para proporcionamos caza, y el señor Calderón quedará guardando la estancia, y yo iré en busca de caballos.

—¿Espera usted encontrarlos?

—Los encontraré seguramente. Si es necesario llegaré muy lejos, hacia el lago Urré, en cuyas márgenes hay siempre manadas de caballos salvajes.

—A la obra, pues —dijo el maestro.

—Sí; démonos prisa para no dar tiempo a que nos sorprendan los patagones.

Efectivamente, la prudencia más elemental aconsejaba aligerar los preparativos de la marcha. Los patagones, que a aquellas fechas deberían estar ya de sobra espabilados, no podían tardar en presentarse, seguros de recuperar a su hechicero y a los dos hijos de la luna.

El gaucho, que parecía incansable, volvió a montar a caballo y emprendió su viaje hacia el Este. Cardoso y el maestro con las carabinas al hombro se aventuraron en la pradera, mientras el señor Calderón se instalaba en el tejado de la barraca para otear los alrededores.

La jornada se presentaba bien para los dos cazadores. Por el aire revoloteaban inmensas bandadas de buitres negros y perdices salvajes, por entre la hierba se veía huir a bastantes avestruces, zorras, azaras y vizcachas, pequeños roedores que corrían a refugiarse en sus madrigueras. A lo lejos corrían algunas parejas de guanacos, que no demostraban tener ganas de dejarse acercar.

Cardoso y el maestro, después de un pequeño reconocimiento hacia el Sur para asegurarse de que por entonces ningún peligro amenazaba la estancia, y otro hacia el Este a donde galopaba el gaucho en busca de caballos que no se divisaban en ninguna dirección, se dirigieron hacia irnos bosquecillos en medio de los cuales descollaba un gigantesco bambú de soberbio follaje.

—Allí nos emboscaremos —dijo el maestro—, y haremos fuego sobre las piezas que se pongan a tiro de nuestras carabinas.

—Buena idea, marinero —dijo Cardoso—, porque si he de decirte la verdad, tengo los pies hinchados y los miembros quebrantados por la desenfrenada carrera.

—Ya nos queda poco, pobre niño. Si todo marcha bien, dentro de ocho días podremos descansar en una cómoda posada.

—Así lo espero, maestro: ¡Eh! ¿Qué veo allí?

—¿Cómo? —exclamó el maestro deteniéndose—. Parece un toro que está echando un sueño.

—O una carroña.

—Pronto lo sabremos, Cardoso.

A doscientos o trescientos pasos de ellos, hundido entre la hierba se entreveía un bulto blanquecino que parecía un toro grande. Aunque alrededor revoloteaba gran número de grandes cuervos, llamados por los indígenas carranchos, no se movía.

—Temo que sea una carroña —dijo el maestro después de dar algunos pasos—. Esos pajarracos no se atreverían a acercarse tanto a un ser viviente.

El maestro no se había equivocado. El toro, que era de tamaño colosal, parecía muerto hacía algún tiempo; sin embargo, Cardoso, que se había acercado para ver mejor, notó con sorpresa que no despedía hedor.

—¿Hará pocos días que está muerto? —preguntó—. En ese caso podríamos sacar de él algunos filetes.

—Prueba a tocarle —respondió el maestro.

El muchacho obedeció, pero apenas se apoyó sobre la masa, ésta cedió con gran crujido de huesos partidos, mientras del interior escapaban extraños animalitos que debían estar refugiados allí dentro.

—¿Qué es esto? —preguntó Cardoso dando un salto atrás.

El maestro, en vez de responder, asió la carabina por el cañón y empezó a golpear fuertemente a los animalitos; pero éstos se enrollaban en forma de bola, presentando a los golpes una especie de coraza ósea que, por lo visto, era más dura que el hierro.

—No conseguiré nada —dijo el maestro deteniéndose—. Se necesitaría un martillo de un quintal de peso para romper esta maldita concha.

—Pero ¿qué bichos son éstos? —preguntó Cardoso.

—Armadillos o, mejor dicho, fieras acorazadas —respondió el maestro—. Obsérvalos bien, hijo mío, porque vale la pena.

Cardoso se inclinó ligeramente y examinó aquellos extraños animales de los cuales había oído hablar vagamente. Eran tan pequeños como un zorro joven, armados con largas uñas y tenían el cuerpo defendido por anchas placas óseas, transversales a la dirección de los costados, gruesas y muy resistentes a juzgar por su aspecto. También la cabeza estaba defendida por una especie de visera, de gruesas escamas que debían ser a prueba de bala.

Enrollados fuertemente, con la cola bajo el vientre, no se movían y se presentaban ante el enemigo bajo la forma de una bola completamente defendida por las escamas.

—¡Qué animalitos más raros! —exclamó Cardoso—. ¿Qué harían dentro del buey?

—Comían su carne —respondió el maestro—. A los armadillos les gusta la carne corrompida, y cuando encuentran la carroña de un buey o de un caballo se meten dentro de ella y no dejan intactos más que la piel y los huesos.

—¿Y no los podríamos matar?

—Su coraza desafía los cuchillos y las hachas.

—¿Son buenos de comer?

—Pasan por excelentes.

—Pero ¿cómo los llevaremos?

—Los ataremos, y en cuanto los pongamos sobro una buena hoguera yo te aseguro que se asarán perfectamente a despecho de su coraza. ¡Para nosotros, queridas bestecillas!

El maestro se desató una larga cuerda que llevaba arrollada al cuerpo, ató los armadillos sólidamente y les colgó de una rama para encontrarlos al regreso.

—Ahora continuemos la cacería —dijo cuando hubo terminado la operación—. Por ahora tenemos el asado; lo demás ya vendrá después.

Abandonaron la carroña y se dirigieron al bosquecillo donde esperaban encontrar alguna pieza, mejor que los armadillos. Iban a penetrar en él cuando Cardoso que miraba en todas direcciones para descubrir alguna caza, hizo observar al maestro numerosos monticulitos sobre los cuales se mantenían en pie grandes mochuelos, que parecían espiar a los cazadores.

—¿Qué hacen ahí esos antipáticas pajarracos?

—Son las lechuzas de los gauchos —respondió el maestro.

—¿Y qué hacen sobre esos montículos?

—Nos espían.

—¿Tienen allí sus nidos?

—Sí, dentro de estos montículos. Si probaras a acercarte, la hembra no tardaría en meterse en su madriguera, mientras el macho se te echaría encima con ánimo de ahuyentarte.

—¿Y ellos mismos se excavan la madriguera?

—Algunas veces, sí; pero, generalmente, ocupan las de las vizcachas, que son unos grandes roedores de la pradera. Mira, qué muecas tan grotescas te hacen.

—¿Y aquellos otros montecitos, qué son?

—Son hormigueros. Pero ¿no ves moverse allí alguna cosa?

El muchacho se empinó sobre las puntas de los pies y miró con atención en la dirección señalada.

—Efectivamente —dijo luego—, me parece que algún animal mamífero o ave grande se agita allí abajo.

—Vamos a verlo, Cardoso. Acaso allí estén las chuletas para la cena.

Los dos cazadores se echaron a tierra para no ahuyentar al animal señalado y se fueron arrastrando en dirección de los hormigueros que estaban, rodeados por espesos grupos de cactus y grandes cardos. Llegados a pocos pasos se pusieran de pie con precaución, preparando las carabinas.

Delante de un montoncito que aparecía cubierto de hormigas, so movía un animal no menos original que el armadillo, dando somos gruñidos.

Era del tamaño de un lobo aguara, pero más largo, cubierto de pelos de color pardo, con una larga línea de pelos negros orlados de blanco, sobre el espinazo. La cabeza bastante adargada se adelgazaba extrañamente hacía el hocico y parecía desprovista de boca, y las patas, muy cortas, terminaban en garras armadas de largas uñas. Una cola de un metro do larga, que tenía levantada y encorvada sobre el cuerpo, provista de pelos espesos y larguísimos completaba aquel extraño animal.

—¿Qué es? —preguntó Cardoso.

—Un oso hormiguero, que está comiendo aunque parece que no tiene boca. ¿No ves salir del extremo del hocico por un agujero que quiere ser la boca, una lengua muy larga, terminada en una especie de flecha y que el animal encoge o estira a voluntad? Está mojada con una materia muy viscosa, a la cual se adhieren a centenares las hormigas que el animal se traga con gran glotonería.

—¿Y es bueno para comerlo?

—Su carne se parece a la del lechón.

—Entonces, venga con nosotros —respondió Cardoso, apuntándole con la carabina.

—Ahórrate ese cartucho —dijo el maestro—. Esos animales, aunque tienen largas uñas, no son peligrosos. Déjame hacer a mí.

El maestro asió la carabina por el cañón, saltó sobre el animal y de un culatazo en la cabeza lo tiró por el suelo.

—La cena, y la comida para mañana están aseguradas —dijo el maestro, recogiendo su presa—. Ahora pensemos en las provisiones para el viaje.