CAPÍTULO XXV

EL GAUCHO RAMÓN

Cardoso esperaba en el lugar convenido, teniendo por la brida tres vigorosos caballos, elegidos entre los mejores que tenían los patagones en las sillas había colgado unos cuantos sacos de piel que contenían charqui y cierta cantidad de goma, no siendo prudente contar con la caza de la pradera, la cual podía faltar.

Nadie se había ocupado de él, tan borrachos estaban los patagones, entretenidos en vaciar los barriles, así que la evasión podía, al menos por el momento, efectuarse sin peligro.

Cuando apareció el maestro, seguido por el agente del gobierno, el bravo muchacho estaba ya montado dispuesto a emprender la marcha.

—Apresurémonos —dijo—. De un momento a otro puede llegar la retaguardia atraída por el tiroteo de los argentinos.

—Estamos dispuestos —respondió el maestro, montando—. ¿Tienes cargada la carabina?

—Sí, marinero.

—¿Y sus pistolas, señor Calderón?

El agente del gobierno hizo un signo afirmativo con la cabeza.

—En marcha, pues, y que Dios nos proteja.

Lanzó una postrera mirada sobre el campamento. Al resplandor de los últimos fuegos, vio siete u ocho patagones, los bebedores más resistentes de la pandilla, que reñían en tomo de los dos barriles, que ya debían estar vacíos. Todos los demás, diseminados entre los carros, y medio tapados por la fresca hierba, roncaban tan fragorosamente que se les oía a varios centenares de pasos. Dirigió una segunda mirada hacia el río Colorado cuyas aguas cabrilleaban a través del follaje de la selva; no se distinguía nada, ni en aquella dirección se oía ruido alguno que denunciase la aproximación de la retaguardia.

—¡Adelante! —dijo, espoleando vivamente a su cabello.

Los tres animales partieron a la carrera, dirigiéndose hacia el Oeste, la vía que conduce a la frontera chilena. En el campo patagón, se oyeren algunos gritos, pero bien pronto se extinguieron y el más profundo silencio reinó en breve en la gran pradera, a duras penas roto por el sordo galope de los caballos.

La noche era oscura, estando el cielo semicubierto por densas masas de vapores que subían del Sur, invadiendo rápidamente la bóveda estrellada y a intervalos soplaba un viento frío, doblando las cimas de los cactus y de los cardes. Pero el maestro, orientándose por la Cruz del Sur, que de cuando en cuando aparecía entre los jirones de nubes, se mantenía en la dirección deseada.

Habrían recorrido cuatro millas, siguiendo una especie de sendero abierto entre la espesa maleza de cactus y de espinos cuando el agente del gobierno, que hasta entonces no había abierto la boca, detuvo de pronto su caballo.

—¿Qué le pasa a usted, señor Calderón? —preguntó Cardoso, que iba detrás de él con la carabina delante de la silla.

—¿Adónde vamos? —preguntó el agente.

—Ya ve usted que vamos huyendo —respondió el maestro, que también se había parado.

—Pero nosotros vamos hacia el Oeste.

—Es nuestro camino, señor.

—Este camino nos conducirá a Chile.

—¿Y qué?

—¿Y por qué no nos dirigirnos hacia el Norte?

—¿Ha olvidado usted que los argentinos son nuestros enemigos?

—¿Y qué importa?

—¿Y que nosotros llevamos los millones del presidente?

—¿Y quién lo sabe?

—¿Quién?… ¡Por mil diablos! —exclamó el maestro, que parecía haberse, salido de sus casillas y estar dispuesto a hacer una que fuese sonada—. Nosotros somos tres que lo saben, señor agente del gobierno.

¿Y usted supone? ¡Usted se chancea, señor maestro Diego!

—Suponga usted que estoy de broma, o que soy excesivamente desconfiado; lo que usted quiera, el hecho es que yo troto hacia la frontera de Chile.

—Y que yo te sigo, marinero.

—¿Y si yo me opusiese? —dijo el señor Calderón, cuya palidez había llegado a la lividez.

—¿Eh, señor? Aquí no estamos sobre la cubierta del «Pilcomayo», ni en el territorio de nuestra república —respondió el maestro rudamente—. Aquí estamos en la pradera y somos completamente libres.

—¿Eso, entonces, es una rebelión?

—Llámela usted como mejor le parezca. Yo hago lo que me parece más conveniente, señor agente. Si no le place seguirnos Chile, no tiene más que volver a los brazos de su amigo Hauka, que se pondrá muy contento al volver a ver a su hechicero.

—¡Miserable! —exclamó el agente, empuñando una pistola.

—¡Oh! ¡Señor Calderón! —exclamó el maestro levantando la carabina, mientras Cardoso hacía otro tanto—. Le advierto a usted que estamos-solos y que mi carabina tiene una bala.

El señor Calderón miró al maestro con ojos que lanzaban hoscos relámpagos y se puso pálido como un cadáver, más de ira que de miedo; después, volviendo bruscamente la pistola al cinturón dijo, intentando sonreír pero sin conseguirlo:

—Somos unos locos al reñir en estos momentos en que tenemos necesidad de ir de acuerdo para hacer frente, acaso, a nuevos peligros. ¡Ea, abajo las armas, y galopemos hacia Chile!

—No pido otra cosa, señor agente del gobierno; pero dejemos esta enojosa cuestión y pensemos en salvar la piel.

—¡Al galope! —gritó Cardoso, fustigando su caballo.

Los fugitivos reemprendieron su carrera, siguiendo el sendero abierto entre los cactus y los espinos, el cual se dirigía al Oeste o sea en dirección de la frontera chilena, aunque ésta estaba todavía lejanísima. Un segundo incidente, acaso más peligroso que el primero, vino a interrumpir nuevamente aquella frenética huida.

Estaban subiendo una pequeña colina, cuando de pronto oyeron un extraño silbido, seguido en seguida de sordo rumor que parecía producido por el galope de un caballo sobre la hierba de la llanura.

El maestro, que avanzaba con los ojos muy abiertos, y el oído atonto, detuvo de repente su caballo, dirigiendo en torno una mirada de desconfianza.

No vio nada, porque la maleza allí era más bien alta y no oyó ningún ruido, por más que aguzó el oído y se agachó hacia el suelo.

—¿Me habré equivocado? —murmuró mientras Cardoso se internaba entre los cactus para reconocer la llanura por el lado opuesto.

Inquietísimo echó pie a tierra y apoyó el oído contra el suelo, pero no percibió ningún rumor.

—¿No ves nada, Cardoso? —preguntó.

—Nada —respondió el muchacho, que se empinaba sobre los estribos para abarcar mayor espacio.

—¿Y usted, señor Calderón?

El agente del gobierno, que había recaído en su mutismo, hizo con la cabeza un signo negativo.

—Es extraño —murmuró el maestro—, porque no somos sordos.

—¿.Qué hacernos? —preguntó Cardoso, que había vuelto al sendero.

—Preparemos las carabinas y sigamos adelante.

Volvió a montar, preparó la carabina, seguido de los dos compañeros. Los caballos, excitados con la brida, superaron a la carrera la pequeña altura, y descendieron, siempre a la carrera, por la vertiente opuesta.

De improviso, el caballo del maestro cayó violentamente al suelo, arrojando al jinete entre los cactus. Los otros dos caballos, que estaban muy próximos, cayeron a su vez, lanzando a diestra y siniestra a Cardoso y al agente del gobierno.

Casi al mismo tiempo un relámpago rompía las tinieblas seguido de una fuerte detonación y una lluvia de proyectiles pasaba silbando sobre los caídos.

Cardoso, el más ágil de los tres, se alzó en pie rápidamente y sin ocuparse de saber si se había roto alguna costilla en aquella voltereta, apuntó la carabina contra un hombre que inesperadamente habla aparecido entre los arbustos, teniendo en la mano un trabuco todavía humeante. Iba ya a dejar caer el gatillo cuando el hombre se arrojó adelante, gritando:

—¡Alto, Cardoso!…

El chico dejó caer la carabina, lanzando un grito de alegría.

—¡Cuernos de mil diablos! —exclamó el maestro, que se había levantado dando traspiés—. ¿Quién es el que asesina aquí a la gente?

—Yo —respondió una voz bien conocida.

—¡Ramón! —exclamó el maestro—. ¡Por mil millones de rayos!

El gaucho avanzó llevando por la brida a su caballo, que hasta, entonces había estado apianado sobre la hierba.

—Deploro inmensamente, amigos, el haberles hecho caer tan bruscamente, lo mismo que a sus caballos —dijo con acento de pena—. Pero supongo que ninguno estará herido.

—Me parece que no —respondió el maestro viendo al agente del gobierno levantarse sin necesidad de ayuda—. Le confesaré, no obstante, que la costalada ha sido buena y que sin estos cactus no sé si tendríamos los huesos intactos, mi querido Ramón. ¿Pero, qué ha puesto usted en el camino para hacernos caer a los tres?

—Mi lazo, tendido entre los arbustos —respondió el gaucho.

—¿Y por quiénes nos había usted tomado?

—Por patagones que seguían mi rastro.

—¿Los patagones? Todos están borrachos perdidos.

—¿Y ustedes se han aprovechado para escapar?

—Ya lo ve usted.

—Estoy contentísimo por verles a ustedes libres, señores. Pero yo les seguía hace mucho tiempo con la esperanza de facilitarles la evasión.

—Y nosotros se lo agradecemos de todo corazón porque nos habíamos dado cuenta de sus audaces tentativas para librarnos de nuestros guardianes.

—Entonces, ¿me habían ustedes conocido? —preguntó el gaucho riendo.

—¡Mil diablos! No se necesita mucha perspicacia para conocerle. Pero…

—¿Qué pasa, maese Diego?

El viejo lobo de mar se había detenido bruscamente clavando su mirada en el gaucho.

—Diga usted —murmuró Ramón.

—Acaso le cause pena a usted.

—Lo comprendo —dijo el gaucho con tristeza—. Mi hermano ha muerto…

—¿Muerto?

—Por los patagones. He encontrado su cadáver atravesado por dos lanzazos.

—¡Pobre Pedro! —exclamaron a una el maestro y Cardoso.

—¡Oh! Pero yo le he vengado —exclamó el gaucho, cuyo rostro había adquirido expresión salvaje. Después, cambiando de tono, añadió—: Pero no perdamos tiempo, que puede sernos precioso… Los patagones no tardarán en seguirnos. Ya lo verán ustedes.

—Partamos —dijo el maestro.

—¿Podrán caminar los caballos? —preguntó Cardoso.

—Ya veremos —dijo Ramón.

Se dirigieron a los cuadrúpedos, que no se habían vuelto a levantar todavía, e intentaron hacerlos poner en pie. Uno obedeció en seguida; pero los otros dos se negaron, dando dolorosos relinchos. Examinándolos mejor, Ramón y el maestro vieron que tenían las manos destrozadas.

—Esta sí que es una desgracia que puede costamos cara —dijo el gaucho, moviendo la cabeza.

—¿Y qué haremos? —preguntó el maestro.

—Hay que continuar huyendo.

—Nosotros tenemos los pies destrozados por los patagones.

—¿Con incisiones? Lo había sospechado, maestro Diego. Montaremos en los caballos que quedan y procuraremos llegar a una estancia que conozco a unos treinta kilómetros hacia el Norte.

—¿Y luego?

—Luego cazaremos algún caballo salvaje. —Andando, pues.

No había tiempo que perder; tres horas habían ya transcurrido y los patagones podían estar ya a caballo en busca de los ex prisioneros. Había que escapar lo más pronto posible y encontrar el refugio prometido por el gaucho, el único que podía salvarlos.

Ramón y Cardoso montaron en el mustang y los otros dos en el caballo cogido a los patagones, y en seguida se encaminaron hacia el Norte en dirección al lago Urré, que es un vastísimo depósito formado por la unión de los ríos Cho de Euba y Desaguadero, ambos, provenientes de la gran cadena de los Andes.

Empezaba a alborear. Rápidamente desaparecían las tinieblas, dejando ver claramente la inmensa pradera que se agitaba toda; numerosísimas bandadas de papagayos grises, de soberbios cardenales, de perdices salvajes se alzaban de entre la hierba, lanzando alegres gritos al tiempo que huían rápidamente en todas direcciones los ñandús, parecidos al avestruz africano, dando estridentes gritos desagradabilísimos, y se escondían en los pantanos salados los gilios, que se parecen a las nutrias y tienen una piel tan preciada como la de los castores.

Los dos caballos, no obstante llevar doble carga y haber recorrido varios kilómetros, galopaban con bastante rapidez, hundiéndose entre las altas y espesas hierbas que cubrían la gran llanura. Por otra parte, los jinetes, a quienes apremiaba poner una gran distancia entre ellos y los patagones, no ahorraban ni gritos ni espolazos para excitarlos cada vez más.

A las nueve el gaucho que abría la marcha, tranquilizado por la calma absoluta que reinaba sobre la pampa, y por el completo silencio, hizo hacer un breve alto en la orilla de un arroyuelo, en medio del cual nadaban en gran número gruesas anguilas, soberbias truchas y peces rey (cyprinus regius).

Los caballos estaban rendidos y requerían algún descanso y los hombres que habían velado casi toda la noche estaban quebrantados.

Ramón se aprovechó de aquel pequeño descanso para hacer una buena provisión de huevos de avestruz, descubiertos en una especie de cavidad.

El maestro, que se moría de hambre, asó en las brasas mía media docena de aquellos huevos que en seguida fueron devorados a pesar de su desagradable sabor selvático.

A las once, los jinetes reanudaban la marcha, siguiendo un pequeño arroyo que parecía correr hacia el lago Urré. De los patagones no había señal ninguna, aunque Ramón había acercado varias veces el oído a tierra para, procurar recoger el galope de los caballos.

Pero ni el gaucho ni el maestro se forjaban ilusiones, conociendo bien a los patagones. Ambos daban señales de viva inquietud; de cuando en cuando se paraban para observar las hierbas y aguzar el oído, y dirigían sus miradas hacia el Sur, temiendo siempre ver aparecer en el horizonte la silueta de los indios.

Algunas veces, creyendo oír lejanos gritos o lejano galope, se detenían preparando los fusiles y tumbando los caballos entre la hierba.

Sin embargo, la jornada pasó con tranquilidad, y al anochecer acampaban en medio de un grupo de espesos arbustos. Habían recorrido más de sesenta millas desde el campamento patagón hasta aquel sitio.

Seguros de no ser molestados, ni descubiertos, se durmieron profundamente después de una frugal cena compuesta de charqui y unos pocos huevos de avestruz.

A la mañana siguiente, restaurados por aquel benéfico reposo, reanudaban la fuga siempre en dirección al Norte.

Al mediodía, después |de una carrera de otras veinte millas, Ramón, que cabalgaba delante, señaló la tan suspirada estancia.

—¡Ya es tiempo! —exclamó el maestro—. Nuestros caballos están completamente arruinados.

—Ya tomaremos otros —dijo el gaucho, que había visto el rastro en tierra.

—¿Está habitada esa estancia?

—No.

—¿Han huido los propietarios?

—Puede que así sea.

—¿Habrán llegado aquí los pampas?

—No es improbable.

—Supongo que aún la encontraremos en buen estado.

—Las cercas están todavía intactas.

—¿Entonces, usted ha estado otra vez aquí?

—Sí, maestro.

—¿Cuándo?

—Ya se lo contaré más tarde; ahora preparen ustedes los fusiles y, ¡adelante!