EL CAMPAMENTO ARGENTINO
A la orden dada por el jefe, los patagones, que estaban impacientes por mover las manos, se levantaron como un solo hombre, teniendo en el puño la bola perdida, terrible arma en su poder, que puede luchar con ventaja, si la distancia es corta, con las balas de fusil.
Formadas dos columnas se pusieron silenciosamente en marcha, llevando de la brida a los caballos, no osando combatir a pie, separando con precaución las matas que obstruían el paso, y manteniéndose todo lo posible entre la espesa sombra de los árboles para no ser descubiertos por los centinelas del campamento.
Llegados al lindero del bosquecillo, se detuvieron dirigiendo sus miradas por la pradera. A trescientos metros, cuatro grandes carros cubiertos con amplios toldos blancos, estaban dispuestos en fila doble, con las ruedas en dirección al Sur y al Norte, para protegerse contra un posible ataque de los pampas o de los patagones.
En el centro, como verdaderos animales de buena raza, algunos caballos dormían en pie, y se veían echados en el suelo algunos caballos y no pocos borregos de aquella especie que da una lana tan preciada en los mercados argentinos.
Un solo hombre velaba, apoyado en un fusil, y a pocos pasos de unía hoguera, que debía preservarle de los repentinos ataques de los jaguares, y de los dientes de los aguaras, animales cobardes si son pocos, pero audaces si se reúnen muchos.
Absoluto silencio reinaba en el campamento, signo evidente de que los hombres dormían profundamente bajo los toldos de los carros.
Hauka colocó frente al centinela a Diego, a Cardoso y al señor Calderón que poseían armas de fuego, haciéndoles ocultarse en medio de un espeso matorral de cactus; después mandó a sus hombres montar a caballo y extenderse a diestra y siniestra, de manera que cortasen la retirada hacia el Sur, el Este y el Oeste.
Cuando vio a los guerreros en posición, con algunos de los suyos más valientes y más hábiles avanzó hacia el campamento, llevando en la mano izquierda la lanza y en la derecha la terrible bola perdida.
El centinela, que dormitaba apoyado en su fusil, al oír acercarse los caballos, despertó sobresaltado y gritó, apuntando con el fusil:
—¿Quién vive?
—Amigos —respondió Hauka.
—¿Quiénes sois?
—Unos pobres indios que vamos al Norte.
—Que ninguno avance.
Hauka estaba bastante cerca para servirse de la bola perdida. Sujetando la correa entre los dedos, hizo zumbar la bola en el aire dos o tres veces y la soltó con ímpetu irresistible.
Se oyó un golpe sordo, y el centinela, herido en la cabeza, se desplomó pesadamente al suelo dando un grito terrible y desgarrador.
—¡Adelante, tehuls! —tronó el jefe, espoleando su caballo.
Todos los patagones, que solamente esperaban esta señal, recogieron las bridas y se lanzaron contra los furgones, lanza en ristre para traspasar a los enemigos que intentasen la fuga.
Pero el grito del centinela moribundo había sido oído por los acampados. En un relámpago los argentinos estuvieron en pie, empuñando las armas, y una violentísima descarga partió de lo alto de los furgones, tumbando por tierra a tres o cuatro caballos y a otros tantos jinete.
Los patagones, que creían caer sobre los hombres que dormían y que no esperaban tan vigorosa defensa, volvieron bridas y se dispersaron por la pradera, dando gritos de furor y dolor, saludados por una descarga de carabinas que hizo caer a dos o tres caballos. El mismo Hauka volvió la espalda buscando refugio entre los matorrales.
—¡Bueno! —exclamó Cardoso, que se complacía en aquel primer descalabro.
—Parece que esos argentinos tienen buena sangre en las venas —dijo el maestro—. ¡Muy bien, queridos amigos! ¡Duro con las espaldas de esos paganos!
—¿Debo hacer fuego?
—Yo haría fuego sobre los patagones, Cardoso.
—¿Y si nos vencen?
—Y vencerán seguramente.
—¿Lo crees así?
—Son muchos, para diez o doce hombres.
—Entonces, ¿qué haremos?
—Tírate a tierra para que no te toque una bala y tira a tenazón, al aire, si puedes hacerlo sin que ese maldito Hauka se dé cuenta de ello. ¿Oyes? El señor Calderón quema su pólvora.
—Ese hombre tira contra los argentinos.
—¡Bah! Pólvora perdida, porque las balas no alcanzarán. ¡Hagamos un poco de ruido antes de que llegue Hauka!
Se tendieron en medio de los cactus, escondiéndose detrás de un pliegue del terreno y rompieron el fuego, mandando las balas en dirección a los carros de los acampados, pero tan altas, que no había peligro de que hirieran a nadie.
Una violentísima descarga partió del lado de los argentinos cayendo como una granizada sobre los cactus en un largo trecho.
—¡Oh! ¡Graniza de un modo terrible! —exclamó Cardoso riendo.
—No tengas miedo, hijo mío —respondió Diego.
—¡Bum! ¡Bum! Eso son trabucos.
—Y de los gordos, siento que los clavos pasan zumbando sobre nuestras cabezas.
—¿Se cargan con clavos esas bocas de fuego?
—Y hasta con guijarros.
Un clamor horroroso apagó las palabras del maestro. Los patagones, reunidos entre los matorrales, volvían a la carga, arrojándose furiosamente contra los furgones. Cardoso y el maestro, una vez descargadas las carabinas, se pusieron en pie para no perder nada de aquel extraño combate, que para ellos tenía grandísimo interés porque del resultado dependía acaso su libertad.
Los argentinos, que se mantenían atrincherados dentro de los furgones, habían respondido en el acto al grito de guerra de los tehuls con una descarga general de sus trabucos y de sus carabinas, pero aunque desazonaron a algunos jinetes, otros habían continuado la carga animándose con gritos feroces. Llegados a cincuenta pasos del enemigo, giraron bruscamente a la derecha y empezaron a galopar furiosamente alrededor de los furgones, cerrando los círculos poco a poco, hasta casi tocarlos y lanzando con terrible precisión las terribles bolas. Aquella táctica pareció desconcertar a los asaltados, porque se vio abandonar su posición y reunirse en medio de los carros para no ser heridos por aquellos proyectiles que caían como lluvia espesa, hundiendo con un estruendo diabólico los tableros y hasta las ruedas.
Hauka, que galopaba a la cabeza del carrousel, animando a los suyos con la voz y con el ejemplo, intentó cargar contra los argentinos, penetrando en el interior del recinto de los furgones lanza en ristre; pero una descarga de los trabucos bastó para rechazar a los hombres que le seguían, los cuales renovaron su desenfrenada carrera circular, recogiendo con una habilidad extraordinaria las bolas arrojadas para volverlas a mandar al enemigo.
—Mal va para esos pobres argentinos —dijo Diego que seguía con atención las fases del combate, descargando de cuando en cuando la carabina, aunque sin hacer daño alguno.
—¿Lo crees, marinero? —preguntó Cardoso.
—Dentro de diez minutos Hauka les dará una carga en medio de los furgones y ninguno escapará a las lanzas de los patagones.
—Si estuviera seguro de lo contrario rompería el fuego contra esos piratas de las praderas.
—Guárdate bien de hacerlo, si aprecias la vida, hijo mío.
—Sin embargo, es duro dejar que esos miserables paganos asesinen a los hombres blancos.
—Nuestro auxilio no serviría de nada, Cardoso. Si hubiese podido, ya le habría yo mandado una bala al amigo Hauka.
—¡Mira! Los patagones mudan de táctica.
—Se dividen para atacar por dos lados la posición de los argentinos. Si no se deciden a huir, ni uno quedará vivo.
—A los patagones les interesa más la carga contenida en los furgones queja piel de los argentinos. ¡Oh!…
—¿Qué ves?
—Los argentinos se deciden a evacuar. Un poco de alboroto todavía y después iremos a cenar un buen pedazo de carne fresca.
El marinero decía la verdad. Los argentinos, que ya veían perdida la lucha por las bajas sufridas y acaso también por la escasez de municiones, aprovechando un momento en que los tehuls reorganizaban las dos columnas para reiterar el ataque a lanzadas, habían abandonado de improviso los furgones, lanzándose a la pradera. Eran siete, montados en excelentes caballos y llevaban en la mano sus carabinas.
Los patagones, viendo que la presa se les escapaba, aunque para ellos lo más importante era el saqueo, se lanzó tras los fugitivos, pero éstos haciendo una descarga general espolearon a sus cabalgaduras que partieron vientre a tierra hacia el Oeste.
Hauka, a la cabeza de dos docenas de jinetes, se lanzó sobre sus huellas, lanzando las últimas bolas que no causaron efecto, pero después de quinientos o seiscientos pasos debieron renunciar a la persecución a causa del cansancio de los caballos, que galopaban desde hacía una hora, sin contar la larga marcha efectuada aquella jornada.
En lontananza se oyeron aún algunos tiros de trabuco y otros de carabina, y después, el silencio volvió a reinar en la pradera inmensa.
—Esto ha terminado —dijo Diego—. Ahora la tomarán con nosotros.
—Mejor será así —dijo Cardoso—. Aunque fueran enemigos nuestros, deploro la muerte de esos bravos argentinos.
—Ahora, estemos en guardia y si se presenta la ocasión escaparemos también nosotros.
—¿En qué confías?
—Yo lo sé, hijo mío.
En cuanto los patagones volvieron al campamento argentino se arrojaron sobre los cuatro furgones, ávidos de saqueo, sin ocuparse de los cadáveres de sus compañeros que, en número no pequeño, yacían entre la hierba, ni de los de los enemigos, que presentaban un aspecto horrible por las terribles heridas de bola.
Cajas, cajones y barriles, conteniendo ropas y víveres, fueron abiertos por aquellos salteadores, que lo registraron todo con encarnizamiento sin igual, disputándose todos los objetos a puñetazos y hasta a lanzazos. De pronto estalló un gran grito y se vio saltar a dos hombres desde un carro, llevando en sus robustísimos brazos dos barriles de unos cincuenta litros de capacidad cada uno.
Todos les siguieron en confusión, incluso Hauka, tendiendo las manos y gritando hasta desgañitarse.
—¿Habrán encontrado un tesoro? —preguntó Cardoso que se había acercado seguido de Diego y del agente del gobierno.
—Sí; pero en forma de aguardiente —respondió el maestro que estaba radiante de gozo—. Ahora presenciaremos una hermosa orgía, hijo mío, y nos guardaríamos bien de no aprovecharnos de olla.
—¿Por qué, marinero? Si cuentas con tomar parte en la bebida dudo que esos borrachos te dejen ni un sorbo de licor.
—Renuncio voluntariamente a la bebida —respondió el marinero, que sonreía con expresión misteriosa—. ¡Vamos, bebedores! ¡Desfondad los barriles!
No tenían necesidad de que se les animase. Los patagones, que son formidables bebedores y que aman con frenesí las bebidas espirituosas, como, por otra parte es observado en todas las poblaciones salvajes, habían desfondado los dos barriles y se habían puesto a beber sirviéndose de las manos unidas en forma de cuenco.
Todos parecían frenéticos, se golpeaban, se empujaban furiosamente para ser los primeros en sumergir las manos en la fuerte bebida, cuyas emanaciones alcohólicas se expandían en torno excitando a los que se hallaban los últimos y que temían llegar tarde. Hauka, que no parecía menos exaltado, ni menos ansioso, se había agarrado a un barril y resistía enérgicamente a los esfuerzos de aquellos que intentaban sacarle de allí para ocupar su puesto.
Cardoso y el maestro, sentados en el suelo, a corta distancia, con las carabinas entre las rodillas, para estar preparados a todo, sabiendo bien que de salvajes borrachos se puede temer todo, seguían con viva atención la lucha de aquellos bebedores. Detrás de ellos estaba el señor Calderón, el cual, según su costumbre, parecía que fuese completamente extraño a cuanto ocurría a su alrededor.
Los bebedores debían tener unos estómagos sin fondo y poseer una resistencia incalculable, porque a despecho de los largos y fuertes tragos no daban señal de perder el sentido y volvían a beber con nuevos bríos. Poco a poco, sin embargo, aquella sed empezó a calmarse.
Algunos hombres, los menos fuertes, ya se tambaleaban y daban bandazos «como un barco en medio de la tempestad», según la gráfica frase del maestro, y los otros comenzaban a exaltarse. Hauka, que había resistido victoriosamente a todos los esfuerzos de los compañeros, había caído y no parecía capaz ya dé mover ni brazos ni piernas, de borracho que estaba.
—Va uno —dijo el maestro—, que ya no se moverá en veinticuatro horas.
—Van idos —dijo Cardoso—. Allí hay otro que se ha desplomado como atacado por un síncope.
—Señal de que el aguardiente era de calidad excelente.
—¿No habrá peligro de que se vuelvan furiosos?
—Tanto peor para ellos si la quieren tomar con nosotros. He encontrado los paquetes de cartuchos que Hauka nos quitó cuando nos hizo prisioneros y con ellos podemos mandar al infierno a todos esos borrachos.
—¡Y van cuatro!…
En efecto, otros dos patagones habían rodado por el suelo como si estuvieran muertos. Los otros continuaron metiendo las manos en los barriles, pero no podían más y se mantenían en pie por privilegio de un difícil equilibrio.
Otros, enfurecidos por las excesivas libaciones, disputaban ya entre ellos, y cambiaban formidables puñetazos mientras otros cantaban basta desgañitarse y saltaban como locos con los cabellos sueltos, las capas desgarradas y los ojos extraviados, y dos o tres se agitaban por el suelo, presas de violentas convulsiones, mientras en sus manos crispadas apretaban extrañas pipas en las cuales habían fumado quién sabe qué extraña mixtura.
—¿Se habrán envenenado? —preguntó Cardoso que se había incorporado para observar a aquellos extraños fumadores.
—No; es que se divierten —respondió el maestro.
—Pero ¿no ves que se retuercen como si sufriesen?
—Te repito que se divierten.
—Ya me explicarás de qué modo.
—Observa aquel fumador y no lo pierdas de vista.
Un patagón, que conservaba el equilibrio por un verdadero milagro, se había separado de los compañeros, que continuaban disputándose encarnizadamente los últimos sorbos de aguardiente teniendo en la mano su pipa de piedra.
—Es estiércol —dijo el maestro adelantándose a la pregunta dé Cardoso—, estiércol de caballo que el fumador ha mezclado con el golk (tabaco).
Encendida la mezcla, el borracho se tumbó sobre el viento y dio siete u ocho chupadas, aspirando el humo y arrojándolo unos minutos después por las narices, todo dé una vez. Entonces en aquel hombre se operó un extraño fenómeno. La pipa cayó de sus manos, los ojos se le desorbitaron, mostrando solamente lo blanco, las fuerzas le abandonaron repentinamente y volvió a caer tendido cuan largo era, agitando convulsivamente los miembros, resoplando fuertemente y echando por la boca semiabierta largos hilos de saliva.
—¿Está ebrio? —preguntó Cardoso.
—Tú lo has dicho —respondió el maestro sonriendo.
—¿Y tú me aseguras que este hombre se divierte?
—Así debe de ser, porque los patagones fuman casi siempre de modo y dicen que hasta su dios ha participado de este extraño placer; por eso antes de fumar le ofrecen unas bocanadas y una plegaria.
—¿Y duran mucho esas convulsiones?
—Pocos minutos, porque ordinariamente los compañeros de los fumadores las combaten a fuerza de sorbos de agua.
Entretanto, siete u ocho bebedores borrachos perdidos se desplomaron a tierra. El maestro, que no perdía de vista a los salvajes, se puso en pie bruscamente.
—Cardoso —dijo—, la hora de la libertad ha sonado. Dentro de unos minutos ninguno de esos hombres podrá tenerse en pie y lo menos en doce horas, Hauka no estará en estado de notar nuestra desaparición. ¡Huyamos!
—Estoy pronto a seguirte, marinero —respondió Cardoso, saltando en pie con la carabina en la mano.
—Ve a preparar tres caballos y tráelos detrás de los furgones.
—¿Viene con nosotros Calderón?
—Si se quiere quedar aquí, él se las arreglará. Por mi parte, me alegraría.
—¿,Y adónde huiremos?
—Hacia la frontera de Chile.
—¡Mil rayos!
—¿Y Ramón?
—No podernos abandonarle.
—Le buscaremos.
—¿Y dónde?
—No debe de estar muy lejos y será fácil encontrarle.
—Corro a preparar los caballos.
Mientras Cardoso se alejaba, eclipsándose entre los cactus para que no le viesen los bebedores, el maestro se acercó al agente del gobierno que se había tumbado entre la hierba.
—Señor Calderón —dijo.
—¿Qué quiere usted? —preguntó el agente Lentamente.
—Los patagones están todos borrachos.
—Peor para ellos.
—Y nosotros nos escapamos.
—¿Quieren ustedes que les maten?
—Preferimos morir en medio de la pradera a vivir como esclavos de estos granujas. ¿Usted no viene?
El agente cruzó los brazos y le miró sin contestar.
—¿Me ha entendido usted? —preguntó con voz casi amenazadora el marinero.
—Perfectamente.
—¿Y qué?
—Ustedes llevan los millones del presidenta; les sigo.