CAPÍTULO XXIII

EL CABALLERO DE LA NOCHE

El ataque imprevisto de aquellos furiosos animales había causado a los patagones pérdidas de gran consideración.

La mitad de los caballos que habían podido romper los ramales, yacían por tierra en confusión indescriptible, reducidos a un estado verdaderamente deplorable, con los vientres desgarrados de los cuales salían los intestinos entre verdaderos torrentes de sangre; algunos, en las ansias de la agonía se agitaban o se arrastraban entre la hierba, lanzando relinchos dolorosos.

Siete u ocho hombres, sin duda los primeros que habían afrontado la viviente avalancha, estaban tendidos en la hierba, aplastados, despanzurrados y sanguinolentos, sin vida, y otros tantos gemían por aquí y por allá, invocando el auxilio de los compañeros.

Hauka, como el maestro había predicho, estaba furioso por el descalabro sufrido. Iba y venía, blasfemando contra el desconocido caballero que le había atacado de aquella guisa, reprendiendo ásperamente a sus hombres que habían abandonado el campo, dejando a los caballos sin defensa, y se desahogaba echando la culpa a los hijos de la luna que habían seguido el mal ejemplo. Viendo al maestro y al grumete se dirigió a ellos con los puños cerrados y los ojos encandilados, gritándoles:

—¿También vosotros sois mujerucas? ¿Dónde está vuestro poderío? ¿Será necesario que os haga comer vivos por los mondongueros del Colorado o por los jaguares de la pradera?

—Basta, jefe, no te sulfures tanto —dijo Cardoso, que ya no le temía desde que estaba en posesión de su carabina—. ¿Acaso tú no te has atrincherado detrás de los caballos mientras los toros los sacrificaban?

—También nosotros apreciamos nuestra piel, amigo Hauka —añadió Diego.

—¡Basta! —tronó el jefe.

—Será mejor para ti —replicó el maestro, que no se sentía menos fuerte que Cardoso, especialmente ahora que sabía que contaba con un buen amigo en la pradera.

Los patagones supervivientes que habían ido retornando al campamento, ayudaron a sus compañeros heridos, y remataron a los caballos inservibles. Después, a una orden del jefe, ensillaron los caballos que habían quedado libres, que no superaban a una veintena.

Cardoso y el maestro, no sin asombro e inquietud, los vieron partir a casi todos hacia Este detrás del rastro de los toros y del gaucho. El jefe, el señor Calderón y todos los demás quedaron en el campamento que fue en seguida puesto en estado de defensa por medio de una estacada, formada con gruesas ramas de árboles.

—¡Truenos y relámpagos! —exclamó el maestro siguiendo con la vista a los jinetes que se alejaban a la carrera—. No me gustaría que esos bandidos sorprendieran a nuestro gaucho.

—¡Bah! Es un hombre que ya sabe lo que se hace —dijo Cardoso—. Ya supondrá que han de perseguirle y se pondrá en guardia.

—¡Con tal de que su caballo resista!

—Me acuerdo que era un animal bien corredor; rápido como el viento y de pisada segura.

—¡Oh! ¡Si nosotros hubiéramos ido con los perseguidores, ya les habríamos hecho una, jugarreta en cuanto hubiésemos estado A alcance de Ramón!

—¿Te hubieras escapado?

—Sin duda.

—¿Y no podríamos intentarlo ahora, marinero? Hay pocos hombres en el campamento.

—¿Y los caballos?

—Tenemos nuestros pies.

—Pies bastante maltratados, hijo mío, que se negarían a llevamos después de alguna legua. Cuando volviesen los jinetes, seríamos de nuevo apresados, y quién sabe qué horribles tormentos nos esperarían.

—¿Qué hacemos entonces?

—Esperemos, por ahora.

—Entonces propongo renovar el sueño, ya que la noche está todavía oscura.

—Durmamos, pues, Cardoso.

Buscaron unas mantas, envolviéndose en ellas cuidadosamente para resguardarse de la humedad del rocío que en aquellas vastas llanuras es abundante y, con frecuencia, causa de enfermedades, y sin ocuparse más de los patagones, entretenidos en despedazar los caballos, cuya carne desecada al sol debía luego convertirse en charqui, esperaron el regreso de los jinetes lanzados tras las huellas del gaucho.

Pasaron algunas horas sin que se oyera el menor mido sobre las praderas que las tinieblas cubrían. Se levantaron varias veces creyendo haber oído a distancia el trabuco del gaucho, tronando contra los patagones, pero la noche transcurrió sin ningún incidente más y sin detonaciones que denunciaran nada grave.

Por fin, cerca del alba, reaparecieron los guerreros que habían partido por la noche. La penetrante mirada del maestro se fijó en seguida en el grupo y no distinguió ningún extraño entre ellos.

—¡Gracias a Dios! —exclamó, respirando a pleno pulmón—. También esta vez los paganos se han quedado chasqueados.

—¿Dónde se habrá ocultado nuestro valiente amigo? —preguntó Cardoso.

—Habrá interpuesto buenas leguas entre su caballo y los de los perseguidores; pero estoy seguro de que volverá, lo presiento.

La tropa entró en el campamento, rendidos les jinetes por la larga carrera. Los caballos venían cubiertos de espuma y sudaban como si hubieran recorrido diez leguas al galope.

Hauka, de pésimo humor por el fracaso de la persecución, dio a los recién llegados orden de acampar y proceder al enterramiento de los cadáveres para sustraerlos a los dientes de los jaguares y de los caguarés.

Sirviéndose de los cuchillos y de las lanzas, los patagones excavaron algunas fosas, contiguas unas a otras, y metieron dentro los cadáveres, con las piernas dobladas de modo que las rodillas daban en la barba y los talones en la parte extrema de las nalgas. Si no hubiesen tenido el tiempo muy contado aquellos salvajes, que profesan gran respeto a sus muertos, no hubieran dejado de rematar los funerales con sacrificios que consisten generalmente en la matanza de los caballos pertenecientes a los difuntos; pero en esta ocasión los caballos eran bastante preciosos para tal derroche.

—Hacen las cosas muy ligeramente —dijo Diego que había asistido a la ceremonia en unión de Cardoso—. Se ve que el jefe no quiere perder el tiempo.

—¿Qué hacen en tiempo de paz? —preguntó el muchacho.

—¡Oh! Entonces, las cosas se hacen con calma. En el entierro intervienen todos los parientes teñidos de negro, los cuales primero destruyen todos los objetos que pertenecieron al difunto sin excluir la tienda, y después sacrifican todos los caballos. Pero el animal favorito sólo se mata sobre la tumba del difunto para que pueda servirle en el otro mundo.

—¿Y las viudas? ¿Qué hacen? ¿Llevan también luto?

—Sin duda, ¡y vaya un luto! Durante un año están obligadas a conservar la fidelidad conyugal, so pena de muerte, no pueden lavarse, ni cambiar de vestidos ni salir de la tienda, excepto pocos minutos para procurarse los alimentos para su subsistencia.

—¿Y se tiñen también de negro?

—Sin duda.

Las compadezco sinceramente.

—¡Bah! ¡Son tan salvajes como los hombres!

Al mediodía, en el momento en que era bajado a la fosa el último cadáver, una nueva pandilla, compuesta de una veintena de jinetes llegaba al campamento precedida por una vanguardia de otros pocos hombres, salidos por la noche. El jefe, que parecía tener prisa, reorganizó su tropa, dejando, para guardar a los heridos, los hombres desprovistos de caballos y ordenó la partida.

Rodeada la laguna, que se extendía por muchas millas de Norte a Sur, colmada de plantas acuáticas en medio de las cuales se veían bostezar a los jacarés[13], de poderosas mandíbulas, en acecho de presa, y revolotear gran número de fenicópteros de desmesurado cuello y formas esbeltas, y una especie de ánades, se dirigieron a galope hacia el río Colorado, que no debía de estar muy lejos, a juzgar por los innumerables torrentes que corrían hacia septentrión.

La pradera había vuelto a predominar del lado de allá de los bosquecillos que circundaban la laguna, y se extendía hasta perderse de vista, no ya plana, como generalmente se cree que son las pampas, sino con pequeñas ondulaciones, sembrada de extraordinaria cantidad de florecidas de vivos colores y de aglomeraciones de bellísimos cardos, entre los cuales se veía saltar y escapar numerosas vizcachas, animalitos que se parecen a los castores, provistos de una piel de valor, y no pocas zorrillas, especie de martas, con una cola rica en pelo, la cual se hiende para dejar escapar un hedor infernal, que se extiende a más de una legua y que es suficiente para hacer detenerse, no solamente a los cazadores, sino también a los perros. De vez en cuando se veían aquí y allá verdaderas lagunas que ordinariamente contienen aguas salobres y de mal gusto, y torrentes pequeños que corren invariablemente hacia el Norte.

Al ponerse el sol, la banda, que había galopado casi sin descanso hacia septentrión, llegaba a la orilla del río Colorado, llamado también Mendoza, bellísimo río pero de aguas rojizas, que nace en la provincia de Mendoza en la vertiente oriental de los Andes y que corre a través de las pampas durante 1330 kilómetros, desaguando en el Atlántico frente a la isla Triste después de haber formado los lagos Grande y Lagunilla, y haber recibido por la derecha el Tamija, el Aoeguia y el Tungayán.

Iba Hauka a meter su caballo en el agua para buscar un vado, cuando fue atraída su atención por una delgada columna de humo que se elevaba desde la opuesta orilla, rozando algunos matorrales de cactus. Su frente se arrugó y su mirada se encendió a la vez que sus manos empuñaban la lanza y la bola.

—¿Pampas o argentinos? —preguntó a los hombres que le seguían.

Nadie contestó a la pregunta; podía ser un campamento de indios o también de argentinos fugitivos, que se dirigiesen al Sur a consecuencia de la guerra iniciada por los primeros.

—Me huele a pólvora —dijo Cardoso qué también había notado aquel humo—. ¿Qué me dices de esto, marinero?

—Yo supongo que será un campamento argentino —respondió el maestro—. Los pampas deben estar todos hacia el Norte.

—¿Qué hará el jefe?

—Si son argentinos no vacilará en atacarlos.

—¿Y qué haremos nosotros?

—Nos veremos obligados a ayudar a esos bandidos para no pagar después el pato, en caso de una victoria. Aparte de esto, tengo un deseo loco de caer sobre esos enemigos que han causado tanto daño a nuestra patria.

—¿Y si la cosa fuera mal para nuestros paganos?

—Nos pasaríamos al enemigo, si podíamos.

—Bien dicho, marinero.

El jefe, después de breve consulta con sus más expertos y más intrépidos guerreros, hizo destacarse a dos hombres de reconocido valor con di encargo de explorar la otra orilla, ordenando que los demás vivaqueasen entre la maleza para no ser vistos por los presuntos enemigos.

Los dos exploradores buscaron un vado, y por él cruzaron la corriente que era tranquilísima, y atando sus cabalgaduras a un árbol desaparecieron entre los cactus del otro lado.

Transcurrió una media hora durante la cual el jefe no abandonó ni un solo instante la orilla; luego, del otro lado del río se oyó el relincho de los caballos y el chapuzón al entrar en el agua. Al vago fulgor de las estrellas se distinguió a los exploradores que atravesaban rápidamente la corriente.

—¿Pampas o argentinos? —preguntó Hauka apenas aquéllos estuvieron al alcance de su voz.

—Argentinos —contestaron a dúo los exploradores.

En menos que se dice, todos los guerreros que estaban agazapados entre los cactus, se pusieron en pie, con las armas en la mano, aglomerándose en la orilla. Cardoso, el maestro y el señor Calderón acudieron allí también.

—¿Cuántos son? —preguntó el jefe cuyos ojos brillaban, como los de un gato, en la profunda oscuridad que envolvía la pampa.

—Doce —respondieron los exploradores.

—¿Dónde están acampadas?

—A quinientas brazas del río.

—¿Armados?

—Con fusiles.

—¿Tienen carros?

—Cuatro.

—Está bien —terminó el jefe.

Diego, que no había perdido ni una sílaba, se adelanto.

—Jefe —dijo—, ¿qué vas a hacer?

—Dar la batalla a los cristianos.

—¿Y nosotros, que debemos de hacer?

—Vendréis con nosotros y nos ayudaréis, pero te advierto que a la menor sospecha os haré quemar vivos a los tres.

—Gracias por el aviso, jefe —dijo el marinero.

Hauka, que parecía impaciente por echarse sobre los cristianos, seguro de encontrar un buen botín, hizo montar a caballo a sus hombres, recomendó a todos que envolviesen con mantas la cabeza de sus cabalgaduras para que no relinchasen, y en seguida entró en el agua. El paso del río se operó en el más profundo silencio y con el mayor orden, gracias a la ausencia de caribes, de anguilas eléctricas y de caimanes, los tres azotes de los ríos de América meridional. A las nueve la banda pisaba la orilla opuesta y se escondía entre los arbustos.

—¿No atacamos ahora? —preguntó Cardoso al ver que los patagones echaban pie a tierra.

—Los bandidos son astutos como jaguares —respondió el marinero, parodiando a los patagones—. Na atacarán a los argentinos hasta que sea de noche para sorprenderlos durante el sueño.

—Dime, marinero, ¿estará nuestro gaucho en ese campamento?

—¡Maldición de mil diablos! —exclamó el maestro impresionado por la observación—. ¡Si así fuese!…

—¡Sería un gran conflicto!

—No; no puede ser —dijo el maestro después de algunos instantes de reflexión—. Ramón no hubiera ido solo cuando nos echó encima la manada de toros.

—¿Si pudiéramos aseguramos de ello? Porque no me perdonaría nunca si ayudase a estos paganos contra los hombres que laboran por nuestra salvación.

—Y menos yo, Cardoso. Pero…, ¡chitón!

—¿Qué oyes?

—¿No te parece que se oye el galope precipitado de un caballo en la otra orilla? Mira, también los patagones se han apercibido.

Cardoso aprestó el oído, mientras los patagones se iban levantando uno después de otro, dirigiendo miradas de desconfianza hacia el Sur. En medio del profundo silencio, apenas interrumpido por el murmullo del río Colorado, el joven marinero oyó distintamente un galope que se avecinaba rápidamente.

—Es Ramón —murmuró.

—Sí, él debe de ser —dijo el maestro—. Sigue a nuestra tropa y se dirige al río.

—¿No sabrá que nosotros estamos aquí?

—Es demasiado astuto para dejarse caer estúpidamente en medio de nosotros.

—¿Y para qué viene aquí, entonces?

—Sin duda para asegurarse de si hemos o no pasado el río.

—¿Y si Hauka echa detrás de él algunos de los suyos?

—Hauka tiene ahora mucha necesidad de sus hombres para pensar en el gaucho.

—¡Silencio…, aquí está!

En efecto, un jinete había salido de entre la maleza y avanzaba cautelosamente hacia el río. A la incierta claridad de las estrellas los dos marineros vieron brillar en las manos de aquél un arma que parecía una escopeta.

El jinete llegó hasta la orilla y miró con atención al lado opuesto, intentando, sin duda, descubrir a los patagones que estaban emboscados entre las matas.

De pronto un agudo silbido rasgó el aire y un proyectil brillante, una verdadera bola atravesó el río cayendo entre los jarales ocupados por los guerreros. Se oyó una especie de gruñido, que debió ser emitido por Hauka, y en seguida partieron algunas bolas.

El caballo del gaucho dio un salto como si hubiera sido herido y en seguida volvió a emprender la carrera, siguiendo la orilla derecha del río y desapareció hacia el Este.

—Es Ramón —dijo el maestro.

—Sí, sí; le he conocido —confirmó Cardoso—. ¡Ay! ¡Y no poderle hacer una señal!

—Sabe igualmente que estamos aquí, hijo mío, por eso continúa siguiéndonos.

—¿Volverá?

—Pasará el río algunas millas más abajo y luego se volverá a poner sobre nuestro rastro.

—Entonces, ¿crees que ignora la presencia de los argentinos que vamos a atacar?

—Sí; porque no hubiera dejado de avisarles disparando su trabuco.

Iba Cardoso a levantarse cuando sintió que una mano se posaba en su hombro. Se volvió y se encontró cara, a cara con Hauka, el cual clavaba en él sus miradas llameantes.

—Hijo de la luna —dijo con duro acento—, ¿conoces a aquel jinete?

—¿Y tú? —preguntó a su vez Cardoso prontamente.

—Es un enemigo.

—Yo también lo supongo.

—Tú y tu compañero le debéis de conocer.

—Te engañas, jefe —dijo el maestro.

—Hauka tiene mirada de serpiente.

—¿Y qué deduces de eso?

—Nada por ahora, pero después del asalto hablaremos de ello.

Dicho esto, el jefe se alejó, no sin hacer un ademán amenazador, que no se les escapó a los marineros.

—Alguien nos ha hecho traición —murmuró Cardoso.

—Así pienso también yo —dijo el maestro.

—Y sospecho de alguno.

—Y yo también.

Se miraron al rostro mutuamente y el mismo nombre salió de los labios de ambos:

—¡Calderón!

En aquel momento Hauka ordenaba el ataque al campamento argentino.