ATAQUE NOCTURNO
¿Quién podía haber hecho aquel disparo de fusil en un lugar desierto, alejado centenares de leguas de la frontera argentina? ¿Quién sería el temerario que se había internado en las grandes llanuras de la Patagonia, guardadas al Norte por la belicosa tribu de los pampas, enemigos acérrimos de la raza blanca? ¿Habría sido un indio, armado de fusil, hipótesis aún más inadmisible, no conociendo estas gentes, sino imperfectamente las armas de fuego, o un verdadero blanco, llevado hasta allí quién sabe por qué extraordinarias circunstancias?
Hauka, después de escuchar con atención unos minutos, adoptó una rápida resolución. Saltó sobre su caballo, que parecía no haber sufrido mucho en la lucha con los gimnotos, y empuñando fieramente la lanza con la siniestra y la bola de metal blanco con la diestra, gritó:
—¡Tehuls, a caballo!
Unos cuarenta guerreros que habían salido incólumes de las descargas de los gimnotos, respondieron al llamamiento y lanzaron sus caballos detrás del jefe que valerosamente había penetrado en el bosque. Cardoso, Diego y, por fin, el flemático agente del gobierno, eran de la partida.
La cabalgata atravesó a galope el bosque, que dejaba aquí y allá anchos pasajes, y desembocó en la gran pradera que se extendía basta perderse de vista en dirección al Norte.
Un bulto indeciso que parecía la forma de un hombre a caballo, se alejaba rápidamente hacia el Norte, medio tapado por los grandes cardos. Estaba ya tan lejos, que el maestro y Cardoso, a pesar de poseer una vista que competía con los más potentes anteojos, no consiguieron divisarle.
Hauka se convenció de que había llegado tarde para alcanzarle, especialmente con los caballos que poseía, los cuales estaban, cuál más, cuál menos, bastante cansados; no obstante, dio orden a una docena de guerreros, que parecían mejor mentados, de que persiguiesen al fugitivo que ahora estaba reducido a una pequeña mancha negras, apenas distinguible sobre la verde pradera.
—Tiempo perdido, queridos míos —dijo el maestro que había quedado con el jefe que había vuelto a emprender el camino del río.
—¿No será un indio ese hombre que huye? —dijo Cardoso.
—Dudo de que sea tal, porque no hubiera huido en cuanto ha vislumbrado a los patagones.
—¿Crees que sea un blanco?
—Estoy casi seguro de que sí.
—Pero nosotros estamos en un país habitado únicamente por indios, y alejado de las fronteras.
—Puede ser algún gaucho impelido hacia el Sur por las correrías de los pampas… ¡Ah!
—¿Qué ocurre, marinero?
—¿No será?…
—¿Quién?
—¡Uno de nuestros gauchos! ¿Y por qué no? Eran dos, bien montados y bien armados, y uno, si no los dos, puede haber escapado a la persecución de los patagones.
—Pero sería preciso que nos hubiera seguido y espiado.
—Pueden haberse escondido en un bosque; en éste, por ejemplo.
—Entonces, ¿para qué habrá disparado?
—Para avisarnos de su presencia.
—¡Marinero! —exclamó Cardoso, impresionado hondamente por la exactitud de aquel razonamiento.
—Hijo mío, yo estoy convencido de que nuestros fieles amigos velan por nuestra liberación.
—¡Oh, si así fuese! ¿Cómo podríamos asegurarnos de que no han muerto?
—Interrogando a los patagones.
—Pero podrían sospechar…
—Tienes razón, hijo mío; pero acaso el señor Calderón, que goza de la confianza del jefe, pueda saber algo.
Dirigió el caballo hacia el del señor Calderón, que marchaba a pocos pasos del jefe patagón, y dio un tirón del largo manto que envolvía al agente del gobierno.
—Una palabra, señor Calderón —dijo el viejo lobo de mar.
—¿Qué hay? —respondió el seudohechicero con su acostumbrada sequedad.
—Le advierto a usted que se trata de nuestra salvación que acaso está muy cercana.
—Dudo de ello, por ahora.
—No importa, señor agente. ¿No ha vuelto usted a saber nada de los gauchos que nos acompañaban y que fueron perseguidos por los tehuls?
—Me han dicho que uno fue muerto de un bolazo.
—¿Y el otro? —preguntó con ansiedad el marinero.
—Creo que se escapó a la persecución porque no han sido llevados sus despojos al campamento.
—¡Entonces, estamos salvados!
El agente le miró como se mira a un hombre que ha perdido la razón y sonrió irónicamente.
—Le repito a usted que la libertad está próxima —dijo el maestro—. El hombre que ha hecho el disparo de fusil, es uno de nuestros gauchos.
—No se arriesgará a volver.
—Volverá, señor Calderón.
—Mejor para vosotros —respondió el agente, encogiéndose de hombros y espoleando vivamente al caballo para acercarse al jefe.
—Nunca concluiré de entender a este hombre —murmuró el maestro, volviéndose a Cardoso—. No importa; me basta con saber que uno de nuestros amigos está todavía vivo y nos sigue.
—¿Y qué haremos entre tanto? —preguntó el muchacho.
—Estaremos al cuidado, y a la primera coyuntura dejaremos plantados a los paganos y a sus aliados. Una voz interior me dice que el gaucho nos dará noticias suyas y yo creo en los presentimientos, niño de mi corazón.
Habían entonces llegado a la margen del río Negro que estaba abarrotada de personas, llegadas del campamento, viejos, mujeres y chicos, conduciendo con ellos caballos cargados con tiendas plegadas, mantas y efectos de todas clases y grandes provisiones de charqui (carne desecada).
El jefe Hauka pasó rápida revista a toda su gente que no esperaba más que la señal de la partida, destacó una vanguardia de treinta guerreros escogidos, provistos de gruesas corcanillas que debían suplir a las tiendas durante la noche, se puso a la cabeza de aquélla, y partió al trote largo en dirección al Norte. Todos los demás, incluso las mujeres, sin las cuales el patagón no sale nunca a campaña, debían seguirle a pequeñas jornadas, aunque manteniéndose a pocas leguas de distancia de la vanguardia, para en caso necesario apoyarle en los primeros encuentros.
Cardoso, Diego y el agente, los cuales con sus carabinas eran una poderosa ayuda, formaban parte de la vanguardia.
La pequeña tropa, después de cruzar el bosque, se lanzó a través de la gran pradera que aparecía despejada de toda clase de obstáculos y cubierta solamente de la planta gramínea llamada aussalc.
A pocas millas del río, los patagones encontraron a los compañeros que se habían lanzado tras el rastro del hombre que había hecho el disparo de fusil; tenían los caballos medio reventados por la larga carrera y no habían conseguido atrapar al fugitivo que había desaparecido hacia el Norte en dirección del río Colorado.
Diego y Cardoso se apresuraron a interrogarles, pero no consiguieron saber nada. Los patagones no habían podido llegar a distinguir al fugitivo, que les llevaba mucha delantera, desde el principio de la persecución.
—No importa —dijo el maestro—. Es él; es nuestro gaucho, me lo dice el corazón.
Hauka, a quien interesaba no debilitar la retaguardia, mandó atrás a los hombres de la persecución y prosiguió su carrera hacia el Norte, impaciente sin duda por alcanzar el río Colorado y entrar en el territorio de los pampas para sumar nuevos aliados y acaso para procurarse noticias más precisas de la guerra que se desarrollaba en las fronteras argentinas.
A las seis de la tarde, después de una marcha de más de sesenta kilómetros, la vanguardia acampaba junto a la orilla de un gran lago salado, que parecía desierto, rodeado de bosquecillos, dentro de los cuales se veían galopar caballos y toros en gran número, acaso fugitivos de las grandes estancias argentinas.
Encendieron grandes hogueras para mantener alejadas a las fieras que pudieran haber en las cercanías, amarraron los caballos en círculo a estacas clavadas fuertemente en tierra y so preparó la cena compuesta de carne asada y unas pocas raíces que, bien o mal, suplían al pan.
Situados centinelas en las esquinas del vivac, cada cual se apresuró a disponer el propio lecho, muy sencillo y no muy cómodo para quien no está acostumbrado: una corcanilla en el suelo, encima el pabellón para hacerla más blanda, y luego el sobrepellón, que sirve de gualdrapa a los caballos, y la alta silla por cabezal.
Cardoso y Diego, que habían sido colocados en el centro del vivac, dentro de un doble círculo de patagones, para que no se les ocurriese escapar, después de haber sufrido una dolorosa visita de un hechicero que renovó las Incisiones de los pies, no tardaron en dormirse junto a sus carabinas, a las cuales, para mayor precaución habían cambiado las cargas.
Pero el sueño del maestro fue de breve duración. Estaba desasosegado, daba vueltas debajo de su manta y, de cuando en cuando, se levantaba para avizorar las proximidades del campamento, y especialmente el bosquecillo, poniendo atención a cualquier susurro de las frondas. Sin duda el digno marinero esperaba ver aparecer alguna persona, probablemente al supuesto gaucho, el que una voz interior le avisaba que estaba vecino.
Serian las dos de la madrugada cuando sus oídos percibieron un lejano fragor que parecía acercarse rápidamente. Venía del lado del bosquecillo y parecía producido por gran número de pesados animales que galopaban por la pradera.
Miró a todos lados y vio a los centinelas dormitando junto a las hogueras apoyados en sus lanzas, con los caballos tumbados a sus pies. Parecía que ninguno de los patagones se había dado cuenta de aquel extraño estrépito que iba avanzando cada vez más.
Más inquieto todavía se volvió hacia el muchacho que roncaba tranquilamente y le despertó con una brusca sacudida.
—¿Qué hay, marinero? —preguntó Cardoso frotándose los ojos y sentándose en la yacija.
—¿No oyes nada?
—Sí, ¡maldición!…, una especie de galope de muchos animales, mezclados con…
—Con mugidos, querrás decir.
—Sí, marinero. ¿Qué será?
—No te lo sabría decir; pero he notado que el ruido se acerca más cada vez.
—¿No será la retaguardia que se acerca?
—¿Tan tarde?
—Habrá sido atacada.
El maestro movió la cabeza, como si creyera poco verosímil tal suposición.
—¿Y los patagones? —preguntó Cardoso, después de escuchar nuevamente—. ¿No han notado nada?
—No, por lo que parece… ¡Toma!… ¡Mira!…
—¡Luces! —exclamó el muchacho saltando en pie.
En el mismo instante los centinelas gritaron:
—¡A las armas, tehuls!
Por la oscura llanura se veían correr bultos que adelantaban en el mayor desorden, llevando en alto puntos luminosos que parecían antorchas ardientes, y en el silencio de la noche se oían formidables mugidos que parecían emitidos por una inmensa manada de toros, aterrorizados y furiosos. Detrás de aquellas sombras, la vista aguzada del maestro distinguió a un hombre a caballo, el cual, de cuando en cuando, descargaba tiros contra el centro de la piara, produciendo detonaciones formidables.
Los patagones, despertando sobresaltados por los gritos de los centinelas y por aquel tiroteo que parecía producido por escopetas y carabinas, se pusieron listamente en pie con las armas en la mano presas de vivo terror que la voz del jefe no conseguía apaciguar.
Algunos más valerosos se adelantaron al frente del campamento para protegerle de aquel extraño asalto, pero la mayoría acudió a los caballos, los cuales relinchaban fuertemente y se encabritaban, intentando romper los ramales y escapar. Pero faltó tiempo.
Un centenar de toros, enfurecidos por unos haces de leña que ardían atados a sus cuernos, irrumpieron furiosamente en el vivac, lanzando terribles mugidos y arremetiendo con la cabeza baja contra hombres y caballos.
Los patagones, que habían acudido a proteger el campo, fueron atropellados y pisoteados; algunos fueron lanzados al aire, heridos por cornadas. Después aquellos animales, que iban enloquecidos, acometieron a los otros que se habían, agrupado alrededor de los caballos.
Se produjo una confusión indescriptible. Los patagones, asustados, incapaces de hacer frente a aquella brutal e irresistible carga, se resguardaron detrás de los caballos, buscando la salvación en una pronta fuga.
Hauka, que, al parecer, no había perdido la cabeza en aquella terrible contingencia, imitado por algunos de los suyos, se atrincheró, defendiéndose a lanzadas por detrás de los pobres animales que eran destripados a cornadas por los toros. Otros, tirando las armas para estar más desembarazados, corrieron al lago sumergiéndose en sus aguas, y a nado se salvaron en un islote que surgía a pocos centenares de pasos de la orilla.
El asalto fue, empero, de breve duración. La manada, después de haber arremetido contra los caballos, que eran un obstáculo para su carrera, y de haber matado bastantes, se dividió y huyó con la misma rapidez con que había llegado, desapareciendo hacia el Este.
Un instante después un hombre montado ion rápido corcel atravesaba el campamento como una centella disparando al aire un tiro de trabuco, y en seguida desaparecía también en dirección Este. Cardoso y Diego, que durante el asalto de los toros le habían buscado sin cesar con la vista, imaginándose que aquel hombre debía ser el que había disparado cerca del río Negro, le reconocieron al resplandor del fogonazo.
—¡Ramón! —exclamaron a la par.
Pero el gaucho, porque, efectivamente, era él el que seguía a la piara, había ya desaparecido entre las tinieblas, llevado por su caballo.
—Hay que contestar a su señal —exclamó el maestro—, y acaso nos oirá.
Apuntaron al aire con sus carabinas e hicieron fuego. Pocos instantes después hacia el Este brilló en débil relámpago, seguido de una detonación.
—¡Nos ha contestado! —exclamó Cardoso enloquecido de alegría.
—Calla, o nos perdemos, hijo mío —dijo el maestro, que no estaba menos emocionado—. Si estos paganos se dan cuenta de algo nos liarán pedazos.
—¿No has visto a su hermano?
—No; iba él solo.
—¿Le habrán matado?
—Es probable.
—¿Y Ramón solo habrá podido azuzar u esos toros furiosos?
—Sin duda, hijo mío, intenta destruir, o al menos disminuir la banda de indígenas, para libertarnos.
—Pero ¿cómo se las habrá arreglado para echarnos encima a tantos animales?
—Tú sabes que los gauchos no tienen igual en el manejo del lazo. Probablemente Ramón ha conseguido reunir a todos aquellos animales pertenecientes acaso a los grandes rebaños fugitivos de las estancias del Norte, enfureciéndolos después con el fuego colocado entre sus astas, y acaso con el guegued, que es una planta cuyo jugo enfurece a los animales.
—¿Y volverá?
—Estoy seguro de ello.
—Es necesario dormir con un ojo solamente para estar preparados.
—Mejor será no dormir de ningún modo. Velaremos por turno.
—¿Intentará otro golpe?
—Eso es seguro, Cardoso. Vamos a ver los hombres de la vanguardia que hayan quedado en pie.
—Hauka está vivo, porque le oigo gritar; debe estar furioso.
—Que el diablo se lo lleve.
—¿Y el señor Calderón?
—Ya me voy yo cansando de ese hombre que cada vez es más enigmático. ¡Al agua, Cardoso!
Se chapuzaron, abandonando el islote y atravesando el pequeño brazo de agua, fueron a tomar tierra a poca distancia del campamento.