UNA DETONACIÓN MISTERIOSA
El jaguar (felix ouca), sin ser el animal mayor del continente americano, es el más terrible y sanguinario; no le cede al oso gris de las Montañas Rocosas, del cual es sabida su ferocidad y su fuerza, que es verdaderamente irresistible.
Asia tiene los tigres, América tiene los jaguares, dos razas que se parecen por la figura, por los instintos, por la intrepidez y el vigor, que en ciertos casos son superiores a los del león. No difieren más que en la piel que en los primeros es estriada de negro y naranja, y en las segundos está salpicada de manchas de calor de rasa con grandes puntos negros en el centra, sobre un fonda amarillento verdaderamente magnífico: también son un poco más pequeños que los primeros, porque rara vez superan los dos metros de longitud desde el extremo del hocico a la raíz de la cola.
Los jaguares se encuentran por toda la América del Sur, pero no son raros también en Méjico, en California y en el territorio indiano, hasta cerca de las Montañas Rocosas. Pero, como decimos, su verdadera patria es la América del Sur y especialmente los espesos bosques del Brasil, de las repúblicas meridionales y las grandes praderas de la Patagonia. Formidables destructores de carne, porque están dotados de extraordinaria voracidad, hacen verdaderos estragos en la caca y en las pampas causan, inmensos daños a los rebaños abatiendo indistintamente caballos y toros. Es tal su fuerza que basta un zarpazo suyo para partir el espinazo al animal más corpulento, y no raramente se les ha viste pasar de un salto un cercado, llevándose en la boca una cabeza de ganado mayor o un cordero.
Su atrevimiento supera muchas veces al del mismo tigre, porque no teme al hombre aunque esté bien armado. Ataca indistintamente a todo ser viviente, se acerca a los poblados para robar mujeres y niños, y se cuenta, en fin, que un jaguar entro una vez en una iglesia y degolló a tres curas y un sacristán antes de que lo matasen.
El felino muerto por el marinero, era un soberbio ejemplar, porque se acercaba a los dos metros. Las dos balas le habían estropeado mucho porque la de Cardoso le había roto la paletilla izquierda y el segundo balazo le había destrozado el cráneo, poniendo al descubierto gran parte de la caja ósea. La muerte, después del segundo tiro, debió ser instantánea.
—¡Por cien mil diablos! —exclamó el digno lobo de mar que giraba y regiraba en tomo del cadáver—. He aquí un buen tiro y a tiempo; un momento de retraso, y tú, mi pobre muchacho, estabas despachado.
—Te juro que las he pasado negras, marinero —dijo Cardoso, que aún no se bahía repuesto de la emoción—. Se dice que una bala puede matar a un elefante; pero te confieso que he pasado miedo.
—¡Bah! Has sido demasiado valiente, hijo mío. He conocido hombres dos veces más fuertes que tú y que temblaban delante de un jaguar, hasta el punto de no poder levantar el fusil.
—Dime, marinero, ¿será éste el que se comió al patagoncito?
—No puedo decírtelo, pero sea éste u otro, para nosotros es lo mismo. Lo llevaremos al campamento y le diremos al jefe que lo hemos matado cuando estaba regodeándose con su víctima.
—¿Volvemos ya?
—Espera, un momento.
Cortó una tira de piel, trenzando con día una especie de lazo, ató a la fiera por el cuello y probó a tirar.
—Es un poco pesado, pero ya verás —dijo—. Vamos, muchacho, porque tengo un hambre atroz.
Se enlazaron los dos a la cuerda, y reuniendo sus fuerzas, arrastraron al animal a través de la selva. Después de varias paradas para dar descanso a sus pies que a causa de la incisión hecha en ellos se les habían hinchado hasta manar sangre, llegaron a la pradera, donde se detuvieron de común acuerdo, presas de viva inquietud.
A un centenar de pasos del lindero del bosque, una cincuentena, de jinetes parecían esperarles. Todos iban armados con lanzas, bolas, lazos y cuchillos de todas formas y dimensiones y pintados de blanco desde la cintura hasta el cuello. A poca distancia, delante de ellos estaba el caudillo Hauka, también pintado de blanco y con una gran pluma clavada en el pañuelo blanco que le ceñía la frente.
—¡Por mil demonios! —exclamó el maestro—. ¡Los paganos con la pintura de guerra! ¿Qué quiere decir esto?
—¡Eh, marinero! —exclamó Cardoso—. ¿Pensarán jugarnos alguna mala pasada?
—No puedo decírtelo. ¿Ves al señor Calderón?
—Allí está en medio. Me parece que también han pintado al pobre hombre.
—¿Tienes la carabina cargada?
—Con dos balas.
—Prepárate para hacer fuego, hijo mío, y cuando yo te lo mande, tira sobre el jefe.
Hauka, que había visto a los dos cazadores, so adelantaba a la carrera, espoleando vivamente a su soberbio caballo. Llegado a pocos pasos se paró y dirigiéndose al maestro, dijo:
—Eres un valiente.
—Lo creo, jefe —respondió el maestro.
—¿Sabes orné significan nuestras pinturas?
—Sí.
—Que vamos a la guerra, como puedes ver.
—¿Contra quién?
—Ya lo sabrás; deja el jaguar y ven.
—Pero nosotros estamos cansados.
—Los hijos de la luna son incansables.
—Pero me muero de hambre.
—¡Hay que partir! —dijo el jefe rudamente.
Dio un largo silbido, sirviéndose de una especie de silbato de hueso. En seguida dos guerreros se adelantaron, trayendo por la brida sendos caballos vigorosos, de pequeña cabeza, flacos, enjutos y piernas finas y nerviosas como las de los ciervos.
—¡A caballo! —mandó el jefe.
Cardos o y el maestro, sabiendo bien que toda resistencia habría sido peligrosa, montaron a caballo. Los guerreros que estaban alineados en la pradera se unieron al jefe, conduciendo con ellos al señor Calderón que montaba un mustang blanco, adornado con toda clase de amuletos.
A una orden del jefe, dos hombres echaron pie a tierra y cargando con el jaguar se dirigieron al campamento, cuyas tiendas fueron rápidamente desmontadas y arrolladas; los demás se dirigieron al galope hacia el río Negro, donde les aguardaba otra pandilla, formada de unos cincuenta jinetes, que debían pertenecer a otra tribu.
—Pero ¿adónde vamos? —preguntó Cardoso, que todavía no se habla repuesto del asombro causado por aquella inopinada partida.
—Sé tanto como tú, hijo mío —respondió el maestro, que cabalgaba a su lado—. Debe haber ocurrido alguna cosa seria cuando vamos a la guerra, según significan esas pinturas de nuestros hombres.
—Pero ¿contra quién?
—Contra los hombres del Norte —respondió una voz detrás de ellos.
Se volvieron y vieron al agente del gobierno, el cual, cosa verdaderamente extraña, parecía de buen humor.
—¿Contra los argentinos? —preguntó el maestro.
—Unos jinetes han traído la noticia de que los argentinos se están batiendo y los patagones acuden para saquear la frontera y la pampa.
—Parece que estos señores patagones están algo atrasados de noticias —dijo Cardoso—. ¡Por Júpiter! Hace muchos meses que la guerra ha estallado entre las repúblicas del Sur y nuestro país.
—Siempre llegaremos a tiempo.
—Estoy archicontento con esta expedición —dijo el maestro—. Nos acercamos a tierras civilizadas y nos será más fácil decir: «pies ¿para qué os quiero?».
—Así lo espero —respondió el señor Calderón.
La tropa había llegado ahora a la orilla del río y había hecho alto. Dos guerreros se llegaron al río y sondearon con sus lanzas el lecho, para convencerse de la profundidad del agua y después penetraron resueltamente en la corriente.
—Procura quedarte atrás, Cardoso —dijo el maestro—. De un momento a otro pueden llegar los malditos mondongueras y producir una confusión funesta.
—Seré uno de los últimos —respondió el muchacho.
Los jinetes, de a tres y de a cuatro, aunque sin orden de formación alguna, entraron en el río, espoleando a los caballos, que como si hubieran olfateado algún peligro se mostraban recalcitrantes, dando coces a todas partes. En breve toda la banda se encontró con el agua hasta la cintura. Ya estaban a mitad del camino, cuando se oyó a los dos jinetes que iban a la cabeza, dar unos gritos, sin duda, producidos por el terror. Casi en el acto se vio a los caballos encabritarse, produciendo en el agua grandes remolinos.
—¿Los mondongueras? —preguntó Cardoso al marinero.
—Temo que sea algo peor —respondió el maestro, que observaba la corriente.
De pronto entre los caballos que iban detrás del guía, se produjo gran confusión. Relinchando desesperadamente daban huidas a diestra y siniestra, chocando unos con otros furiosamente, dando coces, encabritándose para derribar a los jinetes que no parecían menos asustados y que lanzaban alaridos de verdadero terror.
En medio de las olas alborotadas por los corceles se veían aparecer y desaparecer largos cuerpos negruzcos que semejaban grandes anguilas, las cuales parecían encarnizarse contra los perturbadores del sosiego acuático.
—¡Truenos y relámpagos! —exclamó el maestro palideciendo.
—¿Qué sucede? —preguntó Cardoso, que espoleaba furiosamente al caballo al tiempo que apretaba fuertemente las rodillas para no ser derribado.
—¡Los gimnotos! ¡Espolea, Cardoso, espolea!
El muchacho se disponía a obedecer cuando recibió una sacudida, parecida a una intensa descarga eléctrica.
Su caballo relinchó dolorosamente y dio una huida violenta, doblando las rodillas como si le faltara el terreno bajo los cascos.
—¡Cardoso! —exclamó el maestro.
El pobre muchacho, atontado por aquella extraña sacudida que todavía no sabía a qué atribuir, perdió el equilibrio y cayó de la silla, pero el maestro, que le estaba contiguo, estuvo rápido en sostenerle por la cintura y le colocó sobre su propio caballo.
—No te asustes, marinero —respondió el mozalbete, que tuvo fuerza de voluntad para sonreír—. He perdido las fuerzas, he ahí todo.
—Procura sostenerte agarrado a mí.
Después hundió las espuelas en los ijares del caballo, que avanzó a saltos, cortando oblicuamente la corriente. El bravo marinero, siempre espoleando y excitando a la cabalgadura con las bridas y con la voz, esquivó los caballos de los patagones que se defendían furiosamente en medio del río, descabalgando a los jinetes y corriendo enloquecidos en todas direcciones, cayendo y levantándose hasta alcanzar la orilla opuesta.
Cardoso, repuesto del efecto de la sacudida, estuvo pronto en arrojarse al agua y llegar a tierra.
Bastantes caballos sin jinete habían también llegado y yacían tendidos sobre la hierba como si estuvieran imposibilitados de moverse. Temblaban fuertemente, relinchando dolorosamente, sus ojos brillaban más de lo acostumbrado y estaban extraordinariamente dilatados, y abundante espuma sanguinolenta manaba de su boca.
Los patagones que iban llegando no estaban en mejor estado y se frotaban vigorosamente los doloridos miembros.
—Pero ¿con qué enemigos tenemos que habérnoslas? —preguntó Cardoso, que seguía con sorpresa los saltos desordenados de los caballos que aún quedaban en el agua.
—Con los gimnotos, te he dicho.
—¿Qué peces son esos?
—Una especie de anguilas que se encuentran en los ríos de América del Sur y que, según parece, poseen una verdadera pila eléctrica, porque lanzan fuertes descargas que a veces son mortíferas para algunos animales pequeños. Viven entre el lodo, pero cuando son perturbados salen a la superficie y atacan a los perturbadores con gran encarnizamiento. Afortunadamente su acumulador, por lo visto, es de poca capacidad, porque después de la primera descarga, los gimnotos pierden su energía eléctrica, se convierten en casi innocuos, y necesitan algún tiempo para renovar su vigor y poder hacer nuevas descargas. Mira, ¿no los ves flotar en gran número, medio muertos?
—En efecto, distingo algunas anguilas.
—La lucha ha acabado —continuó el maestro—. Los caballos vuelven a sosegarse y se apresuran a ganar la orilla.
En efecto, todos los caballos que estaban en medio del río, avanzaban apresurados, arrastrando a los hombres que a racimos se habían asido a sus crines y colas, casi todos doloridos por las descargas eléctricas recibidas. Lo mismo los primeros que los segundos, apenas llegados a tierna, se dejaron caer como si les faltaran las fuerzas.
—¿Y el señor Calderón? —preguntó Cardoso, que había salido al encuentro de los recién llegados.
—Allí está montado en su caballo —respondió el maestro, que le había seguido—. Yo creo que no está muy malo porque su rostro no aparece alterado.
—¿Cómo estarnos de salud, señor agente? —preguntó Cardoso—. ¿También a usted le han caído rayos?
—No —respondió secamente Calderón.
—¡Afortunado hechicero! —exclamó el maestro con ironía—. Hasta posee poder para paralizar las descargas de los gimnotos.
El agente dirigió al marinero una mirada torva, pero no contestó, y se acercó a Hauka que estaba discutiendo acaloradamente con algunos guerreros.
—¡Qué mirada tan fea! —exclamó el maestro riendo—. Parece que no está muy contento con el alto cargo que le han conferido.
—Ten cuidado, no te vaya a jugar alguna mala partida.
—¡Bah! Mientras tengamos los millones no se atreverá a levantar un dedo contra nosotros, y, además, sabe bien que sin nuestra ayuda no podrá escapar a las uñas del jefe.
—Pero tú crees…
Cardoso se había interrumpido bruscamente. Una detonación se había oído inesperadamente hacia el Norte, detrás de una gran mancha de algarrobos que se extendía a lo largo de la orilla izquierda del río.
Hauka y los guerreros se pusieron en pie como un solo hombre, lanza en mano, dirigiendo miradas de intranquilidad al bosquecillo que ocultaba la gran pradera.