LOS JAGUARES DE LAS PAMPAS
Hacía varias horas que dormían, roncando sonoramente, cuando fueron inesperadamente despertados por clamores ensordecedores; eran gritos de hombres, chillidos agudísimos de mujeres y chiquillos, relinchos y pataleos de caballos, como si todo el campamento estuviera revolucionado.
Diego y Cardoso, sospechando que había ocurrido una seria desgracia, se precipitaron fuera de la tienda, restregándose los ojos, prontos a aprovecharse de la confusión para largarse, montados en los primeros caballos que les vinieran a mano.
Las tinieblas que lo envolvían todo hacía unas horas, no les permitían distinguir lo que ocurría en el campamento, faltando la luna y también las estrellas que se habían ocultado tras una densa cortina de vapores. No obstante, vieron confusamente hombres y mujeres que corrían en todas direcciones, unos a pie, otros a caballo, dando gritos que lo mismo podían ser de furor que de desesperación.
Algunos que pasaron corriendo a pocos pasos de la tienda, llevaban armas, lanzas, lazos y bolas, mientras otros trataban de romper las densas tinieblas con tizones encendidos, viéndoseles correr entre las filas de las tiendas, con gran peligro de incendiarlas.
—¿Habrá sido atacado el campamento? —preguntó Carnoso.
—Sé lo mismo que tú —respondió el maestro—; pero yo creo que debemos aprovecharnos de esta confusión para tornar las de Villadiego.
—¿Y vamos a dejar aquí al señor Calderón? —Tienes razón, hijo mío. ¡Ah! ¡Si pudiese saber adonde ha ido a parar aquel bendito hombre! Siempre dije yo que aquel cangrejo nos serviría más de estorbo que de provecho.
—Busquémosle, y si no le encontramos, pondremos en juego las piernas.
—Las de los caballos, querrás decir, porque con las nuestras no podríamos ir muy lelos.
No viendo a nadie cerca de su tienda, salieron al medio del campamento, procurando no dejarse ver, pero no habían andado veinte pasos cuando vieron a los patagones volver a sus tiendas. Parecían presa de viva excitación y daban gritos de rabia.
—Demasiado tarde —dijo Cardoso parándose.
—¡Truenos y relámpagos! —exclamo el maestro rechinando los dientes y dándose un puñetazo en la cabeza.
—¿Habrán rechazado a los enemigos?
—Pero ¿qué enemigos? Debe haber sido una falsa alarma, porque veo que regresan todos.
—Pero parecen enfurecidos.
—¡Que revienten!
—¡Eh, marinero! Vas a volverte hidrófobo —dijo el mozuelo riendo.
—Es cosa de volverse. Hemos perdido una buena ocasión y todo por culpa del maldito agente del gobierno. Sin él, a estas horas ya estaríamos lejos.
—¿Adónde van los hijos de la luna? —preguntó en aquel momento una voz detrás de ellos.
Se volvieron y se encontraron detrás de ellos al jefe y al señor Calderón.
Iba a contestar el maestro, pero el jefe no le dio tiempo, porque continuó en seguida con acento airado:
—Hace poco, un jaguar del río Negro ha entrado en el campamento y ha devorado a un niño, un hijo de los tehuls. ¿Por qué los hijos de la luna, que son tan poderosos, no le han matado antes de que entrase?
—¡Oh, demonio! —exclamó el maestro—. Mira, hijo, ese bribón de pradera la va a tomar ahora con nosotros.
—¡Si mañana los hijos de la luna no han vengado al hijo de los tehuls, morirán!
—¡Hola, jefe! ¿Ha bebido usted demasiado aguardiente?
—¡He dicho!
Después, sin esperar contestación, el jefe volvió bruscamente la espalda y se alejó. Cardoso y el maestro, sorprendidos por aquella absurda amenaza y como trastornados, se miraron a la cara mutuamente.
—¿Se habrá vuelto loco el jefe? —preguntó Cardoso—. ¿Qué tenemos nosotros que ver con esa historia del jaguar y del niño devorado?
—Sois los hijos de la luna —dijo el agente del gobierno, que no se había marchado.
—¿Y por qué, usted, señor hechicero, no ha mandado al río a ese jaguar? —preguntó el maestro con violencia—. Que el diablo se lleve la luna y a los malditos paganos que nos han tomado por hombres caídos del cielo.
—Tengan ustedes cuidado —dijo el agente—. Hauka no es hombre para tomarlo a broma.
—¿Entonces, vamos a tener que ir a sonsacar al jaguar?
—Hauka lo ha dicho.
—¿Y con qué armas?
—Les dará a ustedes sus carabinas.
Dicho esto se marchó sin esperar respuesta. Cardoso y el maestro se quedaron allí estupefactos, por aquella extraña aventura que les podía costar la piel.
—¿Qué dices a esto, hijo mío? —dijo al fin el maestro.
—Yo digo que aquel zorro de Calderón trata de ponernos en un apuro.
—Yo también lo sospecho, Cardoso. Yo no sé por qué, pero desconfío siempre de ese hombre, y no querría… Basta así; no perderé de vista a ese agente de la cara fúnebre.
Después, mirando en la cara a Cardoso, añadió:
—¿Tienes miedo a los jaguares?
—Ni tampoco a un elefante, cuando estoy contigo —respondió sin titubear el bravo muchacho.
—Entonces ya nos las arreglaremos a despecho del agente. Hijo mío, vamos a dormir.
Volvieron a la tienda, se envolvieron en las mantas y se durmieron de nuevo tranquilamente como si nada hubiera ocurrido.
Pero su sueño fue de breve duración, porque fueron despertados por una brusca sacudida. Un patagón había entrado en la tienda, llevando consigo las dos carabinas prometidas por el agente.
Diego y Cardoso recibieron con verdadera alegría sus fieles carabinas, que ya habían creído para siempre perdidas, y algunos paquetes de cartuchos que los patagones, a lo que parece, habían conservado con gran cuidado.
—Seguidme —dijo el patagón—. El alba va a aparecer.
—Vamos —dijo Cardoso—, estoy impaciente para cazar a ese señor jaguar que tiene entre sus ganas nuestra piel.
—Le mataremos, hijo mío —dijo el maestro que cargaba con cuidado su carabina—, te lo aseguro. Yo entiendo bastante de esta clase de caza.
Salieron de la tienda y siguieron a su guía, que los condujo al otro extremo del campamento, que se prolonga hacia el río. Aunque el sol no había aún salido, algunas mujeres estaban ya en pie, ocupadas en peinarse con unas toscas escobillas, operación de la que se cuidan bastante, teniendo la precaución de arrojar al fuego en seguida los cabellos que se les caen por temor que un enemigo los coja y se sirva de ellos para hacer maleficios, siendo tal su creencia. También algunos hombres velaban aquí y allá por los límites del campamento, pasando el tiempo en jugar con unos naipes de cuero que llaman bersen o a los dados, juego éste importado por los españoles.
Llegados fuera del campamento, el patagón señaló a los marineros una, espesura que podía llamarse un bosque, el cual se extendía en largo trayecto, siguiendo la orilla del río Negro.
—El jaguar está allí —dijo—. Que Vitamentrú os guíe y que Gualisciú se mantenga alejado…
—Y que el diablo te lleve —concluyó el maestro.
Iba a ponerse en camino de nuevo cuando su atención fue atraída por un jinete que estaba a cierta distancia. Aguzó la vista, pero como la noche era muy oscura no consiguió distinguirle.
—Será el jefe que viene a presenciar nuestra salida —dijo—. Vamos al camino, Cardoso, y no tengas miedo, que los jaguares no son animales que se atrevan a hacer frente a hombres armados de carabinas.
—Pierde cuidado, marinero. Tengo la vista segura y el pulso firme.
Volvieron la espalda al campamento, se pusieron las carabinas bajo el brazo y se dirigieron al bosque con la misma tranquilidad con que hubieran ido a un sencillo paseó aunque se trataba de cazar al más temible felino de la América meridional.
Silencio casi absoluto reinaba en la pampa. No se oía más que el graznido de alguna madrugadora tanagra azul que surcaba el espacio, y el sordo rumor del tuco-tuco, animalillo que abunda en las llanuras patagónicas y que ocupa su tiempo en socavar galerías subterráneas, con frecuencia muy largas.
Aquí y allá, en medio de los cardos brillaban vagamente, como si fuesen chispitas caídas del cielo, los lusioles, grandes orugas que despiden de noche una luz vivísima, y se sentía huir a las chaunas, grandes aves gallináceas con las alas aunadas de fuertes espolones, los dedos larguísimos y una voz áspera y fuerte, coma la de los pavos.
Los dos cazadores, atravesada la pradera, se internaron en el bosque formado por una intrincada aglomeración de voy gas, de algarrobos, de gueguedes y de lurnos, entre las cuales, de cuando en cuando, se elevaba, dominándolos a todos, algún soberbio ombú. El maestro se paró un momento a escuchar, y después pasando la carabina de la mano siniestra a la diestra, dijo:
—Dirijámonos hacia el río, Cardoso, porque a los juagares les gusta la proximidad del agua.
—¿Y los encontraremos nosotros?
—Esos carnívoros abundan en la pampa patagónica. Ojos abiertos, y mano al gatillo, porque te advierto que la caza que buscamos es, a veces, muy feroz.
—No tengo miedo, marinero. ¡Avante!
Separando con precaución el ramaje de los arbustos que obstruían el paso, con el oído atento para recoger el más pequeño rumor, los dos marineros se internaron intrépidamente entre la maleza, ojeando con atención a derecha e izquierda para no ser sorprendidos por el felino que buscaban y que podía de un momento a otro aparecer y arrojarse sobre ellos.
Avanzando con lentitud a causa de los muchos obstáculos, al despuntar el sol, llegaban a la margen del río Negro, sin haber encontrado el rastro del feroz carnívoro. Cardoso, que tenía sed, descendió hasta la orilla para beber un sorbo de agua, pero se detuvo ante un espectáculo que le hizo temblar.
La corriente que en aquel punto era tranquila, a causa de la curva que el río describía, hasta donde alcanzaba la vista, estaba cubierta de bancos de peces de piel azulada punteada de rojo y que parecían todos muertos. En el acto los reconoció y a pesar de que ahora no constituyesen ningún peligro, palideció.
—¡Los mondongueras! —exclamó.
—¡Por mil demonios! —exclamó a su vez el maestro, que también había descendido—. ¡Mira qué estrago!
—¿Están muertos?
—Ya lo ves —respondió el maestro.
—¿Y quién los habrá matado?
—Sé que, a menudo, entre esos monstruos se desarrollan ciertas enfermedades que hacen verdaderas hecatombes. Especialmente en las épocas de grandes calores, se ven con frecuencia a los ríos arrastrar inmensas cantidades de caribes.
—Entonces, aquí ha estallado la epidemia.
—Sí, y hemos sido bien vengados, Cardoso. ¡Qué lástima no tener aquí una red!
—¿Para qué?
—Porque los caribes son exquisitos, mejores que las truchas, que son tan delicadas.
—¿Y quién se comerá todos estos peces?
—Las bestias feroces que son muy golosas de la carne de los mondongueras! La corriente los echará sobre la orilla donde esos canallas atormentarán todavía a los hombres, porque sus mandíbulas, armadas con los agudos dientes que tú conoces, al quedar extendidas por las playas harán muy molesto y peligroso el caminar por ellas.
—¿Y tú quieres…?
—¡Chitón!
—¿Qué pasa?
—¡Calla y mira!
Cardoso miró en la dirección señalada por el maestro, e involuntariamente retembló. A sesenta pasos de distancia mi animal que tenía semejanza con los leopardos, de piel amarilla, con manchas negras, estaba echado sobre una rama de un árbol que avanzaba sobre la comente.
Parecía ocupado en cazar, porque miraba fijamente al agua, que discurría por debajo de la rama, teniendo las manos tendidas, prontas a sumergirlas, mientras su cola rozaba delicadamente el río.
—¿Es el jaguar? —preguntó en voz queda Cardoso agachándose tras un arbusto.
—El que buscamos u otro —respondió el maestro.
—¿Qué hace?
—Está pescando.
—¡Oh! ¿Un jaguar que pesca?
—Es cosa que se ve con frecuencia en los ríos brasileños y en los de América Central. Esos carnívoros, cuando tienen hambre se tienden en cualquier orilla desierta, y meten en el agua su cola que sirve de cebo, y cuando algún pez grande llega y la muerde, con una ligereza extraordinaria alargan la garra y apresan.
Volvieron la espalda al río para sorprender al jaguar por detrás, y se internaron nuevamente en el bosque avanzando con infinitas precauciones y el mayor silencio. Diego, que conocía la astucia y la agilidad verdaderamente extraordinaria del animal, de cuando en cuando se detenía para escuchar mejor y para examinar con atención los matorrales y las ramas de los árboles.
—Acaso nos ha oído y se ha puesto a acecharnos para caer sobre nosotros.
—Pues yo no oigo nada.
—Son ágiles y ligeros y… ¡Chitón!
Hacia su derecha había oído un ligero roce, y había visto moverse la maleza. Preparó rápidamente la carabina y esperó, mientras Cardoso hacía otro tanto, pero mirando de reojo hacia la izquierda.
Algunas ramas se movieron lentamente y se oía un gruñido que cada vez era más apagado.
—¡Ahí está! —dijo Diego—. Nos ha visto y nos espía.
—¿Nos atacará?
—Si tiene hambre no vacilará en hacerlo.
—¿Qué hacemos?
—¿Tienes tú confianza en tu puntería?
—Me tiembla un poco el pulso, pero no tengo miedo —respondió el valeroso muchacho.
—Entonces, sígueme.
El maestro penetró resueltamente entre la maleza seguido por el marinerillo, que se volvía con frecuencia por miedo de ser atacado por la espalda. Recorridos unos quince pasos, se encontraron en un pequeño claro, circundado por pequeñas manchas de huignal.
No se oía ningún ruido ni se veía moverse las ramas. Sin embargo, el jaguar no debía de estar lejos, porque el aire estaba impregnado de fuerte olor de fiera.
—Párale aquí, hijo mío —dijo ej maestro—. Yo voy a ojear los matorrales, pero no te perderé de vista.
—Ve con Dios, marinero —respondió Cardoso que procuraba mostrarse tranquilo.
Abrió bien las piernas, enristró la carabina para estar dispuesto a encarársela y esperó con bastante sangre fría la aparición del jaguar.
Diego se ocultó entre la maleza sin alejarse de la clara, resuelto a hacer salir al carnívoro que debía haberse emboscado en los alrededores.
Pasaron dos minutos, largos como dos siglos para el muchacho, que por primera vez en su vida se sentía invadido de vivo terror.
De repente, el ramaje de un arbusto se abrió lentamente y un bellísimo animal de piel amarillenta punteada de negro apareció lanzando un fuerte maullido, que podía calificarse de sordo rugido.
Los ojos de la fiera se clavaron en el mozuelo que se había puesto palidísimo, sí, pero que no había retrocedido ni un paso. Parecía como si la fiera se sorprendiese de encontrarse ante un cazador tan pequeño, y contrariamente a sus costumbres, en lugar de lanzarse sobre él se detuvo clavando sus poderosas garras en el suelo.
—Calma y buena puntería —murmuró el muchacho.
Se echó la carabina a la cara mientras frío sudor le bañaba la frente, apuntó cuidadosamente y salió el tiro.
El jaguar lanzó un rugido de dolor, pero no cayó; la bala le había solamente fracturado una paletilla. Retrocedió dos pasos como para tomar más impulso, se recogió después, y se estiró bruscamente, arrojándose de un salto a través del espacio descubierto.
Cardoso, pálido, aterrorizado, inerme, dio un grito de espanto, cortado en su mitad.
—¡Auxilio, Diego!…
Un tiro de carabina respondió a aquella apelación desesperada. El jaguar, herido en la caía, cayó con la cabeza hacia adelante, pataleó furiosamente, y luego quedó inmóvil.
Casi, al mismo tiempo se oyó una voz tranquila que exclamó:
—¡Buen tiro!
Y el viejo lobo de mar se lanzó al claro con el fusil todavía humeante.