EL HECHICERO
Cuando se repusieron de la profunda emoción experimentada, los dos cautivos se vieron casi solos y completamente libres; un hombre se encontraba a pocos pasos de ellos, sentado en una piedra, con la cabeza entre las manos, como si estuviera sumergido en profundas reflexiones.
Todos los demás se habían retirado a notable distancia, pero formando una especie de semicírculo que impedía toda evasión, ya que el diámetro lo constituía el río que era infranqueable por aquellos feroces peces caribes que lo infestaban y continuaban devorándose en las inmediaciones de la orilla.
Cardoso y el maestro, al sentirse libres y todavía vivos, se pusieron a observar detenidamente al extraño personaje que había llegado en tan buena ocasión para salvarles de los dientes de los mondongueros, y que al parecer no se ocupaba de ellos.
Era alto, desgarbado, y, si no tenía la estatura de los patagones, podía pasar por tal porque no le faltaba ni el manto nacional, muy hermoso, de color rojo interior y exteriormente, ni del wati, o gran cinturón, ni del chiripá. En los pies calzaba también grandes botas de podro de piel de guanaco, con el pelo rascado, distintivo de los hombres, y en la cabeza el kotchi, que es una larga venda blanca y que estaba dominado por un hermoso penacho de plumas de rhea, sostenido por grandes alfileres de plata y espinas de algarrobo.
Su cuerpo estaba completamente embarrado con tierra ocre, rojiza, punteada de negro, y en los brazos llevaba líneas azules, paralelas que parecían efecto de un tatuaje reciente. También su rostro estaba desfigurado por la pintura a manchones blancos y negros.
Algunos collares formados por huesos, que debían ser vértebras de serpientes, completaban aquel estrafalario atavío.
—Cardoso —dijo el maestro, que miraba con ojos atónitos—. ¿Quién será ese hombre?
—Es el que nos ha salvado, supongo —respondió el mozuelo, que se frotaba las caderas desolladas por los dientes de los mondongueros.
—¿Quién será ese hechicero blanco?
—Si no tuviese todas esas pinturas, juraría que es nuestro agente del gobierno, marinero.
—¿El señor Calderón?
—El u otro, no importa.
—¡Eh, señor Calderón! —exclamó el maestro—. Si es usted, dígnese echar una mirada sobre sus desgraciados compañeros.
El hombre levantó la cabeza y dijo con voz sosegada:
—¿Son ustedes? Pues me alegro.
Los dos marineros se pusieron en pie al tiempo que daban sendos gritos de alegría y se precipitaron con los brazos abiertos sobre el impasible individuo, pero él los detuvo con un gesto.
—No hagan tonterías —dijo.
—Pero, señor Calderón… —dijo el maestro. —¿No conoce usted a sus compañeros? ¡Eh! ¡Por mil demonios! No me equivoco, no, es usted mismo, aunque vestido como un pagano y con una tapia de sebo y de minio.
—Sí, soy yo —respondió el agente del gobierno con una risa seca—, y debieran ustedes dar gracias a esta pintura y a este chocante disfraz, al que debéis vuestras vidas.
—El recibimiento es un poco brusco, señor Calderón. A lo que parece estamos de buen humor —dijo Cardoso—. Sin embargo, créame usted, nosotros hemos sido apresados cuando buscábamos a usted y al globo.
El agente del gobierno se encogió de hombros y no contestó.
—Con buena o mala acogida, debemos darle las gracias, señor agente —continuó el maestro—. Sin usted mi cadáver podría a estas horas figurar en algún gabinete de anatema, con poco agrado del propietario, se lo aseguro. ¿Pero, quién le ha puesto este diabólico traje?
—Los tehuls.
—¿Le han adoptado a usted, acaso? —preguntó Cardoso.
—No.
—Entonces, ¿qué quiere decir esa ropa?
—Soy un hechicero… —dijo el agente sin abrir la boca.
Los dos marineros estallaron en alegre risotada.
—¡Ah, les divierte, a lo que parece! —dijo el hechicero, lanzándoles una oblicua mirada.
—No se puede menos de reír, señor Calderón, al encontrarle a usted en ese traje —dijo el maestro—, pero diga usted, ¿cuándo cayó con el globo?
—Ayer.
—Pero ¿dónde ha estado usted, que no le vimos en el campamento, cuando esos paganos nos trajeron atados como salchichas?
—En el bosque sagrado.
—¿Para la investidura del alto cargo que ocupa?
El agente hizo una seña afirmativa y después levantándose bruscamente, dijo:
—Síganme.
—¿Adónde?
—Al campamento.
—Yo preferiría levantar los talones —dijo Cardoso.
—Síganme —repitió el agente con sequedad—, y no olviden que son hijos de la luna.
—Bueno —exclamó el maestro alegremente—, al menos esos paganos no se atreverán a atormentar a unos hombres que tienen la envidiable fortuna de caer del cielo… ¡En marcha!
Pero en vez de partir, el señor Calderón se paró como si se le hubiera ocurrido una idea luminosa. Se volvió bruscamente hacia los dos marineros, y les preguntó a quemarropa:
—¿Y los diamantes?
—Los llevamos con nosotros —contestaron los marineros.
—Cuidado con que nadie los vea.
—¡Oh! Puede usted estar seguro de que nadie nos los quitara —dijo Diego—. Sería para ello necesario que me hicieran pedazos para arrancármelos de encima.
—¡Basta entonces! ¡Síganme!
Se pusieron en marcha, dirigiéndose hacia los patagones que se mantenían a caballo, espiando con atención los movimientos de los tres hijos de la luna, a los que veneraban, sí, pero a los que no deseaban ver escapar de sus manos.
Hauka, el jefe, que se encontraba en medio de sus guerreros con la lanza en ristre, avanzó hacia el hechicero, seguido por una docena de sus más selectos guerreros, que se distinguían por la mayor abundancia de tatuajes, y llegado a poca distancia, echó pie a tierra, saltando con ligereza.
—¿Son hermanos tuyos? —preguntó al agente.
—Sí —respondió el interrogado.
—Sean, pues, bien venidos a mi campamento; nada tienen que temer de Hauka y sus guerreros.
—¡Eh, marinero! —exclamó Cardoso—. Parece que las cosas marchan a maravilla.
—Sí; gracias a ese horrible traje de tarasca que le han puesto al agente del gobierno.
—No nos faltaría más sino que nos devolviesen nuestros fusiles, para estar completamente contentos.
—¡Hum! Por ese lado no nos complacerán, hijo mío.
—¿Qué dicen? —preguntó Hauka al hechicero, señalando a los dos marineros.
—Que desearían sus armas.
El jefe hizo una mueca.
—El gilwum lanza balas y llamas —dijo—. Los hijos de la luna no lo necesitan en mi campamento.
—¡Que el diablo te lleve! —gruñó el maestro, que lo había entendido—; pero si puedo robarte nuestros gilwums como tú los llamas en tu bárbara lengua, ya te haré yo ver cómo las gastan los hijos de la luna.
—Marchemos —dijo el jefe.
La cabalgata se puso en movimiento, seguida por todas las mujeres y todos los chicos que habían acudido a ver comer vivos a los marineros, a los cuales ahora profesaban profundo respeto que no estaba exento de misterioso terror. Los hijos de la luna caminaban en libertad en medio de un espacio suficiente para no ser atropellados por los caballos, pero completamente rodeados, para impedirles cualquier tentativa de fuga; precaución por otra, parte, absolutamente superfina porque, por el momento, la fuga hubiera sido infructuosa.
Llegados al campamento, los patagones formaron en torno de los prisioneros un vasto círculo, y el jefe se adelantó solo hasta los hijos de la luna, los cuales no sabiendo ele qué se trataba, comenzaron a intranquilizarse.
—Que los poderosos hijos del cielo se acuesten —dijo, dirigiéndose a Cardoso y al maestro.
—¿Por qué? ¡Oh, jefe! —preguntó el lobo de mar.
—Porque no deben dejar ya nunca al jefe Hauka y a sus gentes.
—¿Qué quiere ese zorro? —preguntó Cardoso.
—No sé más que tú, muchacho —respondió Diego—. ¿Acaso pretende que nos pasemos la vida acostados?
—Viejo mío, Será necesario emplear la fuerza.
—¿Me han oído los hijos de la luna? —preguntó el jefe con cierta impaciencia.
—Obedezcamos y observemos —dijo Diego—. Veo que el señor Calderón está tranquilo, signo de que no corremos peligro alguno.
Los dos marineros se echaron en el suelo. En seguida seis guerreros se adelantaron y los aferraron por los brazos y las piernas, impidiéndoles hacer ningún movimiento.
—Señor Calderón —dijo el maestro—, ¿qué quieren esos paganas?
El agente del gobierno, que se había sentado tranquilamente, se contentó con alzar los hombros y hacer un gesto de despecho.
—¡Siempre ha de estar de mal humor ese diabólico hombre! —gruñó Cardoso—. Se diría que las palabras le estropean los dientes.
—Que me coma un tiburón si lo entiendo —dijo el maestro—. ¿Se tratará de alguna ceremonia?
—Así parece que sea —respondió Cardoso—. ¡Toma! ¿Otro hechicero?
Un patagón que llevaba al cuello amuletos de dientes de fieras y vértebras de serpientes y en la cabeza un gran penacho de plumas de varios colores, se acercaba a ellos, llevando en la mano una extraña herramienta que parecía un cuchillo mellado, más ancho en la punta que hacia la empuñadura.
A una señal suya los guerreros quitaron a los marineros los zapatos y los pantalones, dejando al desnudo los pies. El maestro dio un grito de furor, y con un poderoso pero inútil tirón, intentó librarse de las manos que le clavaban en él suelo.
—¡Bandidos! —exclamó.
—¿Qué va a pasar, Diego? —preguntó Cardo-so, que se había puesto pálido—. ¿Nos van a cortar los pies?
—No, pero nos impedirán escapar, como si careciéramos de ellos. ¡Ah! ¡Era de esperar esta jugarreta de estos paganos!
—Señor Calderón —dijo Cardoso con voz suplicante—, venga usted en nuestro auxilio.
El agente del gobierno, en vez de responder, señaló a sus propios pies y luego se encogió de hombros, como indicando que no podía hacer nada.
En tanto el nuevo hechicero afilaba su cuchillo en un pedazo de piedra arenisca, probando de cuando en cuando el filo, como para asegurarse de que estaba lo cortante que necesitaba.
—Va perfectamente —dijo, cuando le pareció adecuado—. Venga el pie.
—¡Así te dé un accidente! —gritó el maestro, y no pudiendo moverse escupió al hechicero.
Dos guerreros asieron la pierna derecha de Cardoso y la levantaron. El desgraciado, no sabiendo todavía de lo que se trataba, a pesar de su extraordinario valor, palideció horriblemente y dio un grito.
—Aguántate, hijo mío —dijo el maestro, que, no obstante, estaba vivamente impresionado—. Se trata de una sencilla incisión.
El hechicero aferró bruscamente el pie del muchacho y practicó en la planta una ligera incisión, pero que penetraba en el tejido muscular y que se extendía desde el dedo gordo al talón. El dolor fue tan leve que Cardoso ni siquiera suspiró…
—Ya está —dijo el maestro, que seguía con ansiedad la extraña operación—. ¿Te han hecho daño, hijo mío?
—No —respondió Cardoso—. He sentido así como una ligerísima quemadura.
—Entonces, a mí ahora.
Presentó espontáneamente el pie y el hechicero le hizo una incisión igual. En seguida los dos prisioneros fueron dejados en libertad.
—Pero ¿por qué nos han hecho esta señal? —dijo Cardoso, que se miraba el pie.
—Para impedirías huir —respondió el maestro, que se había puesto en pie al momento.
—¿De qué modo? Porque veo que camino bastante bien, marinero.
—Sí; pero no podrías hacer una jornada un poco larga, porque bien pronto se te inflamaría el pie y te dolería tanto que te obligaría a pararte.
—¿No se cierra nunca la herida?
—Sí; porque aquel maldito hechicero tendrá cuidado de mantenerla siempre abierta. Cada mañana vendrá a examinar nuestros pies y volverá a abrir las heridas con ese cuchillo que tú has visto.
—¿Y el señor Calderón? ¿No habrá sufrido la operación?
—Hace poco he visto que caminaba cojeando.
—Así que ninguno de nosotros podrá escapar.
—¡Bah! Ya saldremos de ésta, hijo mío, te lo aseguro, y si no podemos hacerlo a pie lo haremos a caballo. ¡Qué demonio! ¿Para qué hay, si no, tantos caballos aquí? Deja que madure el proyecto que estoy maquinando y ya verás.
Un guerrero se acercó a ellos en aquel momento y les ordenó que le siguieran. El marinero y Cardoso le acompañaron cojeando hasta delante de una tienda que parecía de las más grandes y mejores.
—Entrad —dijo el guerrero—. Es el regalo del jefe.
—Por fin tenemos casa —dijo el maestro alegremente.
—No nos falta ya más que una buena sopa —dijo Cardoso.
—Ya llegará, hijo mío.
Y, en efecto, no tardó en llegar. No era precisamente una sopa, sino alguna cosa mejor, porque les llevaron un buen pedazo de carne de caballo asada, de la que trascendía un aroma apetitoso, en unión de una cantidad de goma bolax y médula de huesos.
Los dos marineros, que se morían de hambre, asaltaron bravamente aquella vianda substanciosa, y luego envolviéndose en las mantas encontradas en la tienda, se durmieron sin ocuparse más del señor Calderón ni de los patagones.