CAPÍTULO XVIII

SUPLICIO ESPANTOSO

Ocho horas después de la partida del jefe, con el señor Calderón y los guerreros, una tropa de jinetes que habían pasado a nado el río Negro, entraba vociferando en el campamento, saludada por los relinchos de los caballos, amarrados a las estacas de las tiendas.

Las mujeres, los, ancianos y los niños, despertados bruscamente por el alboroto que alcanzaba proporciones capaces de romper los tímpanos de las orejas más duras, creyendo haber sido sorprendidos por una banda de pampas, que no les veían con buenos ojos raziar las inmensas praderas del Sur, se precipitaron en confusión fuera de los «toldos» armados con lanzas y bolas, dispuestos a defender su campamento, no obstante la ausencia de los guerreros.

Su susto fue de breve duración. Aunque la noche estaba oscura, en los jinetes que invadieron el campamento reconocieron a los compatriotas que se habían lanzado en persecución de la luna y que regresaban después de una desenfrenada carrera de diez horas, con los caballos cubiertos de espuma y medio reventados.

—¡Fuera! ¡Fuera! —tronó el jefe de la tropa que cabalgaba a la cabeza de todos.

—¿Dónde está la luna? —preguntaron las mujeres y los viejos al ver que aquéllos no traían con ellos al astro.

—Se ha vuelto al cielo —contestó el jefe.

—¡Desgracia! ¡Desgracia! —Se pusieron a chillar las mujeres.

—Pero traemos con nosotros otra cosa —dijo el jefe.

—¿Otro hijo de la luna?

—No; dos malditos cristianos que han matado a algunos de nuestros más valerosos compañeros.

El furor hizo explosión entre los patagones del campamento.

—¡Mueran los cristianos! —vocearon todos levantando las lanzas y volteando las bolas.

—Sí; ¡mueran! —clamaron los jinetes.

—¡En seguida! ¡En seguida!

—Al ser de día —dijo el jefe—. ¡Vengan los cristianos!

Dos caballos fueron empujados al centro del campamento. Encima, y sólidamente atados y medio tendidos, llevaban, respectivamente, un hombre y un muchacho que no parecían dar señales de vida. Algunos guerreros los libraron de las ligaduras y los echaron bruscamente suelo, sin preocuparse de si aquellos desgraciados se rompían los huesos en la ruda; caída.

El de más edad, que era el maestro Diego, el cual después del terrible puñetazo recibido del hercúleo patagón que le había apresado, no había vuelto en sí, al sentirse tirar a tierra abrió los ojos, exclamando:

—¡Por Dios! ¡Un poco de compasión, queridos salvajes! ¿Queréis romperme las piernas para propina? ¿He dormido, o me había medio atolondrado?

Haciendo un esfuerzo se incorporó sobre las rodillas girando alrededor una mirada de desconfianza.

—¡Hum! —murmuró—. Me parece que no estoy en muy buena compañía. ¡Toma! También mujeres y niños. ¡Maldición! ¿Cómo acabará esta aventura? ¿Y mi pobre Cardoso?

—Aquí estoy —respondió el muchacho, levantándose poco a poco.

—¡Ay, hijo mío! —exclamó el maestro abrazándole y estrechándole amorosamente contra su pecho—. ¡Te despiertas en mala ocasión!

—¿Dónde estamos, marinero?

—Ya lo ves; en poder de los gigantes de Patagonia.

—Pero ¿cómo ha sucedido esto? ¿Y los gauchos que estaban con nosotros?

—Malas cosas han ocurrido mientras tú has dormido, hijo mío. Los patagones nos han dado caza, y los gauchos se han hecho perseguir, con la esperanza de salvamos, y no sé dónde estarán, si todavía viven, y nosotros hemos sido apresados y conducidos a este lado del río Negro.

—¿Y qué quieren hacer con nosotros estos malditos gigantes?

El maestro le miró con los ojos húmedos, pero no contestó.

—Marinero —dijo el animoso muchacho—, ya sabes bien que yo no soy miedoso. Abre el pico y desembucha todo lo que sabes.

—Mi pobre Cardoso, temo que esto termine mal para nosotros. Estos paganos están furiosos contra mí, porque he matado o estropeado a tres o cuatro de sus compañeros y estoy seguro de que nos lo harán pagar caro. Mira qué ojeadas más torvas nos dirigen y qué fieramente empuñan sus armas.

—Es un poco duro, marinero, morir en manos de estos salvajes. ¡Oh, si pudiésemos contar con alguna ayuda!

—¿Y de quién, hijo mío? Los gauchos deben haber sido muertos, y aunque estén todavía vivos no se arriesgarán a venir aquí por nuestra, cara bonita.

—¿Y el señor Calderón?

—¡Quién sabe adonde habrá ido a parar el antipático agente del gobierno! Pero los patagones perseguían al globo. ¿Dónde habrá caído éste? ¡Si estuviese aquí aquel condenado, acaso…!

No pudo concluir. Los patagones que le rodeaban y que parecían esperar una orden se arrojaron bruscamente sobre los desgraciados marineros que en pocos instantes se encontraron fuertemente atados.

—¡Ah, bribones! —exclamó el maestro largando una poderosa patada al salvaje más cercano—. ¿Creéis que somos salchichas para atamos de este modo? ¡Horribles paganos, si tuviese todavía mi carabina ya os enseñaría yo a tratar mejor a las personas que no se meten con nadie!

—Marinero, te esfuerzas inútilmente —dijo Cardoso.

—Déjame que me desahogue mientras tenga lengua, hijo mío… ¡Toma! ¿Qué pasa ahora? ¿También esas malditas brujas las toman con nosotros? ¡Oh, qué baraúnda!

Unas cuarenta mujeres, altas como granaderos, se acercaban a los desgraciados prisioneros, aullando cuanto les permitían sus gaznates.

—¡Mueran los cristianos!

—¿Somos nosotros esos cristianos? —preguntó Cardoso, que no parecía muy impresionado aunque la situación, no tuviera nada de envidiable.

—Precisamente, Cardoso. Estos paganos dan ese nombre a, todos los españoles, o por mejor decir, a todos los hombres de raza blanca.

—Pero ¿qué quieren, esas mujeronas?

—Divertirse a costa nuestra, sin duda.

Y el maestro no se engañaba. Aquellas furias, abriéndose paso entre los guerreros de la guardia que les habían puesto a los prisioneros, se pusieron a danzar desordenadamente alrededor de ellos, que yacían en tierra sólidamente atados, ensordeciéndoles con gritos agudos, escupiéndoles encima y ultrajándoles de todos modos.

Diego, menos paciente que Cardoso, desfogaba su rabia con toda clase de improperios y no pudiendo emplear las manos, daba puntapiés en todas direcciones, y no siempre eran perdidos.

La rabia impotente del bravo marinero pareció poner de buen humor a aquellas granaderas. Atreviéndose más, se fueron estrechando alrededor de él pisoteando al pobre muchacho y se pusieron a tirarle de los cabellos y de la barba, entre grandes estallidos de risa.

—¡Ah, condenadas brujas! —gritaba el maestro, debatiéndose como un osezno—. ¡Si tuviese una mano libre, ya os haría yo chillar como merecéis! ¡Eh, Cardoso, tira patadas a estas furias! ¡Ah, ay! ¡Que me dejan sin cabellos!

Pero las mujeres, en vez de compadecerse de sus gritos, continuaron arrancándole cabellos y barba con mayor fuerza y siempre riendo. El tormento no había terminado, antes tenía que comenzar todavía, porque algunas de aquellas mujeres volvieron trayendo tizones encendidos.

—¡Ah, bribonas! —exclamó el maestro—. ¿Nos vamos a dejar asar por estas hembras sin corazón?

Un grito agudo le heló la sangre; lo había dado Carnoso.

—¡Hijo mío! —gritó el maestro haciendo un esfuerzo poderoso para librarse de las ligaduras.

—¡Eh, marinero! —respondió el muchacho—. Me parece que nos van a asar.

—¡Animo, Cardoso!

—Ya me han hecho o robar un tizón bien, encendido. Estas brujas son más feroces que los hombres. ¡Nos van a malar en seguida, por lo visto!

Afortunadamente los guerreros, eme hasta entonces las habían dejado hacer, al ver que los prisioneros hacían esfuerzos desesperados para librarse de las cuerdas, separaron brutalmente a las mujeres que se disponían a chamuscar la piel del maestro.

—Gracias, paganos —dijo el lobo de mar—. Al menos vosotros tenéis mejor corazón, que las mujeres.

—Ya veremos mañana —dijo Cardo so—. Me temo que tenían miedo de que nos estropeasen demasiado.

—¡Quizá! Esperemos, hijo mío.

De pronto se estremeció y su piel, aunque curtida y recurtida por el sol y los vientos del mar, se puso lívida. Una mujer al alejarse les había gritado:

—¡Ya veremos mañana cuando os cojan los mondongueros!

—¡Gran Dios! —murmuró el maestro, mientras frío sudor inundaba, su frente—. ¡Estamos perdidos!

—¿Qué murmuras, viejo lobo? —preguntó Cardoso, que se había arrastrado hasta aquél.

—Nada, hijo mío.

—Tú me ocultas alguna cosa.

—Es verdad.

—¡Desembucha, por Dios! ¿Te parece que yo debo ignorar ciertas cosas cuando acaso estamos a punto de salir de este mundo?

—Cardoso, ten valor —dijo el maestro, mirándole admirado—. Tú bromeas con la muerte como si se tratase de bromear con una botella de aguardiente.

—Mejor es así, viejo lobo —dijo el muchacho sonriendo—. Después de todo, ¿quién sabe si la cosa no será tan mala como parece?

—Te equivocas, si tienes esperanzas. Mañana tendremos que entendérnoslas con los mondongueros.

—¿Y quiénes son esos señores mondongueros?

—Los devoradores de intestinos.

—Lo entiendo menos que antes.

—Peces; pero ¡qué peces, hijo mío! No nos aojarán sobre los huesos ni un trozo de carne del tamaño de una bala de fusil.

—Me haces horripilar, viejo mío. ¿Qué clase do suplicio es ese?

—En pocas palabras te lo diré. En bastantes ríos de América del Sur y entre ellos en el de la Plata, aunque solamente en algunos sitios, hay unos pececillos de diez centímetros de largo a lo más, con piel azulada en la parle superior y moteada de pintas rojizas en la inferior, y armado de dientes triangulares en unas mandíbulas tan poderosas que pueden triturar hasta un pedazo de hierro. Estos pececillos están dotados de espantosa voracidad. Basta que un caballo entre en un río poblado por ellos, para que se arrojen todos sobre el desgraciado animal, horadándolo los flancos y devorándole las vísceras con espantosa rapidez, por lo que se les ha puesto el nombre de mondongueras, que quiere decir «comedores de intestinos».

—¿Y se limitan a devorar las tripas?

—¡Ca! Devoran también la carne, y con tal furor que en diez minutos reducen a un hombre al estado de limpio esqueleto, no dejándole ni siquiera un pedazo de pellejo, ni el más pequeño tendón.

—Así que nos veremos comidos vivos —dijo Cardoso palideciendo.

—A menos que alguien venga en nuestro socorro.

—¿Cuentas con alguien?

—No cuento más que con un milagro.

—¡Hum! Los milagros son muy raros en estos tiempos, marinero.

—¡Lo sé! ¡Malditos patagones! Es para volverse loco al pensar en el horrible martirio que nos han destinado estos feroces salvajes. ¡Comido por los peces! ¡Si al menos fuesen peces del mar y no peces del río!

Después, como si hubiera exhalado toda su cólera en aquellas palabras, el digno maestro se dejó caer a tierra y no habló más. Cardoso, aunque no menos aterrado que su amigo, se puso a observar con atención el campamento y a los seis guerreros que habían puesto de guarida. El valiente muchacho maquinaba en su cerebro una arriesgada tentativa de evasión. Bien pronto, fingiendo tener sueño, se tumbó sobre la espalda, quitándose, empero, las manos de detrás y se dedicó lenta pero tenazmente a estirar las correas que le sujetaban, estirándose todo lo más que podía para hacerse más delgado.

Es verdad que después de libre tendría que pelear con seis guerreros; pero él contaba con las propias piernas y sobre todo con los caballos que pacían a pocos pasos de distancia, ensillados, y dispuestos para partir.

A fuerza de uñas, y sin quitar ni un momento la vista de los guerreros, poco a poco consiguió deshacer un nudo, después otro, y por fin, un tercero, librando así una pierna, iba ya a avisar al maestro de su éxito, cuando vio a los guerreros del campamento salir de las tiendas en completo atavío de guerra.

Por Oriente comenzaba a despuntar una claridad lechosa que hacía palidecer la luz de los astros; el sol iba a aparecer.

Cardoso lanzó una interjección. El maestro, despertado do aquella especie de estupor que le había invadido, se incorporó a medias y preguntó:

—¿Qué murmuras, hijo mío?

—Despunta el alba —dijo Cardoso entre dientes.

—¿Todo ha concluido, entonces, para nosotros?

—Parece que sí, Diego.

No tuvo tiempo de seguir. Los seis jinetes lo aferraron, bruscamente y lo elevaron a la silla de un caballo, sujetándole con otras correas.

—¡Miserables! —apóstrofo el marinero, intentando, aunque en vano, desprenderse de aquellos poderosos brazos.

Otros guerreros asieron después a Cardoso y lo cargaron sobre otro caballo.

—¡Adelante! —gritó el indio que el día antes había dirigido la caza del globo.

—¿Y el jefe? —preguntó una voz.

—Se nos reunirá en el río con el hechicero blanco —respondió el primer guerrero.

El maestro, que conocía a fondo el idioma de los tehuls, oyó aquellas palabras y al oír hablar de un hechicero blanco una repentina sospecha brilló en su pensamiento, haciéndolo nacer una remota esperanza.

—Cardoso —dijo con viva emoción—, comienzo a esperar que los mondongueras no nos coman.

—¿Con qué cuentas? —preguntó el chico, alzando vivamente la cabeza.

—He oído hablar de un hechicero blanco.

—¿Y qué?

—Si fuese…

—¿Quién?

—¿Habrá caído por aquí el señor Calderón? Un hombre caído del cielo debe ser para estos paganos una cosa sagrada.

—Tienes razón, marinero.

—¡Ah! Los mondongueras no nos comerán.

La conversación, fue apagada por un clamoreo ensordecedor. Todo el campamento se había puesto en movimiento detrás do los desventurados prisioneros: guerreros, hombres, mujeres y chicos, quién a caballo, quién a pie, corrían todos hacia el río, dando feroces gritos.

El sol se alzaba llameante sobro las ilimitadas praderas de Levante, cuando los patagones llegaban a la orilla de río Negro en un lugar donde describía una gran curva.

Cardoso y el maestro, que aunque hubiera arraigado en ellos la esperanza de ser salvados, comenzaban a inquietarse, fueron desembarazados de las ligaduras y arrojados rudamente al suelo.

—¿Tienes valor, hijo mío? —preguntó el maestro, que palidecía poco a poco.

—Lo tengo —respondió el muchacho con voz bastante firme.

—No mostremos miedo ante estos condenados paganos. Por otro lado, la muerte será rápida, si está escrito que tenemos que morir.

—¡Mira!

El maestro se incorporó sobre las rodillas y miró. Algunos patagones se habían acercado a una roca cortada a pico sobre el río y arrojaban al agua pedazos de carne sanguinolenta.

—¿Qué hacen? —preguntó Cardoso.

—Excitan a los mondongueras. Los pequeños monstruos acudirán bien pronto a millares para disputarse esos pedazos de carne, y cuando ya enfurecidos empiecen a comerse entre ellos, como es de costumbre, los patagones nos arrojarán al agua.

—¡Malvados! ¡Ay, si tuviese mi carabina!

—Estériles lamentaciones, hijo mío. ¡Vamos, mostrémonos hombres!

Algunos guerreros se habían acercado a los dos desgraciados, que se sintieron levantar y transportar sobre la roca. Bajo sus axilas fueron pasados dos lazos, para impedirles salvarse a nado en la orilla opuesta, en el caso de que consiguieran desatarse y escapar a los afilados dientes de los mondongueras.

Cardoso y el maestro, pálidos, no obstante su valor, con los ojos extraviados, los cabellos erizados, la frente bañada en sudor frío, fueron asomados a la roca para que pudiesen ver lo que ocurría en el río, antes de ser devorados por sus terribles matarifes.

Precisamente bajo la peña se habían reunido a millares los feroces peces. Aquellos mondongueras, llamados también peces caribes, excitado su apetito por los pedazos de carne arrojados antes por los patagones, parecían presa de tremendo furor y de hambre diabólica. Se perseguían en todos sentidos, presentando sus pequeñas bocas armadas de poderosos dientes triangulares, atacándose, peleando con un encarnizamiento sin igual, desgarrándose y devorándose unos a otros. Batallones enteros desaparecían en pocos instantes, devorados por las potentes mandíbulas de los más fuertes y de los más audaces o más ágiles.

Cardoso y el maestro cerraron los ojos para no ver.

—¡Cardoso! —gritó el maestro con desesperación.

—¡Marinero! —contestó el mozo con suprema energía—. ¡No tengo miedo!

La cuerda se deslizaba por las manos de los patagones, pero lentamente. Parecía que aquellas execrables criaturas experimentasen un gusto diabólico en prolongar la agonía de los desventurados supervivientes del valeroso «Pilcomayo».

De pronto los dos prisioneros tocaron el agua y se hundieron en ella lentamente. Cardoso lanzó un grito horrible. Una turba de caribes se había lanzado sobre él, desgarrándole furiosamente las ropas y picándote ferozmente en la carne.

—¡Diego! —exclamó el infeliz, haciendo desesperados esfuerzos para librarse de las ligaduras.

El maestro contestó con un verdadero rugido, rugido de dolor. También él había sido atacado, y también para él comenzaba el horrible martirio de sentirse comer vivo, pedazo a pedazo.

De pronto se oyó una voz estentórea que gritaba:

—¡Deteneos! ¡Soy el hijo de la luna! ¡Está maldito el que los toque!

Un instante después los dos prisioneros, empapados en sangre, con las ropas agujereadas por muchas partes, fueron lentamente izados, y tendidos sobre la roca.