EL HIJO DE LA LUNA
Un espectáculo extraño, completamente nuevo para aquellos salvajes, que no habían visto nada, fuera de sus desmesuradas praderas, de sus ríos y de las estrellas, se ofrecía a sus miradas estupefactas.
Sobre el horizonte, a una milla de distancia, había inesperadamente aparecido un globo de dimensiones enormes para aquellos ingenuos hijos de las praderas que nunca habían visto en el aire un astro mayor que la luna o el sol. Avanzaba con notable velocidad en dirección al campamento, contoneándose marcadamente, sostenido a solamente doscientos o trescientos metros sobre la pradera, pero tendiendo a descender a medida que se acercaba.
¿Qué podía ser aquel astro de nuevo género que aparecía tan grande con una mancha negruzca en su superficie que la distancia no permitía, todavía, distinguir? He aquí lo que se preguntaba el jefe, el cual había permanecido en pie con los ojos desencajados y las facciones desfiguradas por el más profundo estupor que no dejaba de participar bastante del terror supersticioso.
Empero, aquel estupor fue de breve duración. El bravo patagón, de pronto, se estremeció, se reanimó y alzando los brazos gritó con voz tañante:
—¡Hijos de Tehuls, no os asustéis! La luna se digna visitar a los hijos predilectos de Vitamentrú. ¡A caballo! ¡A caballo!
Al oír las voces de su jefe, los guerreros se pusieron en pie de un brinco, dando ensordecedores gritos, soltaron los caballo, subieron en la silla, empuñaron las picas y se lanzaron detrás del jefe, intrépidamente a través de la pradera para, recibir dignamente al astro que se dignaba visitar a los hijos de las pampas.
La supuesta luna estaba a pocos tires de fusil de distancia y descendía con lentitud. Encaramado en la red veía a un hombre que parecía observar con atención a los jinetes que salían a su encuentro.
Llegado el jefe exactamente debajo de la luna, o mejor dicho, debajo del globo, como el lector habrá ya adivinado, alzó las manos hacia aquel hombre, gritando:
—¡Oh, seiascié[11]!
El hijo de la luna, que acaso no comprendía la lengua patagona, no respondió y siguió mirando a los jinetes, que continuaban al trote corto detrás del globo, volteando jubilosamente las lanzas. El jefe repitió la invocación en español rogando al seiascié que se dignase descender entre los hijos predilectos de Vitamentrú.
El hijo de la luna, esta vez, se dignó responder con un gesto afirmativo; pero el pobre hombre que, al parecer, no disponía de ningún elemento de descenso, no abandonó la red a la que se mantenía fuertemente agarrado.
Pero el globo, que debía estar, medio vacío a juzgar por los innumerables pliegue que caían todo alrededor, descendía constantemente, con unos cabeceos fortísimos y parecía que en algunos momentos fuese a tumbarse, a causa, sin duda, del peso de aquel hombre que se sostenía como incrustado en la red. Bien pronto llegó a sólo cuatro metros de altura, rozando con el apéndice inferior las copas de algunos arbustos de huignal, cargados de grandes bayas. El hijo de la luna, que ahora se encontraba en la imposibilidad de escapa» a la persecución de los patagones, desenredó las piernas que tenia metidas entre las mallas de la red y se dejó caer a tierra, hundiéndose entre el follaje.
El globo, librándose de aquel peso importante, dio un inmenso salto en el aire y encontrada una corriente contraria, escapó hacia el Norte, perseguido por la mayor parte de los jinetes que no querían dejar perder la luna.
El jefe patagón, tirándose rápidamente al suelo se arrojó en medio de la maleza, exclamando:
—¡Padre! ¡Oh, gran padre!
El supuesto hijo de la luna, después de aquella magnífica voltereta, se había, con listeza, levantado empuñando un par de pistolas que apuntó contra el jefe, diciéndole con vez seca y amenazadora:
—¿Vienes como amigo o como enemigo?
El jefe, que seguramente no esperaba aquel recibimiento per parte de un ser caído del cielo, ;se paró estupefacto, mirando con tristeza y casi indignado, al extranjero.
—¿Por qué amenazas al caudillo de los buenos tehuls que piden tu amistad? ¡Oh, hijo de la luna! —preguntó el jefe con dolor—. ¿Acaso temes algún peligro por parte nuestra?
—Es verdad —respondió el extranjero con extraña sonrisa—, yo soy el hijo de la luna que viene a visitar a los buenos hijos de la pradera.
Después, el señor Calderón, el agente del gobierno, el hombre que había acompañado al maestro de tripulantes y a Cardoso en la peligrosa expedición, porque él era en carne y hueso, colocó tranquilamente las pistolas en su cinturón y cruzó los brazos, mirando con fijeza al jefe patagón como si quisiera penetrar hasta el fondo de su atipa.
—¿El hijo de la luna se digna aceptar la hospitalidad que le ofrece el caudillo de los tehuls? —preguntó el patagón después de breve silencio.
—Te sigo —respondió el señor Calderón.
El gigante indio salió del matorral, seguido a breve distancia del agente del gobierno que no había perdido pizca de su acostumbrada calma, aunque su situación pudiese de un momento a otro hacerse peligrosa, y se encaminaron hacia el campamento, mientras los guerreros que no se habían lanzado tras el globo, lo precedían, dando gritos ensordecedores y volteando en señal do júbilo las lanzas y las bolas.
Las mujeres y los chicos do la tribu que habían asistido a la aparatosa caída del supuesto hijo de la luna, salieron todos al encuentro del cortejo, aullando y danzando, pero el jefe con un ademán enérgico intimó a todos al silencio y condujo al huésped a una vasta tienda que era la más hermosa de todas las plantadas en el campamento.
El señor Calderón, que ahora parecía tranquilizado respecto a su suerte, le siguió sin chistar, limitándose por el pronto a observar con atención al jefe indio y a todos los que le rodeaban.
Cuando se vio bajo la tienda en presencia únicamente del jefe indio, una ligera palidez se extendió por su rostro ya bastante pálido y frunció el ceño.
—Jefe —dijo bruscamente—, ¿qué quieres de mí? ¿Cuáles son tus intenciones?
El indio le miró con sorpresa, como si no comprendiese el sentido de aquellas interrogaciones, y después contestó:
—Esta es tu tienda; eres el huésped grato del jefe de los tehuls.
Después hizo intención de salir, pero el señor Calderón, con un gesto le detuvo.
—Hablemos —dijo.
—¿El hijo de la luna no tiene hambre? —preguntó el patagón.
—Tienes razón: hace dos días que no como.
—¿En la luna no hay víveres para sus hijos?
—Tenía mucha prisa por bajar —dijo el agente del gobierno con leve sonrisa.
—Pero Hauka no tiene prisa y dará de comer al hijo del cielo.
El bravo jefe salió después de haber dejado caer la piel que cerraba el «toldo», para que los ojos de los curiosos no perturbasen al señor Calderón.
Este, cuando se quedó solo se dedicó a examinar con vivo interés la tienda, que podría hasta convertirse en su prisión.
Era de forma cuadrilonga, como son por lo general los «toldos» de los patagones, larga de más de cuatro metros, ancha de tres, y alta de dos y medio por delante y solamente dos por detrás para que corriese la lluvia. La armadura estaba hecha con pequeñas estacas de nueve a diez centímetros de longitud, sostenidas por pértigas más largas; el resto era de pieles de guanaco cosidas y pintadas con una mezcla de grasa y tierra roja.
Todo el mobiliario consistía en algunos cojines deslucidos, algunas mantas araucanas, unos cuantos ponchos, un asador, un caldero de hierro y varias conchas de armadillo[12] que servían de recipientes.
—¡Por Baco! —murmuró el señor Calderón—. No me faltaba más que esta aventura, ¡Heme aquí convertido en hijo de la luna! ¡Si al menos me dejasen, estos salvajes estúpidos, ir en busca de los dos malditos marineros! ¡Oh! ¡Pero el tesoro no se perderá!
Se sentó en un montón de mantas y pareció sumergirse en profunda meditación.
La reaparición del jefe le sacó bruscamente de sus reflexiones.
—¡Aquí estoy, hijo de la luna! —dijo el jefe, entrando—. Hauka te trae víveres excelentes.
—¿Eres tu quien usa ese nombre?
—Tú lo has dicho.
Tomó de las manos de un indio un voluminoso saco y lo vació ante el señor Calderón. Contenía gran cantidad de verduras, raíces, bulbos, patatas silvestres, una especie de espinacas y pedazos de goma de la bolax glebaria a la cual son muy aficionados los patagones y que se dice que conserva los dientes blancos.
Después colocó en el suelo algunas conchas de armadillo conteniendo, unas, sangre todavía caliente, otras, médula de huesos de guanaco mezclada con sebo y, por último, una especie de plato de hierro, conteniendo un corazón de guanaco crudo, verdadera golosina para los paladares patagones. Finalmente sacó una botella llena de aguardiente español, encontrada acaso en la bodega de cualquier buque español naufragado en aquellas costas y conservada con gran cuidado para las ocasiones excepcionales.
El señor Calderón, que se moría de hambre, porque hacía dos días que no probaba alimento, se arrojó ávidamente sobre los bulbos, sobre las raíces y sobre las patatas silvestres y bebió un buen litro de sangre caliente a despecho de que estuviese horriblemente salada.
Un abundante sorbo de aguardiente que le restituyó pronto las fuerzas puso término a aquel extravagante almuerzo.
El jefe, que había asistido a aquel hartazgo con visible satisfacción, cuando vio que el hijo de la luna había terminado, le ofreció una pipa de madera con tubo de plata, cargada con excelente tabaco, llamado golk, que el señor Calderón se apresuró a encender, sirviéndose de su eslabón, aunque el previsor patagón le había preparado el suyo con yesca hecha de cierto hongo bien seco que se recoge al pie de los Andes.
—Siéntate, jefe —dijo el hijo de la luna después de haber aspirado algunas bocanadas—, y si quieres conversemos un poco.
El patagón obedeció, sentándose con las piernas cruzadas a la manera turca.
—¿Dónde he caído? —preguntó el agente del gobierno.
—Cerca del río Negro.
—¿Dónde vas?
—Donde quiere el hijo de la luna.
—¿Quieres que me quede contigo?
—Ya que has venido, quédate; así lo quiere mi pueblo.
El señor Calderón no pudo contener un gesto de impaciencia y de despecho.
—¿Y si yo quisiera irme? —preguntó luego.
—Te lo prohibiría.
—¿Aunque volviera, la luna para conducirme?
—Me quedaría también con la luna y se la enseñaría a mis compatriotas del Sur.
—¿Pues, qué intentas hacer conmigo?
—El adivino de mi pueblo, ya que el otro ha muerto. Tú desciendes del cielo y nos protegerás como el mismo Vitamentrú, nos darás caza en abundancia, curarás a nuestros guerreros y a nuestras mujeres, y nosotros seremos completamente felices.
—¡Hermoso porvenir, en verdad! —murmuró entre dientes el señor Calderón—. ¡Bah! Durará lo que dure.
Después, volviéndose bruscamente al jefe, le dijo:
—¿Has encontrado algunos hombres blancos?
—Vengo del Sur y no he visto más que hombres rojos.
—Necesito a esos hombres, jefe.
—¿Quiénes son?
—Hijos de la luna, como yo.
—¿Dónde se encuentran?
—Han marchado hacia el Norte.
—¿Son poderosos?
—Tanto, o más que yo.
—¡Uf! —dijo el jefe—. Mi tribu será la más poderosa y la más feliz de La tierra de los tehuls. Esos hombres serán buscados en cuanto los míos estén de retorno con la luna.
—La luna no se dejará prender, jefe.
—¿Por qué?
—Porque se volverá al cielo para iluminar la tierra de los tehuls.
—Muy bien. Ahora que has descansado, es necesario que vengas conmigo.
—¿Adónde me llevas?
—Ya lo sabrás más tarde.
El jefe se levantó y dio unas palmadas. La piel que cerraba La. tienda se alzó y el señor Calderón pudo ver un hermosísimo caballo que piafaba a pocos pasos de distancia, sujeto con trabajo por un guerrero de gigantesca estatura.
—Ven, ¡oh, hijo de la luna! —dijo el jefe.
El señor Calderón, aunque mejor hubiera querido echar un buen sueño, se levantó y salió, sin olvidarse de llevar consigo las pistolas con las cuales contaba para un caso de necesidad.
Aunque hasta entonces el jefe patagón se había mostrado lleno de atenciones para con él, éste comenzaba a experimentar inquietud por ignorar el motivo de aquella excursión misteriosa, aunque sabiendo bien que hubiera sido, no sólo vano resistirse, sino contraproducente, disimuló poniendo buena cara al mal tiempo.
Hauka examinó el caballo con la profunda atención del hombre inteligente, después le echó sobre el lomo una gruesa manta araucana, poniendo encima el tusk, que es una montura grande con armadura de madera, recubierta, de piel, y puso en la boca al corcel el bocado de madera, provisto de sólidas bridas de cuero trenzado.
Cogió en seguida al señor Calderón y, sin esfuerzo, lo montó en la silla, atándole a los pies dos extrañas espuelas, llamadas watercus, formadas por dos cilindros de madera, armados de un clavo muy afilado.
Colgó de la silla los estribos, también de madera muy pulimentada, con el arco de cuero, y después montó en otro caballo que estaba ya ensillado.
A un silbido suyo todos los guerreros que estaban en el campo montaron en sus caballos y se pusieron detrás del hijo de la luna, de manera que impedían toda tentativa de fuga.
—En marcha —dijo el jefe.
—Pero ¿a dónde me llevas? —preguntó otra vez el señor Calderón cuya inquietud iba en aumento.
—Pronto lo sabrás…
—Acuérdate que soy hijo de la luna y con sólo una seña puedo matarte.
—Hauka es bueno —se contentó con decir el jefe—. Partamos; que el camino es largo.
Los caballos, vigorosamente espoleados, partieron a la carrera desapareciendo hacia las grandes piadoras del Sur.