LOS «PATONES» DE LA AMÉRICA DEL SUR
En aquella especie de triángulo festoneado, que América meridional forma en su extremo Sur, extendiéndose por 168 miriárnetros entre los océanos Atlántico y Pacífico, confinante al Norte con el río Negro que la separa de la pampa argentina y al Sur con el estrecho de Magallanes al cual triángulo le fue dado el nombre de Patagonia por el descubridor Magallanes que la visitó el primero en el año 1519 vive un pueblo que desde hace más de tres siglos ha despertado el más vivo interés y las más ardientes discusiones entre los sabios de los dos mundos y entre los más arriesgados navegantes.
Queremos hablar de los patagones u «hombres patones», como los llamó Magallanes, indujo al error por las gigantescas abarcas de piel de guanaco. Su verdadero nombre es el de tehuls o tehouls como son comúnmente llamados por los pueblos vecinos.
Su estatura elevadísima, prodigiosa, fue lo que los hizo célebres, además de su fuerza extraordinaria, su espíritu de independencia, y su género de vida. Los primeros navegantes que se aventuraron en las desoladas costas de la Patagonia dejaron de estos indígenas descripciones que ponen espanto.
Magallanes, que fue el primero que los vio, dejó escrito que los marineros de sus naves llegaban apenas a la cintura de aquellos colosales indios, a los cuales además atribuía una fuerza extraordinaria y un vozarrón tan fuerte que mugían como bueyes. Pero los navegantes que los visitaron más tarde fueron gradualmente disminuyendo la estatura de aquellos hombres, los cuales, sin ser tan gigantescos, pueden considerarse hoy todavía como los más grandes, los más desarrollados y los más vigorosos de que se envanece la especie humana.
Drake, que los visitó en 1578, dice que eran un poco más altos que algunos ingleses; un poco más, nada más que un poco; Cavendish, que los vio en 1586, dijo que la huella de sus pies era de dieciocho pulgadas. Knyvet, que desembarcó en aquellas costas en 1591, vio indios de quince a dieciséis palmos de altura; Van Nort, en 1598, dice que todos eran de alta estatura; Sebaldo de Yeert, en 1599, les concede una altura de diez a once pies, más de tres metros; Spilbergea, en 1614, los llamó verdaderos gigantes. Le Maire y Schouteu, en 1615, encontraron esqueletos de diez a once pies de largo y vieron cráneos tan grandes que podían servir de yelmos. Falkner, en 1740, vio a un jefe indio de dos metros y treinta y tres centímetros de estatura; Byron, en 1764, vio también a un jefe así de alto y otros un poco más bajos; Wallis, en 1766, encontró indios de dos metros de altura y algunos de siete pies; Bougaoville, en 1767, no más altos de seis pies y no más bajos de cinco o seis pulgadas menos, Wiedmann, en el año 1783, los vio generalmente de seis pies de altura; King, en 1827, de cinco pies y diez pulgadas a seis pies; D’Orbignes, en 1829, ni más de cinco pies y once pulgadas; Fitzroy y Darwin, en 1833, de 1'94 metros. Mayne y Cunningham, en los años 1868-69, de cinco pies y once pulgadas; pero vieron también a uno de 2'03 metros; Antón, en 1865, dijo cine los mayores tocaban a los 1'94 metros.
Sin duda la raza ha ido poco a poco rebajándose, como lo demuestran los esqueletos elevadísimos, que se vuelven a ver aún hoy día, pero se pueden considerar los patagones como los hombres más gigantescos de la especie humana, Pero muy probablemente algunos navegantes fueron inducidos a error por haber visto a estos indios solamente a caballo. En efecto, cuando están sobre sus corceles parecen mayores de lo que realmente son, teniendo, por lo común, las piernas cortas, el busto larguísimo y la musculatura muy desarrollada, pero parecen mayores a causa de la gran capa de piel de guanaco que llevan con el pelo hacia dentro.
Este pueblo, cuyo número se hace ascender a 12 000 almas, forma un tipo absolutamente aparte que se separa completamente de los indios pampas que ocupan las regiones vecinas a las fronteras de La Argentina, de los indios araucanos que ocupan la Patagonia confinante con el Océano Pacífico y, sobre todo, de los indígenas de la Tierra del Fuego, feos, sórdidos y, lo que es más extraño, tan pequeños que son verdaderos enanos, aunque pocos centenares de metros de agua los separan de los patagones.
Además de la estatura que los distingue, tienen la cabeza grandísima, los cabellos largos, los ojos negros y vivaces, el rostro por lo general ovalado, la frente convexa y color rojizo oscuro y están desprovistos de barba, que se depilan cuidadosamente, por medio de una pequeña herramienta de plata o con pedazos de vidrio. Son menos crueles que sus vecinos, que rara vez perdonan a sus prisioneros, y especialmente a los hombres de raza blanca; pero odian profundamente a los españoles, a los que distinguen coa el nombre de cristianos, porque los consideran como usurpadores de los territorios situados a septentrión.
Por lo común son taciturnos, de expresión melancólica, pero aman a los grandes habladores y, en familia, algunas veces, juegan con sus hijos, a los que adoran, y con sus mujeres, a las que respetan mucho. Nómadas por excelencia no tienen ni centros ni poblaciones. Van y vienen por las inmensas praderas de su territorio empujados por el capricho o por el deseo de encontrar territorios mejores para la caza y parece que toman toda clase de precauciones para evitar el contacto con la raza blanca; se diría que tienen pánico a la civilización, de la cual, por otra parte, casi siempre tuvieron motivos para quejarse, y la rehuyen. En efecto, rara vez osan atravesar el río Negro del otro lado del cual viven, los pompas, y más allá los argentinos a los cuales aborrecen de modo especial.
Intrépidos jinetes que se igualan con los famosos gauchos, se puede decir que también ellos viven sobre la silla, siendo para ellos necesario el caballo, hasta no poder más. Se puede decir que si la raza equina se extinguiese, la de los patagones no tardaría mucho en seguir el mismo destino.
Es, en efecto, el caballo lo que da la vida al indio de las pampas, el que le alimenta, el que le ayuda en las cacerías, el que le viste y el que le proporciona la tienda que le resguarda; y el patagón, que no ignora esto, ama inmensamente a su corcel, más que a la propia mujer, más acaso que a sus hijos.
Los patagones viven en libertad completa. Se reúnen en pequeñas cuadrillas, que ordinariamente no pasan de doscientos o lo más trescientos individuos, eligiendo entre, ellos por jefe al más valeroso, pero que tiene un ascendiente muy limitado sobre los componentes de la tribu. Pero tienen cierta veneración por sus hechiceros, que por lo común son unos, descarados impostores que se llaman profetas de Vitamentrú, el genio del Bien, para mantener a raya las bribonadas de Gualisciú, que es el genio del Mal, y que manda sobre los espíritus malignos.
Por otra parte, se ocupan muy poco de la religión. Todas sus atenciones se dirigen a los caballos, a la familia y a la caza, de la cual se sustentan, ignorando por completo la agricultura. Aman también la guerra, siendo todos valientes y de un temperamento de ninguna manera tranquilo.
Expuestos estos breves datos de este pueblo, sobre, cuyo suelo habían caído los supervivientes del «Pilcomayo», reanudemos el hilo de nuestra historia.
***
A cerca de sesenta kilómetros de la boca del río Negro, más conocido por los indígenas con el nombre de Gusa-Leuvre, hermoso curso de agua que nace hacia los 30º 40' de latitud Sur y el 70º de longitud Oeste, de la confluencia del río Sangul con el Leuvre y que corre a través de las pampas por más de quinientas leguas, está acampada una pequeña tribu de patagones, formada por unas cincuenta familias.
Formando círculo, habían sido ya levantadas las tiendas, llamadas generalmente «toldos» o mejor todavía hous como dicen los patagones, construidas con pieles de guanaco y de caballo cosidas cuidadosamente e impermeabilizadas con una capa de tierra roja, mezclada con grasa, de forma cuadrangular, de cerca de cuatro metros de longitud, tres de anchura y dos y medio de altura por delante, y solamente dos por detrás para que escurra el agua.
Hombres y mujeres, abrigadamente vestidos y con las caras pintadas de blanco, negro y amarillo, se afanaban en torno de los caballos, que eran en gran número; otros en torno de las hogueras que ardían delante de los «toldos» y otros, en fin, de guardia detrás de las armas que cuidadosamente limpias estaban plantadas en tierra a breve distancia de las cabañas.
En medio del campo, algunas mujeres de formas de Juno, y elevada estatura, estaban ocupadas en engalanar una tienda clavando alrededor lanzas en cuyas puntas ondulaban grupos de plumas de ñandú y campanillas de plata que tintineaban graciosamente.
De repente se alza un extraño clamor en el extremo del campamento que mira hacia un pequeño bosque de algarrobos y de mirtos haciendo interrumpir bruscamente todos los trabajos. Poco después se oye aquí y allá una especie de redoble de tambor, acompañado de cierto sonido extraño que parece producido por flautas desafinadas.
Los hombres abandonan precipitadamente las tiendas y se reúnen en medio del campamento, alrededor de aquella que las mujeres estaban engalanando con lanzas.
Un guerrero salido del bosquecillo y montado en rápido caballo de capa torda, se acerca al campamento, volteando sobre su cabeza una lanza de punta de hierro, adornada en el regatón con un plumero de plumas de rhea.
—¡El guanak! —se oye exclamar por todos lados—. ¡El hechicero va a llegar!
El guerrero que se acerca espoleando vivamente el caballo, es uno de los más soberbios ejemplares de la raza patagona.
Es de más de dos metros de estatura, dé amplio tórax, anchísimas espaldas, cabeza muy grande, provista de vasta y larga cabellera negra. Su verdadero color desaparece casi enteramente bajo una capa de pintura blanca, matiz que se aplican para las grandes ceremonias, pero su rostro presenta manchones de color rojizo, llevando también en ellos abundantes dibujos en forma de medias lunas, hechas con tierra ocie, empastada con médula de huesos de animales de caza.
Encima lleva el traje nacional, constituido per un gran manto de piel de guanaco, cosido con tendones de avestruz, teñido enteramente de rojo y enriquecido al exterior con dibujos, también rojos, sujeto por un ancho cinturón, llamado waiu por un gran pedazo de piel, que es el chiripá, que le cubre el vientre y las piernas, a manera de los zajaríes andaluces.
En los pies calza botas de potro, grandes zapatos hechos con piel de guanaco cuidadosamente rascada, que da a sus pies proporciones fenomenales, y en el cuello, en las muñecas y en las orejas lleva collares, brazaletes y pendientes de plata, groseramente trabajados, pero que no carecen de cierto gusto artístico.
Llegado al centro del campamento, el soberbio jinete salta a tierra con agilidad sorprendente para un hombre de tanta estatura, y volviéndose hacia los hombres que en el acto le han rodeado, pregunta con voz tan potente que podría oírse a un kilómetro de distancia:
—¿Está preparada la tienda?
—Sí, jefe —responden los interrogados.
—Vengan el caballo y el muchacho.
—¿Y el hechicero, no viene? —preguntan los guerreros con cierta ansiedad.
El jefe arruga la frente y traza en el aire algunos signos, diciendo con voz triste:
—Gualisciú ha vencido al genio del bien y ha matado al hechicero.
—¿Ha muerto?
—Una serpiente le ha picado junto a los toldos del jefe Akuwa y el pobre hombre ha muerto en menos tiempo que se tarda en lanzar una bola.
——Mal presagio para tu hijo, ¡oh, jefe! —dice un guerrero.
—Todo está en las manos de Vitamentrú —respondió el gigante moviendo la cabeza—. ¡Vamos! Venga el caballo y el muchacho y celébrese la ceremonia.
—¿Sin hechicero?
—Mi hijo ha cumplido los cuatro años la última luna pasada; hay que convertirle en un hombrecillo —dice el jefe—. El hechicero ha muerto, pero aquí estoy yo, que puedo suplirle en esta ceremonia.
A una seña suya, un hermosísimo caballo, que parece haber sido cebado a propósito, por lo grande, todo adornado con campanillas de plata y cubierto con una espléndida gualdrapa que se asemeja a las que tejen los ararte canos y que se llaman corcanillas, es conducido junto a la tienda adornada.
Dos hombres lo tiran por tierra y le atan sólidamente los remos con robustas cinchas de piel de guanaco de modo que no puede hacer ningún movimiento. Todos los guerreros y mujeres del campamento lo rodean.
Casi en el acto se ve salir de la tienda adornada una mujer de color blanquecino, alta estatura y robusta complexión, con los cabellos compartidos en dos trenzas, prolongadas artificialmente con cerdas de guanaco y adornados con sonajas de plata y cintas, cuyo color se ha cambiado en negro untuoso.
Endosa manto nacional, sujeto por delante con una gran aguja, formada por una especie de disco de plata. Largo chiripá de algodón le desciende hasta los pies; en la cabeza lleva el kotchi, especie de capa blanca que le cine la frente, y en las orejas lleva pesadísimos pendientes de plata, cuadrados y muy barrocos.
—La hora ha llegado, mujer —le dice el jefe, que se mantiene erguido junto al caballo—. ¿Está, terminada la pintura?
—Idiscié no desea otra cosa que convertirse en un pequeño guerrero —responde la mujer.
—Condúcelo, pues.
La mujer vuelve a entrar en la tienda y poco después sale, trayendo consigo a un niño de cuatro años, pero que, por te estatura, parecía de ocho, vestido como el jefe, pero horriblemente pintado de rojo, negro y blanco. Su rostro parece una máscara repulsiva; la parte inferior, comprendida entre los ojos y la boca, pintada de rojo, debajo de los párpados inferiores lleva dos medias lunas negras, brillantes, como de un dedo de anchas, y sobre los ojos otras dos medias lunas blancas.
El contempla al rapazuelo con cierto orgullo, después lo toma y lo coloca sobre el caballo, mientras algunos guerreros redoblan furiosamente los tambores de piel y tocan desesperadamente unas flautas hechas con huesos que se hubiera jurado son tibias humanas.
Tomando un hueso fino y afilado que la mujer le presenta, después de trazar en el aire algunos signos extraños y murmurar unas misteriosas palabras, con un golpe rápido horada las orejas del muchacho, metiendo por los agujeros dos pequeños pedazos de metal, destinados a conservar y agrandar la perforación practicarla.
Ejecutada aquella especie de circuncisión sin que el chico haya dado la menor señal de dolor el jefe se vuelve hacia los seis guerreros que parecen los más valientes de la tribu, a juzgar por las numerosas cicatrices que constelan sus cuerpos y con el mismo hueso aguzado les pincha a todos en la primera falange del dedo índice, haciendo salir de ellas algunas gotas de sangre, que el muchacha sacude hacia tierra, exclamando:
—¡A Vitamentrú y a Gualisciú!
Hecha aquella extraña oferta a los genios del Bien y del Mal, empuña una lanza y la levanta sobre el caballo para hendírsela en el corazón, con objeto de que su carne sirva de banquete a los convidados.
Ya va a apestar el golpe, cuando un grito agudísimo, seguido de intensos clamores de toda la tribu le detiene. Alza la cabeza y mira al espacio; la lanza se le escapa de la mano, mientras todos les hombres que le rodean caen con la cara contra el suelo.