LA PERSECUCIÓN DE LOS PATAGONES
En efecto, la situación de nuestros amigos estaba en camino de ser desesperada. Los indios, lanzados tras el globo, al que acaso tomaban por la luna o por algo parecido, al oír retumbar aquellos disparos de fusil en el silencio de la noche y los gritos de alarma de sus compañeros, habían hecho una rápida conversión dirigiéndose hacia el sitio donde estaban los gauchos, Diego y Cardoso.
Estaban muy lejos, y no podían, a causa de la profunda oscuridad, conocer de qué se trataba; pero no podían tardar en llegar porque se oía el galope precipitado de sus caballos. Era, necesario darse prisa en salir fuera para no ser rodeados y perder para siempre la libertad, y acaso la vida.
—Adelante, a la carrera —dijo Ramón, que se había dado prisa a tomar su caballo que no había tenido tiempo de escapar.
—¿Y conseguiremos salir bien de ésta? —preguntó Diego con ansiedad—. Yo no temo por mí, sino por este pobre muchacho.
—Eso es lo que habrá que ver, pero le aseguro que haremos todo lo posible por salvar a Cardoso —respondió Ramón—. ¡Ahora al galope!
—Una palabra todavía. ¿Dónde han ido a parar los cuatro individuos que nos atacaron? Yo no veo por tierra más que los dos caballos.
—¡Bah! Aunque a pie, corren como ciervos; los dos que han derribado ustedes deben estar ya muy lejos y en cuanto a los otros me parece que los veo salir al encuentro de la cuadrilla que nos persigue. De todos modos carguen ustedes las armas y estén preparados a todo.
—Está bien.
—¡Adelante!
Ramón soltó el caballo salvaje que llevaba de mano y que le servía más de estorbo que de utilidad, montó en el otro y se puso a la cabeza del pequeño grupo dirigiéndose al Sur, seguro de encontrar pronto el río Negro. Diego, después de sujetarse bien a su pecho a Cardoso por medio de un sólido lazo, para tener las manos libres, y de cargar la carabina, se puso detrás, mientras Pedro se ponía en la retaguardia.
Los indios estaban ya a medio kilómetro y espoleaban los caballos lanzando siempre agudos gritos. Sabiendo, sin duda, que delante tenían más jinetes, se habían ensanchado en semicírculo para coger, en medio todo. Algunos de ellos, sin embargo, corrían hacia el Oeste detrás del globo que continuaba arrastrándose por la pradera, dando de vez en cuando gigantescos saltos para volver a caer y otra vez subir.
Durante más de media hora no ocurrió nada extraordinario. Los fugitivos, espoleando sin crear, consiguieron conservar la distancia y hasta ganar algunos centenares de metros sobre los perseguidores; pero bien pronto las cesas cambiaron en su desventaja.
Mientras pasaban por un trozo de terreno obstruido por matorrales de luma, de cuya fruta sacan, los indios un óptimo vino, y de auges, árboles sagrados para los araucanos y de cuya corteza se obtiene una especie de canela, vieron alzarse diez o doce jinetes puestos allí en emboscada o que acaso se habían parado para que descansasen los caballos durante la persecución del globo.
—¡Caramba! —exclamó Ramón, retirándose apresuradamente hacia los compañeros que se habían en seguida parado con el dedo en el gatillo de sus anuas de fuego—. ¡Se nos echa encima toda esa gente!
—A los que no les costará trabajo alcanzarnos —dijo Pedro—. Sus cabrios deben estar descansados y galopan, más que los nuestros, que comienzan ya a dar señales de cansancio.
—¿Se ve ya el río? —preguntó Diego.
—No; pero no debe estar lejos —respondió Ramón—. ¡Ah, si pudiésemos interponer el río entre esos canallas y nosotros!
—¿Y qué haremos?
—Continuar huyendo, por ahora.
—Les advierto que mi caballo no podrá correr pronto por el doble peso que lleva.
—Ramón —dijo Pedro—, ¿cuántos hombres crees que son?
—Lo menos cuarenta.
—¿No podríamos dividirlos? Tenemos nuestros trabucos. Diego tiene sus carabinas, y uno a uno podemos, si no destruirlos, reducirlos a un número tan exiguo que se les quiten las ganas de seguir persiguiéndonos.
—Tienes razón, hermano.
De este modo podríamos atraer hacia nosotros la persecución y acaso se salvaría el joven Cardoso.
—Gracias, Pedro —exclamó Diego vivamente emocionado—. ¡Y que digan luego que los gauchos no tienen corazón!
—Guarde usted en el bolsillo los cumplimientos —dijo el gaucho—. Ramón, yo parto el primero hacia el Este, y apenas los tenga a tiro, les descargaré toda la metralla de mi trabuco, y después apretaré las espuelas.
—Anda, hermano, y guárdate de las bolas.
—Tiraré el primero, te lo aseguro. ¿Y dónde nos volveremos a encontrar?
—Al otro lado del río Negro. Galopa hacia el Este todo lo que puedas, después gira al Sur y atraviesa el río.
—Está bien.
—¡Que Dios te ayude! —dijo Diego.
Miró a los diez o doce indios que se habían levantado entre los matorrales y que ganaban terreno rápidamente, se puso la escopeta delante de la silla, enrolló el lazo y en seguida lanzó el caballo hacia el Este.
—¿Le seguirán? —preguntó Diego.
—Seguramente —respondió Ramón con voz tranquila—. ¡Allí va!
—¿Y escapará a las bolas? Esos perros de patagones son infalibles cuando las arrojan.
—Pedro tiene buena vista y no se dejará coger, ni les permitirá acercarse demasiado, mientras tenga pólvora y postas con que cargar su arma.
La pequeña; banda que precedía al grueso de la tropa, al ver a Pedro separarse del grupo y correr hacia el Este, se había precipitado tras él vociferando espantosamente, suponiéndole ya presa segura. Solamente uno de ellos halda continuado la persecución de Ramón y Diego, aunque manteniéndose a distancia.
—¡Ah, bribón! —exclamó Ramón.
—¿Por qué no sigue con sus compañeros?
—Porque espera el grueso de la tropa para lanzarla detrás de nosotros.
—¡Si pudiéramos despacharlo!
—Las carabinas de ustedes, ¿qué alcance tienen?
—Puede tirarse a ochocientos metros.
—Como ese hombre no dista más ele cuatrocientos, podría usted probar.
—Pues, en seguida está hedió.
El maestro paró su caballo, acomodó a Cardoso en la montura, soltó del arzón una de las carabinas y apuntó al indio con gran cuidado. Medio minuto después, retumbaba en la pradera una aguda detonación. El indio, tocado por la bala del marinero, se desplomó sobro el cuello de su caballo y en seguida cayó pesadamente al suela, quedando allí inmóvil.
—¡Buen tiro! —exclamó Ramón.
—El confite ha sido un poco duro —dijo el maestro riendo—. ¿Debo mandar otro al caballo?
—Es inútil, Diego; ahorre usted las municiones, que son muy necesarias en este país.
—Entre Cardos o y yo tenemos mi millar de tiros.
—Pero Chile está muy lejos, ¡al galope!
En aquel momento un relámpago brillé del lado del Este seguida de una fragorosa detonación.
—Pedro también regala confites —dijo el maestro.
—Y de los que pinchan —dijo Ramón—. Son buenas postas que se hunden en la piel de los patagones. Espoleemos y esperemos engañar a esos granujas que nos persiguen.
—¡Alto!
—¿Qué pasa ahora?
Un objeto brillante que parecía una gran hola de metal, pasó silbando entre ellos, perdiéndose en la hierba cincuenta pasos más adelante.
—¡Truenos y relámpagos! —exclamó el maestro—. Una bola.
—¿De los otros patagones?
—Sin duda, y que al parecer están muy cercanos.
—Pero ¿dónde están?
—Acaso escondidos en aquella maleza.
—¡Ah! Deben ser los dos indios que desmontó usted hace poco —dijo Ramón—. ¡No importa! ¡Adelante, Diego!
Espolearon los caballos y se lanzaron a través do una alfombra de espesa hierba, salpicada de verbenas multicolores, las cuales desprendían penetrante peí fume.
Recorridos cincuenta metros, Ramón se volvió a mirar atrás para observar si era seguido y no pudo contener una imprecación. El grueso de la tropa les seguía siempre y, lo que era peor, había ganado mucho terreno porque ya no distaba más que setecientos u ochocientos metros.
—Amigo, es preciso separarnos —dijo.
—¿Usted también me abandona?
—Es necesario para la salvación de Cardoso.
—¡Ay, si no tuviese a este pobre muchacho!
—¿Qué haría usted?
—Me emboscaría en cualquier matorral y rompería un fuego infernal contra esos bandidos.
—Son demasiados, Diego. Lo mejor es que continúe usted huyendo hacia el río Negro y lo atraviese antes que ellos.
—Si podemos. Mi caballo empieza a dar señales de cansancio.
—Acaso los indios corran todos detrás de mí. Usted, en tanto, corra siempre en línea recta y si le es posible cruce aquella altura que se ve en el fondo. Acaso allí encuentre usted algún escondite.
—¿Y dónde nos reuniremos?
—Al otro lado del río.
En lontananza se oyó otra detonación, acompañada de un aullido de furor.
—Pedro se hace sentir —dijo Ramón—. ¡Adiós, Diego, y si no me matan cuente usted conmigo!
—Gracias, buen amigo, y estad seguro de que no olvidaré lo mucho que le debemos.
Ramón hizo seña al maestro para que pasara adelante y en seguida él volvió atrás bruscamente como si quisiera cargar contra los indios.
Pocos minutos después, Diego, que había continuado la carrera, oyó un tiro de trabuco y volviéndose vio a Ramón, huyendo a carrera tendida hacia el Oeste seguido por una banda de jinetes.
—¡Bravo joven! —exclamó el viejo lobo de mar con voz conmovida—. Si salgo sano y salvo de este desierto le recomendaré como merece al presidente de la República. ¡Oh! Otra vez esos bribones. Decididamente la han tornado conmigo y no hay manera de mandarlos con Belcebú… ¡Marinero, esta vez no escapamos de las manos de esos paganos!
La maniobra de los dos valerosos gauchos no había tenido el éxito que esperaban de ella. El grueso de la tropa, aunque considerablemente mermado, no había cejado en la persecución del tercer caballo montado por los dos marineros.
Antes, al verlo solo, habían apretado la marcha y ganaban terreno a ojos vistas, ensanchando el semicírculo para cogerlos en medio. Ahora la fuga era imposible y bien lo sabía el maestro, teniendo debajo de él un caballo casi agotado.
No obstante, no se desanimaba, cargó la carabina con que poco antes había desmontado al patagón, preparó la otra, acomodó lo mejor que pudo a Cardoso, que continuaba durmiendo profundamente, le ató sólidamente a la silla y espoleó vigorosamente al caballo, dirigiéndose hacia la altura poco antes descubierta y que distaba, un par de kilómetros.
—Si consigo llegar a ella antes de que se me echen encima todos esos bribones, puedo esperar salvar la piel —se dijo—. Desde aquí no veo espesura que pueda servirme de escondrijo. ¿Y Ramón?
Miró hacia el Oeste y vio sombras fugitivas. Después oyó una segunda detonación.
—¡Bueno! —murmuró—. Ese valiente gaucho dará mucho que hacer a sus perseguidores.
En tanto, los patagones, que parecían haber comprendido su intención, adelantaban siempre y ya oía las voces con que excitaban a los corceles. Las dos puntas del semicírculo estaban ya muy delante y diseñaban el movimiento para cogerle en medio. Algunos jinetes no distaban ya más de cuatrocientos pasos, y uno, el más cercano, lanzó una bola que cayó a mitad de distancia.
Diego, aunque asaltado por aciagos presentimientos y comenzando a perder las esperanzas, no cesaba de espolear al caballo. Desgraciadamente, éste, cargado con doble peso, no podía más y jadeaba fuertemente. En ciertos momentos el marinero lo sentía temblar y se veía obligado a sostenerle con el apoyo del bocado.
Debía ser media noche cuando llegaba al pie de la altura que tenía unos trescientos o cuatrocientos metros de elevación, completamente aislada y cubierta aquí y allá de arbustos y algarrobos salvajes.
—¡Un último esfuerzo, pobre animal! —decía el maestro acariciándolo—. ¡Animo! ¡Al galope!
El caballo, en lugar de obedecer, se paró tocando con la nariz en la tierra.
—¡Adelante! —gritó el maestro, clavándole despiadadamente las espuelas en el vientre.
El pobre animal lanzó un relincho de dolor y subió la colina al galope; pero aquel era su último esfuerzo. Habría apenas recorrido cuatrocientos pasos cuando volvió a pararse cayendo sobre las rodillas.
—¡Esto se ha terminado! —exclamó el maestro secándose el frío sudor que emperlaba su frente—. ¡Ya no podemos seguir! Suerte que esos pagamos, aunque me apresen no conocen el valor de los diamantes. ¡Pronto! A tierra y decidido a defender el pellejo.
Se echó al hombro las carabinas, tomó en brazos a Cardos o y se puso a subir la colina a la carrera. Los patagones habían llegado entonces a la base. Siete a ocho bolas lanzadas contra el marinero no le alcanzaron. El caballo que acababa de abandonar, herido en la cabeza se desplomó al suelo para no levantarse más.
—¡Animo, marinero! —gritó el maestro—. La fortuna me protege.
En aquel instante sus ojos se fijaron en una roca que debajo presentaba una negra abertura; una caverna sin duda.
—¡Estoy salvado! —exclamó y se dirigió a aquélla a toda prisa; pero ya era tarde. Los patagones subían, por la colina a todo galope dando gritos de triunfo.
En pocos instantes quince o veinte jinetes se le echaron encima chocando coa él furiosamente. El maestro cayó arrastrando en la caída a Cardoso.
Se alzó enfurecido con una carabina en la mano y la descargó a quemarropa contra el grupo. Iba a empuñarla por la caña para servirse de ella como de una maza cuando se sintió aferrado por detrás y derribado por tierra.
Un. indio de gigantesca estatura levantó sobre él el puño, tan grande como un macho de fragua, y le dio un furioso golpe en el cráneo.
—¡Auxilio! —gritó y cayó al suelo como herido por el rayo.