LOS PATAGONES A LA CAZA DEL GLOBO
Cuando llegaron al campamento, Cardoso casi no daba señales de vida. La succión había retardado los progresos del veneno, pero no lo había extraído de la herida completamente. Unos minutos más y llegaría la muerte.
Los das gauchos, que estaban domando los caballos salvajes, al oír los gritos del maestro se apresuraron a acudir, después de amarrar las cabalgaduras. Al ver a Cardoso en aquel estado adivinaron en seguida de qué se trataba.
—Le ha mordido un escorpión —dijo Ramón, después de mirar detenidamente la pierna herida que se había inflamado y se había puesto muy oscura.
—¿Está perdido? —preguntó con angustia el maestro.
—No.
—¿Tienen ustedes algún remedio?
—Sí; y yo le garantizo que le salvaremos.
—¡Alabado sea Dios!
—Puede usted alabarlo de corazón, porque sin nuestro concurso este valiente muchacho sería perdido. Pedro, tome la taza de plata y mi morral, y usted, Diego, acueste al herido, encienda fuego y ponga agua en la marmita.
—¿Me asegura usted que no morirá?
—Se lo prometo, Diego.
—Si muriese, yo me quedaría sin cariño sobre la tierra.
—No se desespere usted, y a curarle, porque los minutos son preciosos.
Diego no se lo hizo repetir. Arrancó la hierba en un espacio de tres o cuatro metros, para que el fuego no se comunicase a la pradera causando una catástrofe, y puso a hervir el agua de la marmita. Apenas lo había conseguido cuando Pedro volvía con el morral y la taza.
Ramón abrió el primero y sacó una raíz negra de forma alargada que cortó por la mitad con su navaja. Hizo pedacitos una de las partes y la arrojó dentro de la marmita que ya bullía, y se puso a masticar vigorosamente la otra parte, reduciéndola a una especie de pasta.
—¿Qué es eso? —dijo Diego, que le observaba con viva ansiedad.
—Una raíz, y nada más, pero que curará a ese muchacho —respondió el gaucho.
Cardos, que hasta entonces no había dado señales de vida, en aquel momento abría los ojos. El pobrecillo, pálido, decaído, ya casi rígido por la muerte que avanzaba a grandes pasos, abrió con trabajo la boca y murmuró:
—¡Diego! ¡Diego!
—Aquí estoy…, pequeño —respondió el maestro inclinándose sobre él.
—Estoy horriblemente… mal.
—Lo veo; pero Ramón te salvará.
El muchacho sonrió tristemente y movió la cabeza.
—Temo que sea demasiado tarde… —murmuró.
—No; te salvaremos; me lo ha jurado Ramón. y ese hombre no tiene traza de prometer y no cumplir.
—¡Oh!… Pero yo… no tengo miedo de morir…, lo que siento es… dejarte solo… aquí.
—¡Valiente marinero! —exclamó el maestro, cuyas mejillas regaban dos gruesas lágrimas, acaso las primeras que vertía en cuarenta años.
—Cálmate, Cardoso; soy contigo —dijo Ramón que había terminado de masticar la raíz. Puso al descubierto la pierna, sacó de la boca aquella especie de pasta que despedía fuerte olor a orina cargada de amoníaco, y la aplicó a la herida, vendándola con un pedazo de tela cortada de una corcanilla.
—Ahora beberás una tisana —dijo cuando hubo terminado— y en seguida te dormirás tranquilamente.
Tomó la marmita, vertió el contenido en la taza de plata y presentó el líquido al muchacho, el cual al notar el agudo olor amoniacal de los orines, torció la boca.
—¿Qué es eso? ¿Te vas a hacer ahora el melindroso? —preguntó Diego con dulce reproche—. Animo, pequeño mío; un marinero debe ser capaz de tragarse todo lo que se le presente.
—Es verdad… —murmuró Cardoso esforzándose en sonreír.
Acercó los labios a la taza y la vació de un trago. En el acto se desplomó sobre la hierba, como si hubiera sido fulminado por un rayo, con los puños apretados y los miembros rígidos, estirados.
—¡Ha muerto! —exclamó el maestre, mirando ferozmente a Ramón.
—No; es que se ha dormido de repente.
—¿Está usted seguro?
—Lo juro.
—¿Y cuándo se despertará?
—Mañana, y no se acordará de nada.
—¿Y se habrá curado?
—Sí; pero quedará muy débil y necesitará cuatro o cinco días para restablecerse completamente.
—¿Y vamos a seguir acampados aquí?
—No; sino que nos iremos esta noche misma… Hace dos horas he visto desfilar hacia el Norte unos caballos, y por el modo de marchar.
Lo comprendido que son caballos salvajes. Estoy seguro de no equivocarme; los indios han descubierto nuestro rastro y nos espían.
—No nos faltaba otra cosa. ¿Y adónde iremos?
—Es necesario llegar al río Negro e interponer ese ancho curso de agua entre los indios y nosotros.
—¿Está lejos?
—Como media docena de millas, nada más.
—¿Y podrá Cardoso cabalgar?
—Lo llevará usted, mientras nosotros conducimos los caballos salvajes.
—Entonces, parlamos.
—Después de cenar, si han traído ustedes algo que poner entro los dientes.
—Espere usted aquí y le traeré con qué satisfacerse largamente.
Iba a ponerse en camino para recoger los huevos de avestruz, cuando Ramón le detuvo violentamente.
—¿Qué ocurre ahora? —preguntó el maestro sorprendido.
—¡Escuche usted!
—¿Los indios?… —interrogó el otro irguiéndose.
—Sí; son los indios.
—¿Y vendrán hacia nosotros?
—Acaso.
—¿Nos habrán descubierto?
—No lo sé. ¡Pedro, tumba los caballos!
—¿Y qué haremos con Cardoso en ese estado? —preguntó el maestro con desesperación.
—Le defenderemos —contestó el gaucho—. Ramón no abandona a sus amigos.
De pronto el maestro retrocedió vivamente lanzando una formidable exclamación:
—¡Truenos y relámpagos!
—¿Qué ve usted?
—¡El globo!
—¿El globo?
—¡Sí! ¡Allí va!
Ramón levantó la cabeza y miró. A dos kilómetros del campamento y cerca de trescientos metros del suelo, se cernía fatigosamente el pobre aeróstato, ya casi vacío. Por más que aguzase la vista, ni el gaucho ni el marinero divisaron persona alguna encaramada en la red.
—¿Cómo se ene entrará todavía en el aire? —se preguntaba Ramon.
—¿Y el señor Calderón, dónde habrá caído? —dijo el maestro, que aunque no alimentase mucha simpatía por aquel hombre, sin embargo, le compadecía sinceramente.
—Sin duda habrá caído en manos de los indios —respondió Ramón.
—Y acaso a estas horas lo habrán, matado.
—Los pampas no perdonan a ningún prisionero, pero los tehuls o patagones, si usted quiere mejor, se contentan con hacerlos sus esclavos.
—¡A tierra! —exclamó Pedro que regresaba corriendo.
Ya era tiempo. A dos kilómetros del campamento pasaba galopando furiosamente una gran tropa de jinetes, medio sepultados entre los altos cardos de la pampa, persiguiendo al globo y lanzando agudos gritos.
Su paso fue tan rápido, que los dos gauchos no consiguieron distinguir si estaba compuesta de pampas o de tehuls. De cualquier modo aquellos jinetes, enteramente embebidos en la persecución del globo, no se dieron cuenta de que allí había un campamento, porque continuaron galopando en dirección al Norte.
—Ya se han marchado —dijo Ramón cuando los perdió de pista—. Hay que darse prisa en buscar un refugio o seremos descubiertos y atacados.
—Pero ¿adónde ir? —preguntó el maestro.
—Ya lo he dicho. Solamente podrán ocultarnos de los ojos de esos salteadores, los bosquecillos que hay en las orillas de río Negro.
—No deseo más que marchar. Concédame diez minutos para coger una docena de huevos para mi Cardoso, y en seguida ¡a caballo!
—Apresurémonos, pues.
El maestro se echó al hombro la carabina y se alejó corriendo, llevándose una manta. No le fue difícil encontrar el nido de los avestruces que estaba a poca distancia del campamento en medio de un matorral de cactus.
Recogió bastantes huevos en la manta y volvió junto a los gauchos, los cuales habían hecho levantarse a los caballos.
Ramón ensilló su propio caballo, que era el más dócil, e hizo montar a él al maestro, entregándole a Cardoso, que dormía tranquilamente envuelto en una gruesa corcanilla.
—¡Pobre pequeño! —exclamó el marinero, apretándole contra su pecho y acomodándole en la delantera de la larga silla—. Procuraré no despertarte.
—El caballo es tranquilo y el muchacho no se dará cuenta de nada —dijo Ramón—. Dentro de un par de horas llegaremos al río y descansará mejor.
—Y los caballos salvajes, ¿quién los conducirá?
—Nos encargaremos nosotros, y yo le aseguro a usted que no se nos escaparán.
El maestro apretó las rodillas y el inteligente animal se puso en marcha, al paso largo y dirigiéndose al Sur. Foco después le alcanzaban los gauchos montados en los caballos salvajes, conduciendo a mano el cuarto caballo.
Había llegado la noche. La oscuridad envolvía la inmensa pradera; solamente en la línea del horizonte se divisaba vaga claridad proyectada por las estrellas, entre las cuales se destacaba soberbiamente la Cruz del Sur. Por doquier reinaba profundo silencio, que sólo de cuando en cuando era interrumpido por el ligero gemido de los cactus agitados por la fresca brisa que llegaba de la lejana cadena de los Andes, o por el aullido de algún lobo, que vagaba en busca de presa.
La pequeña tropa, que avanzaba sin hablar palabra, con oído atento a los menores rumores, los ojos bien abiertos y los fusiles en la mano para no dejarse sorprender, costeó por algún rato mía pradera de cactus, después se internó en una vasta zona, cubierta de una hierbecilla corta, menuda, brillante, que apagaba enteramente el rumor producido por los cascos de los animales.
—Hay que estar muy atentos —dijo Ramón, que venía el último con el trabuco cruzado por delante del arzón—. A la primera alarma hay que echarse a tierra sin perder momento.
—Es de esperar que todo vaya bien —respondió el maestro Diego, que sostenía delicadamente al pobre Cardoso—. No veo nada de particular, y eso es señal de que los indios se han alejado.
—No nos fiemos demasiado.
—¡Bah! A estas horas estarán todos detrás del globo.
—Silencio, que la palabra en estas soledades se extiende a increíbles distancias.
—Punto en boca.
Avanzaron como medio kilómetro por aquel terreno descubierto, que en caso de peligro no ofrecía el menor resguardo, caminando con precaución y sin perder de vista los pequeños grupos de cactus que se divisaban aquí y allá diseminados, después giraron al Sudoeste donde aparecían algunos arbustos, alternando con árboles que parecían acacias silvestres, y que en caso necesario podían ocultarles a la vista de los indios.
Ya iban a llegar a ellos, cuando Pedro, que cabalgaba a la cabeza, se detuvo bruscamente, echando una mirada sospechosa sobre aquella vegetación.
—¡Ah! —exclamó el maestro apretando al pobre muchacho contra el pecho—. ¿Qué hay allí debajo?
—¿Qué ve usted? —preguntó Ramón, uniéndose a su hermano.
—Nada; pero me parecía que esas matas se movían —respondió el gaucho.
—¿Estás seguro de no haberte equivocado?
—No sé qué decirte, pero desconfío.
—Salgamos hacia fuera; acaso las ha movido alguna alimaña.
—¡Calla!
—¿Qué oyes?
—¡Los indios vuelven!
—¡Por todos los santos! ¡Es verdad!
En efecto, hacia el Norte, aunque a gran distancia, se oían gritos acompañados de un sordo fragor que parecía producido por el furioso galope muchos caballos.
—¡Maldito globo! —exclamó el maestro—. ¡Decididamente la ha tomado con nosotros!
—¿No ves nada, Pedro? —preguntó Ramón.
—Sí, veo el globo que avanza rozando el suelo.
—Entonces, el viento ha cambiado. No se necesitaba más que esto para hacernos pasar una noche toledana.
—¿Qué hacemos? —preguntó Diego—. Es necesario tomar una decisión o nos descubrirán los indios.
—En marcha… ¡Eh!… ¡Eh!
—¿Qué pasa?
—¡Arrea!… ¡Arrea!
Cuatro caballos se habían inopinadamente levantado entre los arbustos. Diego, Ramón y Pedro clavaron las espuelas en el vientre de sus caballos y arrancaron hacia el Sur sin volverse a mirar atrás.
Un instante después se oyó un furioso galope acompañado de gritos estentóreos.
—¡Los patagones! —exclamó Ramón.
Diego se volvió a mirar atrás. Cuatro caballos, montados por indios de estatura gigantesca los perseguían, ganando terreno rápidamente.
—¡Ah, bandidos! —exclamó—. Si no llevase a Cardoso, ya les metería un par de balas en las costillas.
—¡Espuela! ¡Espuela! —gritó Ramón.
Los caballos devoraban el terreno; pero los de los patagones, seguramente mejores, o acaso más descansados, ganaban siempre, y para colmo de desventura sus jinetes seguían gritando, como si quisieran atraer la atención de sus compañeros que estaban persiguiendo el globo.
—¡Alto! —exclamó de pronto Ramón.
—¿Más enemigos? —preguntó Diego.
—¡Mano a los cuchillos! ¡Atención a los lazos!
Los patagones llegaban a carrera tendida contra el pequeño grupo que se había parado para hacer frente al enemigo. Pasaron a pocos pasos de distancia sin detenerse, arrojando sus lazos.
Diego se encorvó sobre el caballo, rehuyendo las correas que debían arrancarle de la silla o estrangularle; pero Ramón, que iba en primera fila y que luchaba con el caballo que en aquel supremo instante se había encabritado, se sintió enlazar por medio del cuerpo y arrastrar. Dio un grito terrible.
—¡Auxilio!…
Arrancado bruscamente de la silla, fue arrastrado en medio de las altas hierbas, detrás de los caballos de los patagones, que continuaban galopando furiosamente.
—¡Fuego! —gritó Pedro—. ¡Fuego a los caballos!
—¡Pronto! —respondió Diego.
Un tiro de trabuco y otro de carabina retumbaron, Dos caballos cayeron abrasados al suelo, arrastrando a sus jinetes en la caída.
—¡Ramón! —gritó Pedro lanzándose adelante.
—¡Aquí estoy, hermano! —respondió una voz.
—¿Vivo?
—¡Sí!
—¡Bendito sea Dios!
—Más tarde lo bendecirás.
—¿Estás herido?
—No; pero nos van a apresar. ¡Mira!…