LOS ESCORPIONES VENENOSOS DE LAS PAMPAS
Los gauchos no se habían equivocado al elegir. Los dos prisioneros eran magníficos corredores, de mucha alzada, color bayo, que es la capa que generalmente tienen los caballos de las pampas, sólidos jarretes, cabeza pequeña, pecho desarrollado y vientre estrecho que denotaba una sobriedad a toda prueba.
Parecían acobardados, ellos que desde que nacieron habían corrido libremente por la pradera inmensa, al sentirse sujetos por aquellas correas, y dirigían sombrías miradas a los hombres que los rodeaban. Un temblor general agitaba sus miembros y por la boca salía en abundancia la espuma que de cuando en cuando se teñía de rojo como mezclada con sangre.
—Son estupendos —dijo Cardoso, que los examinara con viva atención—. Deben correr como el vienta.
—Desafían a cualquier caballo —dijo Ramón, que se había sentado cerca de los prisioneros, conservando en la mano los lazos—. Podrán correr treinta leguas al día sin cansarse.
—Pura raza andaluza que en estas inmensas praderas se ha mejorado.
—¿Y hay muchos en esta región?
—Los hay a millares y continúan aumentando a pesar del enorme consumo que de ellos hacen las tribus indias, y especialmente los tehuls o patagones, si, así les parece mejor llamarlos. Si los caballos no abundasen, la raza india se babea extinguido porque la caza no hubiera sido sanción Lo para alimentarios a todos.
—Pero los españoles no hace mucho que introdujeron en América los caballos. ¿Qué comían antes?
—Se dice que comían otros caballos de una raza diferente. En efecto, se han encontrado muchísimos esqueletos», semejantes al de nuestro caballo. Aquellos caballos son distinguidos por los naturalistas coas el nombre de equus cervideus, y se dice que ha desaparecido de entre los animales vivientes, porque ya no se los ha encontrado después de la importación de los caballos españoles.
—He aquí una cosa que nadie ha logrado explicarse. Sin duda las dos razas eran antagónicas y la más fuerte consiguió destruir a la más débil —dijo Diego.
—¿Y en sus provincias de ustedes, crían caballos? —preguntó Cardoso.
—En grandísima cantidad, y los matan para aprovechar las pieles y la grasa, cosas, ambas, que en el comercio tienen buen valor.
—Dígame usted, señor Ramón, ¿son difíciles de domar los caballos salvajes?
—Es necesario ser gaucho para lograrlo —dijo Ramón—. Nadie más podría hacerlo. ¿Quieren, ustedes probar?
—Renuncio voluntariamente.
—Entonces, Pedro, lo haremos nosotros. Daremos la primera lección a los cerriles.
—¿Bastará una? —preguntó Cardoso.
—Son necesarias cuatro y a veces cinco derribadas autos de que el caballo cerril se convierta en caballo redomón o sea domado.
Ramón y su hermano se acercaron al más robusto de los animales, le trabaron los remos anteriores con una mama, que es una faja de cuero, ancha; luego, sentándose ea su cuello, le obligaron a abrir la boca, metiéndole un pedazo de cuero —primer freno— unido a dos sólidas bridas. Hecho esto le libraron de los lazos.
El caballo al sentirse un poco libre, se puso ágilmente en pie, de mi salto, lanzando un sonoro relincho y trató de lanzarse a través de la pradera, pero el gaucho Pedro, aterrándolo por los ollares, le obligó a pararse.
—Date prisa, hermano —dijo—. A este caballo le corre fuego por las venas.
Ramón en pocos segundos quitó la silla al propio caballo y se dedicó a apaciguar al mustango salvaje. Primero so echó sobre el lomo dos gruesas jergas, especie de mantas de lana, dobladas en cuatro dobleces, después un ancho pedazo de cuero, llamado corona de vaca, repujado y batido a martillo, luego el recado, silla de grandes dimensiones que pesa cerca de veinticinco kilogramos, forrada de piel y adornada con clavos de plata, que se asegura; al caballo con una ancha cinta de cuero. Encima se coloca una piel de oveja, pintada de vivos colores, después el sobrepuesto que es una ancha tira de piel curtida y festoneada, y, por último, la sobrecincha que sujeta completamente la silla.
Hecho esto, Ramón se quitó las botas, pero conservando las grandes espuelas, tiró el sombrero, ciñendose la cabeza con un pañuelo de colorines, se desembarazó del poncho y saltó a la silla sin tocar los estribos.
—¡Suéltalo! —gritó recogiendo las bridas.
Pedro, con un solo golpe libró al caballo de la manca que le aprisionaba las patas y lo dejó marchar.
El corcel, al pronto, pareció sorprendido de encontrarse libre y de tener sobre el dorso aquel peso que nunca había sentido; después se lanzó adelante con los ojos inyectados en sangre y la cabeza baja, salpicando espuma a derecha e izquierda.
Recorrió quinientos metros en línea recta con la velocidad de una flecha; después dio una brusca media vuelta y se precipitó en medio de un matorral de cardos que recorrió en todos sentidos, pisoteándolos casi completamente. Salió fuera de allí y sintiendo todavía el jinete encima, pareció de pronto enloquecido.
Se precipitaba adelante como si estuviera, ciego, después se encabritaba enderezándose cuan largo era sobre las patas posteriores, lanzaba coces en todos sentidos, giraba sobre sí mismo como un molino, daba huidas a diestra y siniestra, volvía a partir como un huracán segando las hierbas con sus sólidos cascos, volvía a la empinada intentando golpear con la cabeza y morder al jinete, reemprendía desordenada carrera, lanzando sofocados relinchos, bajándose era por delante, ora por la grupa, que enarcaba a veces bruscamente para despedir al domador, después se tiraba por borra y se volvía a levantar, y otra vez a rodar por la hierba.
Pero el hombre aguantaba. Con las rodillas nerviosamente apretadas a los flancos del salvaje corcel, la brida recogida, los ojos llameantes, pronto a soltar los estribos para no dejarse apresar y triturar los muslos, no lo abandonaba. Parecía clavado en la silla; más todavía, parecía que formase un solo cuerpo con el caballo.
No había fuerza capaz de arrancarle de allí; ni los bruscos saltos, ni las sacudidas violentas, ni los saltos de carnero, a los cuales pocos jinetes resisten. Y apretaba cada vez más los flancos del animal, quitándole la respiración y a las huidas respondía con frenazos que sacudían los dientes, y a las lanzadas, con espolonazos que hacían saltar la sangre.
Cardoso y el maestro contemplaban con viva admiración aquella lucha entre el ser salvaje y el ser inteligente y aplaudían con entusiasmo al valiente caballista. Hasta el silencioso Pedro, aunque él mismo era habilísimo jinete, que había domado quién sabe cuántos centenares de caballos estaba transfigurado y seguía con ardiente mirada aquel extraño combate.
El hombre debía, vencer al fin. El caballo, rendido, sucio de sangre y espuma sangrienta, después de haber intentado todas las defensas para librarse del jinete que a espolonazos le imponía la propia superioridad, después de recorrer como un loco el campo de cactus cubriéndose de heridas, de haberse tirado por el suelo una docena de veces, de haber ensayadlo romper, con furiosos cabezazos, las bridas, comenzó a entregarse, a galopar menos desordenadamente, cambiando ora a derecha ora a izquierda, según le pedía el gancho. Al cabo de media hora trotaba como un caballo perfectamente domado y obedecía casi a la perfección. Ramón, satisfecho, lo dirigió hacia los compañeros, y saltando alegremente a tierra, lo hizo caer, trabándole las patas con la mama.
—Bravo —exclamó el maestro estrechándole enérgicamente la diestra—. Es usted, y se lo dice un hombre que ha recorrido el muro, de a lo largo y a lo ancho, el más atrevido jinete que yo he visto hasta hoy.
—Todos los gauchos son como yo —respondió Ramón—. Ahora te toca a ti, Pedro.
El taciturno gaucho soltó el segundo caballo, lo ensilló y saltó en la montura. La lucha no fue menos obstinada que la otra, pero, también esta vez, el hombre triunfó completamente y recondujo al salvaje hijo del desierto casi amaestrado al campamento.
—Mañana, los dos estarán en condiciones de marchar —dijo Ramón—. Una lección más y será bastante.
—¿La vamos a hacer en seguida? —preguntó Carnoso.
—Antes de la noche. Entretanto ustedes deben explorar los alrededores para encontrar algo que comer.
—En efecto, ya notaba yo que la despensa está completamente desprovista y que los proveedores están lejos de estos lugares. ¡Ea, marinero!, toma tu fusil y vamos a dar un paseo.
—Con mucho gusto, hijo mío. Noto aquí dentro alguna cosa que me araña el estómago. Debe ser hambre, y buena.
—Vamos, pues, a buscar una docena de chuletas.
—O, por lo menos, un asado de aves.
Mientras los gauchos, cansados por las luchas sostenidas contra los dos caballos salvajes, se acostaban sobre sus ponchos, los dos marineros se echaron a la espalda sus fusiles y se alejaron hacia el Sur, donde se veían espesos matorrales.
Desgraciadamente parecía que aquella porción de las pampas no fuese muy frecuentada por los animales, porque por más que rodeasen la vis la los dos marineros, no divisaban ni jaguares, ni caguarés, ni avestruces, y únicamente poquísimos pájaros que no merecían gastar un cartucho, porque en su mayoría eran comedores de carroñas.
Pero registrando entre la maleza, Cardoso consiguió por fin encontrar un nido de avestruces, con más de sesenta huevos, tres veces mayores que los de pavo, colocados con cierto orden, y cubiertos de fina hierba.
—¡La tortilla está asegurada! —exclamó, saltando en medio del matorral.
—¡Y qué tortilla! —exclamó el maestro que era, entendido en este asunto—. Con. tal de que los huevos no estén empollados.
—Será más apetitosa. ¡Caray! ¿Le harías ascos?
—¿Yo?… Ya verás cuando la saquemos del fuego. Pero ahora pienso que si éste es el nido, podríamos buscar a los propietarios. ¡.Por Baco! ¡Ojalá pudiéramos regalarnos con un asado de ñandú!
—¿Qué es eso de ñandú?
—Es un nombre que se da a los avestruces americanos. También los indios los llaman ñandú guazu, que quiere decir araña grande.
—¿Qué, acaso se parecen a las arañas?
—Cuando andan hacen cierto movimiento con las alas que recuerda curiosamente los movimientos oscilantes de las arañas, cuando corren por sus; telas aéreas.
—La carne…
—Es delicadísima, hijo mío.
—Entonces nos echaremos por aquí y esperaremos.
—Sí, pero antes consolemos un poco el estómago —dijo el maestro, mirando un huevo al trasluz en los rayos del sol—. Debe hacer pocos días que los están incubando.
—¿Y nuestros gauchos?
—¡Bah! Son hombres acostumbrados a largos ayunos. Por otra parte, ya se desquitarán con la tortilla.
El glotón rompió cuidadosamente el huevo y lo vació.
—Excelente, hijo mío —dijo—. Sabe un poco a selvático, pero no somos gente que se detenga en semejantes minucias.
Iban a romper otro, cuando por encima de sus cabezas pasó una numerosísima bandada de aves de largas patas.
—¡Oh! ¡Los botitus[10]! —exclamó.
—¿Y qué es eso?
—Como ves, son unas aves.
—¿Muy buenas?
—No digo que no. Si estuvieran aquí los argentinos se divertirían.
—¿Y por qué?
—Porque enloquecen por la caza de los botitus.
—¿Acaso son difíciles de matar?
—De ninguna manera, pero porque se: cazan desde un coche.
—¡Qué cosa más curiosa!
—Pues es como te digo. Cuando caen en la pampa argentina los botitus, los grandes señores argentinos salen en carruajes, bien armados, y se lanzan a través de las praderas, haciendo fuego sobre esas aves, las cuales no se toman el trabajo de huir. He asistido varias veces a esa caza. Es una carrera endemoniada. Los caballos, fustigados hasta hacerles sangre, corren como el viento, los coches van dando tumbos horribles, los disparos suceden a los disparos y las aves caen a centenares. Si luego…
—¡Chist!…
—¿Qué ves?
—Los tussahs se mueven.
Diego se alzó con precaución y miró hacia, las plantas gramíneas indicadas. Cardoso no se equivocaba; los tussahs se entreabrían lentamente como para dejar paso a un ser viviente cuya dirección parecía precisamente la del nido.
—¿Un indio o un animal? —preguntó Cardoso montando la carabina.
—Es un ñandú; la hembra acaso —respondió el maestro—. Apunta bien para que el tiro sea seguro.
—Puede ser que tengamos delante a varias hembras, Cardoso, porque sé que incuban los huevos por parejas.
—Prepara tu fusil y…
Se interrumpió bruscamente cayendo de lado, y dejando escapar la carabina. Su rostro se cubrió repentinamente de cadavérica palidez.
—¡Diego! —exclamó.
—¿Qué tienes, hijo mío? —preguntó el maestro, asustado.
—Aquí… en la pierna… me han mordido…
El maestro se precipitó a él sin cuidarse de los avestruces y lanzó un grito dé desesperación.
Un gran escorpión, parecido a un cangrejo de mar, se había adherido fuertemente a la pierna del muchacho en cuya carne había clavado las robustas tenazas.
—¡Gran Dios! —exclamó el maestro, aplastando con furor al pequeño monstruo.
—¡Diego! La vista se me enturbia…
—¡Valor, muchacho!
—Siento un escalofrío que me sube hasta el corazón. ¿Qué me ha ocurrido?… Tengo miedo…, alguna serpiente me ha picado.
Na, na una… una serpiente, pero aquel monstruo era más terrible todavía, y el maestro no lo ignoraba. Los escorpiones de América del Sur son venenosísimos, más aún que la serpiente del cascabel, embebiéndose su virus en la sangre humana, casi instantáneamente.
Afortunadamente el maestro no había perdido la cabeza. Procurando no mostrarse aterrado para no desanimar al pobre muchacho obró rápidamente con la esperanza de poderlo salvar.
De una cuchillada le rasgó el pantalón y puso al desnudo la pierna que estaba paralizada, hinchada, y que rápidamente se iba poniendo azul. Sin cuidarse del gran peligro a que se exponía, aplicó los labios a la herida y chupó vigorosamente, escupiendo la sangre que absorbía.
Cardoso, que había caído sin fuerzas, pareció aliviado por aquella extracción de sangre y se incorporó, balbuciendo:
—Gracias…, Diego…, me parece que estoy algo mejor.
—No es nada, hijo mío —respondió el maestro, enjugándose el frío sudor que empapaba su frente—. Ha sido un pinchazo doloroso, pero nada más.
—¿Curaré?…
—Sí…, en seguida; puedes estar seguro, Cardoso, pero es preciso que te lleve en seguida al campamento.
—¿Para qué?
—Para que los gauchos te puedan curar más pronto.
—Pero ¿quién me ha mordido?
—¡Bah! Una viborillla —dijo el maestro—. ¡Ven!
Cogió al pobre muchacho, lo estrechó contra su pecho y se lanzó a la carrera a través de la pampa, gritando:
—¡Ramón! ¡Pedro! ¡Socorro!