CAPÍTULO XII

LOS CABALLOS SALVAJES

La inmensa llanura que les circundaba estaba completamente desierta, pero no presentaba aquella uniformidad que generalmente se cree ofrecen las vastísimas llanuras que se extienden más allá del territorio argentino, y que se llaman pampas.

El terreno se elevaba y descendía suavemente en forma de larguísimas oleadas, con depresiones unas veces muy profundas y otras con elevaciones que interceptaban la vista. Aparte de esto no era siempre hierba lo que lo cubría, sino que aquí y allá se veían grupos de zarzas salvajes, césped de ginerium, y más allá se veían descollar como inmensos paraguas soberbios ombús de verde follaje oscuro y tronco macizo y retorcido.

La fauna, por el momento al menos, faltaba completamente. En efecto, por más que Cardoso y el maestro aguzaran sus miradas, no vieron animal alguno que atravesase aquellas espléndidas alfombras verdes, salpicadas de amapolas de variados colores. Parecía que los guanacos, los avestruces, los jaguares, los caguarés y los lobos aguaros, animales que abundan en las pampas, hubieran emigrado a otras regiones y desaparecido por miedo a los indios. Solamente se veía revolotear por los aires alguna zenostrichia pileta o pájaro común, alguna viudita, pájaro negro completamente, con puntas blancas, y soberbios trochilidos, o pájaros mosca que zumbaban en torno de los matorrales de branehisias.

—¿Qué me dices de esta pradera, Cardoso? —preguntó el maestro, que apretaba con sus musculosas piernas los flancos del caballo.

—Digo que faltan los bistecs, marinero —respondió el muchacho, que se sostenía fuertemente agarrado a la monumental silla.

—¿Qué quieres decir?

—Que creía que la pampa sería otra cosa, porque me habían dicho que era una llanura completamente plana y cubierta de hierba pero sin un árbol ni un arbusto.

—¿Y quién te había dicho eso?

—Lo be leído en los libros.

—Pues los libros mienten. ¡Cualquiera cree en los libros! Esta es la verdadera pampa.

—Pero ¿dónde están los caballos y las bestias feroces?

—Ya encontraremos unos y otras, yo te lo aseguro. Sin duda la aproximación de los indios los ha hecho huir hacia el Sur.

—¡Malditos indios! ¡Ay de ellos si los cojo a tiro!

—Mejor será que estén siempre lejos, Cardoso.

—¿Podremos escapar a esos bandidos?

—Los gauchos no los dejarán acercarse. Son hombres para poner los puntos a los indios.

—También nuestros amigos tienen tipo de salvajes.

—Sin embargo son de raza blanca, como tú y come yo. Todo lo más, tienen algunas gotas de sangre indiana en las venas.

—¿No son de raza española?

—Sí, porque descienden de los primeros colonos desembarcados en Río de la Plata.

—Dime, marinero ¿qué clase de hombres son estos gauchos? Yo no lo sé todavía.

—Son guardas de ganado que viven ordinariamente en las praderas que rodean el territorio de Buenos Aires. Aunque descienden de españoles, estos extraños hombres tienen un profundo horror a la civilización y rehuyen la vecindad de las poblaciones como si se tratase de la fiebre amarilla; su patria es la pampa y no se apartan de ella por ningún motivo.

—¿Son valientes?

—Temerarios hasta la locura. Tienen un absoluto desprecio de la muerte. Cuando mozalbetes frecuentan los saladeros, que son grandiosos establecimientos donde se sacrifican millares de reses al año. Acostumbrados a chapotear en la sangre, crecen sanguinarios, batalladores y feroces. No sueñan más que con tiros y cuchilladas y no tienen más que un deseo: señalar en la cara al adversario. Para ellos matar a un hombre es como matar un pollo; afrontar un duelo mortal, es como ir a una fiesta.

—No obstante parecen muy corteses y hospitalarios.

—Sí, son corteses, y se precian de mostrarse tales, y son de corazón generoso, pero no obstante son grandes bribones. Basta que un objeto que tú, por ejemplo, llevas encima, les guste para que no tengan escrúpulos en asesinarte cuando salgas de su cabaña. Además, son excesivamente susceptibles; una broma que no les guste se la cobran con una puñalada; si tú, por casualidad, los hieres, puedes estar seguro que a la primera ocasión se vengarán aunque estén convencidos de que los hayas ofendido por puro accidente.

—Es preciso estar ojo avizor, marinero. Tus noticias son verdaderamente inestimables. Pero dime, ¿la policía argentina no impide sus asesinatos?

—¿Quién mete la nariz en los asuntos de los gauchos? Además, ¿crees tú que el gaucho, una vez cometido el delito, se queda a esperar a la policía? Salta a su caballo, llena las alforjas de víveres y se marcha a otra provincia a buscar otro amo.

—Deben ser buenos caballistas estos hombres.

—Se alaban mucho los vaqueros mejicanos y los cowboys del Far-West, de los Estados Unidos, pero los gauchos superan a irnos y a otros. Son los primeros jinetes del mundo, te lo digo yo, y nadie puede igualarlos. Son capaces de permanecer en la silla durante cinco días sin apearse y atravesar cien veces la América del Sur durmiendo únicamente algunas horas. Están de tal modo acostumbrados a cabalgar, que no saben andar a pie y consideran el caballo tan indispensable que no conciben que hayan hombres que no sepan montar.

—Haremos una triste figura, nosotros, junto a nuestros dos compañeros. ¡Qué pobre concepto formarán!

—¡Bah! Ya saldremos adelante discretamente, hijo mío.

—Sí, pero…

—¡Chist!

—¿Qué hay?

—¡A tierra, hijo mío, a tierra!…

Cardos o, sin saber de qué se trataba, como un soberbio volteador, se arrojó entre los altos cactus mientras el maestro se tiraba por el otro lado. Los dos gauchos habían ya hecho lo mismo con una rapidez prodigiosa y habían hecho tumbarse a su caballo entre las altas y espesas hierbas.

—¿Qué has visto? —pregunta Cardoso, que por precaución había montado su fusil.

—Unos jinetes —dijo el marinero.

—¿Dónde?

—Pasaban como a cuatro kilómetros de aquí.

—¿Indios o viajeros?

—No lo he podido ver bien, pero no sé qué viajeros se arriesgarían a atravesar este condenado país.

—¿Tendremos que hacer hablar a las carabinas? No me disgustaría ejercitarme un poco sobre los pieles rojas.

—Ya veremos, Cardoso.

—¿Y los dos gauchos?

—Ahí están… ¡Oh!… ¡En guardia, Cardoso!

A pocos pasos de ellos se habla levantado de pronto una pareja de teruteros, especie de pavos, y había echado a volar lanzando estridentes gritos.

—Alguien ha espantado a esas aves —dijo el maestro con inquietud—. ¿Habrán llegado ya aquí los indios?

—¡Diego!…

—¿Qué ves?

—Esos cactus de delante de nosotros se mueven.

—Empuña el fusil dispuesto a hacer fuego.

Cardoso apuntó con su arma en la dirección señalada. Se veía que los cactus se inclinaban a derecha e izquierda como para dar paso a un cuerpo, y se oía entre las hojas cierto rozamiento acompañado de leve tintineo.

El maestro y el valiente muchacho, arrodillados detrás del caballo, con los fusiles apuntados y resueltos a todo, esperaban con el dedo puesto en el gatillo.

Por fin, a pocos pasos, apareció una cabeza y una voz bien conocida dijo rápidamente:

—Tapen ustedes la cabeza de ese caballo.

—¡Ramón! —exclamaron los dos marineros.

—En persona —contestó el gaucho.

—¿Se acercan, los indios? —preguntó Diego.

—¿Cuáles?

—Los que hornos visto.

—¿Dónde?

—¡Oh! —exclamó el lobo de mar en el colmo de la sorpresa—. ¿No los han visto ustedes pasar a tres kilómetros de aquí?

Los gauchos se echaron a reír.

—No lo entiendo —dijo el maestro.

—Pero, amigo, ¡si eso que ha visto usted son caballos!

—¿Sin jinetes?

—Caballos salvajes, nada más.

—¿Y por qué se han escondido ustedes?

—Para sorprenderles. Se dirigen hacia aquí y en breve Pedro y yo les daremos caza.

—¿Serán muchos? —preguntó Cardoso.

—Como unos treinta.

—¿Y para qué hay que tapar la cabeza del caballo?

—Porque si sienten acercarse a sus compañeros empezará a relinchar y los otras se escaparán.

—¿Acaso se entienden entre ellos?

—Parece que sí. ¡Ahí vienen al galope! ¿No los oyen?

En lontananza, efectivamente se oía sordo galopar acompañado de sonoros relinchos. El gaucho con una manta envolvió listamente la cabeza del caballo.

—¿Y su hermano? ¿Dónde está? —preguntó el maestro.

—Allí abajo, dispuesto a montar en cuanto llegue aquí la tropilla[9].

—¿Y tiene usted la seguridad de coger un par de ellos?

—Tenemos la vista infalible y el brazo seguro —dijo el gaucho con orgullo—. Jamás un caballo escapa al lazo del jinete de las pampas. ¡Ahí llegan; atención!

Abrió cautelosamente los cactus que se extendían, a su derecha, flanqueando un largo trecho del prado de hierba bastante baja, y señaló la piara que se dirigía hacia ellos caracoleando des ordenadamente.

Eran unas treinta cabezas, entre caballos, yeguas y potros grandes, robustos, de capa baya oscura, espesa crin, y ojos grandes y vivos. Realmente no eran bonitos, paro en aquellos remos, secos y nerviosos, en aquellos ijares dispuestos para una resistencia insuperable, unida a una sobriedad a toda prueba, se advertía que eran animales de un valor insuperable. Eran como todos los caballos que pueblan el extremo de América del Sur hasta el Estrecho de Magallanes, descendientes da aquellos setenta y cinco ejemplares españoles desembarcados en Río de la Plata en 1507. Sabido es que se multiplicaron tan rápidamente en aquellas inmensas praderas que al cabo de cuarenta y tres años se los cazaba en la misma punta meridional del continente enfrente de la Tierra del Fuego.

También hoy, no obstante el enorme gasto que de ellos hacen los indios que viven casi exclusivamente de carne de caballo, son numerosísimos y recorren en grandes piaras las fértiles praderas, esquivando el contacto del hombre que se ha convertido en su mayor enemigo.

La tropilla señalada por el gaucho, llegó en breve a unos cuatrocientos pasos del matorral de cactus, y allí se paró poniéndose a pacer con desconfianza.

—No se muevan y estén callados —dijo Ramón a los dos marineros—. Si los caballos notan nuestra presencia escaparán a la carrera y no podremos alcanzarlos.

Se acercó a su caballo y de debajo de la manta sacó una correa de piel trenzada y de unos diez metros de longitud, terminada en un nudo corredizo, pasado por un anillo de hierro. Era el lazo, terrible arma en las manos de los hijos de la pampa, de la cual arma se sirven para aprisionar caballos y toros, o para estrangular a sus adversarios.

Se convenció de que un extremo estaba fuertemente atado al pomo de la montura, y después enrolló la correa formando grandes círculos, sosteniéndola en la mano izquierda y esperó al lado de su caballo.

La tropilla se acercaba cada momento más, rodeada por los potrillos que retozaban en todos sentidos, persiguiéndose y revolcándose entre la hierba.

De pronto, los machos que marchaban en primera fila se arremolinaron levantando la cabeza como para ventear el aire y se pusieron a relinchar vigorosamente.

Ramón en un instante hizo ponerse en pie a su caballo, saltó a su lomo y lo excitó contra la tropilla dando grandes gritos. Casi en el mismo instante se vio surgir a Pedro, el cual se lanzó adelante como para cortar el paso a los fugitivos.

La tropilla, sorprendida y espantada, estuvo un momento quieta, después dio media vuelta rápidamente y se lanzó a toda carrera dando al viento las crines, con los ojos encendidos, las yeguas y los potros a la cabeza, los machos detrás, como para proteger la retirada. Parecía que un huracán pasaba sobre la pradera; la hierba, los arbustos y los grandes cactus doblábanse y caían destrozados y retorcidos bajo les cascos de aquellos caballos espantados, y el suelo retemblaba.

Los dos gauchos, espoleando furiosamente a sus cabalgaduras, en breves momentos alcanzaron a la manada fugitiva obligándola a dar una vuelta y dividirse, después levantaron los lazos, haciéndolos girar rápidamente sobre las respectivas cabezas, procurando, con los dedos de la mano, mantenerlos abiertos.

Las dos fuertes carreras cayeron silbando en medio de la tropilla que se desbandó huyendo en diversas direcciones. Dos caballos, los más hermosos y fuertes, se encabritaran, bruscamente lanzando relinchos de furor, y después cayeron por tierra agitando furiosamente las patas.

Ya eran prisioneros. Los infalibles lazos de los gauchos habían caído sobre sus cuellos y los apretaban amenazando estrangularlos.

—Son valientes —dijo el maestro frotándose alegremente las manos—. ¿Se rendirán los dos prisioneros?

—Opondrán una feroz resistencia, pero concluirán por entregarse. Por muy fiero y salvaje que sea un caballo, no se resiste a los gauchos.

En tanto, Ramón y Pedro habían echado pie a tierra llevando con ellos otro lazo. Una vez cerca de los caballos salvajes que comenzaban a agitarse desesperadamente, intentando romper las correas que les ahogaban, comenzaron a trabarles hábilmente las manos y las extremidades posteriores, hasta que los redujeron a la impotencia.

La tropilla, entretanto, había galopado en torno de los cautivos como si quisieran llevarles auxilio pero en cuanto los vieron atados, se alejó a carrera tendida y en pocos minutos desapareció hacia el Norte.