LOS GAUCHOS
Aquella pequeña vivienda perdida en medio de la inmensa pradera, lejana de todo centro civilizado, en la tierra correteada solamente por los indios, era bastante mezquina hasta el extremo de no merecer siquiera el nombre de cabaña.
Parecía que hacía poco que había sido construida, pero ya se estaba cayendo. Sus muros de tapia presentaban por todas partes boquetes como si hubiesen aguantado algún furioso asalto o hubieran sido agrietadas por un formidable terremoto; su techo formado con hierba, presentaba anchas hendiduras por las cuales sin duda pasaría la lluvia en abundancia. La puerta, hecha con estacas espinosas, se sostenía a duras penas.
La cerca que rodeaba la vivienda, estaba aquí y allá arrancada como si hubieran pasado por ella gentes, sin incomodarse en asaltarla.
El interior no valía mucho más. El suelo todavía tenía hierba y estaba alfombrado de basura, huesos, y hojarasca seca, amontonada de cualquier modo, acaso para servir de lecho. El mobiliario se reducía a dos sillas de montar grandes y pesadas, algunos correajes de montura, algunas mantas, unas cuantas cuerdas, un caldero de hierro y dos cráneos de búfalo, que debían suplir a las sillas.
Itero en el centro, sobre un hermoso fuego se concluía de asar un enorme pedazo de carne que expendía un perfume apetitoso.
Apenas entrados los dos gauchos, ofrecieron cortésmente a los marineros los dos cráneos de búfalo, rogándoles que se sentaran y excusándose por no poderles acomodar en asientos más blandos.
—¡Bah! —exclamó el maestro, al que había puesto de buen humor la amabilidad de aquellos hombres selváticos y el asado que parecía a punto—. Estamos acostumbrados a sentamos en el duro suelo y hasta dormir sobro la tierra, ¿no es verdad. Cardoso?
—No somos muy delicados —respondió el chico—. En el mar se endurece la piel y los huesos se hacen de acero.
—Permítanme que les ofrezca un pedazo del asado[6] que habíamos preparado para nuestra cena —dijo el gaucho Ramón—. Siento no poder ofrecerles nada mejor, pero en este condenado país no se puede encontrar absolutamente nada, ni siquiera un sorbo de cada.
—Haremos igualmente honor a la cena, se lo aseguro —respondió Cardoso, moviendo las quijadas—; hace sus buenas diez horas que no metemos nada en el saco. ¡Oh! Si estuviera aquí el señor Calderón, se alegraría mucho de meter el diente en este asado.
—Tiene sus pistolas, hijo mío, y cuando uno está armado, en un país rico en caza, no se muere de hambre. Acaso a estas horas estará también cenando alegremente.
—Si no ha caído en las uñas de los pampas.
—O en las de los patagones. Pero ya le encontraremos, Cardoso, y yo te lo aseguro.
—A la mesa, caballeros —dijo Ramón, sacando del fuego el asado y colocándolo sobre una piel de borrego, extendida en el suelo—. Es la carne de un guanaco que matamos ayer mañana, y les aseguro que es mejor que el filete de buey.
Sacaron los cuchillos y atacaron vigorosamente al asado, que fue declarado excelente por unanimidad. Bastaron pocos minutos a aquellas mandíbulas poderosas para hacerlo desaparecer completamente, aunque pesaba más de cuatro kilogramos.
Concluida aquella abundante, pero modesta colación, Ramón puso al fuego el caldero de hierro, lleno de agua, mientras su hermano echaba en una calabaza un puñado de hierba mate.
—¡Caramba, qué lujo! —exclamó el maestro, que no había perdido de vista, aquellos preparativos—. ¡Tenemos mate en pleno desierto!
—Es el último puñado de hierba que poseemos y estamos desolados porque nuestra provisión se haya acabado tan pronto —dijo Ramón—. Un gaucho sin mate es como un marinero sin tabaco.
—¿Y no podríamos proporcionárnoslo? —dijo el maestro.
—¿Dónde?… ¿En el río Negro?
—¿En el río Negro? —exclamó el maestro en el colmo de la sorpresa—. ¿Entonces, no estamos en territorio de la Argentina?
—La frontera está lejos, muy lejos.
—Entonces, ¿cómo están ustedes aquí? Yo sé que los gauchos rara vez cruzan la frontera argentina.
—Eso es verdad, señor, pero el aire de la República no es bueno para nosotros —dijo Ramón sonriendo.
—¿Luego son ustedes desterrados?
—Matamos a tres hombres que nos querían prender y estropeamos otros tres o cuatro, y nos hemos tenido que venir al desierto en unión de unos cuantos amigos. Ya sabe usted que nosotros no nos preocupamos por cuchillada más o menos.
—Conozco a los gauchos. Una vez pasada la frontera, ya no tienen ustedes nada que temer.
—Es verdad; pero también nos ha traído aquí otra cosa.
—¿Acaso los indios?
—Usted lo dice. Esos condenados se han insurreccionado y se han lanzado a las pampas argentinas, asesinando a cuantos gauchos han caído en sus manos, destruyendo todas las factorías, las pulperías y los saladeros[7].
—¿De manera que será imposible volver hacia el Norte?
—Tan imposible que nosotros hemos huido aquí con la idea de permanecer muy pocas semanas, porque los indios raziarán también esta región. Hace tres días que nuestros compañeros han sido muertos, solamente a veinte kilómetros de aquí.
—Pues, ¿adónde piensan ustedes dirigirse?
—A Chile, si los indios…
—Y nosotros, Cardoso, ¿qué camino seguiremos? —preguntó el maestro volviéndose hacia el muchacho.
—El de Chile, si no estorbamos a estos señores.
—Antes nos servirán ustedes de ayuda, ya que están perfectamente armados y nosotros les proporcionaremos buenos caballos, que primero domaremos.
—Pero les advierto, que yo no abandonaré estos lugares sin haber encontrado vivo o muerto a nuestro compañero.
—Le encontraremos. ¡Vamos. caballero! Otro sorbo de mate.
Levantó la marmita y vertió lentamente el agua, que estaba casi hirviendo, sobre unas hojas que con tenia la calabaza y en las cuales había espolvoreado un poco de azúcar. Pocos instantes después servía a los compañeros la exquisita bebida, invitándoles a sorberla por medio de cierto canuto de plata llamado bombilla, terminado en una pala perforada, para que no puedan sorberse también las hojas.
Este mate del cual los hispanoamericanos y hasta los indios de América del Sur hacen un uso desmedido, prefiriéndolo, con mucho, al mejor café, es una especie de té, la otra bebida tan difundida en todo el extremo Oriente del continente asiático y tan apreciada por los paladares ingleses y rusos.
Se obtiene con las hojas de la yerba Ilex paraguayensis, arbusto de ocho a diez metros de altura que se cultiva especialmente en el Brasil, en Río Grande y en San Pablo, donde lo llaman arvore de Cogonha, y, sobre todo, en el Paraguay, donde crece el más bello y de hojas más perfumadas.
Apenas el arbusto ha alcanzado su desarrollo máximo se le cortan las ramas y se ponen, un poco al fuego para que las hojas se desprendan más fácilmente; después éstas, en unión de las ramas más tiernas son extendidas sobre parrillas (barbracnas) encendiendo debajo un fuego que se mantiene por cuarenta y ocho horas, y cuando están bien secas, se baten con unas palas de madera, para hacerlas pasar a través del barbracnas, y por último se envasan en sacos de piel sin curtir, llamados tercios, de un peso de cerca de cien kilogramos.
El comercio que de ella se hace es inmenso, porque casi todos los habitantes del Paraguay, de la Argentina, del Río Grande del Sur, de Chile y de Bolivia, y gran parte del Perú, están tan acostumbrados a su uso que no podrían pasarse sin ella. En cuanto a los gauchos la prefieren al tabaco y a los licores, que es lo más que puede decirse de aquellos furiosos e insaciables bebedores de caña.
Sorbida la deliciosa bebida, los dos gauchos se levantaron de común acuerdo, tomando los trabucos cargados precedentemente casi hasta la boca con postas, clavos y hasta piedrecillas.
—Caballeros —dijo Ramón, el más locuaz y también el más amable—, ocupen ustedes nuestros lechos y no piensen en nosotros. Acamparemos al aire libre, a fin de no dejarnos sorprender por los indios, que no deben andar muy lejos.
—Buenas noches —respondió Diego—, y si se acercan esos canallas no vacilen, ustedes en despertarnos. Tenemos buenos fusiles y somos hábiles tiradores.
—No lo dudamos —contestaron los gauchos.
—¿Qué te parecen esos hombres, marinero? —preguntó Cardoso, cuando quedaron solos.
—Digo que podemos fiarnos de ellos —respondió el maestro—. Por otra parte, tienen interés en permanecer con nosotros y tratarnos bien, a causa de los indios que recorren la pradera.
—¿Pero, qué gente es ésta? ¿Qué hacen? ¿Dónde viven?
—Mañana te lo diré, hijo mío. Aprovechémonos por ahora de esta tregua para descabezar un sueñecillo porque hace tres noches que apenas cerramos los ojos.
—Es verdad, y si te he de hablar francamente, te diré que tengo los huesos molidos.
—Echate, entonces, por ahí y cierra los ojos.
Tendieron sobre las hojas secas una corcanilla, suave manta de manufactura araucana, y se echaron encima, después de dejar al alcance de la mano las armas y haber abierto dos paquetes de cartuchos. Pocos momentos después, ambos roncaban tan sonoramente que hacían retemblar las paredes de la cabaña.
La noche, a pesar de la vecindad de los feroces pampas, pasó tranquilamente. Ninguna alarma, ningún disparo de escopeta ni fusil vino a interrumpir el sueño de los marineros.
No se despertaran hasta que al alba los relinchos de los caballos de los gauchos saludaron los primeros rayos del astro diurno.
—¡Caramba! —exclamó el maestro, estirando los brazos y bostezando—. He aquí un sueño que me era necesario para poner mi máquina en perfecto estado.
—Pues yo he soñado que dormía en un colchón de plumas —dijo Cardase, saltando ágilmente en pie—. ¿Y nuestros amigos? ¿Estarán todavía vivaqueando fuera?
—No los veo ni los oigo.
—Supongo que no habrán sido acogotados.
—No nos habrían perdonado a nosotros, los señores pampas, que tienen la mala costumbre de retorcer el cuello a cuantos encuentran en su camino, viejos o jóvenes, varones o hembras.
—Oigo un tintineo de espuelas.
—Son nuestros hombres.
En efecto, Ramón se acercaba a la cabaña con ese balanceo que es peculiar de los gauchos, arrogantes caballistas, pero pésimos andarines. Al ver a los dos marineros les dio cortésmente los buenos días.
—¿No hay novedad? —preguntó Diego.
—La llanura está completamente tranquila —respondió el gaucho—, pero no hay que fiarse mucho. Temo que esta calma no sea de duración.
—¿Ha visto usted a los indios?
—No, pero siento instintivamente su vecindad y haremos bien en ponernos en marcha hacia el Sur.
—No deseo otra cosa, tanto más cuanto que yendo hacia el Sur es como podremos encontrar al señor Calderón. Pero ¿cómo vamos a poderles seguir a ustedes? Nuestras piernas, en verdad, son fuertes, pero no tanto como para competir con las de los caballos.
—También tendrán ustedes rápidos caballos —dijo el gaucho sonriendo—. A doce millas de aquí hay una laguna muy frecuentada por manadas de caballos salvajes; iremos directamente allí, nos emboscaremos entre los gigantescos cactus y haremos funcionar nuestros lazos. Antes de mañana por la mañana seremos todos plazas montadas y sobre buenos corceles.
En aquellos instantes se presentó en la puerta su hermano que parecía muy preocupado e inquieto.
—¿Qué pasa, Pedro? —preguntó Ramón.
—Hay que darse prisa, hermano.
—¿Acaso has descubierto algún indio?
—He visto un finísimo penacho de humo.
—¿Dónde?
—Hacia el Norte.
—Esos son los pampas.
—Eso creo yo también.
—Que vengan —dijo Cardoso—, tengo un deseo loco de cruzar cuatro tiros con esos bandidos.
Ramón se volvió al muchacho que blandía con fiera actitud su carabina y le miró con cierta sorpresa.
—Es un pollo que algún día será gallo[8] —dijo después sonriendo.
—Ya es un buen gallo —dijo el maestro con orgullo—. No hace mucho mató a un jefe indio y se ha batido cuatro veces contra las tropas brasileñas.
—A caballo, hermano —dijo Pedro—. Los minutos son preciosos.
—Partamos, pues.
Se echaron a la espalda las mantas, los asadores y la cacerola, y abandonaron la cabaña. Fuera de ésta dos grandes caballos de delgada cabeza, piernas secas, nerviosas y completamente equipados relinchaban y piafaban.
—¿Sabéis teneros en la silla? —preguntó Ramón.
—Un marinero, bueno o malo, siempre es un jinete.
—Monten en este caballo. Mi hermano y yo montaremos en el otro y ¡al trote!
Saltaron al arzón, arreglándose lo mejor que pudieron en las anchas sillas y espoleando a los caballos partieron a buen trote hacia el Sur.